—¿No me vas a decir adónde vamos?
—No.
—Vamos, tienes que decirme adónde vamos.
—No, señora. El destino es un misterio. Lo descubrirás cuando lleguemos. —Bruno parecía un marine de Estados Unidos.
La ruta que había tomado era siniestra. A través de los muelles y de Phoenix Park, con Bruce Springsteen sonando a todo volumen en el equipo estéreo del coche.
Bruno no la dejaba hablar.
—Esto parece un traslado penitenciario, ¿sabes? Me siento como si me llevaran a una cárcel secreta en Cavan.
—Tú escucha —dijo él—. Tienes que darle tiempo para que te haga efecto. —Como si fuera una píldora.
De modo que permaneció quieta en su asiento como una prisionera. No podía hacer otra cosa sino escuchar.
—Conozco esta música —rugió—. Y sencillamente no me gusta demasiado.
Pero Bruno no le hizo caso. Acompañaba la canción en silencio, meneando la cabeza de un lado al otro mientras conducía, moviendo los labios como si pronunciara las palabras.
Al llegar a la rotonda del centro del parque, Bruno divisó delante de ellos la bandera de Estados Unidos. La bandera ondeaba en lo alto sobre las puertas de entrada de la residencia del embajador estadounidense, deslumbrante contra el azul del cielo. La irlandesa ondeaba en el poste opuesto, la entrañable y sosa bandera tricolor de su país.
Con la voz rasgada de Bruce Springsteen bramando en la radio del coche, Addie no podía negarlo, la cosa tenía su no sé qué.
Bruno apretó con toda la palma de la mano la bocina y empezó a acompañar la canción a voz en grito.
—«Únete al levantamiento. Únete al levantamiento esta noche».
Tenía la voz ronca por la emoción, era casi contagioso. Si Addie hubiera sabido la letra, quizá se habría sentido incluso tentada de acompañarlo.
En vez de eso, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y miró por la ventana. Había una extraña franja de niebla suspendida sobre el suelo, a pocos centímetros de altura. Flotaba sobre la hierba sin llegar a tocarla, como una cinta de electricidad estática. Surgiendo por encima de la niebla, los cuernos de cientos de ciervos, cuyos cuerpos se perdían entre la niebla. Parecían criaturas materializándose tras un viaje en el tiempo.
Le habría gustado decírselo a Bruno, pero ni ella misma podía oír lo que pensaba.
Tras cuarenta minutos, treinta y tres kilómetros hacia el interior del condado de Meath y diez temas más del cedé de presentación de Bruce Springsteen, Bruno paró el coche en el arcén.
—Esta es la primera parada.
—¿Qué? Pero si aquí no hay nada.
—Vaya si lo hay. —Bruno señaló la casa que tenían al lado, un chalé de pared rugosa pintada de un verde menta enfermizo—. La casa de nuestras primas del campo. Nos han invitado a tomar el té.
Addie puso unos ojos como platos de horror.
—Dios santo. Sí que era un traslado penitenciario. Esto es una tortura. Yo no quiero visitar a ninguno de mis primos, ¿sabes? No quiero visitar a mis primos.
Lo repetía porque no se lo podía acabar de creer. Se sentía atrapada, se sentía engañada, engañada y arrinconada. ¿Cómo podía explicarle lo poco que le apetecía presentarse en el chalé de pared rugosa de unos primos perdidos en el tiempo en las afueras de Navan? Por un instante, consideró la posibilidad de negarse a entrar. Pensó en esperar en el coche, pensó en volver andando hasta el pueblo más cercano. Habría querido volver a ser una niña. Quería tener una rabieta, llorar y gemir, cerrar los puños amenazando con no entrar.
—No debería haberte ayudado nunca —dijo—. No tendría que haberte enseñado nunca la dichosa fotografía de Hugh, ni tendría que haberlo importunado para sonsacarle los nombres.
Addie seguía sentada en el asiento del copiloto, con los brazos cruzados tozudamente sobre el pecho. Sintió la tentación de cerrar con seguro todas las puertas, de hacerse fuerte dentro.
Pero Bruno ya estaba saliendo del coche. Estaba abriendo la puerta trasera para dejar salir a la perra.
