Treinta y ocho años y a Addie nunca la habían invitado a cenar.
Trató de explicárselo a Bruno, pero a él le costaba entenderla.
—En lo que respecta a ti es bueno —dijo Addie sin mirarlo, fingiendo que leía el menú.
—¿Y qué significa para mí? —Bruno estaba intrigado.
Addie continuó sin levantar la mirada.
—Bueno, hay ciertos favores sexuales con los que siempre me había prometido que premiaría al primer tipo que me invitara a salir como Dios manda —respondió sin dar crédito a lo que estaba diciendo.
—Bueno, ¿a qué estamos esperando?
Bruno dejó el menú e hizo ademán de coger la chaqueta y de levantarse ligeramente de la silla.
—¿Sin cenar? —se rio ella—. No lo dirás en serio.
Habían pasado por unos seis restaurantes buscando una mesa. Eran las nueve de la noche de un sábado y todo estaba llenísimo, estaban poniendo a la gente en listas de espera. Al final acabaron yendo al restaurante de Danny. Addie llamó antes y de algún modo Danny imaginó que era una cita, así que cuando llegaron allí tenía preparada la mesita del fondo para dos, con una rosa solitaria sobresaliendo de una jarra de leche.
Bruno insistió en acercarle la silla. Mientras Addie se sentaba, pudo ver que Danny merodeaba detrás de él sosteniendo sus abrigos. Por la cara que ponía, Addie se dio cuenta de que estaba muy emocionado por ella y lo fulminó con la mirada, pero él se limitó a devolverle una sonrisa amable y meneó la cabeza como un genio de pantomima.
—Tengo tanta hambre que me comería un caballo —dijo Bruno.
—Y el culo del jinete de postre.
Addie abrió el menú y fingió que lo estudiaba. Había decidido no decirle nada del pastel de carne con puré de patatas.
—Creía que se suponía que había recesión —dijo Bruno mientras observaba a su alrededor todas las mesas abarrotadas.
—El penique todavía no ha caído —dijo Addie.
—Para mí sí que cayó hace tiempo.
—¿Por eso has venido? ¿Porque te quedaste sin trabajo?
—Por eso y por las elecciones. Lo de las elecciones me estaba poniendo nervioso y necesitaba cierta perspectiva. Así que me dije, reserva un viaje de ida y vuelta, Bruno. Reserva un viaje de ida y vuelta, y regresa cuando todo haya terminado. Si gana Obama, habremos triunfado. Si gana McCain… —Bruno se inclinó sobre la mesa para dar más énfasis a sus palabras—. Si gana… rompo el billete de vuelta. Si gana, me como el billete.
Addie se rio, con esa risa llena de vida que se le escapa sin previo aviso. Aunque pensó que para eso faltaba menos de un mes.
Llegó la comida, grandes filetes de ternera ennegrecidos y un pequeño bol rebosante de patatas finitas.
—Mi plan era pasarme un mes recorriendo el país en coche. Y lo sigue siendo, supongo. Solo que todavía no me he puesto en marcha.
—¿Un mes? —Addie abrió los ojos como platos por la sorpresa—. Te aseguro que puedes recorrer el país en coche en un solo día. En menos de un día. Solo se tarda unas cuatro horas en ir de una punta a la otra.
Bruno no pareció convencido.
—Me cuesta un poco hacerme a la idea. Me cuesta imaginar algún lugar tan pequeño viniendo como vengo de un lugar tan grande.
—Tendrías que dar toda la vuelta —dijo Addie, tratando de imaginárselo cerrando un ojo mientras dibujaba una línea alrededor de la isla—. Tendrías que bordear la isla, lentamente, para que durara un mes. E incluso en tal caso, me pregunto si tardarías un mes.
—Tal vez deberíamos probarlo.
Ella no dijo nada, concentrada en cortar su filete.
—Es un viaje que hace muchísimo tiempo que tengo en la cabeza —añadió él—. Le hice la promesa solemne a mi padre de que vendría. De eso hace ya treinta años. Parece increíble que no haya cumplido la promesa hasta ahora.
—¿Y por qué has tardado tanto?
Bruno tuvo que pararse a pensar.
