18

Todas las mañanas, Hugh los ve salir juntos de la casa.

La misma rutina. Salen del sótano, Hugh oye el portazo de la puerta al cerrarse y el sonido de sus pies subiendo las escaleras. Luego quedan a la vista, aparecen sobre la gravilla justo debajo de su ventana. Ve sus coronillas, la silueta de sus cuerpos.

Addie va vestida para la playa, con el abrigo y las botas de lluvia. Revisa los bolsillos para asegurarse de que tiene todo lo que necesita. Él lleva aquella chaqueta enorme y el gorro ridículo. Parece haber hecho muy buenas migas con la perra, se agacha para sujetarle la correa al collar antes de entregársela a Addie. Cuando llegan al portal se detienen y se vuelven el uno hacia el otro sin hablarse. Se besan. Luego él dobla a la derecha y se aleja por la acera. Hugh puede ver su cabeza balanceándose tras el seto del vecino. Un instante más tarde ya ha desaparecido.

Addie y Lola cruzan la calle. Hugh observa cómo Addie pasa a la perra al otro lado del muro del paseo marítimo y luego trepa ella. Las observa mientras bajan brincando las escaleras y salen a la playa.

A Addie se la ve con más brío últimamente, incluso Hugh se ha dado cuenta. Cuando entra por la puerta tiene las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y sonríe sin motivo alguno. Su felicidad roza lo ridículo, piensa Hugh.

Ninguno de los dos habla del asunto, no pronuncian ni una palabra.

Al principio resultaba fácil no mencionarlo. Parecía imposible abordar el tema, ¿qué diablos iba a decir? Pero a medida que pasaban los días, a medida que los días se convertían en semanas, a Hugh se le hacía más difícil no decir nada.

Estaban manteniendo su relación amorosa justo delante de sus narices, por el amor de Dios. Lo mínimo que podría esperarse era una presentación.

—¿Simon y tú ya lo habéis conocido? —le preguntó a Della tanteándola.

Ya se preparaba para la respuesta, se los imaginaba a todos sentados alrededor de la mesa de la cocina de Della, en un ambiente de risas.

Pero no, no habían sido presentados. Hugh tuvo que sonsacárselo, Della parecía reticente a admitirlo, daba la sensación de sentirse un poco molesta. Hugh imaginó que, por una vez, Della y él podían ser aliados en algo, podían apoyarse entre ellos en una causa común.

—Yo lo veo marcharse todas las mañanas —dijo—. Aunque nunca lo veo llegar, es muy curioso.

—Hum —dijo Della quitándose el abrigo y tirándolo sobre una silla.

Hugh estaba sentado a su escritorio junto a la ventana. Pesaba sobre él un aire de melancolía. Llevaba su uniforme para la ronda del sábado por la mañana: una camisa gris de franela, un jersey de lana sin mangas de cuello en pico. La camisa estaba arremangada hasta más arriba de las muñecas para dejar espacio a las escayolas.

—¿Cómo está el paciente inglés? —había dicho Della con torpeza al llegar.

Hugh gruñó dándose por enterado del chiste.

—¡Ah!, pues ya ves, consumiéndome lentamente.

Cuando Della se agachó para darle un beso reparó en una pizca de espuma de afeitar seca y encostrada cerca del lóbulo de la oreja. Se la quitó con una uña. Hugh le apartó la mano con la escayola.

—Podrías salir, ¿no? —Della utilizó su tono de voz de monja de hospital, con la simple intención de molestarlo—. Podrías bajar a la ciudad. Un poco de aire te vendría bien. Hace un día magnífico.

Della se quedó mirándolo, inocentemente, esperando una respuesta. Hugh se limitó a mirarla y siguió el hilo de su discurso.

—La única explicación que se me ocurre es que llegue al amparo de la oscuridad.

Della se quedó quieta, contemplándolo. Hugh estaba más gordo, eso era lo que pensaba su hija. Había un michelín que no estaba allí antes, sobresaliendo por encima de la goma del pantalón de chándal. De tanto estar sentado, pensó Della. De tanto whisky.

