Desde el principio había quedado claro que Lola tenía un buen corazón.
Todo el mundo puede ver las señales. Es la manera en que sostiene la cabeza, tan tímida y al mismo tiempo tan digna. La manera en que te mira, pudorosa y al mismo tiempo pidiendo amor. Es el meneo desesperante de su cola. La perra que no ladra, la llaman las hijas de Della, porque apenas ladra.
Es una perra adoptada, una perra que ha sufrido. Se aparta de la gente a la que no conoce, recela incluso de los demás animales. Si alguien a quien no conoce se acerca para acariciarla, se echa al suelo. Abre las patas, aprieta su cuerpo contra el suelo y hace una cosa con la cabeza como si tratara de refugiarse bajo un edredón. A veces tiembla.
Addie no tiene ninguna información sobre qué le había ocurrido a Lola en el pasado. Llegó como una refugiada, bajando del maletero de la mujer de la perrera una tarde de verano. Lo único que llevaba era un collar rojo maltrecho y una estera para dormir.
—Puedes cambiarle el nombre si quieres —dijo la mujer—, pero probablemente es mejor que no se lo cambies.
Advirtió a Addie que Lola quizá lloraría durante la noche. Pero Lola no lloró, no emitió ni un sonido. Por supuesto, Addie no pegó ojo, se pasó toda la noche acercándose a la cocina para ver si la perra dormía. Se encontró cada dos por tres de pie en camisón junto a la puerta, con un par de ojos brillantes que la miraban en la oscuridad.
Es una bestezuela nerviosa Lola, se sobresalta cuando oye un ruido fuerte. Solo tienes que dejar caer la tapa de una cacerola al suelo y ya está debajo de la mesa, mirando desde su escondrijo con ojos de susto. Parece que esté esperando que le ocurra algo malo.
Addie supone que debía de ser una perra de caza en su vida anterior. Y también supone que se deshicieron de ella porque le asustaban los tiros.
—A los que tienen miedo de los tiros los atan —había dicho la veterinaria con indiferencia—. Y tratan de quitarles el miedo con palizas.
Addie había levantado la mano inmediatamente para hacerla callar.
—No, por favor —había dicho—. Prefiero no saberlo.
Pero no había manera de no oír aquellas palabras. Y una vez oídas, ya no había manera de quitártelas de la cabeza. Addie ya tenía aquella imagen de Lola atada en alguna parte, amarrada con una correa a la valla de un sucio patio y rodeada de hombres crueles.
Al menos no se la cargaron, eso es lo que se dice. Al menos se la dieron a la mujer de la protectora, que colgó su fotografía en internet, donde la encontró Addie. En cuanto vio la foto lo supo. Era la forma en que Lola tenía la cabeza ladeada con respecto a la cámara, la forma en que miraba atrás con expectación. Addie supo que era la perra apropiada para ella, era como si la reconociera de alguna parte.
—No permitiré que te vuelva a pasar nunca nada malo.
Esas son las últimas palabras que le susurra Addie por las noches cuando se agacha a su lado en el suelo del dormitorio y juguetea con sus orejas rizadas. Addie alisa el flequillo en punta de Lola y la besa en el espacio hundido de la parte superior de su cabeza aterciopelada.
La perra más mansa, la más refinada de las perras. Lola entiende lo del espacio personal, respeta las fronteras. Una perra afectuosa que frota el codo de Addie con la nariz cuando quiere caricias. Una perra lista, se tumba en la parcela de sol debajo de la ventana. Al desplazarse el sol, ella también se mueve. Y nunca llora. Ni siquiera cuando se le engancha una rama de espino en la cola, ni siquiera cuando se clava un cristal en la pata.
Hace tres meses que Addie tiene a Lola, llegó a finales de julio. Pero no tardó tres meses, sino apenas tres días en adaptarse a ella. Basta un vistazo para poder asegurar que Lola es buena hasta la médula, es buena y leal y fiel.
Ojalá fuera tan fácil entender a un ser humano.
—¿Podemos llevar a Lola a la bendición de las mascotas?
Era Elsa al teléfono. Llamaba desde el móvil de Della, de modo que al principio Addie pensó que era su hermana quien llamaba.
—¿Cuándo es eso?
—El domingo. Mamá dice que si quieres venir luego a comer a casa.
—Ponme con tu madre.
Hubo una pausa y a continuación estaba Della al teléfono.
—Estoy conduciendo, o sea que no puedo hablar demasiado.
—¿Lo dice en serio, eso de la bendición de las mascotas?
—¡Uf!, están desesperados por captar gente. Incluso bendicen los regalos de Navidad. Cualquier cosa que pueda atraer a la gente. Nosotras llevaremos al pez, pero creemos que Lola también tendría que venir.
—¿Estás segura de que no pasa nada por llevar a un perro?
—El año pasado alguien llevó un caballo.
—Muy bien. ¿Y lo de comer?
