No se hablaba de ella, de la madre de Addie. Sí, se la ha mencionado a lo largo de los años, por supuesto que se la ha mencionado. A vuestra madre le habría salido mucho mejor que a mí, solía decir Hugh mientras se esforzaba por coser un botón de la bata escolar. Vuestra madre era muy buena con la costura.
O cuando una de ellas tenía problemas con los deberes de mates. En esto habéis salido a vuestra madre, decía Hugh, yo nunca tuve ningún problema con las mates cuando era un chaval.
Pero nunca se la recordaba, nunca les contaba historias sobre ella. De modo que Addie y Della no saben qué clase de persona era.
Siempre que sacan las fotos antiguas, cosa poco frecuente, su padre se las arregla para saltársela. Dice, por ejemplo:
—El de la izquierda soy yo, y este es un tipo que estudió en la Facultad de Medicina conmigo. ¿Cómo diablos se llamaba? Ya me acordaré. La de la derecha es Maura. Apenas se la reconoce, en aquellos tiempos no era tan fea.
Y se la salta en la fotografía. Lo hace indefectiblemente, ni siquiera la menciona, es como si jamás hubiera estado allí. Es algo muy raro de hacer.
—Tenéis que entenderlo —dice Maura—. Vuestro padre es un hombre extraño, pero eso no significa que no la quisiera. La quería mucho, lo que pasa es que ahora no sabe qué hacer con todo ese amor.
Maura lo conocía bien, había ido a la facultad con él. Hugh se especializó en cirugía y ella en psiquiatría.
—Loca como un rebaño de cabras —dice Hugh—, como todos los médicos de la cabeza.
Aunque por supuesto Maura no tiene nada de loca, está especialmente cuerda. Para Addie y Della, Maura es una fuente inagotable de sabiduría.
—Vuestra madre decidió casarse con vuestro padre porque le gustó cómo se secaba entre los dedos de los pies.
Eso es lo que les ha contado Maura, se lo ha contado tropecientas veces a lo largo de los años, y ellas no se cansan nunca de oírla.
—Un día fuimos todos a nadar, un resplandeciente día de verano, los exámenes acababan de terminar. Fuimos a la playa de Portmarnock. Y vuestro padre se sentó después del baño y se secó entre los dedos de los pies. A vuestra madre aquello la impresionó mucho, siempre contaba que fue en aquel momento cuando decidió casarse con él. Se dio cuenta de que él siempre haría las cosas correctamente.
Ahora, Addie espera una señal así de Bruno, espera un momento de lucidez.
Addie no sabe si el hecho de que él sea extranjero lo hace más fácil o más difícil. Su pronunciación resulta un problema para ella, no le gusta cómo pronuncia las palabras. No le gusta su manera de decir «caribeñio». Pero difícilmente se puede considerar algo sustancial, no es lo que se dice una falta grave.
Además es elocuente, Addie empieza a darse cuenta. No tartamudea ni farfulla, elige las palabras con cuidado. Es preciso en el uso del idioma, y esto a Addie le gusta. Siempre procura elegir la palabra adecuada.
—Obama es elegante —dice Bruno—. Es la característica que más me gusta de una persona, su elegancia. Las mejores personas son elegantes.
Ahora Addie empieza a pensar que Bruno es elegante. Por la forma en que inclina el torso hacia delante cuando anda, la forma en que arrastra los pies como un adolescente. Tiene la cabeza demasiado grande para su cuerpo, pero en sus movimientos hay honestidad, humildad. Cortesía, también, por cómo le pone la mano en la espalda para guiarla delante de él cuando cruzan la calle. Es su manera de hablar, la forma de componer las frases. La manera en que te escucha, ladea un poco la cabeza y te escucha, es de lo más adulador.
¿Son esas las señales que busca Addie? No lo sabe, ya no confía en su propio criterio.
—La primera impresión —dijo Della.
—Bah, no me salgas con esas.
—Vamos, dime qué fue lo primero que te vino a la cabeza.
—No estoy segura de querer decírtelo, influiría siempre en tu opinión sobre él.
—No, no lo hará. Una primera impresión es una primera impresión y punto.