El montón de documentos en el suelo al lado del escritorio crecía día a día. No digas nada, pensó Della. No digas nada.

—El caso es —trató de explicarle Hugh— que siento curiosidad por él, no me molestaría conocerlo.

Pero Della estaba antipática.

—Mira, Hugh —dijo—. Solo tú tienes la culpa.

A falta de encuentro, Hugh se pasa el día imaginándoselo. Se pasa el día sentado junto a la ventana, con la mirada perdida en el mar, ensayando acaloradas conversaciones con un adversario ausente.

Supone que es partidario de Obama. Basta con verlo.

—Pues yo estoy con McCain —dirá—. El tal Obama está aún por ver, es una incógnita. Y ahora la situación es demasiado grave para eso, no es momento para los aficionados.

Si el estadounidense vale la pena estará dispuesto a un toma y daca, y él disfrutará de una buena discusión.

—Es fotogénico, eso lo admito, da una buena imagen en la televisión. Pero, viniendo de donde venimos, eso no es motivo suficiente para votarlo. Aquí en Europa elegimos a nuestros líderes por otras razones que no son el aspecto físico.

Hugh sería amable con él, sería acogedor. Pero no dejaría ninguna duda acerca de cuál es su posición sobre las cosas.

—Estados Unidos —dijo—. La culpa es de Estados Unidos.

El abogado y su pasante se miraron nerviosamente.

—De allí ha venido todo esto.

Hugh tenía la cara colorada y los pelos de punta. Estaba inclinado hacia delante en su silla, las dos muñecas escayoladas apoyadas sobre la lustradísima mesa de la sala de reuniones.

—Toda esta maldita cultura de los litigios la hemos importado de Estados Unidos. Es un maldito cóctel de corrección política, beligerancia y avaricia desenfrenada. ¡Es un peligro! ¡Créanme, esto va a paralizar la capacidad de los médicos para dedicarse a su dichoso trabajo!

Hugh hizo una pausa para respirar. El abogado se aventuró a intervenir con expresión vacilante, sin llegar al tartamudeo.

—Comprendo lo que quiere decir, profesor Murphy. Y debo… debo confesarle que estoy bastante de acuerdo con su punto de vista. Aunque me temo que… que en estos momentos realmente no podremos defender este caso apoyándonos en la inutilidad de la cultura dominante. Se han presentado acusaciones concretas contra usted. Y nos vemos… nos vemos obligados a defenderlo entrando en detalles sobre ellas.

Hugh movió la mano despectivamente.

—La medicina es una ciencia imperfecta —dijo—. Eso es lo que la gente se niega a aceptar. ¡La vida es una ciencia imperfecta, coño!

Sus ojos azules estaban inyectados en sangre. Hugh agitó la mano vendada hacia los abogados.

—Pero debo admitir, señores —continuó—, ¡que a veces se nos mueren los pacientes! Se nos mueren ancianos, se nos mueren jóvenes, e incluso se nos mueren niños, por el amor de Dios. ¡Y a veces no podemos hacer gran cosa para evitarlo!

El pasante garabateaba en la carpeta de la declaración jurada y lanzó una mirada desesperada hacia el abogado. Este le respondió encogiéndose perceptiblemente de hombros. Hugh ni siquiera pareció darse cuenta. Estaba embalado.

—¡Soy médico! Me he pasado toda la vida tratando de evitar que muera gente. Pero no es una ciencia exacta. Y no permito que se me presente como a una especie de monstruo porque tuve la desgracia de perder a una paciente ni que la gente pida a gritos que rueden cabezas.

Hugh volvió a sentarse en la silla, cruzando los brazos desafiantemente.

—Me niego a servir como cabeza de turco.

Hizo una pausa dramática y el pasante aprovechó la oportunidad para intervenir, tartamudeando levemente mientras hablaba.