—Pues mira, yo también me he estado haciendo esa misma pregunta. Desde que llegué aquí me estoy preguntando qué ha pasado durante todo ese tiempo. Hace treinta años que murió mi padre, hará treinta años en verano. Y durante todo ese tiempo he deseado hacer el viaje, he sentido la necesidad de hacer este viaje. Siempre ha estado ahí, como una vocecita dentro de mi cabeza. —Bruno ahuecó las manos sobre la boca y susurró dentro de ellas, burlándose un poco de sí mismo—. Ve a Irlanda, Bruno. Ve a Irlanda…
—Pero no lo hiciste.
—No. No lo hice. No lo he hecho hasta ahora.
Bruno parecía perplejo y fruncía el ceño, como si registrara su memoria en busca de algo.
—Al principio creo que era demasiado pronto. Venir aquí, al país de mi padre. No me sentía preparado, era demasiado joven. Y cuando estuve preparado para hacerlo, estaba demasiado ocupado. Trabajaba mucho y viajaba mucho, y lo último que quería hacer cuando no estaba trabajando era viajar más. Iba de vacaciones a México. Me gusta México. México está cerca, es fácil.
—México —repitió Addie.
Ahora Bruno le había hecho pensar en todos los lugares donde jamás había estado.
—Sí, México. Además, también tenía que pensar en mi madre. Estuvo enferma durante mucho tiempo, estaba en una residencia. Y me daba miedo hacer el viaje, por si le pasaba algo mientras estaba fuera.
—Eso es un motivo para no hacer un viaje, un buen motivo.
—Sí, bueno. Siempre había motivos para no hacerlo. Además estaba aquella sensación extraña, tras el Once de Septiembre, como que tenías que quedarte cerca, habría parecido…
Bruno hizo una pausa para buscar la palabra adecuada. Addie ya había observado lo cuidadosamente que elegía las palabras. Tenía la sensación de que estaba escrutando su alma en busca de todas y cada una de sus palabras.
—… habría parecido una deslealtad marcharse.
—¿Y qué ha cambiado?
Bruno pareció sorprendido por la pregunta.
—¿Qué ha cambiado? —Bruno se inclinó sobre la mesa—. Todo ha cambiado. —Levantó la mano e hizo chasquear los dedos—. De repente, todo ha cambiado.
Bruno miraba fijamente a los ojos a Addie mientras hablaba. Atravesándola con su mirada.
—Estuve repasando todas las razones para no venir, una por una. Estaba tumbado en la cama, despierto, era justo después de perder mi empleo y no podía dormir, y estaba ahí tumbado tratando de pensar en todos los motivos por los que no podía venir. Y ya no existía ninguno. Y pensé, ahora, Bruno, no hay nada que te lo impida. Es la hora de la verdad.
—Debió de ser una sensación agradable.
Bruno hizo una pausa, caviló un momento antes de responder.
—No —dijo—. Fue una sensación jodidamente horrible.
Y se echó a reír, una risa tan inesperada y tan contagiosa que Addie se rio con él. La risa de ella era como un motor fuera de control, empezaba en lo más profundo de la garganta y salía por la boca como un borboteo ruidoso.
—Reinventarse a uno mismo —añadió sacudiendo la cabeza, como si estuviera viendo algo que no se acababa de creer— da miedo a mi edad.
—Al menos no tuviste demasiado miedo de hacerlo —contestó Addie.
Y pensaba, yo jamás tendría el valor para hacerlo, de empezar de cero. Y se corrigió mentalmente mientras lo pensaba. No tengo el valor, pensó. No he tenido el valor. Pero al mismo tiempo, en algún lugar dentro de ella se había encendido una diminuta chispa, una chispa que decía «tal vez»…
Era como si él pudiera leer sus pensamientos.
—¿Tú qué serías, si pudieras reinventarte?
Addie no lo dudó ni un segundo.
—Diseñadora de piscinas.
—Diseñadora de piscinas…
Bruno le dio vueltas en su cabeza, sonriendo mientras lo analizaba. Era como si ella acabara de entregarle un objeto peculiar.
—¿Por qué diseñadora de piscinas?
—Es lo que siempre había querido ser, cuando era niña. Solía decirle a todo el mundo que de mayor sería una famosa diseñadora de piscinas, diseñaría unas piscinas fabulosas y viajaría por todo el mundo para ponerlas a prueba.
Addie se sintió incómoda ante sus preguntas, se sintió repentinamente tímida y alargó la mano para coger su copa de vino.
