En su pequeña habitación de la pensión, Bruno se despertó paralizado por una pesadilla. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho que casi podía oírlo. Apenas podía respirar, tuvo que tragar saliva para que el miedo creciente bajara por su garganta.
Las cortinas estaban corridas y la habitación estaba negra como boca de lobo. Bruno se incorporó y encendió la luz de la mesilla de noche. Se dejó caer pesadamente sobre las almohadas y observó la habitación con recelo, como si no la hubiera visto nunca antes. Tenía la sensación de haber pasado las últimas horas vagando por la casa de su infancia. Todavía le parecía estar en la niebla del sueño.
Un sueño que ya había tenido antes. Ahora lo recuerda, es una pesadilla recurrente. Lo sueña quizás una vez al año, y cada vez que lo sueña reconoce la escena. Pero en una o dos horas lo habrá vuelto a olvidar, lo olvidará completamente. El sueño parece poseer ese extraño poder, puede correr un velo sobre sí mismo. Un sueño que no parece serlo, no tiene guión. Un sueño insidioso, es tan realista que Bruno siempre tarda un rato en darse cuenta de que no es real.
En el sueño, su madre todavía está viva, está viviendo en la residencia de la tercera edad. Bruno no ha ido a visitarla desde hace años, nadie de la familia ha ido a visitarla. El personal de la residencia se pregunta por qué nunca nadie va a verla. Su madre pregunta por ellos, pero aun así nunca va nadie.
Bruno se despierta sintiendo una oleada de terror. Desde que mojaba la cama de niño que no sentía esta sensación. La sensación de haber hecho algo horrible, algo que ni siquiera eres consciente de haber hecho, algo que nunca podrás arreglar.
Cuando Bruno se hacía pis en la cama, su madre lo bajaba al baño y le quitaba el pijama empapado. Lo limpiaba con una esponja y lo secaba con una toalla. Bruno todavía recuerda la sensación de cosquilleo en la piel mientras su madre lo secaba. La comodidad del pijama limpio mientras se lo ponía. El alivio de volver a meterse en la cama, con una toalla plegada y situada estratégicamente para absorber lo mojado y una sábana limpia extendida encima de la toalla. La alegría de volver a dormir con un problema resuelto.
Es la misma sensación que tiene ahora cuando finalmente entiende que el sueño no es real. Tarda un poco en elaborar el razonamiento en su cabeza, tiene que considerarlo lógicamente. Su madre está muerta, ya hace cinco años que murió. Cuando estaba viva iba a verla todas las semanas, fue a verla hasta el fin de sus días.
Él no es una mala persona.
La visitaba todas las semanas, solo que no se lo contaba a nadie. Ni siquiera a su novia. Algo que a ella le resultaba imposible de entender. Según Bruno, se negaba a entenderlo.
No estaban casados, ni siquiera estaban viviendo juntos. Eso era algo que habían decidido desde el principio, que no se iba a decir palabra de matrimonio. Los dos habían picado ya antes.
Él no le había ocultado intencionadamente la existencia de su madre. Pero no se lo había dicho. Y cuando, al final, ella lo descubrió, se convirtió en un problema gordo. No era nada personal, eso es lo que Bruno quería que ella comprendiera. No se trataba de excluir a nadie. Había sido un acto de galantería por su parte. Era difícil de explicar.
—No es lo mismo que tener una aventura —había dicho.
Pero por algún motivo ella parecía pensar que eso era todavía peor.
—¡Suponía que estaba muerta! Una suposición razonable teniendo en cuenta que siempre hablas de ella en pasado. Como jamás dijiste que la visitaras, creo que es razonable por mi parte dar por hecho que estaba muerta.
Bruno temía que ella no quisiera ir a conocerla, por eso no se lo había dicho. No quería que nadie la viera en aquel estado. Los ojos asustados mirando desde el fondo de su carita pálida. Las manos largas y arrugadas agarrando con fuerza las sábanas de la cama. Los nudillos desproporcionados, el esparadrapo sujetando el anillo de casada a su anular, largo y huesudo. No quería hablar de eso con nadie.
No sería justo para ella, llevar a una desconocida a que la viera. Tener que pasar por el ritual de una presentación, de tratar de iniciar una conversación junto a la cabecera de la cama. La idea se le hacía insoportable.
Realmente él no había tenido la intención de mentirle, pero ya veía que daba lo mismo. Ella se lo tomó como algo personal, pensó que tenía que ver con ella. Pálida de indignación, se levantó y se marchó.
Bruno se sorprendió al descubrir que ni siquiera lo lamentaba.
La madre de Bruno era alemana. Su familia había emigrado a Estados Unidos antes de la guerra.
Bruno y sus hermanas apenas sabían nada de aquella parte de la familia. Solo conocían a irlandeses y ellos también lo eran. Siempre pareció que su sangre irlandesa prevalecía sobre la alemana. Como si los genes irlandeses fueran dominantes. Solo había una cosa que Bruno y sus hermanas habían heredado de su madre y eran los ojos marrones claros.
Una mujer callada, la gente solía dar por hecho que también era irlandesa. En realidad soy alemana, decía ella. Y todos expresaban su sorpresa. Decían que nunca lo habrían imaginado.
