Es algo muy personal, eso de acostarse con alguien.
Se lo habían dicho cientos de veces, de cien de maneras diferentes. Era lo que siempre insinuaban las monjas, hacía ya muchos años. Y había una verdad fundamental en lo que decían. ¡Ah, cómo le gustaría ahora haberles hecho caso!
No te entregues fácilmente, eso era lo que solían decir. No te vendas barato. Tu cuerpo es un templo. Addie recuerda la hilaridad en los vestuarios, cómo se mofaban de las monjas a sus espaldas. Cómo imitaban sus acentos, cómo se burlaban del tono santurrón. Dieciséis años y ya eran veteranas en un mundo que las monjas jamás conocerían.
Las chicas tenían un vocabulario diferente para hablar del tema. Tenían expresiones para restarle intimidad al asunto. Hablaban de darse el lote con alguien, y cuando fueron un poco mayores de tirarse a alguien y al final de lo único que hablaban era de montárselo. ¡Cómo se deleitaba Della con todas aquellas expresiones tan vulgares!
Aún hoy, a Della le encanta rememorar su pasado más soez. Le encanta recordar todas sus conquistas, cuanto más sórdido mejor. Recuerda a los organizadores de espectáculos y a los hombres de negocios de paso y a los conferenciantes universitarios, recuerda el dónde y el qué y el cómo y se ríe a pierna suelta al recordarlo. Sus años locos, le va bien recordarlos. Ahora que los ha dejado definitivamente atrás.
Qué diferente es para Addie. Ella recuerda sus intimidades del pasado con horror. La atormentan. La degradan. Tiene flash-backs. Cosas que dijo, cosas que nunca tendría que haber dicho. Cosas que sugirió en un momento de pasión. Actitudes impulsivas, que jamás podrá superar.
Como cuando fue a esperar a un novio al aeropuerto. Addie llevaba un abrigo largo sin nada debajo. Ni bragas, ni sujetador, solo un par de botas altas de ante y el abrigo con el cinturón bien ceñido alrededor de la cintura. Llevaba días planeándolo. Todo el tiempo que él estuvo fuera ella imaginó cómo se lo susurraría al oído en la zona de llegadas. Cómo él deslizaría la mano dentro del abrigo, simplemente para comprobarlo. Cómo dejaría que se abriera el abrigo mientras conducía, cómo él no podría quedarse quieto en su asiento. Se vería obligada a empujarlo hacia su lado del coche, para evitar un accidente.
El problema fue que no acabó así. Sus maletas no salían y tuvieron que esperar en el aeropuerto durante horas, ella temiendo que se le abriera el abrigo, y cuando finalmente subieron al coche estaban riñendo y Addie helada de frío, con la carne de gallina. Addie lo dejó en la ciudad. Siguieron viéndose aún durante algunas semanas más, pero ambos sabían que todo había terminado. De vez en cuando ahora se topa con él en el supermercado, hablan de cosas sin importancia, los dos hijos de él sentados en el carrito, y Addie quiere morirse.
Estos recuerdos borbotean, se cuecen a fuego lento en su mente como un estofado envenenado. Una proposición desestimada, un malentendido por una tarjeta de San Valentín. Un mensaje de texto sugerente, enviado a un cliente por equivocación. ¿Estas cosas les ocurren a los demás o solo a Addie? ¿Los otros se recuperan de estas situaciones?
Es una especie de hemofilia, las heridas parecen no cerrarse nunca.
Siempre es el pasado lejano lo que la mortifica. Son las cosas pequeñas más que las cosas grandes. Quizá porque el pasado reciente es demasiado doloroso, ni siquiera se atreve todavía a hablar de él.
La simple mención del tema la marea, como si estuviera en la cubierta de un barco y el suelo se inclinara bajo sus pies. No sabe qué vocabulario utilizar para contar la historia, nada de lo que intenta decir le deja buen sabor de boca. Todas las palabras que logra pronunciar parecen demasiado duras y demasiado bruscas, como guijarros en su lengua.
En su cabeza, sigue siendo una película muda.
Allí está ella, tiesa como una momia en la cama del hospital, con la cabeza apoyada en una pila de almohadas, los brazos desnudos sobre las mantas.
Unos tubos la inmovilizan, un tubo grueso de drenaje de plástico elimina la mugre de la herida de su abdomen, un tubo fino le suministra antibióticos a través de una aguja que le han insertado en el dorso de la mano. Un feo moretón sube hacia su muñeca como una mancha. El esparadrapo que sujeta la aguja en su lugar le pica, está arrugado y es irregular. Addie ansía quitárselo, pero teme desplazar la aguja. No quiere ser una molestia. Trata de pensar en alguna otra cosa, cualquier cosa que la distraiga.