—… hemos pensado en invitarte a comer luego. Espera un segundo, que hay un guardia, tengo que bajar el teléfono…
—Comer con vosotras sería fantástico —dijo Addie con tono de resignación, hablando al teléfono aun sabiendo que Della lo tenía en su regazo—. Bruno estaría encantado, tenía muchas ganas de conocerlas.
—Y otra cosa… —dijo Della cuando volvió a coger el teléfono.
Addie oía al fondo a las niñas peleándose.
—¿Os podríais callar? —rugió Della—. Estoy tratando de conducir y mantener una conversación por teléfono.
Silencio.
—El hospital ya ha terminado su investigación —dijo Della—. Un pajarito se lo ha contado a Simon. Y dicen que la cosa no pinta bien.
—¡Dios santo! ¿Lo sabe Hugh?
—Supongo que debe de saberlo, se lo habrán contado.
—¿Él no te ha dicho nada?
—No.
Al instante Addie se sintió mal, sentía que tendría que haberlo sabido. Tal vez si hubiera pasado más tiempo con su padre, él se lo habría dicho. Pero había pasado todas las noches con Bruno. Le había subido la cena y dejado para que se la comiera solo.
—Hablaré con él —dijo Addie—. Lo tantearé.
—¿Quieres la buena noticia o la mala? —Eso fue lo que le dijo a Della cuando volvió a telefonearla aquella noche.
Addie le había dado calabazas a Bruno por aquella noche. Se lo había explicado, se había deshecho en disculpas.
—Lo he tenido muy abandonado —había dicho—. Creo que está enfadado, es como un niño mayor muy celoso.
—No pasa nada —había respondido Bruno—. Me lavaré el pelo o algo.
De modo que entonces Addie se sintió culpable por Bruno. No se puede contentar a todo el mundo. En un momento de locura pensó en invitarlo, aunque lo descartó enseguida.
Fue sola, con la bolsa de compras para la cena. Preparó un suflé de queso para dorarle la píldora. Era su comida favorita, y Addie había aprendido a cocinarla como regalo para uno de sus cumpleaños. Es la única cosa complicada que ha aprendido a cocinar en su vida. Y la prepara siempre que hay que animar a Hugh, es como una tradición entre ellos.
Se lo comieron en la mesa de la cocina con una ensalada verde y una botella de Burdeos. Hugh tomaba el vino con una pajita, aunque insistió en arreglárselas solo con la comida. Era patético verle asir el tenedor entre las puntas de los dedos. Tardaba una eternidad en llevarse cada bocado a la boca. El suflé debía de estar helado cuando se lo terminó.
—Esto no lo encontrarías en un restaurante. —Eso era lo que siempre decía cuando Addie le preparaba el suflé de queso—. No lo encontrarías ni en el Shelbourne.
Pero hasta que no abrieron la segunda botella de vino no consiguió hacerlo a hablar del caso.
—¿Tienes idea de cuándo será? —preguntó Addie, con inocencia.
—¡Ah!, en algún momento del año que viene —dijo él—. Las ruedas de la justicia giran muy lentamente. Pero no hace falta que te preocupes ahora por eso. —Hugh estaba más simpático que nunca, el suflé había surtido efecto—. Tengo toda la confianza del mundo en que ganaremos.
»Están buscando a alguien a quien echarle la culpa —añadió—. No le pueden devolver la vida, así que buscan a alguien a quien culpar. A mí tampoco me importaría, pero hice todo lo humanamente posible por salvar a aquella maldita mujer.
—¿Quién quiere culparte?
—Sus padres.
—Creía que era el marido quien había interpuesto la denuncia.
—Sí, pero es el padre quien lo empuja, es la fuerza motriz. El padre es taxista.
Como si eso lo explicara todo.
—Dinero. A eso se reduce todo. En eso consiste todo este maldito asunto, en sacar el máximo de dinero posible de la compañía de seguros. Cuantas más demandas presenten, más dinero esperan ganar.
Hugh estaba muy comunicativo y se extendió sobre el tema mientras duró la segunda botella.
—Estaba gorda como una vaca. No sé cómo pueden objetar que lo mencione. No es que sea tema de controversia, estaba en su historial, por el amor de Dios. Clínicamente obesa. La obesidad contribuyó a su muerte. Si no hubiera estado tan gorda, no se habría muerto. Yo ya se lo advertí, le dije que antes tendría que adelgazar un poco, pero no me hizo caso. Ella quería acabar de una vez por todas con la operación antes de una maldita boda familiar. Trata de operar a alguien con más grasa que una ballena, y a ver si encuentras la vesícula biliar.
Una sombra de duda cruzó por la mente de Addie. Notó que atravesaba su mundo silenciosamente como una nube.
—Pero no lo expresarías así…
Hugh estaba enroscado en su silla tallada como una serpiente enorme, y se irguió de manera amenazante.
—¿Perdón?
Addie hizo un gesto de dolor.