—¿Y por qué no lo fuiste?
Bruno la miraba con expectación, esperando una respuesta. Addie se atragantó con el vino, un sorbo se fue por el agujero que no tocaba, le empezaron a llorar los ojos y sintió que se ponía lívida. Se golpeó el pecho con la mano plana y cogió el vaso de agua.
Bebió un trago largo, se le aclararon los ojos y volvió a respirar con normalidad. Bruno la observaba, esperando todavía una respuesta.
—Es increíble que me hayas preguntado eso.
—¿Que te haya preguntado qué?
—Es increíble que me hayas preguntado por qué no llegué a ser nunca diseñadora de piscinas. Me ha hecho gracia, eso es todo.
—¿Por qué te ha hecho gracia?
—Porque es ridículo. No se puede ser diseñador de piscinas.
Bruno se quedó perplejo.
—¿Por qué no? No lo entiendo. ¿No se necesita a alguien que diseñe las piscinas? Seguro que hay gente por ahí que se dedica a diseñar piscinas.
Ahora era ella quien lo miraba fijamente. Se dio cuenta de que hablaba en serio. Estaba absoluta y completamente serio. Le había hecho una pregunta y quería saber la respuesta.
—Es solo una idea infantil —contestó Addie—. Como mi sobrina, que quiere rastrear leones en África. Es lo que quiere hacer cuando sea mayor. Son cosas que piensan los niños, Bruno, no son opciones profesionales realistas.
—Pero ¿por qué no? Tengo un amigo del instituto que rastrea tigres en Camboya, trabaja para World Wildlife Fund. Estoy seguro de que en África rastrean leones, estoy seguro de que hay alguien que se gana la vida así. Y estoy seguro de que hay gente que diseña piscinas para ganarse la vida, tiene que haberla. No veo por qué no podrías hacerlo tú.
Y levantó su copa hacia ella. Casi sonreía con suficiencia.
Bruno es interesante, pensó Addie, es realmente interesante. Y aquello fue una revelación para ella. No se esperaba que fuera interesante.
Addie lo miró fijamente a los ojos, aguantó su mirada durante el tiempo suficiente para hacerlo embarazoso. Luego levantó su copa hacia él un instante antes de dar un sorbo largo.
—Y entonces, ¿qué vas a ser en tu nueva vida?
Bruno respondió muy lentamente y con gran dignidad.
—Me gustaría ser escritor.
Aquello tuvo un mal efecto sobre ella, que de repente se irritó. Un momento antes se sentía fascinada por él. Ahora la aburría. No quería que fuera escritor, le gustaba que fuera banquero. Escritor era lo último que querría que fuera. Addie se obligó a levantar las cejas, intentando parecer interesada.
Del todo ajeno a las ideas horribles de Addie, se inclinó hacia delante para hacerle una confidencia.
—… toda mi vida he querido ser escritor, siempre he creído que llegaría a serlo. Solo que nunca me he puesto a escribir.
Addie sintió el impulso irrefrenable de ser desagradable con él, no pudo evitarlo. Aunque mientras lo decía se avergonzaba de su actitud.
—¿No cree eso todo el mundo? Quiero decir, ¿no es lo que dicen? ¿Que todo el mundo cree que lleva un libro dentro?
—Eso dicen.
—Y pues —añadió—, ¿de qué va a ir el tuyo?
—Bueno —respondió Bruno con pies de plomo—, estoy trabajando en una idea. Es solo el principio de una idea.
Se quedó mirándola un minuto, escrutando su rostro. Tal vez estuviera sopesando si decírselo o no.
No, se sintió tentada Addie de decirle. No hace falta.
Pero era demasiado tarde.
—De acuerdo, te lo diré.
Bruno dobló la servilleta sobre la mesa delante de él, pasando la mano por encima para eliminar las arrugas.
—Trata de un tipo. Es americano, evidentemente, como yo, de Nueva Jersey.
Addie se esforzaba por controlar la expresión de su cara.
El libro empieza cuando llega a Irlanda, la tierra de sus antepasados. Es un viaje de autodescubrimiento, busca sus orígenes.
Bruno seguía pasando la mano por la superficie de la servilleta, y de vez en cuando levantaba la mirada hacia ella.
