17

En muchos aspectos, Bruno y Addie son tremendamente incompatibles. Y esta incompatibilidad nunca es tan manifiesta como por las mañanas.

—¿Todos los hombres americanos habláis tanto?

Él estaba despierto desde antes de las siete, lo que significaba que ella también lo estaba desde antes de las siete. Había llevado la radio de Addie de la cocina al dormitorio y había puesto Buenos días, Irlanda. La charla iba sobre el apoyo de Colin Powell y Bruno se regodeaba con la noticia. Cada vez que leían los titulares de prensa le decía a Addie que se callara. Ya lo habían oído tres veces.

—Chisss —le dijo, mientras el presentador daba la entrada al boletín de las ocho.

—Si no era yo quien estaba hablando. —Addie se puso bocabajo y enterró la cara en la almohada.

—Escucha, esto es importante.

—El ex secretario de Estado de Estados Unidos Colin Powell ha apoyado formalmente la candidatura de Barack Obama a la presidencia. Entrevistado ayer por la NBC, el general Powell dijo que el senador Obama era una «figura transformadora» y criticó los ataques personales de su propio partido, el Partido Republicano, durante la campaña. El general Powell también dijo que la elección de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia ponía en cuestión el buen criterio de John McCain.

—¡Sí! —dijo Bruno, apretando los puños mientras lo decía.

Addie le habló a la almohada.

—Eso es exactamente lo que han dicho a las siete y media. Y a las siete.

—Ya lo sé, ya lo sé. Es que no me canso de oírlo. Esto tiene que ser bueno para nosotros, no es posible que no lo sea.

Addie se volvió de lado.

—Bruno, ¿puedo hacerte una pregunta? ¿Todos los hombres americanos habláis tanto por las mañanas?

—Por supuesto, ¿los irlandeses no?

—Te aseguro que no —contestó ella—. Los irlandeses solo hablan a sus mujeres cuando están borrachos. Jamás por la mañana, bajo ninguna circunstancia.

Bruno registró la información, con la cabeza ladeada mientras la escuchaba.

—La cuestión es —dijo Addie— no hablar por las mañanas. Es a lo que estoy acostumbrada. Toda esta conversación matinal se me hace un poco rara. No estoy acostumbrada a hablar con nadie hasta que he tomado el café.

—De acuerdo, ¿qué tal si trato de no hablarte hasta que te hayas tomado un café?

De modo que desde aquel día le llevaba un café al dormitorio y se quedaba allí mirando cómo se incorporaba en la cama y se lo bebía y entonces le preguntaba si ya había terminado y Addie le decía que sí y él decía fantástico, ahora ya podemos hablar.

—Y yo que me preguntaba cómo era posible que siguieras soltero a los cincuenta. Ahora ya lo sé.

—Ah, ¿sí?

—¿Nadie te ha explicado qué es tener espacio para uno mismo?

Bruno se mostró impasible ante la pregunta. Imposible ofenderlo.

—¡Eh!, que vivo en Nueva York. ¿Cómo voy a saber yo eso del espacio para uno?

—A eso iba exactamente. La cuestión es —dijo Addie amablemente— que yo tengo mi rutina. Está el paseo y luego el café. Y no hablo con nadie hasta que me tomo el café.

—Así pues, ¿no hablamos durante el paseo?

—Eso es lo que estoy tratando de decirte. Tú no me acompañas al paseo.

—De acuerdo —dijo él sonriendo—. Yo no voy de paseo.

—¿Estás ofendido?

—No, no lo estoy.

Y, realmente, no lo parecía. Tenía una capacidad especial para recuperarse.

Los días de marea alta, el paseo lleva a Addie a lo largo de Strand Road, desde un extremo del parque hasta Shelley Banks. Un nombre hermoso, Shelley Banks, un nombre mucho más bonito que el lugar en sí.

Solo hay un camino, un camino mal conservado que serpentea a lo largo de la costa. A un lado del camino hay una pequeña colina. Al otro lado está el mar. Se supone que es una reserva natural, pero Addie lo único que ve son hierbas. Alguna rosa silvestre, alguna ave marina. A veces se pregunta qué tipo de pájaros son, y aunque siempre se propone consultarlo nunca lo hace.

Shelley Banks es el territorio favorito de Lola, todo juncos y hierbas y espacios rocosos. Aquí Lola está en su elemento, sube corriendo las laderas y las baja saltando, el pelaje lleno de abrojos. Baja las rocas como una flecha y se lanza al mar. Luego vuelve a aparecer delante de Addie, desaliñada y llena de barro, meneando el rabo loca de alegría.