—Supongo que no les importará que venga también Lola.
Más tarde, por supuesto, Addie estaba muy avergonzada.
Habían sido tan amables. Se habían tomado muchas molestias. Había pan integral casero y un pastel de frutas. Habían sacado la mejor porcelana y en la mesa de la cocina había un mantel recién planchado. Si ibas al baño estaba claro que lo habían fregado. Una pastilla de jabón nueva en el lavamanos. Las marcas del aspirador todavía visibles en la alfombra del vestíbulo. Habían tenido una mañana atareada preparándose para la visita del americano.
Al llegar, Addie se había resistido a pasar. Se sentía ajena a aquella situación. Tal como lo veía ella, simplemente acompañaba a Bruno en la excursión. Pero él la presentó y se emocionaron al saber quién era. ¡Estaban tan contentas de verla! La abrazaron y la trataron como a una más de la familia. Se echaron atrás para estudiar su cara.
—Tiene un parecido con tía Mary, ¿verdad? No se puede negar que es de los nuestros.
—No me lo puedo creer, ¿cuántos años deben de haber pasado? La última vez que estuviste aquí no podías tener más de seis o siete años. Te llevamos fuera para ver a los cachorritos. La perra acababa de tener cachorritos. ¿Te acuerdas?
Addie no tuvo el valor de decirles que no las recordaba en absoluto. Ni siquiera sabía que existieran. Miró desesperadamente a Bruno en busca de ayuda. Bruno estaba agachado, buscando algo en su mochila, un regalo que les llevaba. A Addie le daba vueltas la cabeza con tanta emoción ajena. Preguntó por el baño.
Soy una estúpida estirada, pensó mientras se lavaba las manos. No quería conocer a esa gente. Me creo mejor que ellas. Me merezco que me pongan en mi lugar.
Se secó las manos lentamente en la toalla, de un blanco inmaculado, antes de atreverse a volver a salir.
Las tías eran dos. Dos hermanas, Mary y Theresa. Addie no había prestado mucha atención cuando se las presentaron y no recordaba cuál era cuál. Una de las dos en realidad vivía en Navan, explicó, pero había ido de visita expresamente. Lo contaba como si fuera un viaje de seiscientos kilómetros en vez de seis.
Eran las hijas de una de las mujeres de la foto. Lo que las convertía en primas hermanas de Hugh. ¿Cómo podía ser que Addie nunca hubiera oído hablar de ellas? No tenía explicación.
—Por supuesto, tú eres el único Boylan que queda —dijo una de las tías a Bruno—. En nuestra parte de la familia solo quedábamos chicas cuando tu padre murió. No quedó nadie para conservar el apellido.
—No se me había ocurrido —confesó Bruno—. Tienes razón, ¡soy el último de los Boylan!
Su rostro reflejaba un entusiasmo desbordante.
—Ahora depende de ti —dijo una de las mujeres— que no se pierda el apellido.
Se dieron un ligero codazo la una a la otra y asintieron mirando a Bruno.
—Vaya que sí —añadió la otra.
Addie sintió vergüenza ajena. Pero Bruno parecía encantado con todo aquello. Inclinado sobre la mesa, no hacía ningún esfuerzo por disimular que disfrutaba.
Addie miró por encima del hombro de Bruno para ver dónde estaba Lola.
—Seguro que le apetecerá salir al jardín —dijeron las tías en cuanto vieron a Lola, y se dieron la razón entre ellas.
—Ah, sí, seguro que estará mejor fuera.
Lo que significaba que no la querían dentro de casa. Y resultó un alivio para Addie, porque en cuanto mirabas alrededor de la sala de estar, en cuanto veías la delicada cómoda repleta de adornos de porcelana y los tapetes de encaje en las mesillas laterales y los antimacasares en los respaldos del sofá y de las sillas, «sabías» que no era buena idea que Lola estuviera dentro.
Ahora Addie podía verla, la veía claramente a través de la puerta de cristal de la cocina. Correteaba por el jardín, olisqueando con frenesí los parterres de flores. Corría en círculos, como un caballo de circo en la pista. Vueltas y más vueltas en círculos menguantes, cosa que solo podía significar una cosa. Siguió girando, tres vueltas más y entonces se puso en cuclillas para expulsar un zurullo interminable, justo en medio del césped.