—Es algo en lo que he pensado mucho últimamente. Llega un punto en la vida en que tienes que descubrir tus orígenes antes de seguir adelante.
Addie tuvo que reprimir el impulso de poner los ojos en blanco. Bruno plegó la servilleta como si cerrara un libro y le dio una palmadita.
—Sin embargo, en cuanto llega a Irlanda conoce a una hermosa chica irlandesa. Una encantadora y perdida chica irlandesa. Y se enamora locamente de ella.
De pronto, Addie volvía a estar interesada. Bruno resultaba cada vez más listo de lo que ella esperaba.
Addie sonrió.
—Creo que ya veo a dónde quieres ir a parar.
Bruno se llevó el dedo índice a la boca, indicándole que se callara.
—Conoce a esta mujer y enseguida se da cuenta de que es la mujer de su vida.
Addie ladeó la cabeza, sonriéndole con complicidad.
—Solo trata de llevársela a la cama.
Pero él mantuvo la mano alzada pidiéndole silencio, en gesto sacerdotal, como si estuviera a punto de rociarla con agua bendita.
—Le estás quitando importancia, no deberías quitarle importancia. Estoy hablando de una gran historia de amor.
Addie sacudió la cabeza, interrumpiéndolo.
—No tiene ningún futuro. Él es extranjero, volverá a su casa y se olvidará de ella.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan segura de que termina así?
Addie sintió terror al comprobar que su corazón latía con fuerza en su pecho. Intentó que su tono de voz pareciera displicente.
—¿Y por qué no me cuentas cómo termina? Tú eres el escritor.
—No puedo —respondió él, negando con la cabeza como quien pide perdón—. No sé cómo termina, todavía no. Y aunque lo supiera, no te lo diría. Un buen escritor nunca revela el final.
Al final de la noche, los camareros habían apartado las mesas contra la pared y todo el mundo bailaba. Harry Belafonte, la isla bajo el sol, y todo el mundo bailaba y tarareaba la canción mientras bailaba, y era muy extraño, pero todo el mundo lo estaba pasando en grande. Era como si todos hubieran dejado sus problemas en la puerta y no hubiera nada en el mundo de qué preocuparse.
Si es así como tiene que ser la recesión, pensó Addie, pues bienvenida sea. Pero estaba interpretando mal las señales. Aquello no era la recesión, sino la antesala de ella. Aquello era la postergación de la realidad, aquello era la negación de la realidad.
—¡Esta no es la habitual noche del sábado en Dublín! —le gritaba Addie a Bruno. Su cara reflejaba perplejidad. Nunca antes había pasado una cosa igual, aquello era rarísimo—. ¡Te estás llevando una impresión muy engañosa de nosotros! —chilló en su oído, sin estar segura de si la oía o no—. Nosotros no somos así.
Más adelante, Bruno recordaría a menudo aquella noche en que bailaron con desconocidos en el restaurante de Danny hasta altas horas de la madrugada. Recordaría la noche y rememoraría una imagen, la de la orquesta tocando en la cubierta mientras el Titanic se hundía en el mar.
Más adelante, la gente discutiría sobre el momento exacto en que estalló realmente la burbuja. Algunos dirían que fue Waterford Crystal, dirían que cuando oyeron que Waterford Crystal había desaparecido supieron que todo había terminado. Otros dirían que fue Dell, que la retirada de Dell había significado la sentencia de muerte. Un tipo telefoneó a una emisora de radio para decir que su naranjo acababa de dar un limón.
Pero cuando Addie y Bruno se conocieron, cuando tuvieron su primera cita, todo aquello todavía estaba por llegar. Todas las señales estaban allí, pero nadie quería darse cuenta. Todos los días había nuevas informaciones sobre pérdidas de empleos, bajadas en los precios de las viviendas, bancos con problemas. Todo el mundo decía que aquello era inevitable, pero todavía no se lo podían creer.
En aquellas semanas cegadoras previas a la Navidad, todavía era apenas un tren que se acercaba por la vía. Ya se podían ver las luces, se podía oír el zumbido que hacía al acercarse. Pero tú seguías allí, de pie, y te preguntabas si realmente se dirigía hacia ti, si pararía antes de llegar a ti o doblara hacia otra vía y pasara a toda velocidad a tu lado.
Hasta que no llegara y te atropellara, todavía había alguna esperanza.