Della abrió la puerta vestida de noche. Un vestido largo de satén negro con mangas cortas festoneadas y un escote pronunciado. No llevaba maquillaje e iba descalza.
A Addie se le cayó el alma a los pies al verla.
—¿Te estás preparando para salir?
—Qué va, no —contestó Della, dando media vuelta y atravesando el vestíbulo—. Solo estoy ordenando el cuarto trastero.
Y empezó a subir las escaleras, arrastrando detrás de ella la cola del vestido.
Addie subió tras ella. Lola era demasiado educada para seguirlas y se quedó mirándolas desde el vestíbulo, meneando lentamente el rabo. Luego se tumbó sobre las baldosas, apoyando la barbilla en las patas delanteras, la mirada fija en las escaleras.
El rellano estaba repleto de cajas de cartón y bolsas de lona.
—Siéntate y cuéntame lo que tengas que contarme mientras sigo con lo mío —dijo Della—. Ahora que he empezado, tengo que acabarlo.
Addie eligió un espacio libre junto a la pared. Se sentó en la alfombra, con las rodillas dobladas contra el pecho y la espalda apoyada en el radiador caliente.
Della se encaramó para llegar a un estante del cuarto trastero; de un tirón se apartó con una mano la cola del vestido para subir.
—¡Estoy buscando el equipo de esquí! —gritó—. No me acuerdo de dónde lo dejé la última vez… Tiene que estar en algún lugar aquí arriba.
Una zapatilla de niña salió volando y aterrizó en el suelo junto a Addie.
—¡Las cosas que se encuentran!
De uno de los dormitorios del piso de arriba llegaba un ruido terrible. El jaleo descomunal que estaban montando muchas niñas pequeñas. Chillidos, golpes, un follón. De vez en cuando, alguien gemía.
—¿Cuántas tienes ahí arriba?
—Pues vete a saber —respondió una voz apagada dentro del cuarto trastero—. ¿Qué? ¿Te ha llamado?
—No —dijo Addie en voz baja.
—Bueno, eso no significa que no vaya a llamarte —dijo Della, y se volvió para mirarla.
Estaba colgada del estante superior, con los pies apoyados precariamente en el estante inferior, la cabeza doblada hacia un lado para evitar la pantalla de la lámpara.
—No llamará —dijo Addie con desánimo—. Tengo ese presentimiento.
Pero Della no respondió. Ahora tanteaba el estante de arriba, con el cuerpo colgando en el vacío.
—Tendría que afrontar la realidad —dijo Addie, subiendo ligeramente la voz esta vez—. No llamará.
Della se sujetaba ahora al estante con una sola mano, mientras utilizaba la otra para tirar de una bolsa de plástico enorme.
—¡Eh!, Addie, ayúdame a bajar esto. ¡Cuidado, ahí va, vigila!
Addie se abrazó las rodillas contra el pecho y apoyó la espalda contra el radiador mientras la bolsa caía. Della saltó detrás de ella. Ahora estaba de pie, con aire triunfal, las manos en las caderas, la cara roja. Se agachó para abrir la cremallera de la bolsa.
Una peste asfixiante a orina fermentada emanó de la bolsa.
—No, por favor —dijo Della, tapándose la cara con las manos—. Esto no puede estar ocurriéndome a mí.
Addie se tapaba la nariz, de modo que su voz salió distorsionada.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí dentro? No me lo digas. ¿Desde enero pasado o más?
—Salvajes del estiércol —musitaba Della—. No son más que salvajes del estiércol.
Empezó a sacar los trajes uno a uno, los sostuvo ante su nariz y olisqueó con recelo.
—No sé quién puede ser el culpable.
En aquel momento, la puerta del dormitorio de arriba se abrió de golpe y salieron bramando como una manada de elefantes. Eran seis, siete, Addie las contó mientras pasaban zumbando, saltando para esquivarla mientras negociaban su retorno. Iban casi todas disfrazadas de hadas, mucho poliéster y mallas baratas en espantosos tonos de rosa.
Lisa fue la última en aparecer, por el rellano de arriba, con pasos pequeños y afectados. Addie se fijó en que tenía las dos piernas embutidas en una sola pernera de un chándal rosa de falso terciopelo.
—¡Eh!, Lisa, grandullona —dijo Addie—. Creo que te has hecho un lío con los pantalones, ¿quieres que te ayude?