—Dime que no le dijiste eso a la familia.
—Por supuesto que no, ¿por quién me tomas?
Ahora Addie se sintió mal por haber dudado de él. Si su propia hija no le creía, ¿quién iba a creerle?
Addie se apoyó en la mesa y sirvió lo que quedaba del vino. Pensó que tal vez ya hubieran pasado la peor parte, pero Hugh continuó hablando.
—Naturalmente, los del hospital han corrido a guarecerse. Parece que quieren aprovechar la oportunidad para jubilarme. Nada que no se pudiera esperar. Parece que han reclutado a parte del personal más joven para que haga el trabajo sucio. Era lo que cabía esperar, me temo, no hay nada que les guste más que hacer leña del árbol caído.
La estaba asustando. Todo aquel asunto estaba adquiriendo nuevas proporciones, como una sombra siniestra avanzando por un muro. Addie empezaba a arrepentirse de haber preguntado nada. Pero ahora ya no podía parar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Las palabras le salieron temblorosas.
Hugh le respondió con ganas, encadenando las palabras con arrogancia.
—¡Ah!, pues por lo que he oído se han inventado una demanda contra mí. Una pequeña conspiración. Es lo que suelen hacer, juntan las cabezas e idean una historia para protegerse.
Hugh levantó las manos vendadas como un boxeador.
—Todo este asunto es muy desafortunado. Que no pueda estar yo allí para defenderme es muy desafortunado.
Addie lo observaba aterrorizada, esforzándose mentalmente por asumir lo que le contaba su padre.
—Esta podría ser la definitiva —continuó diciendo, su mirada dura tras las gafas—. Esta podría ser mi última batalla.
En cuanto volvió al sótano, Addie telefoneó a Della.
—Solo era broma —dijo—, no hay ninguna buena noticia. Lo acusan de acoso en el trabajo.
—¿Qué? ¿Además de negligencia?
—Eso parece. Es algo que apareció durante la investigación, según Hugh. Estuvieron entrevistando a todo el mundo que estuvo allí aquel día y parece ser que uno de los médicos residentes acusó a Hugh de acoso laboral. Las enfermeras lo apoyan. Hugh dice que es una conspiración para deshacerse de él.
—¡Virgen santa!
—¡Lo sé, es ridículo!
—¿Estás segura de que es ridículo?
—¡Por supuesto! Hugh es directo y no se anda con rodeos, pero eso no es delito, ¿no?
—Addie, ya sabes cómo es. Dice lo primero que le viene a la cabeza. Dice cosas desagradables. Y sabes que puede llegar a ser cruel.
—Pero no lo dice en serio. Cuando dice esas cosas, no las dice en serio.
—No importa si las dice en serio o no, ahora ya no se permite ese tipo de comportamiento.
—La familia ha presentado una demanda por daños con agravante —añadió Addie con una voz que parecía más bien un gimoteo—. La familia de la mujer que murió. Dicen que los asustó. Dicen que perdió los nervios y que temían que se pusiera violento.
—Puedo imaginármelo —dijo Della tajantemente.
—Della —susurró Addie al teléfono—, no deberías pensar que papá sea el malo de la película, ¿no te parece?
Della hizo una pausa antes de responder, lo que ya era una respuesta.
—Creo que pertenece a otra época, Addie. Y hoy, eso implica ser el malo. La gente espera un buen trato a los pacientes, espera sensibilidad. Espera que te mantengas fiel a las buenas prácticas. Es lo normal, por el amor de Dios.
—Ya lo sé, Della, pero papá es un buen médico, tú sabes que es un buen médico.
—No basta con ser un buen médico, también tienes que ser buena persona.
—Pero si es buena persona.
—Eso lo sabemos tú y yo, Addie. Pero no el resto de la gente. Y tienes que admitir que las apariencias completamente apuntan en sentido contrario.
En cuanto colgó, Addie fue al baño a lavarse los dientes, el silencio del apartamento arremolinándose a su alrededor.
La conversación con Della se repetía desbocada en su cabeza. No podía controlarla. Las palabras se reordenaban en su mente, fragmentos de su voz y de la de Della se peleaban por ocupar el primer lugar.
Mentalmente, Addie trataba de contraatacar, de meter baza en defensa de Hugh. Pero se abría paso tras ella una pérdida de fe tan enorme y terrorífica que empezaba a sentir un malestar físico.
Durante toda su vida, Addie había tenido una fe inquebrantable en Hugh, en que era una buena persona, y se negaba a contemplar otra posibilidad. Se había puesto de su parte contra el mundo. Había moldeado su visión del mundo en función de Hugh. Ahora se sentía una tonta.
Se metió en la cama, se acostó de costado y se hizo un ovillo. Se sentía como si estuviera acurrucada en el saliente de un acantilado. Si se movía un solo centímetro caería al abismo. Estaba tiesa de miedo. No sabía cómo superaría aquella noche.