—También está… esto, creo que vale la pena citar en esta coyuntura que existe el factor de los daños morales, que complica la situación. Supongo que es usted consciente de que los demandantes han pedido una indemnización por daños morales. Sostienen que su comportamiento los asustó.

El pasante tenía cara de espanto mientras lo decía, preparándose para otro arrebato.

—Dicen que temían estar en peligro.

Hugh volvió a agitar la mano despectivamente.

—La vieja historia de siempre —dijo—. Siempre dicen lo mismo, es la cantinela habitual. Aterrorizados por el enfoque insensible del médico, y que si tal y que si cual. Incapaces siquiera de volver a acercarse a la puerta de un hospital, o de ver un capítulo de Urgencias en la tele…

Y así continuó. Una hora de consulta y al terminar, a pesar de las tarifas exorbitantes que los dos abogados le cobrarían por la sesión, ambos se habían ganado el sueldo merecidamente.

Cuando se levantaron para dar por concluida la reunión, parecía que sus trajes de raya diplomática estuvieran más arrugados que de costumbre, las ondas esmeradamente engominadas de sus cabellos, despeinadas, sus rostros habitualmente circunspectos, desencajados.

Ambos alargaron el brazo automáticamente para darle la mano, pero descubrieron que no era posible. Hugh permaneció allí plantado con las manos vendadas a ambos lados del cuerpo e hizo una curiosa reverencia con la cabeza. Luego se volvió y se dirigió, echando chispas y con la cabeza gacha, hacia la puerta.

El pasante corrió a abrírsela y, medio escondido detrás de ella, esperó a que Hugh hubiera salido.

Se lo oía despotricar mientras desaparecía en la oscuridad de las escaleras.

Aquello exigía una pinta.

La luz se filtraba a través de las vidrieras del reservado del pub, resaltando las aguas de la mesa de madera, las fundas de cuero rasgadas de las banquetas, la espuma de poliestireno que asomaba. El sol destacaba la caspa en los hombros del abogado, las venas rojas de la nariz del pasante. Los diez colores escondidos en las profundidades de la cerveza Guinness, las burbujas que ascendían para posarse en la superficie cremosa.

Los dos hombres esperaron, aunque necesitaban un trago.

—No veo cómo lo haremos subir al estrado.

—No parece que quiera aceptar ninguna solución antes de llegar al juicio.

—Tal vez no tenga otra opción. La compañía de seguros no va a querer que el caso llegue al juicio.

—¿Podríamos retrasar la presentación de pruebas?

—Ganaríamos un poco de tiempo.

—Tal vez mientras tanto puede que ocurra algo.

—Como por ejemplo que lo parta un rayo.

—Crucemos los dedos.

Y levantaron sus pintas y brindaron por aquella solución.

Hasta que no se hubo acomodado en el asiento posterior del taxi, Hugh no se dio cuenta de que no había comentado nada acerca de la investigación del hospital. Sin duda los abogados ya tenían constancia de ella, tendrían que tener constancia de ella. Pero él tenía la intención de advertirles de todos modos.

No se podía confiar en el hospital.

El hospital tenía su propia agenda, había nombrado incluso a su propio equipo de abogados. Buscaban evitar cualquier mala publicidad, trataban de minimizar los daños. Estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de mantenerse alejados de los titulares de prensa.

Eso era lo que Hugh quería decirles a sus abogados, quería advertirles. No importaban los cuarenta años de experiencia, quería decirles. No importaba la cátedra ni su pertenencia al Real Colegio de Cirujanos, no importaban conceptos anticuados como la lealtad y su condición de colegiado. Ahora el hospital estaba dirigido por burócratas. Lo dirigían tipejos que llevaban trajes de Marks and Spencer. No dudarían en desprenderse de él.

Eso era lo que quería decirle a su equipo de abogados, tenía que dejárselo claro. Necesitaba que lo entendieran. Tenían entre manos la batalla de un hombre contra el mundo entero.