Bruno había empezado a trabajar en su árbol genealógico.
Cuando sobre el papel era un árbol en invierno. Era una cosa de aspecto desnudo, ramas peladas que terminaban en espacios en blanco. No había follaje ni color, todavía no tenía vida. Solo en el extremo izquierdo de la página había alguna indicación de crecimiento. Empezando por su abuelo, Bruno había construido un esquema de líneas rectas y casillas que se desplegaban a través de las generaciones. Dentro de las casillas, en meticulosas letras minúsculas, había escrito los nombres de su padre y de su madre, sus hermanas y sus distintos maridos. Todos sus sobrinos y sobrinas. Bajo sus nombres había escrito su fecha de nacimiento y, si era pertinente, el año de su muerte. En el caso de su padre también había incluido el año en que había emigrado. También el de su tía Nora, que había seguido a su padre dos años más tarde. Nacida en 1926, había escrito bajo el nombre de Nora. Emigró en 1950. Murió en 1990.
Lo llenaba de emoción verlo escrito en la página.
—¡Vengo de una estirpe de pioneros! —le dijo a Addie—. Es algo que me llena de orgullo.
—Vaya por Dios —dijo ella, con poco entusiasmo mientras se inclinaba sobre su hombro y examinaba su trabajo—. Me recuerda a esas novelas que tienen un árbol genealógico al principio. Al que tienes que volver constantemente para saber quién es quién. Siempre me ha parecido aburridísimo. Y siempre abandono cuando se vuelve demasiado complicado.
Addie estaba resultando poco útil con el árbol genealógico. Ni siquiera sabía el nombre de su abuelo.
—Hacía de médico en un barco, creo. No estoy segura de haberlo llegado a conocer.
—Pero debes de saber su nombre, ¿no?
—Murphy, supongo, ¿no? Alguna cosa Murphy, supongo.
Así que Bruno escribió Murphy, con un interrogante al lado.
—Podríamos preguntárselo a tu padre, sin duda tiene que saberlo.
Addie entrecerró los ojos solo de pensarlo.
—No le gusta demasiado hablar del pasado. No creo que sea bueno mencionarle el tema.
—Lo único que necesito son algunos nombres —insistió Bruno—. Una vez que tenga los nombres, puedo seguir adelante.
—Por supuesto —dijo Addie—. Ya se lo preguntaré. Aunque yo no albergaría muchas esperanzas.
Ahora, Bruno es consciente de que ha llegado sin preparar el tema.
Debería haber realizado algún trabajo preliminar. Antes de marcharse de Nueva York, debería haber interrogado a sus hermanas, debería haberlas reunido alrededor de una mesa y haber exprimido su memoria. Aunque por supuesto no lo hizo, ni siquiera se le ocurrió. Por algún motivo había imaginado que su búsqueda solo podía empezar en Irlanda.
—Yo siempre le sugiero a la gente que empiece con viejas historias familiares —le dijo el genealogista de la Biblioteca Nacional—. Es sorprendente lo que llega a recordar la gente en cuanto empieza a pensar en el asunto. Si rastrea sus propios recuerdos, es probable que descubra que ya tiene el esqueleto de su historia familiar.
El genealogista, un hombre minúsculo con la camisa perfectamente planchada, había recibido a Bruno como a un viejo amigo. Le había indicado con gestos que se sentara a la mesa grande de una sala subiendo las majestuosas escaleras. Aunque los rodeaba el silencio de la biblioteca, el genealogista no bajó la voz, avanzó a través del silencio como si ni siquiera fuera consciente de él. Era como un médico en la sala de un hospital, que va a lo suyo.
—Cualquier detalle aislado que pueda recordar —le dijo—. Son como oro en polvo. Cosas que hubiera podido mencionar su padre sobre la familia. Tal vez le hablara de cómo se ganaba la vida su abuelo, o le dijera de dónde era su abuela, ese tipo de cosas. Si consigue reunirlas, descubrirá que una pista lleva a la otra.
Bruno lo iba anotando todo. Había llevado una agenda encuadernada en cuero con este preciso objetivo. Aquella era la primera vez que la utilizaba.