A la izquierda de su cama hay una amplia ventana rectangular. Una hilera de jarrones vacíos alineados en el alféizar. Fuera de la ventana una lluvia sin fin. Si vuelve la cabeza hacia la derecha puede ver su mesilla de noche, coronada por las rosas amarillas que le llevó Della, los lirios de su padre, las postales hechas por las niñas.
No habían llegado flores de David, solo una serie de mensajes de voz sin aliento, una letanía de excusas y promesas. A ver si puedo escaparme mañana, le había dicho cuando ella le había devuelto la llamada, hay un vuelo a primera hora de la mañana. A todo el mundo le encantaba la exposición, le había dicho. Había una galería de Nueva York interesada.
Genial, le había dicho ella. Me alegro por ti.
Sus obras eran una porquería, eso Addie siempre lo supo. Aunque nunca lo hubiera admitido antes. No parecía importar, no hasta que se encontró postrada en la cama del hospital. Fue en el hospital donde, de repente, todo pareció cobrar importancia.
A un hombre solo se lo pone a prueba unas pocas veces en la vida, eso fue lo que dijo Hugh más tarde. Raramente reconocerá la prueba cuando se le presente. Y para cuando caiga en la cuenta de que era una prueba, ya será demasiado tarde. Pero su comportamiento en ese momento será lo que lo defina. Eso lo retrata. No hace falta decir que David no superó la prueba.
Sí que la llevó al hospital. Para ser justos, llegó incluso a la sala de espera con ella. Y esperó con ella hasta que la vio una enfermera. Pero llegaba tarde al aeropuerto y si perdía el vuelo se perdería la inauguración. No podía perderse la inauguración, Addie lo entendía, ¿verdad? Mientras se la llevaban para examinarla, él ya estaba en la calle, con los ojos desorbitados, haciendo señas a un taxi para que parase. Mientras el médico señalaba la pantalla y le mostraba a Addie el líquido que inundaba su cavidad abdominal, mientras le indicaba por dónde se filtraba hacia el pecho, lo que explicaría el dolor debajo de las clavículas, mientras le explicaba la extensión de la hemorragia interna, David estaba sentado en el taxi, atravesando como un bólido el túnel del puerto hacia el aeropuerto. Mientras la preparaban para cirugía, mientras le decían al anestesista que se apresurase, que no había tiempo que perder, él volvía a tratar de llamarla al tiempo que hacía cola en el control de seguridad del aeropuerto. Ya me dirás cómo va todo, dejó dicho en el contestador automático. Luego apagó el móvil antes de ponerlo en un cesto sobre la cinta automática del escáner.
Trató de llamar una vez más antes de embarcar, pero ella no cogió el teléfono. Pidió un vodka con tónica cuando pasó el carrito de las bebidas. En cuanto se terminó la bebida se quedó dormido. La azafata tuvo que despertarlo para decirle que enderezase el respaldo del asiento para el aterrizaje. Cuando volvió a llamar desde la recogida de equipajes fue Della quien respondió al teléfono, en un tono marcadamente glacial. Habían podido salvar a Addie, le dijo, pero no al bebé.
Ojos que no ven, corazón que no siente. A David, en ningún momento, se le había pasado por la cabeza que aquello fuera una prueba. Ni por un segundo se le ocurrió que tuviera algo que reprocharse. Ni siquiera cuando se presentó en el hospital tres días después, con una caja de bombones del duty-free en la mano, la crítica del Independent londinense plegada en el bolsillo para enseñársela.
Llegó en el momento más inoportuno. En cuanto salió del ascensor, se topó con Hugh.
David fue directamente del hospital a la comisaría más cercana de la Garda, la policía irlandesa, y denunció que lo habían agredido. Los agentes no tuvieron más remedio que acudir al hospital. A fin de cuentas, se había presentado una denuncia. Tenían que interrogar a todos los testigos. Siguieron a Hugh a su despacho para charlar, las suelas de sus enormes botas chirriaban en el suelo de linóleo.
Hugh lo admitió sin más, no se arrepentía en absoluto.
—Le he dado una buena paliza, eso es todo —dijo—. Se lo merecía. Ese tipo es un canalla —añadió a modo de explicación—. Un canalla y un sinvergüenza.
