8

Se despertó por un estruendo ensordecedor, un golpe feroz en la puerta. Un aporreo, un tamborileo irregular. Addie tenía una idea aproximada de quién podía ser.

Miró a Bruno, pero Bruno estaba acurrucado, el edredón cubriendo la cabeza. El dormitorio estaba a oscuras, las cortinas descorridas. Imposible saber qué hora era. Addie apoyó la cabeza en la almohada, cerró los ojos y confió en que dejasen de golpear. Aunque, por supuesto, no lo hicieron.

Más golpes. Golpes de puños pequeños, el sonido hueco de una manita regordeta golpeando la puerta. Addie rodó hasta el borde de la cama y se quedó allí sentada un instante, tratando de orientarse antes de cruzar tambaleándose la sala de estar hasta el vestíbulo. Abrió la puerta solo una rendija, dejando el cuerpo detrás y asomando la cara por la abertura.

—¿Por qué pensé que seríais vosotras?

Daban brincos. Era una visión mareante a aquella hora de la mañana, de un rosa cegador y actividad frenética.

—Tenemos un pez, tenemos un pez.

Era Stella la que sostenía la pecera y se dirigía a gritos a las demás.

—¡Basta! Se os va a caer. Y si se derrama, os mato. Quiere conocer a Lola —dijo dirigiéndose ahora a Addie—. ¿Le podemos presentar a Lola?

Lola se lo comerá —dijo Elsa secamente, con una vocecilla ronca.

—Lo llamaremos Lola.

—¡No, no lo llamaremos así! —gritó Stella—. Es mi pez y lo llamaré como yo quiera.

—Ni siquiera sabemos si es chico o chica.

—Cariños, vuestro pez es encantador, pero no podéis entrar —dijo Addie—. Es demasiado temprano y todavía no estoy vestida.

Las chicas se quedaron allí mirándola con carta de desconcierto. Cuando oyeron que subía su madre tras ellas, todas se volvieron.

—Hola, Ad —dijo Della, bajando las escaleras apresuradamente, con las llaves del coche todavía en la mano y arrastrando la cola de su abrigo detrás de ella.

—Hola, Dell —contestó Addie.

—¿Qué pasa?

Addie respondió en un susurro, escupiendo las palabras con cuidado para no tener que repetirlas.

—He tenido fiesta de pijamas.

¡Oh! La boca de Della dibujó un círculo perfecto y respondió en el mismo tono forzado.

—Bueno, chicas, la tía Addie parece que tuvo fiesta de pijamas anoche.

—Exacto —dijo Addie, repitiendo sus palabras y asintiendo con la cabeza—. Una fiesta de pijamas.

—De acuerdo —dijo Della—. ¿Sabéis lo que vamos a hacer, muchachitas? Vamos a llevar el pez arriba y se lo presentaremos a vuestro abuelo. Lola ya lo conocerá en otro momento.

Addie observó por la rendija de la puerta cómo Della las arrastraba de nuevo escaleras arriba. Al llegar arriba se volvió e hizo el gesto de pasarse los dedos por debajo de los ojos.

En cuanto se perdieron de vista, Addie cerró la puerta suavemente y caminó hasta el baño. Como suponía, tenía ojos de oso panda, los lechos secos de rímel surcaban su rostro hasta las mejillas. Haciendo el menor ruido posible, abrió el grifo lo justo para que saliera un hilillo de agua. Con un algodón mojado, se quitó los restos de maquillaje. Se cepilló los dientes y se pasó un enjuague bucal por las encías. Luego se peinó las cejas con el cepillo de dientes mojado.

Cuando volvió al dormitorio, tuvo la extrañísima sensación de verlo por primera vez. Advirtió la pintura mugrienta de las paredes y las viejas cortinas verdes raídas de la ventana del sótano. Cortinas sin forrar, con el dobladillo inferior hecho a mano y un punto de hilván suelto que sobresalía por el otro lado, formando huecos a lo ancho de la tela. Aquellas cortinas habían estado en tiempos pasados arriba, en el dormitorio de Della. Pero habían terminado ahí abajo, junto con todo lo que nadie quería.

La butaca en la esquina, la otomana maltrecha contra la pared, la lámpara de pie de madera que alguien había tratado de repintar de blanco: cosas de aspecto lamentable, del tipo de las que esperarías encontrar en una casa de veraneo. Ni siquiera las sábanas de la cama, la funda del edredón y las fundas de las almohadas hacían juego. La sábana ajustable era azul marino, la funda del edredón a cuadros azules y blancos, y las fundas de las almohadas de color verde botella. Desprendían un perceptible olor a polvo seco, el olor de una prensa caliente abandonada.