—En cuanto tenga la estructura de la historia podrá empezar a buscar en los archivos públicos. Los nacimientos, las bodas, las muertes. Por supuesto que si tiene las fechas eso le facilitará muchísimo la labor. ¿Cuándo emigró su antepasado?
—A finales de los cuarenta —dijo Bruno.
—Suponiendo que fueran católicos, habría que buscar en los registros eclesiásticos. El registro civil no empezó hasta 1864…
Bruno lo interrumpió.
—Los cuarenta del siglo veinte. Mi padre emigró en mil novecientos cuarenta y algo.
El hombre pareció sorprendido.
—Eso habrá gente que todavía lo recuerde —respondió—. Un buen comienzo podría ser basarse en esos recuerdos.
Bruno se vio por un momento atrapado por el pasado. Sus recuerdos del pasado eran tan confusos que temía que lo abandonaran antes de haber acabado con ellos, como el fragmento de una canción que oyes por la ventana abierta de un coche al pasar.
Según sus recuerdos, Bruno está pintando el porche de alguien. Ha mojado el pincel en el bote, lo escurre en el borde interior para eliminar la pintura sobrante, para que luego gotee. No era un buen pincel el que utilizaba. Tenía que parar a cada instante para quitar los pelos sueltos de la pintura fresca. Cuando eso ocurría, tenía que darle otra pasada a la madera, para que volviera a quedar uniforme. Recuerda la angustia porque quedara uniforme. Sabía que su padre volvería más tarde para comprobar el trabajo.
Lo siguiente que recuerda es a su hermana detrás de él. Le decía que debía volver a casa. La abuela ha muerto, decía. Papá dice que tenemos que ir a la iglesia a rezar por ella. ¿Qué año debía de ser? 1972, calcula Bruno, debía de ser el primer verano que trabajaba para su padre. Anotó la fecha en su agenda con un interrogante al lado.
El genealogista seguía hablando, y Bruno volvió bruscamente al presente.
—¿Lleva encima alguna fotografía familiar antigua? Las fotografías pueden tener un valor incalculable, sobre todo si están fechadas. A menudo la gente escribía los nombres en el reverso, ese sería el golpe de suerte que busca.
Bruno sacó la fotografía de su agenda y la pasó al otro lado de la mesa.
Su padre estaba en el centro de la fotografía, mirando la cámara. Su hermana Nora estaba de pie a su lado. Había tres mujeres más en la fotografía. Dos de ellas estaban junto al padre de Bruno, la otra, al otro lado de Nora. Todas tenían los brazos alrededor de la cintura de las demás, tal vez les hubieran pedido que se pusieran así para que entraran en la foto. Las mujeres llevaban vestidos de verano y posaban con expresión solemne. Era evidente que no estaban acostumbradas a que les sacaran fotografías. Había un fuerte parecido familiar entre ellas, todas tenían los mismos ojos claros, la misma cara redonda de personas honestas. Todas compartían la misma postura poco relajada, con los hombros ligeramente levantados por timidez.
El genealogista ni siquiera miró la foto. La dio vuelta inmediatamente y estudió el reverso.
Alguien había escrito la fecha en el reverso. Estaba meticulosamente escrita en tinta azul acuosa, el color se había difuminado con el tiempo. Bruno se preguntó quién podría haberla escrito. Pensó que ojalá también hubiera escrito los nombres.
Las mujeres eran primas de su padre, hasta ahí sabía Bruno. Hermanas entre ellas, una familia de chicas. Una de ellas debería de ser la madre de Hugh, aunque Bruno no estaba seguro de cuál sería.
—Kitty era la guapa —eso era lo que solía contar Nora—. Era la belleza de la familia. Era la que llevaba de cabeza a todos los mozos.
Y eso a su vez le recordó una vieja canción que solía cantar su padre. Es preciosa, es hermosa, es la belleza de la ciudad de Belfast. Bruno siempre había pensado en Kitty como en la chica de aquella canción. Pero fijándose ahora en la fotografía, no sabía decir cuál de ellas podía ser, ya que para su gusto todas eran atractivas.
—Lo que le sugiero es que anote todo lo que recuerde —seguía diciendo el genealogista. Le devolvió la foto—. Anótelo todo y siga desde allí.
Bruno emergió de la beatitud de la biblioteca a un ruido atronador.
