Solo faltaban dos semanas para las elecciones y en todo el mundo la gente hablaba del tema. Eran como unas elecciones mundiales.
Y Bruno que creía que escaparía de todo aquello yéndose a Irlanda. Se había llegado a preguntar si podría seguirlo a fondo, pensó que tal vez la prensa local no lo cubriría bien.
No hacía falta que se hubiera preocupado.
Todo el mundo parecía estar a favor de Obama, Obama era el equipo local. Ya lo reclamaban incluso como uno de los suyos. Un grupo musical del que nunca antes había oído hablar nadie había grabado una canción sobre él. No hay nadie más irlandés que Barack O’Bama. Estaba teniendo un éxito sorprendente en YouTube.
—Qué vergüenza —dijo Addie—. Esperaba que tuviesen la decencia de dejarlo estar.
Pero a Bruno le parecía estupendo.
—Bastaría con que pudierais votar todos.
En todas las tiendas en las que entraba, en todos los bares, en todos los restaurantes, el único tema de conversación era Obama. En cuanto Bruno abría la boca, le preguntaban qué pensaba. Y él les daba lo que estaban pidiendo y más.
—¿Que qué pienso de Obama? —decía. Y hacía una pequeña pausa, como para tomar impulso—. Le diré lo que pienso de Obama. Creo que encarna las esperanzas de nuestro país. Creo que puede sacarnos del descrédito que nos está hundiendo a ojos del mundo. Y creo que lo que tenemos que hacer ahora es votarlo. Así que rece por nosotros, por favor.
—No lo dejarán llegar tan lejos —dijo el camarero mientras llenaba la pinta de Bruno. La llenó hasta las tres cuartas partes y luego la dejó sobre el escurridero y se apartó a esperar a que reposara—. Se lo cargarán antes, ¿cuánto se apuesta?
Pero Bruno no quería apostar nada, para él aquel asunto no tenía nada de juego.
El efecto Bradley era otra cosa de la que hablaba todo el mundo. Es imposible predecir el poder que tendrá el efecto Bradley, eso era lo que decían todos los entendidos. Podría bastar para hacerle perder las elecciones. Olvidaos de las encuestas, decían. Lo que no sabremos hasta el día de las elecciones es cuántos estadounidenses serán capaces de salir para ir a votar por un hombre negro. ¿Cuánta gente entrará en la cabina de votación y, al ver ese nombre, Barack Hussein Obama, decidirá a última hora votar por el otro tipo?
Bruno estaba leyendo de nuevo el libro de Obama, Sueños de mi padre, lo releía lentamente y se deleitaba con la posibilidad, por muy descabellada que fuera, de que un hombre de su talento pudiera ser elegido para el más alto cargo del país.
Bruno estaba sentado en un rincón del pub, con su pinta ante él, leía el libro de Obama y dejaba que aquellas cadencias melifluas lo hechizaran con su magia. Y llegó a un pasaje que no recordaba haber leído antes, un pasaje que tenía un inquietante aire profético. Un pasaje sobre un consejo que recibió el joven Obama de uno de los pocos ancianos negros a los que conoció durante su infancia.
Mientras lo leía, Bruno sintió un vacío en la boca del estómago.
«Te darán un despacho en una esquina y te invitarán a cenas elegantes, y te dirán que eres un orgullo para tu raza. Hasta que decidas empezar a mandar realmente. Entonces tirarán de la cadena que te sujeta y te harán saber que puedes ser un negro bien preparado y bien pagado, pero un negro a fin de cuentas».
Un escalofrío recorrió la espalda de Bruno de solo de pensarlo. De pensar que tal vez, solo tal vez, aquella norma estaba a punto de desaparecer.
Bruno es fan de Bruce Springsteen.
Es algo que descubres enseguida, es una de las primeras cosas que te cuenta.
—Bruce es el mejor —dice, sin complejos—. Vivo guiado por Bruce.
—No lo he escuchado demasiado —admite Addie.
Para Addie, Bruce es Born in the USA, Bruce son las barras y las estrellas y esas camisas de leñador con las mangas arremangadas por encima de los bíceps. Bruce es algo que jamás habría considerado que pudiera gustarle.
—Mira, pues a mí esto me suena como un gran desafío —dijo Bruno—. Creo que acabo de descubrir mi objetivo aquí. Ahora sé por qué me han enviado.
—¡Ni hablar! —Addie decía que no con la cabeza—. Ni por asomo me vas a evangelizar. Ya me basta con la música que escucho. Resulta que me gusta mi música. No siento ninguna necesidad de meter a Bruce Springsteen en mi vida.
Bruno había cogido su iPod de la mesa donde estaba y buscaba la lista.
—¡Santo cielo! —exclamó—, esto no puede ser serio. ¿Esto es lo que escuchas? ¿Es lo que escuchas todos los días? ¿Cómo consigues levantarte de la cama por la mañana?
—Pues mira, me gusta la música deprimente —contestó ella—. Encuentro que me anima. Me hace sentir bastante alegre, en comparación.