La niña se detuvo en lo alto del pequeño tramo de las escaleras, mirando a Addie con desdén. Sus ojos, de tan claros, eran casi blancos. Los ojos de Simon.
—Soy una sirena —dijo.
—Es evidente que eres una sirena —admitió Addie—. Solo quería asegurarme. ¿Quieres que te ayude a bajar las escaleras, cariño?
Lisa no le hizo ni caso. Se sentó en el escalón de arriba y se impulsó hacia delante, bajó los seis peldaños con el culo y con gran esfuerzo volvió a levantarse en el descansillo. Luego arrastró los pies hasta la parte superior de la escalera principal y volvió a sentarse y a impulsarse hacia delante. Bum, bum, bum, doce veces hasta llegar abajo. Cuando por fin llegó a los pies de las escaleras, las otras niñas ya volvían a subir.
—¡Saludad a vuestra tía Addie! —rugió Della.
—¡Hola, tía Addie! —dijeron todas mientras pasaban en tropel.
—¿Quién es esa? —preguntó Addie, señalando a una niña a la que no había visto nunca—. ¡No soy tu tía! —gritó a su espalda.
—Me rindo —decía Della, observando con impotencia el montón de trajes de esquí—. Parece que se han impregnado todos.
—Estupendo —dijo Addie.
—Tendré que lavarlos. —Della los apiló en sus brazos y esquivó los pies de Addie—. Vamos, que tomaremos un té.
De modo que Addie la siguió escaleras abajo, totalmente confundida.
—Creo que papá podría estar deprimido —dijo mientras seguía a Della hacia la cocina.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Pues no lo sé, está muy callado. Parece preocupado.
—¡Pues claro que está preocupado, Addie! Es normal que lo esté. Le han puesto un pleito, por el amor de Dios. Es algo muy grave para él, saldrá en todos los periódicos. Afectará a su reputación, podría ser su final.
—Hablas como si ya supieras que va a perder.
Della estaba en cuclillas, metiendo los trajes de esquí en la lavadora. Hizo una pausa de un minuto.
—Simon dice que los argumentos de la acusación son sólidos.
—¡Papá me dijo que no tenían dónde agarrarse!
—¡Pues claro, qué va a decir! Ya sabes que papá nunca admite que se equivoca.
Addie llenó la tetera y la encendió. Sabía que Della tenía razón, por supuesto que tenía razón. Y aun así estaba aquel abismo entre ellas, el mismo abismo que siempre aparecía cuando acababan hablando de su padre. A Addie no le gustaba hablar mal de él. Della parecía deleitarse. Para Addie, la verdad nunca era tan importante como el amor.
Las niñas volvieron a aparecer en la cocina corriendo en ruidosa procesión. Elsa iba delante.
—¡Novia a la fuga! —gritó mientras salía corriendo al patio de atrás.
—Della. No puedo soportar la idea de volver a estar sola.
Della iba de un lado a otro de la habitación, no estaba claro que estuviera escuchando. ¿Acaso Della ya no se sentaba nunca?
Addie siguió hablando.
—Creía que era lo mejor, de verdad que lo creía. Imaginaba que me sentaba bien lo de ser soltera, con la perra, la natación y todo. Pero ahora me doy cuenta de que no. —Tenía lágrimas en los ojos, que trató de quitarse pestañeando—. No quiero estar sola.
Della estaba de espaldas a ella, de pie junto a la encimera de la cocina, preparando el té. Pero resultó que sí que estaba escuchando.
—Estar casada tampoco es tan fantástico, ¿sabes? —dijo—. Yo envidio tu vida, la verdad. ¿Sabes cómo me siento a veces? Me siento como una oficinista, como una funcionaria sin porvenir. Me paso el día tramitando el papeleo en mi escritorio sin que nadie se dé cuenta de lo que hago.
Addie ya estaba abriendo la boca para replicar, pero Della no había terminado.
—Y no parece importarle a nadie mientras no me queje.
Esto es algo típico de Della, siempre hace comparaciones para describir su vida. A veces se compara con una trabajadora de una fábrica, o con una de una granja de pollos, o de una cadena de montaje día sí, día también. Otras veces con una jugadora de tenis, una jugadora de tenis sin nadie al otro lado de la pista, se pasa el día golpeando pelotas que nadie devuelve.
