10

Addie estaba decidida a no quedarse esperando a que sonara el teléfono. Iría a nadar. Su baño era sagrado.

Ya estaba poniendo las cosas en el bolso cuando oyó unos golpes en el techo.

Jesús, pensó, es como vivir en una caja. Cuando no aporrean la puerta, aporrean el techo.

—Ya voy —rugió más alto de lo habitual.

Subió pisando fuerte los escalones y se presentó en la puerta principal con su propia llave. Aquel olor agrio otra vez, siempre la llenaba de desesperación. Se detuvo un instante en el vestíbulo, desconcertada y desalentada por el olor. Había hablado del tema con la señora Dunphy, incluso pasó a controlarla. La casa estaba impecable. Y, aun así, empezaba a oler como la casa de una persona mayor, nada de lo que hicieran parecía poder cambiarlo. Simplemente no había suficiente vida en la casa, olía a rancia.

—¡Hola, papá! —gritó, abriendo la puerta de la sala de estar.

—Lazarus —dijo él.

—Viene más tarde. Es sábado. —Y se agachó para darle un beso.

Olía a jabón y a aquella loción que utilizaba para peinarse el pelo sobre la calva. Un olor demasiado empalagoso.

—Necesito que me ayudes con ciertas tareas de secretaria.

A Hugh le parece normal hablarle así a la gente. Lo ha hecho toda su vida.

—Estaba a punto de salir a nadar.

Ya sabía que no iría. Cedería ante él, como siempre hacía.

Hugh agitó su mano derecha vendada sobre el escritorio.

—Han llegado algunos documentos por correo esta mañana y necesito que me los abras. Ese de ahí. No, no, ese no. El de debajo. El grande marrón.

Addie cogió la carta que le indicaba, le dio la vuelta y pasó el dedo meñique por debajo de la solapa. Rasgó hacia arriba y luego en diagonal, dejando un desgarrón irregular en el sobre marrón. Deslizó la mano dentro del sobre y sacó una única página mecanografiada.

—Solo he pedido que abras la carta. No hace falta que la leas.

Había cierta displicencia en su tono de voz.

Addie apenas tuvo tiempo de entrever el membrete, una firma de abogados, y le lanzó la página por el aire, que vio aterrizar grácilmente delante de su padre. Hugh se inclinó a cogerla.

—Te estoy muy agradecido.

Hugh se pone en ese plan cuando habla a sus hijas como si fueran sus empleadas. A Della la vuelve loca. Addie simplemente pasa.

Addie empezó a abrir el resto del correo, apiló las cartas en un pulcro montoncito sobre el escritorio. Lanzó los sobres rasgados a la papelera después de romperlos en trozos muy pequeños.

Hugh seguía inclinado sobre la carta, mirándola enfurecido.

—Bueno, si no necesitas nada más, me marcho —dijo Addie levantándose de un salto de la silla. Revisó su móvil, ninguna llamada perdida—. Luego estaré fuera, así que te he dejado la cena preparada en la cocina. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?

Addie se puso derecha tanto como pudo, levantó los brazos por encima de la cabeza para estirar la columna. Le dolía la espalda. Probablemente por cómo estaba sentada, pensó. Alargó el brazo y cogió la caja de analgésicos del escritorio de Hugh, sacó una bandejita de aluminio y extrajo dos píldoras del blíster. Se las metió en la boca y las engulló con un trago largo de la botella abierta de agua mineral que había sobre el escritorio.

—No, no —dijo él como si estuviera distraído—. Eso era todo.

Addie cerró de un portazo la puerta detrás de ella, se quedó quieta durante un minuto en el peldaño superior y aspiró una bocanada de aire marino. Ahora la marea estaba en su punto más alto, y el sol, bajo en el cielo, proyectando una luz fría sobre el agua. Se podía oler la sal en el aire. Addie cerró los ojos un segundo y aspiró por la nariz.

De repente no sabía qué hacer. Debería ir a nadar, por supuesto que tenía que ir a nadar. Pero Bruno podía llamar cuando ella estuviera en el agua. Sin duda dejaría un mensaje, pero ¿y si no lo hacía? Se imaginó nadando en círculos, tratando de no pensar en la posibilidad de que su móvil sonara dentro del bolso.

Se quedó allí quieta en el peldaño superior, entre la esperanza y la desesperación. La gloriosa promesa de la mañana se estaba desvaneciendo. A cada hora que pasaba se sentía menos esperanzada de tener noticias suyas. Lo podía sentir en cada centímetro de su cuerpo, su piel todavía ardía con su recuerdo. Pero su optimismo menguaba.