Pasan otros perros a su lado, pero Lola no les hace ni caso. No le interesan los de su propia especie, en esto es como su dueña.

Por supuesto, Addie conoce de vista a todos los demás dueños de perros, los saluda todas las mañanas.

Está el hombre con dos labradores negros, que tiene que andar quince kilómetros al día por su bypass. Otro a quien acompaña su nieto mientras pasea al perro. Arrastra el cochecito del bebé detrás de él como un carrito de golf, dice que así le va mejor para la espalda. Están las mamás en chándal, que charlan mientras pasean y sus perros juguetean en grupo. Hay una mujer muy mayor cuyos ojos son claros como el cielo. Les canta a sus perros en voz baja y dulce. Lleva sandalias abiertas todo el año. Es la favorita de Addie.

Existe un protocolo entre los dueños de perro, existe una rutina que Addie observa. Se saludan entre ellos moviendo la cabeza y preguntan por los perros de cada cual.

—¿Cómo está Rambo esta mañana?

—¿Cómo está Lola?

—¿Le has cortado el pelo a Rambo?

—Pues sí, ya le tocaba. Lola, en cambio, tiene el pelo tan bonito, no deberías cortárselo.

—Eso es verdad, a todas las mujeres les encanta el pelo de Lola.

Nunca se dirigen unos a otros por el nombre, solo hablan de sus perros. Ni siquiera se detienen a hablar, se limitan a intercambiar un par de comentarios corteses en el momento de cruzarse. No hay saludos ni despedidas.

A Addie le parece la manera ideal de llevar una relación.

—Menuda mañana.

—Fabulosa.

—Compensa por el verano que hemos tenido.

—Esperemos que dure.

Addie se dirigió a la entrada del parque. Lola iba delante, tirando de la correa, Addie inclinada hacia atrás como una esquiadora acuática.

El parque entero estaba inundado de luz, como uno de esos carteles de Hare Krishna que se ven en las paredes de las tiendas de alimentos saludables. Un paisaje extraño, una luz de otro mundo, casi podías distinguir los rayos que emanaban del sol. Con el rabillo del ojo, Addie contempló una enorme bandada de pájaros reunidos sobre la hierba en el centro del parque. Eran animales de aspecto triste, de cuello elegante y cuerpo desproporcionado por el peso del vientre. Se acurrucaban como inmigrantes acabados de salir de la patera. Lola se dirigía hacia ellos dispuesta a atacar. Addie recogió un poco más la correa en su mano y tiró de Lola hasta que pasaron de largo.

El día era inusualmente caluroso para la época y Addie estaba sudando. Se quitó el jersey y se lo ató alrededor de la cintura. Y entonces se dio cuenta de que se había olvidado de ponerse sujetador y que sus pechos se veían claramente a través de la camiseta, los pezones tiesos para su vergüenza. Se desató el jersey de la cintura y se lo colgó sobre los hombros, de forma que las mangas colgaran sobre sus pechos. Un modo de preservar su pudor.

Pasó un ciclista y Lola se revolcó en el camino delante de él. El ciclista viró bruscamente subiendo al arcén de hierba para evitar a la perrita, pero recuperó el equilibrio inmediatamente. Addie lo vio todo a cámara lenta. Luego riñó con un grito a la perra, más que nada por el ciclista. Estaba resignada al hecho de que cualquier día Lola haría caer a alguno. Solo era cuestión de tiempo.

Esa mañana el paseo se le estaba haciendo muy pesado. Caminaba arrastrando los pies. Le dolía la espalda y sentía un peso en la pelvis, como si transportara piedras dentro de la barriga. Le puso el ojo a un banco que tenía un poco más adelante. Se pararía allí y dejaría que Lola corriera como una loca mientras ella descansaba. Empezaba a sentirse culpable de acortar el paseo.

Cuando por fin llegó al banco, Addie estaba encorvada por el dolor, las dos manos en la zona lumbar como para mantenerse en pie. Se dejó caer en el banco muy, muy despacito, como si su columna vertebral fuera de cristal. Cerró los ojos y lentamente, muy lentamente, se inclinó hacia delante.

Se concentró durante un rato en respirar, aspirando el aire ruidosamente por las ventanas de la nariz y espirándolo poco a poco a través de los labios casi cerrados. Los dientes apretados todo el rato. Se sentía como un caballo herido. Pensó por un momento en lo poco elegante que debía de estar, pero luego se dijo que no había nadie alrededor que pudiera verla.