Esto es lo único que conoce de mí, pensó mientras volvía a meterse en la cama. Este sótano lamentable. La perrita. El padre lesionado que acechaba en el piso de arriba. Lo repasó como si fuera una lista. Y al hacerlo, sintió que se quitaba un peso de encima. Ni falta hace que le cuente nada más sobre mí, si no quiero. Podemos dejarlo aquí.

Cuando se volvió hacia él, descubrió que estaba tumbado de espaldas a ella, acurrucado hacia la pared. La cruda luz invernal que entraba por la ventana destacaba una ancha extensión de piel pecosa, con algunos pelos oscuros que brotaban de sus hombros. Addie pasó su mano por el hueco entre el brazo y la cadera de Bruno y apoyó la cabeza en su espalda. Aspiró su aroma, ya tan familiar.

A los pocos segundos volvía a estar dormida.

Era casi la hora de comer cuando él se marchó.

La pobre Lola se moría por salir. Addie tuvo que esforzarse para ponerle la correa en el collar, ya que la perra correteaba en círculos, temblando por la fuerza del deseo de salir.

—Vale, cariño, vale. Ya salimos, te lo juro.

La marea estaba alta, de modo que bajaron caminando hasta el parque. En cuanto cruzaron la puerta soltó a Lola. Llevaba el iPod encima, pero no lo sacó del bolsillo. Quería rememorar los recuerdos de la noche anterior, quería reproducirlo en su cabeza. Ya le parecía un sueño. De no ser por aquella sensación deliciosa en su interior, tal vez pensara que no había sucedido.

Rebobinó y lo volvió a reproducir en su cabeza como si se tratara de la secuencia de una película.

El momento embarazoso cuando habían cerrado la puerta detrás de ellos. Ambos temerosos de dar el primer paso por miedo a haber confundido las señales.

Addie estaba tan nerviosa que empezó a balbucear. No sabía qué iba a decir hasta que las palabras le salieron de la boca.

—Escucha —había dicho, con las manos abiertas delante de ella para mantener las distancias—. Antes de que vayamos más lejos, quiero decir algo.

Qué locura, se moría de vergüenza al recordarlo.

—Tengo que anunciarte algo —había dicho, con la voz ronca por lo nerviosa que estaba—. No me desnudo delante de un desconocido desde hace tiempo. Tengo treinta y ocho años. Tengo una marca en el pecho izquierdo, donde me extirparon un bulto el año pasado. Tengo una cicatriz del apéndice de cuando tenía doce años. No estoy tan delgada como me gustaría estar. Estoy llena de celulitis y mi pelo púbico se está volviendo gris.

Cuando lo recuerda ahora, querría morirse.

Ya le parecía oír la voz de Della retumbando en sus oídos. ¿Qué le dijiste QUÉ?

Para ser justos con él, ni siquiera pareció asombrado. Cabría pensar que tendría que haberlo estado, pero por la expresión de su cara parecía más bien divertido.

Había sonreído, una sonrisa comprensiva que ella empezaba a encontrar bastante atractiva. Había sonreído y había empezado a andar con paso firme hacia ella. Y mientras andaba había empezado a cantar, con aquella voz grave melódica suya. Y fue aquella falta de vergüenza lo que ella encontró más sorprendente.

Estaba tan pasado de moda…

Muestra un poco de fe, hay magia en la noche.

No eres una belleza, pero, oye, estás bien.

Y a mí eso ya me vale.

Addie no pudo evitar reírse. Había pasado mucho tiempo sin que nadie la sorprendiera.

Dio tres vueltas al parque, reviviendo aquella conversación una y otra vez. Tan pronto sonreía como se sonrojaba de vergüenza. Si alguien la hubiera estado observando, habría pensado que estaba loca.

¿Por qué la advertencia sobre el estado de su cuerpo?

¿Era normal que la hiciera? Una mujer encantadora de treinta y ocho años con media vida por delante. Una chica con todas sus facultades y más todavía. Una persona talentosa con una brújula moral tan segura como las estrellas del firmamento. ¿Por qué tendría que sentir la necesidad de hacer una advertencia sobre su estado físico antes de ofrecerse a un hombre? ¿Por qué demonios se sentía de aquella manera?