Addie estaba preparando el té. Había llenado dos tazas con agua hirviendo y tenía colgadas las bolsitas de té sobre las tazas, haciéndolas subir y bajar dentro del agua por sus cordelitos. El aroma a menta se elevaba en nubes espesas entre ellas.
Della estaba inclinada sobre la mesa. Llevaba una camiseta blanca ajustada que tenía escrito delante con grandes letras negras: ¿Y CÓMO IBA A SABERLO?
—¿De qué va la camiseta? —preguntó Addie.
—¡Ah!, la compré por internet. Así no hace falta que lo diga continuamente. Me hacen cada pregunta que te harías cruces.
Impaciente, Della volvió a llevar la conversación a donde estaban antes.
—Venga, va —dijo—. La primera impresión, desembucha.
—Vale, vale. Pensé en La conjura de los necios, eso fue lo que pensé. Pensé que se parecía al tipo de La conjura de los necios. Prométeme que no se lo dirás nunca.
Della soltó un gritito y se golpeó los muslos con las palmas de las manos en una especie de repique de tambor.
—¡Oh, Dios!, Addie, ¿estás segura de lo que haces? Vaya, me muero de ganas de conocerlo.
Ahora Della se frotaba las manos, parecía divertida.
—¡La conjura de los necios! ¿No tenía necesidades especiales o algo el tipo de La conjura de los necios? No me puedo creer que te estés acostando con el tipo de La conjura de los necios.
—¡No es el tipo de La conjura de los necios! Esa fue solo mi primera impresión. Fue el gorro, ¿sabes? Llevaba uno de esos gorros con orejeras o como se llamen. Y la barba, por supuesto, la barba era un poco desalentadora. Pero en realidad no se parece en nada al tipo de La conjura de los necios. En realidad es bastante guapo. Ahora que lo conozco, me recuerda más a George Clooney.
—Dios, me había olvidado de la barba.
Addie se esforzaba por defenderlo, se sentía desleal hablando de él de aquella manera.
—No siempre ha llevado barba, no es que sea una parte intrínseca de él ni nada de eso, aunque sí, ahora mismo lleva barba. Y en realidad la encuentro bastante atractiva, hace que te fijes en sus ojos. Tiene unos ojos bonitos.
Della tenía el ceño fruncido, estaba pensando.
—No sé si he besado nunca a un hombre con barba. Espera, sí que debo de haber besado a un hombre con barba… seguro que he besado a un hombre con barba. —Della arrugaba la cara tratando de recordar.
Addie sopló sobre la superficie de su té para enfriarlo.
—Es un poco como besar a un erizo, pero agradable.
—Me pregunto si podría persuadir a Simon Sheridan para que se dejara la barba.
Della sorbía su té, con los labios arrugados mientras sorbía.
—¿Qué piensa Hugh de él?
Addie se llevó las manos a la cara.
—Todavía no me he atrevido a presentárselo.
—¡Todavía!
—Ya lo sé, ya lo sé…
Addie miraba fijamente a Della entre sus dedos, la voz apagada por las manos.
—Me da miedo que lo estropee todo, me da miedo que diga cosas desagradables de él y lo estropee. No tengo por qué presentarlos, ¿no?
Cuando apartó las manos, tenía una mirada suplicante.
Della negaba con la cabeza.
—No soy la persona más indicada para preguntárselo. No creo que debas hacer nada que no quieras hacer.
—Della —añadió Addie nerviosa—, creo que esta vez podría ser la buena.
Della se limitó a alzar una ceja.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Addie—. Pero de verdad que creo que esta podría ser la buena.
Addie esperaba que Della le soltara una perorata. Se estaba armando de valor para soportar su análisis, esperaba que lo hiciera punto por punto. Estaba convencida de que lo descartaría. Pero, para su sorpresa, no lo hizo.
Lo único que dijo fue:
—Eso espero, Addie, en serio que lo espero.
Aunque estaba pensando, me lo creeré cuando lo vea.
—¿Esa es tu hermana? ¿La niña que se cubre la cara con las manos?