Los agentes sonrieron ante aquel lenguaje de capa y espada. Parecían divertidos por el asunto en general. Para ellos era un pequeño alivio, un descanso de borrachos y yonquis. Ambos se acercaron a estrecharle la mano antes de guardar sus libretas en el bolsillo de la chaqueta y marcharse lentamente.
No pensaban llevar aquel caso más lejos. Nunca se sabe cuándo se puede necesitar a un médico.
Eso fue lo último que supieron de David. Jamás se atrevió a volver a aparecer.
Cuando Addie volvió a casa del hospital, recogió sus cosas y las empaquetó en una caja de cartón. Tampoco había mucho que empaquetar, algunas camisetas, dos pares de tejanos negros, algunos calcetines raídos. También una bufanda delgada de lana que a ella siempre le había gustado, y esa se la quedó. Un cuadro que le había regalado unas navidades. Lo descolgó, lo envolvió en plástico de burbujas y lo metió en el maletero de su coche. Pensaba en devolvérselo alguna vez. O tal vez sería más sencillo donarlo a alguna organización benéfica.
Estuvo varias semanas conduciendo con el cuadro en el maletero del coche. Y un buen día, sin pensarlo, paró el coche y lo tiró en un contenedor junto a la carretera. No lo hizo por ira, ni por amargura, ni por despecho. Si no porque simplemente nunca le había gustado aquel cuadro, lo había colgado en la pared por educación. Estaba segura de que jamás valdría nada.
—Buen viaje a la basura —decía Della siempre que salía en la conversación.
—¿David? ¿Quién era David? —preguntaba Simon, tratando de hacerse el simpático.
—Yo me encargué de despedirlo —afirmaba Hugh orgullosamente—. Puse fin a sus correrías.
Y no era que a Addie le supiera mal que él se hubiera ido, porque no era así. Sabía que no era bueno, sabía que había suspendido la prueba. Solo que nadie había pensado jamás en preguntarle a ella qué pensaba.
A ninguno de ellos se le había ocurrido preguntárselo.
¿Había amado a David? En ese momento diría que no. Sin duda le había gustado, era su tipo, con el pelo largo, desgarbado y de aspecto poco formal. Se había sentido halagada cuando la invitó a salir por primera vez. No estaba segura de qué había visto en ella, pero había sido confortante pensar que tenía que haber algo.
Addie se adaptó fácilmente a su ritmo. Solían hacer la ronda de inauguraciones de galerías y clubes nocturnos. Iban a cenas en casas donde la gente fumaba porros sin esconderse sentados a la mesa y bebía cantidades ingentes de vino tinto. Los fines de semana se quedaban holgazaneando en casa para pasar la resaca. Comían platos para llevar y miraban mucho la tele. Y entre las fiestas y las resacas lograban hacer un hueco para trabajar un poco. Ninguno de los dos tenía grandes expectativas con respecto al otro y eso les daba una sensación de seguridad agradable. Pero no, ella ni por un momento había albergado la ilusión de estar enamorada de él.
Lo peor de todo era que había desperdiciado seis años de su vida con él.
Tras separarse de David, Addie se dedicó en cuerpo y alma al trabajo. Era su manera de olvidarlo, trabajaba, trabajaba y trabajaba.
Se habían puesto de moda las ampliaciones, todo quisqui parecía querer ampliar su casa. Todos querían el mismo tipo de ampliación. Querían cocinas americanas con mucha luz, con la encimera en el centro y puertas de cristal que dieran a lo que quedaba de sus exiguos jardines. Querían ventanas Velux, pinturas de colores terrosos y tejas de diseño. De modo que Addie les daba exactamente lo que querían.
Y de pronto, casi de la noche a la mañana, el trabajo se acabó.
La primera semana de agosto, el teléfono dejó de sonar. Addie pensó que tal vez todos se hubieran ido de vacaciones, pero luego llegó septiembre y nada. Addie supervisó las obras de construcción de sus últimos pocos trabajos, acabó con los arreglos pendientes y luego ya no tuvo nada que hacer.
Para su sorpresa, descubrió que no le importaba lo más mínimo. Se sentaba a su mesa de dibujo como hacía siempre sin que el teléfono le molestara en absoluto. Se libraba de todas aquellas consultas espantosas, de las cafeteras sin fondo de café, del inacabable estudio de las cartas de colores y de las interminables discusiones sobre la idoneidad del mármol travertino para el suelo de la cocina. Tenía que ser muy disciplinada para permanecer ahí sentada, asintiendo sin cesar con la cabeza, como si le importara un carajo. Era lo único que podía hacer para no saltar ni chillar. No me importa, tontolaba. Eso era lo que siempre le habría apetecido decir, ¿qué coño importa?