Porque Addie, a estas alturas, se siente como una mercancía estropeada. Se siente vieja y desencantada, se siente maltratada por la vida. No se ve como una mujer de treinta y ocho, sino como una mujer de casi cuarenta.

Cuando se mira en el espejo últimamente, se sorprende por lo que ve. La cara pálida parece tan espantosamente seria. Incluso cuando se obliga a sonreír, es como si sus ojos no hicieran lo que se les ordena. Esos ojos grises serios continúan perforándola, como si trataran de decirle algo.

Se estudia en el espejo y observa algunos pelos sueltos nuevos debajo de las cejas. Ahora que se fija, hay docenas de ellos, que bajan directamente hacia el pliegue del párpado. Tendría que depilárselos, pero le da pereza. Parece tan inútil depilarlos. Para que vuelvan a crecer. Es un trabajo a jornada completa, mantenerlos a raya. Eso la entristece, esa determinación de su cuerpo para seguir echando nuevos brotes, cuando ya hace mucho que has perdido la energía para combatirlos.

Addie se acuerda de la alumna francesa a la que alojaron hace mucho tiempo por un intercambio. Se suponía que debía hacer el intercambio con Della, pero ella, por supuesto, no quiso saber nada y fue Addie quien tuvo que salir con la francesa en su lugar. Una hermosa criatura dorada que solía estirarse en el sofá de la sala de desayunos, vestida con un top de malla y uno de esos pantalones cortos increíblemente cortos, y se depilaba las piernas con pinzas. Se podía pasar horas y horas simplemente arrancando pelo tras pelo, y luego, cuando finalmente se levantaba del sofá, solía dejar una capa de pelillos finos en la tapicería.

—Es un asco —decía siempre Addie—. Es absolutamente asquerosa la manera en que lo hace.

Y comenzaba a cepillar los pelos del sofá, sacudiendo la tela con la palma de la mano para hacerlos saltar.

Della solía levantar la mirada de su libro.

—Nada humano me da asco —decía arrastrando las palabras, citando erróneamente a Tennessee Williams.

Sandrine, se llamaba la chica, aunque la llamaban Madame Mao, apodo que le puso Hugh. Tenía algo que ver con que Mao quería arrancar todas las briznas de hierba de China.

Addie se pregunta qué habrá sido de ella, de Madame Mao. ¿Estaría ahora en un apartamento de alguna ciudad francesa, de pie junto a la estufa removiendo un chocolate caliente para algún niño francés de piel de caramelo, esperando la llegada a casa de un marido francés mujeriego de pelo lacio? ¿Qué pensaría si Addie le recordara aquel verano que se pasó tirada en el sofá, depilándose las piernas con unas pinzas? ¿Se acordaría, siquiera?

En estos momentos, a Addie no le importaría pasarse los días depilándose las piernas con unas pinzas. Ahora que lo piensa, parece una manera estupenda de pasar el rato. Ojalá tuviera ella la energía necesaria para hacerlo.

Addie es complicada, lo sabe, y tiene tendencia a la melancolía. Por eso tiene sus costumbres. La natación, los paseos, son cosas que le funcionan. Tiene que entrenar su cabeza, para quitársela de encima. Puede ser un empleo a jornada completa para contrarrestar todas las ideas que burbujean en su cabeza. A veces está tan cansada que se pregunta si realmente merece la pena preocuparse.

Lo que no mata te hace más fuerte. Es lo que le han dicho a Addie, aunque ella no se lo cree. Tal vez sirva para otra gente, pero no para ella. Todo lo que le ha pasado en la vida la ha hecho más débil, como si alguien estuviera dando patadas al andamio que la mantiene en pie. De modo que ahora siente que está hecha polvo.

Se ve a sí misma como un saldo. Es una reliquia maltratada por todo que le ha ocurrido.

Y aquí está ahora, navegando en dirección a otro desastre.

Bruno volvió caminando a la pensión con un brío inusitado. Por primera vez en semanas, se sentía totalmente despierto.

De repente, la sangre corría por sus venas, se sentía ágil y en forma. Se sentía como si hubiera despertado de una pesadilla y todo estuviera bien en el mundo.

¡Cuarenta y nueve, se dijo a sí mismo, cuarenta y nueve! Sentía ganas de dar puñetazos al aire. Y como era habitual siempre que se sentía así, como era habitual cuando se sentía bien consigo mismo, tenía a Bruce Springsteen sonando en su cabeza.

… no es pecado sentirse contento de estar vivo.