Addie se inclinó hacia delante para servirse otro trozo de pastel. Fingió que no se había dado cuenta de lo que había hecho Lola y trató de concentrarse en lo que fuera que estuvieran hablando.
Estaban los tres mirando la foto que había llevado Bruno.
—La debieron de sacar justo antes de que tu padre se marchara a América —dijo la mayor.
—Se les partió el corazón cuando supieron que ya no volvería nunca. A mamá y a tía May. Lo adoraban, ¿sabes?
—Sí —añadió la más joven—. Siempre tuvieron la esperanza de que volviera.
Bruno las tranquilizó.
—Siempre quiso volver, la verdad es que su sueño era volver.
—Bueno, no quiso el destino, supongo. De todos modos es triste que no pudieran verse nunca más.
—Seguro que pensaban que tenían todo el tiempo del mundo. ¿No es lo que pensamos todos?
—Bueno, ahora vuelven a estar juntos, si Dios quiere.
Se produjo un silencio reverencial tras esta consideración. Luego una de las tías se animó y soltó un chillido de excitación.
—¡Nora sí que vino! ¿Te acuerdas, Mary? Fue algo excepcional para ellas. ¡Los regalos que trajo! ¿Cuándo debió de ser eso?
—Madre de Dios, deja que lo piense. A ver…
—Yo tengo cartas suyas en alguna parte, solía cartearse con mamá. Tendría que buscarlas, no sé dónde las habré puesto…
Addie, distraída de la conversación, examinaba las fotos de la pared. Una hilera irregular de fotografías enmarcadas, cada una de las cuales mostraba a una persona joven con toga y birrete ante el telón de fondo moteado de un estudio. Todas sujetaban torpemente el pergamino enrollado con ambas manos. Era evidente que mostraban con orgullo aquellas fotografías colgadas en la cocina para que se vieran mejor. Addie pensó que su propia foto de graduación debía de estar en alguna caja por algún lugar. Hugh le había dado muy poco valor al título de Arquitectura.
El árbol genealógico estaba ahora abierto sobre la mesa, y todos lo leían atentamente.
Dios mío, qué aburrimiento, pensaba Addie. Se sentía como si estuviera en misa. Como si estuviera en una misa en latín, el aburrimiento era casi físico.
Con el rabillo del ojo podía ver a Lola arrancando la hierba, escarbando como un perro de dibujos animados para tapar el rastro, haciendo volar terrones de hierba y tierra entre sus patas traseras.
—Exacto —decía una de las tías—. Tu abuelo era James. Que era hermano de nuestro abuelo. John Boylan, así se llamaba nuestro abuelo. Lo tienes bien. —La mujer daba golpecitos a la hoja con el dedo índice.
—Hay algunas cosas con las que necesito que me ayudéis —dijo Bruno, mirando el árbol genealógico con los ojos entornados—. Vuestro padre era Michael, ¿correcto?
Ambas afirmaron entusiasmadas con la cabeza.
—Papá se llamaba Michael Daly —dijo una de ellas con vehemencia—. Y el marido de May era un Lynch, Seamus Lynch.
Bruno anotaba todo en su agenda.
—Y el marido de Kitty, ¿sabéis por casualidad cuál era su nombre de pila?
Hubo una mirada entre las dos hermanas, Addie se dio cuenta al instante.
—El marido de Kitty… —repitió una de ellas mecánicamente.
—Sí. De apellido se llamaba Murphy. El padre de Hugh.
Las dos miraron nerviosamente a Addie y luego volvieron a fijar la vista en el árbol genealógico. Desde donde estaba sentada, Addie podía distinguir el interrogante que Bruno había dibujado junto al apellido de su abuelo.
—No recuerdo el nombre de pila. ¿Tú te acuerdas, Theresa?
—Ni por asomo.
Bruno sostenía el boli alzado sobre la hoja. Mientras hablaban, volvió a trazar el interrogante. Ahora parecía escrito en negrita y daba aún más el cante.
—Murió hace mucho tiempo.
—Ni siquiera sé si llegamos a conocerlo.