Aquella mañana, mientras paseaba a la perra por el parque, se había sentido como una amante. Se había sentido como una novia avergonzada. Había dado por supuesto que él llamaría, que aquello era el principio de algo. Pero ahora, apenas la mañana siguiente, le parecía que había pasado muchísimo tiempo. Ahora empezaba a sentirse una tonta. Eran casi las cinco. Él no iba a llamar.

De repente, no podía soportar la idea de volver a su apartamento a buscar la bolsa de natación, no podía soportar la idea de estar allí sin hacer nada en toda la tarde, ella sola con la tele y la perrita. No podía soportar la posibilidad de que su vida estuviera a punto de volver a ser lo que había sido antes de conocer a Bruno.

Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta del sótano, llamando a Lola para que saliera. Ni siquiera puso un pie dentro, ni siquiera alargó el brazo para coger su abrigo. Se limitó a tener la puerta abierta el tiempo suficiente para que Lola saliera dando brincos y luego la cerró de golpe, como si hubiera algo maligno merodeando dentro. Ayudó a Lola a subir a la parte posterior del coche, saltó al asiento del conductor y puso la llave en el contacto.

Mientras ponía la palanca de cambios en posición marcha atrás, levantó la mirada hacia la ventana. Y allí estaba Hugh, con el cuello estirado como una jirafa loca para observarla desde lo alto. Addie lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo, con la gran mano vendada bamboleándose en círculos encima de su brazo. Addie hizo retroceder el coche lentamente para sacarlo de la entrada de vehículos, con la vista clavada en el espejo retrovisor y el corazón alborotado por un tremendo aluvión de amor y de culpa.

Hugh la vio alejarse, vio el pequeño coche de Addie salir muy lentamente a la calle. Observó cómo Addie esperaba que se detuviera el tráfico, doblaba a la derecha y se unía a la fila de coches que se dirigían en tropel hacia el sur.

A los pocos segundos ya la había perdido de vista.

Recostó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan desanimado.

Ya habían fijado una fecha, eso era lo que decía la carta. Todo el papeleo estaba a punto, un grueso montón de fotocopias, cogidas con un clip de tamaño gigante. Hugh ya se lo esperaba, sabía que iba a llegar. Pero había abrigado la vaga esperanza de que lo abandonaran, de que perdieran la energía para luchar, de que finalmente entraran en razón y dejaran en suspenso todo el asunto.

Por supuesto, debería haber sabido que no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera. Aquel caso iba a llegar hasta el final.

Hugh se sintió superado por una oleada de hastío.

Se desplomó sobre el escritorio, con los hombros caídos hacia delante en un gesto de derrota. Sentía la cabeza enorme y pesada, un peso excesivo en el cuello. Dejó caer la frente adelante, con la barbilla casi tocando al pecho, y cerró los ojos durante un instante. Se sentía como un mártir cristiano, esperando ser arrojado a los leones.

Los periódicos recibirían la noticia con entusiasmo. Tenía todos los elementos. Una madre joven, muerta antes de cumplir los treinta. Dos hijos pequeños que se habían quedado sin nadie que los cuidara. Un marido destrozado matándose para ganarse la vida, unos padres furiosos clamando venganza. Un procedimiento rutinario, así lo describirían los periódicos, una muerte innecesaria. Se referirían a Hugh como al «eminente profesor». Y en la cuidada redacción de la noticia dejarían entrever que había muchísimas más cosas que no podían decir de él por motivos legales.

Cuando salieran a la luz los detalles del caso, habría debate. Se hablaría de la necesidad de establecer nuevos estándares, la gente diría que ese tipo de comportamiento ya no resultaba aceptable. Reclamarían a la Junta Médica que publicara las normas de la industria, exigirían nuevas directrices en el trato a los pacientes y al personal joven. Hablarían de la importancia de un buen trato a los pacientes, sugerirían que estuviera incluido en el protocolo.

Dirían que había llegado el momento del relevo.

El momento más difícil de su vida.

No es que no haya habido antes momentos difíciles, por supuesto que los hubo. Pero siempre había estado a la altura del reto, siempre había arrimado el hombro. Es lo que ha hecho toda su vida, siempre ha sido trabajador.

Sesenta y cuatro años, lo que significaba que hacía cuarenta y seis años que se había embarcado en la carrera de medicina. No puede dejar de pensar que existe una simetría. Tiene algo de ingenioso. Si sigue avanzando hacia su fecha de jubilación, todo eso se habrá perdido. En el fondo sabe que no llegará a su fecha de jubilación.