En la calle había una muchedumbre, algún tipo de protesta. Se amontonaban delante del edificio del parlamento, desbordaban la acera y tomaban la calle. Mientras Bruno estaba allí mirando, alguien se acercó y le entregó una octavilla. Él bajó la mirada para leerla.
¡NO AL RESCATE BANCARIO! En letra más pequeña seguían una serie de motivos. ¿Por qué tenemos que pagar por una década de avaricia? ¿Para esto murieron nuestros abuelos?
Bruno volvió a mirar a su alrededor.
Algunos de los manifestantes portaban pancartas. Todas llevaban mensajes parecidos. Había una atmósfera sorprendentemente amistosa, los manifestantes se juntaban en pequeños grupos y conversaban de forma amigable. Algunos hablaban con los policías que hacían guardia ante las puertas.
Los vehículos que pasaban por allí tocaban la bocina. Una mujer con un maletín pasó entre la multitud y la gente se apartó para dejarla pasar hasta que se metió en el edificio por una puerta lateral.
Bruno volvió a pensar en su situación. Se dio cuenta de que estaba allí en medio, con la octavilla en la mano. El ruido del tráfico y el aire cargado se arremolinaban a su alrededor y se sintió como si hubiera estado bebiendo. Vio un hotel al otro lado de la calle y corrió a cobijarse en él. Entró empujando las puertas y se dejó caer en una butaca en la zona del salón. Pidió un café y un bocadillo de jamón, sacó la agenda de la mochila y la abrió sobre la mesa delante de él.
Le rondaban muchas cosas por la cabeza sin orden ni concierto. Temía que se perdieran si no las escribía. No lograba que el bolígrafo escribiera lo bastante rápido, su mano garabateaba a toda prisa para mantener el ritmo.
Fragmentos de conversaciones, frases inconexas, Bruno estaba tan seguro como se puede estar de recordarlas palabra por palabra. Los giros y expresiones característicos de su padre Bruno nunca habría sido capaz de reproducirlos.
Ponte detrás de mí, demonio, y empuja, eso era lo que decía su padre cada vez que desenroscaba el tapón de la botella de whisky. Tampoco es que lo hiciera a menudo, era un bebedor responsable. Pero encontraba un gran placer en la bebida, como encontraba placer en todo lo que hacía. Bruno todavía podía oír su risa socarrona. Ponte detrás de mí y empuja.
El suspiro de desaprobación de su madre todavía le daba más ánimos. ¿Quieres sosegarte, mujer?, decía. Ven aquí y siéntate en mi regazo, por el amor de Dios. Tan pocas atenciones que recibo en esta casa. Y cogía a su mujer y se la sentaba en el regazo. Ella trataba de escabullirse de entre sus brazos y las niñas se echaban a reír.
El padre de Bruno era un hombre cabal. Un hombre corpulento, con una gran presencia en su casa. A veces podía ser un poco rudo, podía ser grosero. Las noches de verano, solía salir al patio de atrás, desabrocharse la bragueta y orinar en los parterres de flores. San Patricio, suspiraba la madre de Bruno. Solía chasquear la lengua cuando desaprobaba algo.
¿Dónde iremos a parar, decía su padre, si un hombre no puede mear en su propio jardín? Y te aseguro que es bueno para las rosas. Y luego arrastraba los pies de regreso a la cocina, con las piernas arqueadas como un vaquero para poder cerrarse la bragueta. Con un destello travieso en la mirada, le encantaba sacarla de sus casillas.
Hacía treinta años que había muerto su padre y de repente Bruno podía oír nuevamente su voz, como si estuviera escuchando una grabación desenterrada de algún antiguo archivo de radio. El ritmo de su voz, la forma en que las palabras salían como un bramido de lo más profundo de su pecho.
Era un hombre como hay pocos. Eso era lo que su padre solía decir sobre su propio padre. Un auténtico oso. Bruno recuerda historias de la infancia de su padre, anécdotas sobre las idas a nadar a un río crecido, anécdotas sobre naranjas robadas durante la guerra. Historias que ahora asaltaban a Bruno como una inundación. Un tío al que le habían prestado un coche, un viaje a la playa de Bettystown. Una prima muy pequeña que cayó en una fosa de estiércol y murió.