Bruno levantó la mirada hacia las hermanas.
—Mi padre hablaba mucho de ellas, ¿sabéis? A menudo hablaba de ellos.
—Estaban tan orgullosas de él. Siempre le contaban a todo el mundo que su primo Patrick se había ido a América. Que se las había arreglado muy bien allí.
La tía se volvió hacia Addie.
—También estaban orgullosas de tu padre. Un médico en la familia, ¿no es lo que quiere todo el mundo?
Volvía a haber algo en el aire. Cierta tensión, pero Addie no sabía exactamente de qué se trataba.
—Significó mucho para mamá que viniera al funeral.
Addie se había perdido, no sabía de quién estaban hablando. Sus tías debieron de notar su desconcierto.
—Al funeral de tía May. Significó mucho para todos que tu padre viniera.
La otra asentía con la cabeza.
—Tía May era como una madre para él, fue la única madre que conoció jamás.
Y Addie asintió con la cabeza como si lo entendiera. Asintió con la cabeza y sonrió, aunque su cabeza se estaba llenando de preguntas.
—Tu madre era muy buena y venía a visitarla. Solía visitarla a menudo y siempre os traía con ella. Significaba tanto para tía May poderos ver crecer.
La voluta de un recuerdo, revoloteando alrededor de la mente de Addie. Piruletas, una lata redonda llena de ellas. Un pasador que le ponen en el pelo. Polvos de maquillaje, su dulce aroma de rosas cuando te inclinabas para el beso.
—Era una mujer encantadora, tu madre, todos la apreciábamos mucho.
Addie notó con espanto que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se sentía abrumada por todo lo que no sabía, por todo lo que aquellas mujeres parecían saber de ella. Ella no se acordaba de nada de eso. Se sentía como si hubiera entrado en una habitación y de repente apareciera gente por detrás de los sofás y de las cortinas gritando: ¡sorpresa! Sintió ganas de salir corriendo.
Bruno debió de darse cuenta de su angustia y acudió al rescate.
—Ya que estoy aquí, me gustaría mucho visitar el cementerio, me gustaría ver las tumbas de la familia.
Las dos tías se pusieron como locas.
—Sí, claro —dijeron—, tienes que ir al cementerio, te podemos indicar cómo encontrarlo. Es bastante difícil de encontrar, a menos que sepas dónde buscar, tendremos que apuntártelo.
Bruno volvió a abrir la agenda.
—Dios quiera que no esté lleno de hierbajos, hace semanas que no vamos.
A continuación le dieron una serie de indicaciones interminable y seguían dándolas cuando Addie y Bruno se levantaron para marcharse.
—Sobre todo vuelve la próxima vez que vengas aquí —le dijo la mayor a Bruno mientras se despedían.
—Y que haya una próxima vez —añadió la otra con convicción.
Besaron a Addie y le dieron un fuerte abrazo de despedida. Pero no le dieron recuerdos para su padre. Ni tampoco la animaron a volver. De esto no se dio cuenta hasta que hubo subido al coche.
Bruno puso en marcha el motor y Addie se despidió con la mano de las dos ancianas, que de pie ante la puerta también decían adiós con la mano. En cuanto doblaron la esquina, Addie se echó atrás en su asiento y soltó un largo suspiro. La cabeza le daba vueltas, y su cerebro se esforzaba por comprender algo imposible de ver a simple vista.
—¡Mira esos árboles! —dijo—. ¿Habías visto alguna vez algo igual?
Los árboles eran tan altos y frondosos que sus ramas formaban arcos sobre la carretera. Conducir debajo de ellos era relajante. Era como caminar por el pasillo central de una gran catedral. La sensación de que algo más grande rige el mundo.
Addie no había abierto la boca desde que dejaron la casa. Bruno no parecía haberse percatado de su silencio.
—No tenía ni idea de que este fuera un país tan precioso —iba diciendo, mirando con avidez por la ventanilla—. ¡Qué país! No sé por qué, pero siempre lo había imaginado más inhóspito.
Addie también miraba por la ventanilla los campos ondulantes, con cálidas lágrimas que le escocían los ojos.