Addie las ha oído un millón de veces. Pero también tiene que tener en cuenta que Della y Simon bailan pegados en la cocina cuando las niñas ya se han acostado. Sabe que practican el sexo en la mesa de la cocina cuando sus invitados se han marchado a casa. De modo que le cuesta mucho sentir lástima por ella.
De todos modos, pensó Addie, ¿no estábamos hablando de mí?
Addie miró por la ventana al patio de atrás.
—Della —dijo, cambiando de tema—, Elsa lleva puesto tu traje de novia.
—¡Ah!, no te preocupes por eso, dejo que se lo pongan. Tampoco es que vaya a usarlo nunca más. —Della se acercó a la mesa y dio vuelta una silla para poder arrodillarse en ella.
—¡Pero es que están en el patio, Della, y lo está poniendo perdido de barro! ¡Y Lola se está comiendo el velo!
—¿Y qué importa? —Della echó una cucharada colmada de azúcar en su taza de té—. Es mi nueva coletilla, encuentro que se puede aplicar en casi cualquier situación de mi vida. Deberías intentarlo. ¿Y qué importa?
Y estaba tan guapa allí arrodillada en su silla junto a la mesa de la cocina con aquel estrafalario vestido de noche y la taza de té entre sus diminutas manos. Addie no pudo evitar una sonrisa.
—Deberías vestirte siempre así, te queda bien.
—Creo que sí que debería. ¡Y qué importa!
—Exacto, qué importa.
O sea que ya volvían a ser dos hermanas contra el mundo.
Se parecen. Se nota que son hermanas. La misma cara redonda, los mismos ojos grises muy abiertos. La misma naricilla simpática. Incluso sus cabellos tendrían la misma tonalidad, entre castaño y rubio, si no se los tiñeran.
Actualmente los cabellos de Addie rondan un color de miel oscura. El número 78 según la caja que compra en el supermercado, cuando le apetece. Della tiene los cabellos más claros, va a una peluquera cara cada cuatro semanas para que le hagan reflejos, su única concesión a la respetabilidad.
Si Addie llegara algún día a hacerse famosa e hicieran una muñeca a su imagen y semejanza, se parecería a Della. La cabeza ligeramente más grande en proporción al cuerpo. Las tetas más pequeñas y compactas. Las mejillas un poco más altas, los ojos un poco más grandes. Es la viva imagen de Addie, pero más guapa. Hay algo de perfección en Della, como si el molde se hubiera deformado ligeramente cuando tocó hacer a Addie.
Cuando eran niñas no se parecían en nada. La gente solía destacar lo diferentes que eran. Solían decir que Addie se parecía a su padre mientras que Della había salido a su madre.
«Hay una de cada». Addie recuerda que alguien lo decía, aunque no recuerda quién.
No se llevaban muy bien durante la infancia. Se criaron una al lado de la otra, por supuesto, se pasaban el día en mutua compañía, pero no estaban muy unidas.
Se pasaban horas y horas encerradas cada una en su habitación. Horas que de juntarlas se convertirían en semanas, meses y años. Aunque Addie las recuerda como solo un momento.
Addie está agachada en el suelo sobre una enorme cartulina blanca, trazando líneas con un lápiz y una regla de madera. Le duele la espalda y tiene las rodillas y las pantorrillas rojas por el contacto con los pelos rugosos de la alfombra. Está escuchando Radio Nova, la canción que ponen ronda en los confines de su memoria. Si escuchas tres canciones seguidas puedes llamarlos, aunque no recuerda qué ganas.
En las cartulinas enormes dibuja casas de ensueño. Mansiones con muchos detalles, con patios interiores rodeados por balcones de madera. Dormitorios con escaleras de caracol que llevan a jardines secretos. Azoteas donde se cultiva de todo y hamacas colgadas entre árbol y árbol, para dormir bajo las estrellas.
Fue allí donde Addie pasó su infancia, en aquellas casas hermosas y fantásticas que ella misma imaginaba. Solo era su sombra la que merodeaba por la casa grande y fría de Strand Road. En su cabeza, Addie flotaba por una serie de habitaciones comunicadas entre sí, cada una pintada de un azul más claro que la anterior, puertas francesas del suelo al techo que se abrían a un lago oscuro y profundo, su vestido blanco inflado por la brisa. Ella se sentaba con los pies colgando en el borde de la piscina poco profunda de un patio embaldosado repleto de plantas tropicales, mojaba los dedos de los pies en el agua verde y calma, apoyando la espalda en una columna fría de piedra.