Addie no necesitaba su dinero, lo que hacía mucho más difícil soportar la situación. Tenía el piso pagado, sin ninguna hipoteca sobre él. Y todavía le quedaba bastante del dinero de su madre para ir tirando. Además, ella vivía prácticamente sin nada.
De modo que cuando se acabó el trabajo, a Addie no le importó. Sacó todas aquellas cartas de colores de su carpeta y las enganchó en la pared encima de su escritorio. Era algo hermoso de ver, cuando las liberabas de su propósito y les permitías existir por su cuenta.
Colocó los botes de tinta en el alféizar de la ventana junto al escritorio, donde les daría la luz. Ahora, a primera hora de la tarde, cuando les toca el sol, brillan como cristales de colores de una belleza asombrosa. Le cuesta decir cuál es su favorito. Es incapaz de decidirlo. Se sienta allí e intenta elegir uno. El verde manzana o el azul cobalto. El violeta con el dibujo de una ciruela en la etiqueta. Amarillo sol y amarillo canario, y escarlata y siena tostado. Algunos le encantan por el nombre. El carmín y el viridiana y el vermellón. De otros le gustan las etiquetas. La araña de patas largas de la tinta negra india y la rana del verde brillante. Le encantan esas tintas, le basta con mirarlas para ser feliz.
Le encanta ordenar sus lápices de colores, agrupar los azules y los verdes y los violetas en un tarro de mermelada. Los colores alegres en otro tarro, los amarillos y los rojos y los naranjas amontonados en un batiburrillo divino.
Sabe que es una forma estúpida de perder el tiempo, pero le produce placer y no le hace ningún daño a nadie. Placeres inofensivos, es lo que se dice a sí misma. Por fin estoy descubriendo la alegría de los placeres inofensivos.
A veces Della se pregunta si Addie no será un poco autista. Un autismo de tipo leve, algo que jamás se ha diagnosticado. Por el modo en que alinea sus tazas en el estante, bocabajo, con todas las asas en la misma dirección. Por la forma en que se ríe cuando las niñas mezclan sus lápices de colores, que sabes que se pasará toda la tarde ordenando.
—Me encanta el modo en que utilizas la palabra «leve» —dice Hugh con un bufido.
Della le hace burla al respecto.
—Monica —le dice—, ya vuelves a ser Monica.
Y Addie se ríe y se hace la ofendida. Pero en realidad a Addie no le importa ser Monica. Es una persona ordenada, siempre lo ha sido. Ahora raya en lo patológico. Placeres inofensivos, se dice a sí misma, mientras mete un calzador en cada uno de sus zapatos y los alinea en un estante en la parte inferior del armario de la ropa.
A veces se siente como si estuviera poniendo sus asuntos en orden antes de partir de algún modo. Imagina que su vida se está agotando y se limita a ocupar el tiempo.
¿Sabes cuando estás en una boda o en una cena con baile y deseas que termine para poderte ir a casa?
El aperitivo con champán ha sido agradable, la comida era buena. Pero ahora se ha acabado la comida y se han apartado las mesas para dejar espacio para el baile. Tú sigues sosteniendo la última copa de vino, has estado hablando con alguien durante la comida, pero ahora ha salido a fumar y te has quedado sola. Es demasiado pronto para marcharte, sería de mala educación marcharse ahora. Pero en cuanto empiece a tocar la banda, en cuanto la gente salga a la pista de baile, podrás escabullirte. Puedes susurrarles adiós a los anfitriones. O tal vez levantarte para ir al baño y luego seguir más allá, segura de que de todos modos nadie se dará cuenta.
La banda toca un popurrí de los Beach Boys, los hombres lanzan sus chaquetas y las mujeres se quitan los zapatos para poder bailar en medias.
Tú estás de pie junto a la puerta, con el abrigo colgado del brazo, y escudriñas la sala para comprobar si hay alguien de quien tengas que despedirte. Pero nadie parece darse cuenta de que estás por marcharte.
Estás a punto de escabullirte. Pero justo en ese momento la banda empieza a tocar tu canción favorita. No simplemente una canción a la que le tienes cariño, sino tu canción favorita de toda la vida, aquella que siempre te da ganas de bailar. La canción que te hace olvidar todos los problemas y te hace querer vivir. Estás de pie ahí en la puerta y no sabes qué hacer. ¿Te quedas o te vas?
Allí es donde estaba Addie cuando conoció a Bruno.