Es el agradecimiento que recibes. Cuarenta años trabajando como médico, cincuenta semanas al año. Días de doce horas, días de catorce horas. Sábados y festivos, incluso había hecho sus rondas el día de Navidad. Él lo hacía con orgullo, incluso llevaba a sus hijas con él. Llamadas telefónicas en plena noche, pacientes con todo tipo de complicaciones. Reuniones y malditas reuniones para discutir casos. Nunca jamás se había quejado de la carga de trabajo. Cualquier cosa que hubiera que hacer él la hacía. Le encantaba ser médico, todavía se emocionaba con el sonido de la palabra.

Si tan solo te dejaran «ser» simplemente un médico, si tan solo te dejaran practicar tu oficio. Pero no, ahora también tenías que ser un maldito psicólogo. Tenías que ser un trabajador social, también, tenías que someterte a interrogatorios. Toda aquella gente veía demasiado Urgencias, buscaban demasiada información en internet. Querían conocer todas las opciones disponibles.

Siempre había opciones, es lo que le gustaba decirles. Las opciones son estas. Podemos tratar a vuestra madre lo mejor posible, en cuyo caso es bastante probable que sobreviva. Incluso puede decidir no recibir tratamiento, en cuyo caso casi seguro que morirá.

Muy poca gente apreciaba su franqueza. Había incluso alguna queja ocasional. La gente ya no tenía sentido del humor, no podían soportar una broma.

Hugh no comprende el lenguaje que utiliza la gente, no sabe de dónde lo sacan. Hablan de cobertura de especialista 24/7 y hablan de soluciones innovadoras y hablan de atención cara a cara. Incluso han empezado a llamar a los pacientes «clientes», por el amor de Dios. Hablan de proveedores de servicios y resultados para el paciente. Tonterías de primer orden, pero en cuanto lo dices lo único que consigues son expresiones de sorpresa. Todos juegan al mismo juego, nadie se atreve a decir ni pío.

Hoy ni siquiera parecen capaces de mantener limpios los hospitales, están todos plagados de estafilococos resistentes a la meticilina, las enfermeras ni siquiera cambian una cuña. Bueno, ¿y qué esperaban? Si dejan que contables, esos malditos peseteros, dirijan los hospitales. Haced volver a las monjas, eso es lo que lleva años diciendo. Las monjas sabían cómo dirigir un condenado hospital.

Sabe que suena a otra época, anticuado. Su fecha de caducidad ya ha pasado, y es consciente de ello. Aun así, confiaba en llegar a trancas y barrancas a la línea de meta.

Ya hace tiempo que le ronda por la cabeza, la temida jubilación. Últimamente se ha descubierto pensando cada vez más en ella. Una parte de él piensa que nada de cenas ni de jaleos. Pero al rato se encuentra ensayando su discurso, repiqueteando con la cuchara en una copa. Se hace el silencio en la sala. Baja la mirada hacia la mesa y ve… ¿a quién ve?

¿Quién asistiría a su jubilación? Y es más, ¿quién querría él que estuviese allí? Mentalmente examina las caras de sus colegas y se le ocurre que no hay ni uno de ellos al que pueda contar como amigo. No hay ni uno solo con quien se encontraría jamás para tomar un trago. Ninguno de ellos lo ha invitado nunca a su casa, ni nunca se le ha ocurrido a él invitar a ninguno a la suya. No tenía esposa que pudiera hacer amistad con sus esposas, ni que pudiera organizar cenas que favorecieran su carrera. Y por supuesto jamás asistía a esos actos sociales para médicos. Dios, cómo detesta esos espantosos actos sociales.

Debería haber jugado al golf. Pero ¿en qué momento podría haber jugado al golf? Tenía dos hijas pequeñas a las que criar, no tenía libertad para largarse a pasar el fin de semana en un maldito campo de golf. Además de que su educación no había tenido nada que ver con el golf. Aun así, debería haber jugado alguna partida de vez en cuando, tal vez ahora eso sería su salvación. Nunca lo había hecho, ahora se daba cuenta. Hay que jugar al golf.

¿Daría alguno de ellos la cara por él? Esa era, en definitiva, la cuestión. Si ninguno de ellos hablaba en su defensa, estaba frito. Se podía dar por acabado.

Un intruso toda su vida, el rebaño nunca lo había aceptado. Su instinto era infalible, lo podían oler. Podía haber sido un buen médico, pero no era uno de ellos.