Su madre no hablaba alemán en casa. Solo cuando los llevaba a visitar a sus abuelos, Bruno oía hablar en alemán. Recuerda estar sentado en un taburete en aquella sala de estar oscura mirando a su madre mientras conversaban. Recuerda cómo estudiaba su cara con la esperanza de poder entenderla, solo por mirarla. Recuerda el horror que sintió al darse cuenta de que no tenía ni idea de qué estaba diciendo. Recuerda la sensación de pánico, el impulso de levantarse de un salto y gritarle. Era como si se hubiera convertido en otra persona, ya no era su madre. Pero cuando ya estaban de nuevo a salvo en el coche, su madre volvía a conversar exclusivamente en inglés, y entonces Bruno volvía a sentirse seguro.
En sus últimos años recuperó su lengua materna. Al final solo hablaba alemán.
Todos los lunes por la tarde, después del trabajo, Bruno se sentaba durante una hora en la silla de respaldo alto junto a la cama y la escuchaba hablar en un murmullo sobre gentes y lugares de hacía mucho tiempo. Se sentaba allí a escucharla sin entender lo que decía, como la escuchaba de pequeño. Pero esta vez no había rabia, solo asombro por los hermosos sonidos que brotaban de ella. Bruno cerraba los ojos y escuchaba la musicalidad de la voz, los sonidos encantadores sin sentido. Se quedaba allí sentado y la escuchaba como si fuera música. ¡Y la gente dice que el alemán es un idioma feo! Bruno nunca ha podido entenderlo.
Para ser exactos, lo que ella hablaba era suabo. Un hermoso dialecto sibilante, cuyos suaves ritmos se filtraban en su inglés, dándole a su voz ligeras subidas de volumen cuando menos te lo esperabas. Era un acento dulce que daba seguridad, cosa que encajaba perfectamente con la personalidad de su madre.
Durante toda la vida, la madre de Bruno le había dicho que reconocería el amor cuando lo encontrase. Y Bruno había entendido que el amor lo encontraría a él, que lo alcanzaría como un rayo y no habría error posible. Durante años, había ido por la vida esperando aquel rayo salido de la nada que nunca llegó.
A pesar del paso de los años y del fracaso de un matrimonio tras otro, la opinión de su madre sobre el tema persistía.
—Solo es que aún no la has conocido —decía ella.
Cuando su madre hablaba, el final de cada frase volvía sobre sí mismo, como si las palabras no tuvieran ningún influjo sobre las verdades eternas.
—Cuando la encuentres, la reconocerás.
Ahora por fin Bruno cree que entiende lo que quería decir.
La primera vez que vio a Addie, le resultó familiar. Aunque nunca la había visto antes, tuvo la sensación de conocerla. Era como si la recordara de antes. Aún ahora, cuando la mira a la cara tiene esa extraña sensación de familiaridad. Su cara es una cara que conoce.
Tal vez sea porque están emparentados, piensa, sacando la foto familiar de su agenda y estudiándola nuevamente. Probablemente sea eso. Examina las caras buscando algún parecido con Addie, pero no lo ve, no hay nada de ella en esas mujeres.
La familiaridad que siente viene del futuro, no del pasado.
Es curioso lo rápido que te acostumbras a dormir con alguien.
Bruno la buscaba en la cama y se despertaba al darse cuenta de que ella no estaba.
La tercera vez que le ocurrió tomó una decisión. Se levantó y se vistió a toda prisa. Bajó sigilosamente las oscuras y chirriantes escaleras de la pensión, como si fuera un ladrón, y quitó el pestillo de la puerta principal para salir a la fría noche.
El cielo estaba despejado, con una luna creciente que parecía salida de un cuento de hadas. El mar plateado lamía la playa. Bruno estaba hecho un romántico, era consciente de ello. Subiendo por la calle en plena noche, llevado por el amor.
No quería llamar a la puerta de Addie por miedo a asustarla. Temía que no se despertara y despertar en cambio a su padre. Por tanto dio la vuelta por el lado de la casa hasta la ventana del dormitorio. Se puso de puntillas y dio golpecitos en el cristal con una moneda que encontró casualmente en su bolsillo. No hubo respuesta. Clic, clic, clic. De repente, tras el cristal, apareció la cara de Addie, pálida y aturdida. Tenía los ojos entrecerrados, debía de tener problemas para verlo en la oscuridad.
—Soy yo —susurró—. Déjame entrar, por favor, hace un frío que pela.
Bruno volvió hacia la puerta a esperarla. Cuando ella abrió la puerta, vio que llevaba su camiseta de Bruce Springsteen. Estaba a punto de burlarse cuando ella se lanzó hacia él. Le rodeó el cuello con sus brazos y se dejó caer contra él con todo su peso. Bruno tuvo que dar un paso atrás para mantener el equilibrio. Se emocionó al verla tan contenta de verlo. Normalmente era más reservada. Bruno la estrechó en sus brazos.
Addie levantó la cara para susurrarle al oído.
—No consigo recordar la última vez que un chico tiró piedras a mi ventana.
—Te echaba de menos —dijo él sencillamente—. No podía dormir.
Addie lo tomó de la mano, dio media vuelta y lo llevó adentro.
A punto de caer en el pozo del sueño, Bruno le confió su peor temor.
—Addie —dijo—, necesito que me convenzas para que no salte al vacío. Me temo que va a ganar McCain.
—No ganará —dijo Addie, arrastrando la voz por el sueño—. Ganará Obama. Tengo el presentimiento.
En la cabeza de Addie ya se formaba la frase siguiente, pero no la pronunció. Ganará Obama, pensaba, y tú volverás a casa.
En los brazos de Bruno y con aquel pensamiento en la cabeza, se durmió.