Bruno estaba junto a la puerta del baño, mirando fijamente una fotografía enmarcada en la pared. Llevaba tanto tiempo allí que Addie ya ni reparaba en ella, llevaba semanas pasando por delante unas diez veces al día, pero realmente nunca se había fijado en ella.
Se acercó por detrás de él y apoyó la barbilla en su hombro. Una fotografía de colores vivos bien enmarcada, aunque en algún momento había entrado agua entre el marco y el cristal y ahora el paspartú estaba manchado.
Ya has visto la foto, has visto cientos como esta. Una niña pequeña en la playa, comiéndose un helado, con un vestido de verano. Su hermana está sentada sobre las rocas detrás de ella. Es el primer día bueno del verano.
Addie se quedó estudiando la foto, tratando de recordar.
—No sé de dónde ha salido. Es una de las únicas que tenemos de las dos juntas después de la muerte de mamá. Mi madre era la que sacaba las fotos.
—¡Tú estás igual! No has cambiado en absoluto. ¿Qué edad tenías aquí?
Eso era lo que Addie trataba de calcular. ¿Qué edad debía de tener? ¿Ocho, tal vez nueve?
Lleva un vestido amarillo de algodón con margaritas blancas. El vestido venía con un pañuelo a juego, aunque Addie no lleva el pañuelo en la fotografía, probablemente lo había perdido en algún lugar. Sea como fuere, Addie caminaba por la orilla de la playa de Sandymount, justo delante de la casa, y se levantaba el vestido delicadamente para no mojarlo, iba salpicando al andar y lo que no se puede evitar al observar en la foto es que parece muy contenta. Está en su propio mundo.
Estos últimos días, Addie se siente más cerca de aquella chiquilla de lo que se ha sentido en años. Siente el agua lamer sus tobillos. Recuerda la sensación de humedad de las bragas donde se había orinado. El escozor del pis y el agua salada en la parte superior de los muslos. Recuerda cómo el ruedo mojado del vestido se pegaba a sus tobillos, el sabor exótico del helado de vainilla y cómo el cucurucho se iba reblandeciendo por las gotas que chorreaban por los lados. Recuerda con sorpresa la sensación de felicidad de estar a su aire.
—Me encantas en esta fotografía.
Lo anunció alegremente, en el tono más ligero y tranquilo que se pueda imaginar. Luego entró en el baño y cerró la puerta detrás de él.
Y Addie se quedó sola de pie en el pasillo, con una sonrisa en la cara.
Supo lo que había querido decir con aquello, comprendió a qué se refería. Y era la primera vez que un hombre le decía que estaba enamorado de ella, de esa manera.
Le sacaron aquella foto, la del vestido amarillo, el día del entierro de su madre. Addie no lo sabe, pero Della sí que se acuerda. A veces Della cree recordarlo todo. Es como una especie de maldición, este recordar constantemente.
En aquellos tiempos no se consideraba adecuado que los niños asistieran a los funerales, no era apropiado. Así que una vecina a la que apenas conocían se quedó cuidando de ellas. Las llevó a la playa. Hasta el día de hoy, Della recuerda su rabia porque no le permitieran ir al funeral. No recuerda haber estado triste porque hubiera muerto su madre, solo recuerda lo mucho que quería ir al funeral.
Recuerda que estaba enfurruñada. Recuerda que le compraron un helado, recuerda que se negó a comérselo, aunque le apetecía. Recuerda dónde estaba sentada cuando le sacaron la foto. Estaba sentada en las rocas, mirando a Addie jugar en los charcos con los hijos de la vecina. Cuando la vecina quiso sacarle una foto, se tapó la cara con las manos.
Della no recuerda el nombre de la vecina por mucho que lo intente. Probablemente lo hizo con buena intención, lo de llevarlas a la playa. Aunque ahora Della se pregunta qué la llevó a sacar aquellas fotografías. ¿Era para recordarles el día del entierro de su madre? ¿O sacó la foto simplemente porque llevaba una cámara encima, porque hacía un día soleado y había dos niñas dulces con bonitos vestidos jugando en la playa? A Della le gustaría saberlo.
Della es una buena lectora, siempre trata de descubrir la historia.