En sus recuerdos, Addie es consciente de la presencia de Della en la habitación contigua. Sabe que Della está tumbada en la cama, leyendo. De vez en cuando se oye el sonido susurrante al pasar las páginas.
—¡Santo cielo, hija mía!, te van a quedar los ojos cuadrados.
Eso era lo que solía decir la canguro cuando se acercaba a encender la luz. Antes había llamado desde la cocina del sótano, pero ninguna de ellas había contestado. Por tanto había subido un tramo de escaleras, gritando por el camino. Y protestando otro tramo más sin obtener respuesta, hasta que por fin se había encontrado en el rellano de arriba, jadeante y exasperada.
—Chicas, tendríais que salir a que os diera el aire —les decía—. A que os cogiera un poco de color en las mejillas.
Y ellas alzaban la vista para mirarla con ojos fantasmagóricos, como si quisieran darle la razón. Aunque eran niñas que se contentaban con poca cosa, eso tenía que admitirlo. Eran niñas fáciles de cuidar, nunca le dieron ningún problema. Dos pobres chiquillas sin madre, decía, su padre las tiene bien educadas.
Al recordarlo ahora, Addie se da cuenta de que eran unas niñas excéntricas. Se les permitía ser excéntricas. No había nadie que lo impidiera.
Durante un tiempo pareció que con la edad habían dejado de serlo. De adolescentes, salían con otras chicas, hablaban mucho por teléfono. De los veinte a los treinta parecían progresar normalmente. Al cumplir los treinta, Della se había casado con un médico y estaba embarazada de su primera hija. Addie se había licenciado en Arquitectura y tenía su propio apartamento. A primera vista, les había ido bien.
—Han salido magníficas, estas chicas, hay que reconocérselo a su padre.
Pero desde hace un tiempo, Addie piensa que aquellos años intermedios debieron de ser un accidente, un breve flirteo con el convencionalismo. ¿De qué canción era eso? «Las convenciones pertenecen al ayer». Actualmente, Della es tan excéntrica como lo era de pequeña, quizás incluso más.
—Trato de destacarme entre las esposas de los demás médicos —había dicho en defensa de sus conjuntos—. Aquello es un mar de Burberry y tejanos de diseño, los pobres niños tienen problemas para distinguir a su propia madre.
Es como si la situación se estuviera revirtiendo. Está volviendo a ser la niña que era hace treinta años, la niña a quien no le importaba lo que pensaran de ella los demás, la niña que solo quería leer un libro y que la dejaran en paz. El «club-de-todos-los-demás-pueden-irse-a-la-mierda», así era como lo llamaba Della. Un club de un solo miembro.
Actualmente, Addie también tiene su propio club exclusivo. Lola y ella son los únicos miembros. Por supuesto, ¿quién más iba a querer apuntarse? Todas sus amigas están casadas, la mayoría tenían hijos. Ya no las ve tanto como antes, e incluso cuando las ve tiene la sensación de que algo se interpone entre ellas. Aunque griten, no pueden oírse bien unas a otras.
Actualmente, Addie se siente más cercana a Della que a ninguna otra persona. Es como si el resto de la gente hubiera desaparecido y lo único que le quedara fuera la familia.
Echa de menos a su madre como nunca antes lo había hecho.
Della había vuelto a levantarse y recogía las tazas.
—¿Te quedarás a cenar? —preguntó—. Pastel de carne y puré de patatas. Un vaso de vino. Una buena comida casera. Vamos, quédate y nos salvamos la una a la otra.
Estaban a media cena cuando sonó el teléfono de Addie. Se acababa de terminar la primera ración de pastel de carne y estaba a punto de pasar el plato para una segunda. Las niñas no habían tocado los suyos, por supuesto, se quejaban de que llevaba cebolla y Simon las reñía a grito pelado y Della les decía que ya se podían morir de hambre si era eso lo que querían, que ¡qué importaba! Con tanto follón, Addie casi no oyó el móvil. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta, miró la pantalla y vio el código de llamada americano. Salió corriendo de la sala para contestar.
—Hola —dijo.
El corazón le latía con tanta fuerza que temía no oírle.
—Hola —contestó él—. No estoy seguro de cuáles son las costumbres por aquí, pero ¿se considera correcto que un hombre invite a una chica a cenar?