Estaba enojada con él, pero no estaba segura de por qué. También estaba molesta consigo misma y la atormentaba un malestar que se asemejaba al dolor. Una pócima embrujada de emociones adolescentes, una obstinada venda de petulancia que envolvía su corazón cada vez con más fuerza. Y cuanto más enojada estaba ella, más despistado parecía Bruno y más exasperante era su manera de disfrutar del viaje.
—¡Imagínatelo! —decía—. Mi padre y tu padre viajarían por estas mismas carreteras cuando eran jóvenes, debían de conocer tan bien este camino…
Dios, sonaba tan americano.
Había detenido el coche en un espacio abierto del seto y estaba inclinado sobre el volante mirando con entusiasmo más allá de los campos al río que corría abajo.
—Cómo le habría gustado a mi padre estar aquí con nosotros —dijo con nostalgia.
Y ella se sintió culpable de repente por envidiar su historia. Ahora que se daba cuenta de lo mucho que significaba para él. Aunque era distinto para ella. Era difícil y complicado, y allí estaba él, haciéndola sentirse mal nuevamente consigo misma.
Addie cerró los ojos para ocultar las lágrimas, que corrían peligro de deslizarse por sus mejillas. Lágrimas calientes de disgusto, y con ellas una oleada de resentimiento.
Debería haberle hecho caso a Hugh. No iba a ganar nada con todo aquello. No iba a sacar nada bueno.
Ella era feliz antes de que él llegara. Se agarró a esa idea y trató de sujetarse a ella. Como si fuera una rama sobre un río crecido. Pero no sirvió de nada, tuvo que admitir que se estaba mintiendo a sí misma. Muy bien, pues, no era verdad que fuera feliz. Pero al menos se sentía segura. Antes de que él llegara, se sentía segura en su propia tristeza.
Bruno estaba perplejo por las lagunas en los recuerdos de Addie. Era difícil no estarlo. Él, inocentemente, le había preguntado por su familia.
—¿De qué parte del país era tu madre?
Una pregunta bastante sencilla, cabría pensar. Solo que Addie no sabía la respuesta.
Estaban paseando entre las lápidas del cementerio de Navan. Eran los únicos que habían entrado a pie. Todos los demás visitantes parecían haber llegado en coche. Al atravesar la entrada avanzaban lentamente por los pasillos hasta detenerse en un sitio concreto. Una pausa de un minuto o dos, con el brazo apoyado en la ventanilla abierta del coche. El tiempo suficiente para fumarse un cigarrillo. Luego volvían a arrancar a paso de tortuga, retrocedían, atravesaban la verja abierta y salían de nuevo a la carretera.
—La visita en coche —dijo Bruno, fascinado.
Aquello tenía algo de mafioso, pensó, algo elegante y siniestro.
Addie llevaba a Lola atada a la correa, no le pareció apropiado dejarla corretear suelta entre las tumbas. La perra tiraba del brazo de Addie, se arrastraba por el suelo como un ornitorrinco, las orejas rozando la gravilla.
Addie todavía le daba vueltas a la pregunta de Bruno.
—Creo que era de Wexford, me suena que era de algún lugar cerca de New Ross. Mamá era solo una niña, fue a estudiar a un instituto de Dublín cuando terminó el colegio.
—Pero ¿tú no vas nunca allí, a New Ross? ¿No los visitas nunca?
—No creo que haya nadie a quien visitar, por lo que yo sé están todos muertos. Mis abuelos murieron antes de que naciera yo. Creo que eran de New Ross, pero no estoy muy segura. Tal vez fueran de Enniscorthy. De algún lugar de Wexford, de todos modos.
Addie advirtió que Bruno estaba desconcertado por la vaguedad de su respuesta. No sabía qué hacer al respecto.
—¿Dónde se conocieron tus padres?
Bruno paseaba junto a una hilera de lápidas e iba agachándose para fijarse en los nombres. Llevaba la agenda en la mano y estudiaba las indicaciones.
Addie se dio cuenta de que ahora era ella quien estaba desconcertada.
—Pues ¿sabes que no tengo ni idea? Ni idea. Papá nunca habla demasiado de ella.
Aquello sí que le pareció extraño. Viéndolo a través de los ojos de Bruno, parecía efectivamente raro.