Jamás se había sentido solo hasta ahora.

Reunió todo su valor y levantó la cabeza, abriendo los ojos a la implacable luz del día. Se apoyó en los codos para incorporarse en el sillón, tambaleándose como un anciano al ponerse en pie. Arrastró los pies hasta el aparato de la música, tal vez un poco de música lo salvaría de sí mismo.

Hugh no entendía mucho de música. Le gustaría saber más, le gustaría mucho, es algo que siempre habría querido tener tiempo de hacer. La ópera, eso es lo que le gusta, se considera a sí mismo un aficionado a la ópera. Pero lo único que tiene en su repertorio son unos pocos cedés de recopilaciones, regalos de Navidad y similares. Se avergüenza de su ignorancia, y lo lamenta. Sería tan reconfortante ser en estos momentos un melómano.

Recuerda su primera cata de ópera. Le habían regalado una radio en Navidad, a la que había dado el lugar de honor en su mesita de noche. Estaba estudiando para los exámenes, debía de ser la prueba de acceso a la universidad. Todavía recuerda el frío glacial en los pies bajo el escritorio, el dolor del cuello de tanto inclinarse sobre los libros. La humedad despiadada de las mañanas de invierno, en que hubiera agradecido cualquier comodidad por poca que fuera. La radio apenas se oía, ni siquiera era consciente de que funcionaba hasta que empezó la música. Levantó la cabeza de los libros, aguzó el oído y escuchó.

Un sonido celestial. Ni siquiera sabía qué era lo que cantaban, lo único que sabía era que era hermoso. Y en aquel momento sintió que se abría su mente, como se abre un paquete cuando le quitas el cordel. Se quedó allí sentado, como hechizado.

De repente fue consciente del mundo que había más allá de su ventana, un mundo de infinitas posibilidades. Imaginó a la gente sentada en grandes teatros de la ópera por todo el mundo, ataviada con sus mejores galas, escuchando aquella misma música hermosa. La imaginó oteando desde apartamentos de grandes ventanales las resplandecientes ciudades a sus pies, escuchando aquella música, una parte de su vida. Y se dio cuenta de que pronto abandonaría aquel lugar y saldría al mundo y formaría él también parte de todo aquello. Quizá se le ocurriera entonces que no volvería jamás.

El coro de los esclavos hebreos era aquella primera obra musical. La reconoció cuando volvió a oírla años más tarde. Y cada vez que la escucha desde entonces es como si volviera a estar en aquel dormitorio frío de aquella casa fría y la riqueza del mundo se le revelara por primera vez.

Debería haber sido el inicio de un gran viaje, debería haber sido el comienzo de un idilio con la música para toda la vida. Debería haber ido a La Scala, a Covent Garden, debería haber ido a Verona. Podría haber sido un habitual de Wexford. A estas alturas habría explorado todas las grandes grabaciones, estaría capacitado para afirmar quién era la mejor Norma, quién era su Madame Butterfly favorita.

Pero en vez de eso, todavía está donde empezó, con la colección Grandes Coros de la Ópera. Bueno, pues que así sea, volvería a escuchar El coro de los esclavos y al infierno lo de ser un aficionado a la ópera. El coro de los esclavos nunca dejaba de levantarle el ánimo.

Arrastró el disco con la manga hasta el borde del mueble y luego lo cogió con las puntas de los dedos. Lentamente, dobló las rodillas hasta quedar en cuclillas, con un crujido de su espalda mientras realizaba el movimiento. Luego dejó caer el disco en la bandeja abierta. El disco encajó perfectamente y Hugh gruñó de satisfacción. Con el dedo corazón pulsó el botón para cerrar la bandeja y luego le dio al play.

Se incorporó nuevamente con la sensación del trabajo bien hecho. Los primeros sones de la música llenaron la sala y volvió a sentirse invadido por la esperanza.

En cuestión de unas pocas semanas le quitarían la escayola. Entonces volvería a estar en forma para defender su caso, y no había ningún motivo en absoluto por el que no pudiera ganar. Se reivindicaría, vería cómo se calificaría su carrera con nota alta. Tal vez podría incluso volver a dar clases. No hay nada que supere la experiencia, al fin y al cabo lo que cuenta es la experiencia.

Todavía, si quería, podía ir a La Scala, no había nada que se lo impidiera. Se llevaría a Addie con él. La invitaría, podrían pasar un fin de semana. Hugh se sentía optimista. Todavía le quedaba vida, de eso estaba convencido.

Todavía le quedaba vida.