El dolor la asustó, su nefasta molestia. Ahora no, se dijo, por favor, ahora no.

—¿Has estado haciendo algo particularmente agotador últimamente? —Eso fue lo que le había preguntado la fisioterapeuta de la piscina. Addie hacía semanas que quería ir a que le hicieran un masaje, pero lo había ido retrasando—. ¿Has hecho algo fuera de lo común?

—Bueno, he practicado mucho el sexo —había murmurado Addie—. Para mí es algo fuera de lo común.

Estaba echada boca abajo con la cara enterrada en ese agujero en forma de cara que tienen las camillas de masaje. Le parecía estar hablando con el suelo.

—¿Estamos hablando de algo puramente físico? —preguntó Jessica.

—No, por Dios —dijo Addie. Sintió cómo la sangre se acumulaba bajo su piel y los ojos se le salían de las órbitas—. Él tiene casi cincuenta años —añadió en un intento de dejar las cosas claras.

La masajista estaba aplicando una presión suave sobre los riñones de Addie. Con la mano plana, iba palpando la zona.

—A mí ya no me sorprende nada —comentó con alegría.

Presionaba y palpaba, pero no encontraba nada extraño, nada que explicara el dolor.

—Vigila la postura —dijo—. Mantén los hombros atrás. Y haz los ejercicios que te he enseñado, creo que te sentarán bien.

Y Addie asintió con la cabeza educadamente. Ya sabía que no haría los ejercicios.

—¡Hagas lo que hagas, no dejes de practicar el sexo, que es muy saludable!

¿Era posible sentirse más avergonzada? Nunca podré volver a mirarla a la cara, pensó Addie.

Aunque realmente no le importaba.

Era tan feliz.

Ahora sonreía al recordarlo.

El dolor iba menguando, apenas un aura, casi imperceptible. Desaparecido el dolor, y el miedo con él. No podía ser nada demasiado grave si desaparecía tan fácilmente. No podía ser nada de lo que hubiera que preocuparse. Todo formaba parte de ser una mujer, esa era la teoría de Addie.

Se levantó. Atravesó el camino y miró hacia abajo a las rocas, pero ni rastro de Lola.

Se quedó allí de pie y levantó la mirada para ver la bahía. En días claros como aquel se podían distinguir las casas de Strand Road, una por una, como una hilera de dientes bien cuidados. Incluso a esa distancia, la casa de Hugh se veía descolorida y deteriorada. A Addie le entristeció verla.

Hubo una época en que la casa le había parecido un lugar mágico donde vivir. La casa ideal y majestuosa, más que ninguna. Se había creído la niña más afortunada del mundo por vivir allí.

La casa estaba llena de antigüedades, a Hugh le encantaban las antigüedades. Siempre andaba hojeando los catálogos de las subastas y doblaba la esquina de la página cuando descubría algo que le interesaba. Después de la subasta solía haber números garabateados en bolígrafo azul junto al lote.

—Pobre Hugh —había dicho una vez la tía Maura—. No tiene ni pizca de gusto.

Maura nunca tuvo muy buena opinión de Hugh.

—Todas esas porquerías que compra son completamente inservibles. Los vendedores lo deben de ver a la legua. Pero no le digáis que lo he dicho, por el amor de Dios, así se mantiene entretenido.

En realidad, Maura no es su tía. Era la mejor amiga de su madre, su dama de honor. Es la madrina de Della. Y en la práctica hace de madrina de las dos.

—El hada madrina —dice Hugh con un bufido.

Fue él quien acuñó la frase y nunca ha dejado de hacerle gracia. Ahora las niñas incluso se lo dicen a la cara.

—Esa vieja lesbiana malhumorada —dice Hugh—. Con esa lengua tan afilada, seguro que ningún hombre la querría.

Tras la muerte de su esposa, Hugh solía llevarse a sus hijas en su ruta por los anticuarios. Los domingos por la mañana, cuando el resto de la gente estaba en misa, ellos tres solían bajar por la calle Francis, iban de tienda en tienda, pequeñas tiendas. Addie todavía recuerda el aroma dulce de la cera para muebles y cómo sus ojos se esforzaban para adaptarse a la oscuridad interior, después de la luz resplandeciente de la calle. Recuerda el dolor agudo en la espinilla cuando tropezaba con algo en un sótano abarrotado.

Aquel recuerdo le produjo un dolor en el corazón. Cuánto se había esforzado Hugh por convertir aquella casa en un hogar, cómo se había esforzado para implicar a Addie y a Della en el mantenimiento de la casa.