—No tiene sentido. Ningún sentido en absoluto. Tendrás que apuntarte al programa de Bruce, nena. Podrías incluso empezar a disfrutar de la vida.
No me lo cites, pensaba Addie, por favor no me lo cites. Pero él estaba lanzado.
—«Baja la ventanilla y deja que el viento agite tus cabellos, nena».
Ella se llevó las manos a la cabeza con fingida desesperación.
—No puedo creerlo, no puedo creer que esté escuchando esto.
Me llama nena, estaba pensando. Me llama nena y está intentando hacerme escuchar a Bruce Springsteen y yo sigo dispuesta a salir con él. Debo de haberme vuelto loca.
—Vayámonos de gira —le había dicho Bruno a Addie.
Era una noche de frío glacial, estaban acurrucados bien juntitos para calentarse. Addie llevaba el pijama puesto, llevaba incluso los calcetines puestos.
—Sexo invernal —había dicho él al verla—. No hay nada igual. Siempre pienso que hay algo muy sexy en hacer el amor con una mujer que lleva los calcetines puestos.
Addie no le seguía la corriente. ¿De gira?, pensaba. ¿Es ese otro favor sexual que le había prometido?
—Lola, tú y yo —propuso Bruno— tendríamos que irnos de gira. Deberíamos emprender un viaje por carretera, los tres solos. A descubrir este bonito país tuyo.
—¡Dios!, será mejor que la deje entrar —dijo Addie, saltando de la cama.
Había echado a Lola del dormitorio, no podía tener relaciones sexuales con ella en la habitación, simplemente no podía. Es una perra, había dicho Bruno, no entenderá qué está pasando. Sí que lo entenderá, había insistido Addie, no le gustará.
—No puedo irme de gira —añadió ella, volviendo a entrar en la cama—. Me encantaría, pero no puedo. Tengo que quedarme aquí por mi padre, tengo que prepararle la comida. No se puede quedar solo en casa. En caso de que necesite algo durante la noche, tengo que estar aquí. Y además, ¿qué haríamos con Lola? En la mayoría de los lugares no admiten perros.
Pero Bruno no era tan fácil de disuadir. Inmediatamente propuso otro plan.
—¿Y si hacemos como los radios de una rueda? —preguntó—. Podríamos hacer excursiones radiales. Elegimos lugares que estén a tiro de aquí y hacemos viajes de un día. Así volveríamos a estar aquí por la noche.
Addie lo estaba considerando.
—A Lola le gustaría —añadió él, y al oír su nombre Lola subió a la cama de un salto, apoyando la barbilla en el edredón y mirándolos con los ojos entrecerrados.
—Juraría que sabe de qué estamos hablando —dijo Addie.
—¡Por supuesto que sabe de qué estamos hablando! —reconoció Bruno—. Estamos hablando de «viajes», estamos hablando de «paseos por el campo».
—Basta —dijo Addie—. Ya veo lo que estás haciendo, estás tratando de ponerla de tu parte. Quieres dejarme en minoría.
—Tengo una guía en mi habitación —dijo él—. Puedo investigar un poco. Puedo buscar destinos adecuados. Puedo alquilar un coche. Seré tu chófer. No tendrás que hacer nada. Solo acompañarme de excursión.
—¿Sabes qué tipo de lugares están a tiro de aquí? —preguntó ella con reserva—. Estás hablando del centro de Irlanda —añadió, observando su rostro inexpresivo—. Es evidente que no has oído hablar de esta región.
—Podríamos ir hacia el norte por la costa —sugirió él alegremente.
—Louth —respondió ella, como si aquello fuera lo único que había que saber.
—¿Hacia el sur? —aventuró Bruno.
—Wicklow, Wexford. El mar de Irlanda.
—Vale, vale —dijo Bruno, cediendo ante su mayor conocimiento—. Pero tiene que haber algún lugar a tiro de aquí que merezca la pena visitar. Ese será mi desafío, encontrar algún lugar digno de ser visitado.
De modo que Addie cedió ante su bendita ignorancia, ante su infinito entusiasmo.
—De acuerdo —dijo—. Los fines de semana, si puedo convencer a mi hermana de que se ocupe de mi padre, saldremos de excursión.
Bruno se puso enseguida manos a la obra con su plan.
Empezó por compilar listas de reproducciones de iTunes, empezó a descargarlas con el portátil y a copiarlas en cedés.
Rebuscó en su catálogo de clásicos, eligió con muchísimo cuidado los temas que la pondrían en onda. Bruce antiguo, Bruce nuevo. Bruce oscuro y no tan oscuro. Sabía cómo manejarse con esto. Estaba seguro de que ella no podría resistirse.
Ahora Bruno era un misionero. Era un hombre con una misión. Había revisado la banda sonora de la vida de Addie, se había hecho una idea con un vistazo al directorio de su iPod. Se había montado una vida como un dramón. Una puta tragedia, un principio triste, una trama triste y un desenlace triste.
Al echar un vistazo a su iPod, Bruno había tomado una decisión. Voy a convertir esto en una película que la haga sentirse bien.