Bruno anotaba rápidamente todos aquellos recuerdos. Los volcaba en la página. Tenía la sensación de que apenas estaba comenzando. Todas aquellas historias que les contaba su padre cuando eran niños, si se lo hubieran preguntado la semana anterior, Bruno habría dicho que las había olvidado. Estaba maravillado de comprobar que seguían allí.
Tres décadas hacía que había fallecido su padre y de repente era como si se hubiera abierto una puerta al pasado. Aquel hombre al que creía olvidado de repente estaba en todas partes a su alrededor.
Bruno podía estar paseando por la calle y su padre aparecía delante de él. Incluso de espaldas sabe que es él, el robusto cuello emergiendo del cuello de la camisa, los cabellos bien cortos, los hombros achaparrados bajo el grueso abrigo. La plaza Merrion una tarde soleada y él persiguiendo a un hombre que lleva muerto treinta años. Tiene que reprimir un grito.
Bruno está en la barra de un pub en Sandymount y el camarero le está sirviendo una pinta. El hombre lo mira por encima de los surtidores, lo mira con aquellos ojos azul celeste y las mejillas sonrojadas y por un momento Bruno piensa que le va a llamar hijo.
Papá era de aquí, tiene que decirse a sí mismo. Esta es su gente, es natural que me recuerden a él.
No era algo que hubiera pensado encontrar aquí, esta conexión con su padre. Pero el hecho es tan reconfortante como extraño. A Bruno siempre le dijeron que era irlandés. Ahora, por primera vez, empieza a comprender lo que significa.
Huelga decir que Hugh no hizo el menor gesto de ayudar con la fotografía.
—Tal como predije —dijo Addie—, no estuvo demasiado comunicativo.
—¡Oh! —exclamó Bruno, recuperando la fotografía que ella le alargaba, y la estudió de nuevo.
—Ya te advertí que no le entusiasmaba hablar del pasado.
Bruno asintió con la cabeza. Era algo que le resultaba difícil de entender.
—Lo que sí me dijo es quién es quién.
—¡Oh…! —volvió a decir Bruno—. Bueno, eso ya es una ayuda.
Addie se puso detrás de él, se apoyó en su hombro para señalarlas.
—La de la derecha de tu padre es Margaret, aunque siempre la llamaron May. La que está a su lado es Patricia.
Addie hundió la barbilla en el hueco de la clavícula de Bruno.
—Y a la izquierda, esta es la otra hermana. La madre de Hugh.
—Tu abuela —dijo Bruno.
—Sí —dijo Addie con indiferencia—. Mi abuela. Se llamaba Catherine, pero todos la llamaban Kitty.
Addie miró la fotografía. Examinó el rostro de su abuela sin encontrarle nada. No era más que una desconocida que le devolvía la mirada. Por primera vez, Addie tuvo curiosidad. Aquella era su abuela. Sin duda tenía derecho a saber algo de ella.
—¿Por casualidad te dijo el apellido?
—¿No deberían ser todas Boylan?
—Por supuesto. Pero lo que me haría falta realmente son sus apellidos de casadas. Si supiera sus apellidos de casadas podría buscarlas, tal vez alguna de ellas siga viva.
—No lo creo.
—Es posible. Al menos, si supiera sus apellidos tendría por dónde empezar.
—No sé si será buena idea volver a sacar el tema a Hugh, me da un poco de miedo lo que pueda decir.
Podía oír su voz retumbando en sus oídos.
Pero qué quiere ese tipo, clasificando el pasado. Ya te dije que era a eso a lo que venía, no digas que no te lo advertí. El maldito árbol genealógico. Nuestro árbol genealógico solo sirve de leña para el fuego.
Bruno no parecía hacerse a la idea de lo desesperante de la situación.
—Quizá podría preguntárselo yo —dijo alegremente—. Si tú no quieres implicarte, siempre se lo puedo preguntar yo.
Tal vez si ella le hubiera dado una explicación más clara de la reacción de Hugh lo habría convencido. Addie sabía que ella era la única culpable. Siempre minimizando todo, suavizándolo. Siempre disimulando sus desvaríos.
—Francamente, Bruno, no creo que sea una buena idea.
—No sé qué es lo que te preocupa tanto. Puedo ser encantador si me lo propongo.
—Créeme, no eres tú quien me preocupa.