Fue una época feliz, los tres juntos. Compraban antiguos armarios de farmacia con puerta de cristal que Addie y Della llenaban de conchas y piedras que encontraban en la playa. Compraban pupitres de tapa corrediza con pequeños cajones y compartimentos secretos, un globo terráqueo que se abría y resultaba ser un mueble bar. Un ratón disecado dentro de una cúpula cerrada de cristal.

Pero lo que más le gustó a Addie, lo que le encantó en cuanto le puso la vista encima, fue una sirena gigante de madera. Addie se enamoró de aquella sirena, al segundo de verla supo que tenía que ser suya.

—Procede de la proa de un barco —dijo el hombre de la tienda, cosa que hizo que Addie se enamorase aún más de ella, imaginándose ya a la sirena mirándola desde la pared de su dormitorio.

—Es demasiado grande —dijo Hugh—, ¿estás segura de dónde ponerla?

—En mi habitación —contestó Addie, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. La colgaremos en la pared de mi habitación.

Ambos tenían que estirar el cuello para verla entera.

—Es un monstruo —le advirtió Hugh—. Desconchará todo el estucado de la pared.

Pero no hubo manera de convencer a Addie de lo contrario, se le había metido entre ceja y ceja adquirir aquella sirena.

—Lo consultaremos con la almohada —había dicho Hugh, en un último intento por disuadirla.

Addie había tratado de negociar. Había suplicado y se había hecho la zalamera. Se había enfurruñado y había rogado. Batalló días y días hasta que finalmente su padre cedió. Pero cuando volvieron a comprar la sirena, ya no estaba, alguien la había comprado ya. Addie se lo recordó siempre a Hugh.

Pobre Hugh, ahora no podía dejar de sentir lástima por él. Abandonado en aquella antigua y enorme casa, varado entre esos curiosos tesoros. Él mismo era también ya una curiosidad, un niño mayor. Un error humano, allí sentado fosilizándose junto a la ventana mientras el resto del mundo seguía adelante sin él.

Así era como lo veía Addie, desde allí, mientras contemplaba, más allá de la franja de agua en calma, la vieja casa gris al otro lado de la bahía. Es curioso lo claro que se ve todo a distancia.

—Lola.

Addie gritó su nombre y esperó a que apareciera.

—¡Lola!

Seguía sin haber rastro de ella. Addie se volvió para mirar cuesta arriba. Su atención se detuvo en un gran panel informativo justo delante de ella. Era información del Ayuntamiento de Dublín, pero fue la fotografía lo que le llamó la atención, una imagen de una bandada de pájaros descansando en la hierba.

Se acercó unos pasos más, se inclinó hacia delante para estudiar los pájaros. De cuello y pecho negros, y el resto del cuerpo gris, la misma pose desgarbada. Barnaclas carinegras, ponía en el aviso (Branta bernicla hrota).

Había un mapa que mostraba su ruta migratoria. Una línea amarilla discontinua seguía su viaje desde el noroeste de Canadá, atravesaba Groenlandia e Islandia, y acababa en Irlanda.

LAS BARNACLAS CARINEGRAS SE CRÍAN EN CANADÁ DURANTE EL BREVE VERANO ÁRTICO Y PASAN EL INVIERNO EN LAS BAHÍAS Y ESTUARIOS DE LA COSTA ESTE DE IRLANDA.

EN PRIMAVERA EMPRENDEN LOS OCHO MIL KILÓMETROS DE VIAJE DE REGRESO, REPOSANDO BREVEMENTE EN ISLANDIA EN SU VUELTA A CASA.

Addie miró fijamente el panel. ¿Cuántas veces había recorrido ese camino, cuántas veces se había parado a descansar en aquel banco? ¡Y nunca antes se había fijado!

Se quedó allí y volvió a leer el breve texto muy despacio, considerando cada palabra. Estudió el mapa. Luego leyó el texto de nuevo. Absorbió la información sobre las rutas migratorias y su cerebro memorizó los movimientos estacionales. Asumió la certeza del viaje de regreso. Y le pareció que en todo aquello había un mensaje para ella.

Tarde o temprano Bruno volvería a casa.

De regreso en la habitación de la pensión, Bruno sacó de su mochila la copia del correo electrónico que confirmaba los detalles de su vuelo.