—¡Aquí lo tenemos! —exclamó Bruno triunfalmente.
Se había parado ante una parcela grande y cuadrada. Había una valla baja de hierro alrededor del perímetro, valla que se combaba en algunos puntos. La parcela estaba cubierta de gravilla gastada, con una capa ondulada de bolsa de basura de plástico asomando en algunos puntos. Una lápida sencilla, cuya superficie estaba tapada con musgo y liquen. Grabada en la piedra había una larga lista de nombres, costaba distinguirlos. Boylan y más Boylan, James y John, y otro John después de él, el niño pequeño que había muerto. Podías deducirlo por las fechas, solo tenía dos años, pobrecillo. También había una Catherine, ¿podría ser su abuela? Pero ¿no deberían haberla enterrado junto a su marido? Addie no lo sabía, no tenía respuesta. Y ahora le parecía raro no haber estado antes allí.
Bruno escribía en su agenda, sobre la rodilla levantada, apoyado en un pie, y anotaba meticulosamente todo lo escrito en la lápida.
Addie se quedó de pie a un lado de la tumba y examinó lo que estaba escrito, esperando que alguna emoción se apoderara de ella, pero no la hubo. No sentía nada, no podía pensar en nada excepto en que tendría que estar pensando algo.
Rezaré una oración, pensó. Se sentía indigna de la situación, pero tenía que hacer algo. Ave María, dijo, recitando las palabras en silencio en su cabeza. Acabó la oración enseguida y tuvo la sensación de que se había saltado alguna parte. Hacía tanto que no rezaba. Se la habían enseñado en irlandés, también, y en francés. Sainte Marie, Mère de Dieu. Priez pour nous, pauvres pécheurs. Se quedó maravillada al ver que aún se acordaba. Esperó un segundo o dos con la cabeza inclinada solemnemente, luego siguió caminando junto a la hilera de tumbas. Descubrió que le interesaban tanto las demás lápidas como las de su propia familia.
Llegó al final de la hilera y se encontró delante de una pequeña cruz de mármol blanco. Las letras grabadas habían sido rellenadas con tinta negra.
«Phelan —ponía—, Angela. Nacida en Robinstown el 27 de abril de 1911. Murió el 11 de mayo de 1989. Una vida vivida».
Me encanta, se dijo Addie, y su corazón latió con una alegría recién descubierta mientras seguía avanzando.
Repitió la inscripción mentalmente, saboreando su poesía.
Una vida vivida.
Luego condujeron hasta Tara, aunque Addie no supo decirle a Bruno por qué era tan especial. Tiene que ver con los Grandes Reyes, dijo.
Subieron al cerro.
—Se pueden ver trece condados desde aquí —leyó Bruno en su guía turística.
—A mí me parecen todos iguales —dijo Addie—. No son exactamente los jardines colgantes de Babilonia, ¿verdad?
Y dio media vuelta para volver al coche.
En el camino de regreso pararon en la abadía de Bective y Addie le contó a Bruno que habían proscrito a los monjes y tuvieron que huir a esconderse. ¿Cuándo?, quiso saber él, ¿en qué siglo?
—¡Dios! —exclamó ella—. No tengo ni idea. No recuerdo haber estudiado demasiada historia de Irlanda en el colegio.
Bruno estaba en pie detrás de Addie y la rodeó con sus brazos mientras le besaba la oreja.
—Sí, recuerdo haber estudiado a las esposas de Enrique VIII. Nos las teníamos que aprender de memoria. La Inquisición española, ese tipo de cosas. Pero no recuerdo gran cosa de la historia irlandesa.
El río Boyne, sabía que había habido una Batalla del Boyne, sabía que había sido una frontera. Pero desde aquel campo fangoso, observando las aguas embravecidas del río, no podía recordar ni por asomo por qué había sido tan importante.
—Sé que este río es histórico, pero no puedo recordar por qué.
—No te preocupes —dijo Bruno—. Lo buscaré en Google.
De todas formas estaba avergonzada. Hasta aquel momento, Addie nunca se había considerado una persona ignorante.
Lola, nada preocupada por su propia ignorancia, nadaba alegremente llevada por la corriente de aquel río histórico.