Un manojo de papeles que había impreso él mismo con la impresora de chorro de tinta en su apartamento; no parecía en absoluto un billete de avión. Le costaba tomárselo en serio. Llevaba impreso un código ridículo, una combinación mágica de números y letras que tenías que indicar al empleado de facturación para poder viajar. Había una lista de limitaciones de equipaje y prohibiciones que se extendía en cuatro páginas de letra pequeña.

Bruno comprobó la fecha de vuelta, aunque de hecho ya la sabía. Comprobó la hora, aun cuando todavía era demasiado pronto para preocuparse por detalles de ese tipo. Luego dobló las páginas por la mitad y las volvió a meter en el bolsillo de la mochila.

Sintió un repentino ataque de nostalgia por aquellos billetes de avión que hacían antes, aquellos billetes que parecían un talonario con el logotipo de la compañía aérea delante y un fajo de papeles de carbón intercalados de un color cada vez más claro, pasando del negro al rosa y al gris.

Con un billete de aquellos eras un viajero, eras un pasajero de avión. Podías presentarte en las oficinas de la compañía aérea en cualquier ciudad del mundo y te tratarían de «señor». Podías hacer un cambio en tus planes de viaje, podías conseguir que te hicieran un billete nuevo. Y luego te quedaba un recuerdo del viaje, tenías algo que meter en una caja para encontrarlo años más tarde.

Hubo una época en que Bruno viajaba mucho. En su empleo anterior, el trabajo lo había llevado a China regularmente. Japón, Corea, Malasia, Tailandia, era lo habitual para él. Aprendió un poco de chino mandarín. Unas pocas palabras de japonés, lo justo para intercambiar saludos corteses. Se hacía hacer trajes ligeros expresamente. Tenía una cuenta de viajero habitual. Un pasaporte atiborrado de sellos.

—¿Es verdad que solo un uno por ciento de los estadounidenses tiene pasaporte?

Bruno levantó la vista del periódico con interés. Parecía interesarle cualquier cosa que dijera ella.

—No lo había oído nunca.

—Bueno, tampoco puedo asegurártelo —dijo Addie—. No sé dónde lo oí. Es probable que no sea verdad.

Seguramente no. Parece el típico dato tergiversado sobre los estadounidenses que se oye en las conversaciones de los pubs. Por suerte, Bruno no se lo había tomado como algo personal.

—Es posible —dijo pensativo—. Hay muchos estadounidenses que no han visto nunca el océano.

Y Addie entrecerró los ojos tratando de imaginárselo. Pero no pudo.

—¿Has estado alguna vez en Berlín? —le preguntó él—. ¡Podemos ir a Berlín por nueve euros!

Había descubierto Ryanair. Tenía ante él un anuncio a toda página del periódico, estaba entusiasmado con la idea de tanto viaje barato. Las ciudades de Europa, todas ellas al alcance por un precio irrisorio.

—¿Qué me dices de Venecia? —sugirió—. Podríamos ir a Venecia a pasar el fin de semana. Por diecinueve euros, pone aquí.

—Creía que Venecia estaba inundada. Vi una foto en el periódico. Se está hundiendo en el agua.

—¡Con más razón hay que ir! ¡Tendríamos que ir antes de que desaparezca del todo!

—Los anuncios son un poco engañosos, ¿sabes? Cuesta bastante más en cuanto le añades las tasas.

Pero todos los argumentos de Addie caían en oídos sordos.

—¡París cuesta solo noventa y nueve céntimos!

Addie detestaba tener que frustrar su entusiasmo.

—La cuestión es —dijo amablemente— que no me gusta abandonar a Lola.

Bruno cerró el periódico y lo dejó sobre sus rodillas. Ahora que el anuncio había desaparecido de su vista, la idea de tanto viaje en avión parecía de repente menos tentadora.

—Para serte franco, ahora tampoco me entusiasma tanto volar —admitió Bruno—. Lo encuentro cada vez más desagradable. Antes no me lo parecía. Pero ahora sí. Debe de tener algo que ver con hacerse mayor. Y de todos modos —añadió tras una breve pausa—, todavía no he visto nada de Irlanda. Me gustaría ver primero un poco de Irlanda, antes de pensar en ir a cualquier otro lugar.

Y así volvió a dejar de discutir.

No era el momento de ir a ninguna parte, ambos lo sabían. Era un tiempo de espera. Un tiempo lleno de la frágil magia de las posibilidades, un tiempo igualmente plagado de peligros. Era como si se hubieran conocido en la sala de tránsito de un aeropuerto. Atrapados ambos entre dos mundos, se limitaban a compartir aquel momento de la vida.