Y no es que se acostase con él enseguida. Antes pasaron juntos todo el día.
—¡Me alegro mucho de conocerte por fin, Adeline Murphy!
Bruno estudiaba su cara impasible, parecía realmente encantado, le brillaban los ojos.
Estaban sentados frente a frente a la mesa vieja y maltrecha del sótano. Sendas tazas de café delante de ellos. El café todavía estaba demasiado caliente para beberlo.
Addie sentía un bochorno indescriptible. Incluso ahora trataba de encontrar un espacio en su cabeza donde repasar las excusas que le había dado. No estaba nada segura de haber sido convincente.
—Precisamente anoche escuchamos los mensajes —había dicho—. Íbamos a devolverte la llamada hoy.
El rubor rojo oscuro que le subía a la cara delataba la mentira. Addie siempre se había sonrojado con facilidad, lo que era una fuente de mortificación constante.
—¡No puedo creerme que seas el primo! —había exclamado en un intento desesperado por redimirse—. No se me habría ocurrido jamás. Pensaba que eras un desconocido que me acosaba.
Mientras ella iba inventando excusas, él asentía educadamente con la cabeza. Y no dejaba de sonreírle con los ojos. Parecía divertido por la situación.
Era más guapo de lo cabía pensar a primera vista. La barba era un poco engañosa. Tenía el pelo negro y blanco, con la barba más oscura que los cabellos de la cabeza. Unos ojos bonitos, que, curiosamente, se destacaban más por la barba. Diez años atrás debía de haber sido muy guapo. Ahora parecía ser la caricatura de sí mismo, con ojeras y papada.
Addie tenía que recordarse continuamente que eran parientes. No parecía que fueran de la misma familia. Ni siquiera parecía que fueran de la misma especie.
Él era de Nueva Jersey y parecía sorprendido de que ella no lo supiera.
—Springlake, Nueva Jersey —había dicho orgulloso—. La ciudad más irlandesa de América.
Addie hizo una mueca de disgusto. Bruno pareció desconcertado.
—¡No me crees!
Pero no era que a Addie le costase creer en lo que decía. Era algo que Bruno no entendería jamás. No quería creerlo.
Para Addie, la América irlandesa era algo con lo que no quería tener nada que ver. Los americanos de origen irlandés eran gordos con pantalones a cuadros y gorra de béisbol, bajaban de los autocares de turistas en la calle Nassau y andaban como patos hasta Blarney Woollen Mills para comprar jerseys de Aran. Gente de cara colorada en zapatillas deportivas que rondaba por la Biblioteca Nacional tratando de descubrir su árbol genealógico. Personas que asistían a cenas para recaudar fondos en salones de baile de hoteles en Boston y Nueva York, y que decían estupideces sobre el Norte. Hablaban demasiado alto y pronunciaban mal todos los nombres de lugares. La sola idea de un estadounidense de origen irlandés en busca de sus raíces bastaba para hacerte sentir un escalofrío.
Por supuesto, Bruno no parecía darse cuenta de las connotaciones negativas que suscitaba. No tenía ni la menor idea de todos los prejuicios y resentimientos mezquinos que despertaba. Él tenía la impresión de que no había nada de qué avergonzarse.
—Mis hermanas han sido todas campeonas de bailes irlandeses —dijo sonriente—. Mi hermana Megan todavía enseña en la Academia Lynn de Danza Irlandesa de Audubon, Nueva Jersey.
Y Addie volvió a estremecerse, pensando, ¿dónde me he metido?
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Trabajar un poco, supongo.
Dios mío, qué mal que mentía.
—Es una lástima quedarse en casa cuando fuera brilla el sol. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas tomarte el día libre?
Los estadounidenses y su sentido de posibilidades infinitas pillaron a Addie desprevenida y no se le ocurrió ninguna excusa lo suficientemente rápido. Tampoco quería inventar ninguna excusa.
—Oye —le dijo—. Soy arquitecta. Probablemente podría cogerme todo un año libre.
Bruno pensó que Addie bromeaba sobre lo de nadar.
—Sí, hace un día fantástico para darse un baño —había dicho él riéndose.
Ella lo dejó esperando en el coche mientras subía a ver a su padre. Había dejado el motor en marcha, de modo que la calefacción se pondría en marcha mientras la esperaba. Muy considerado de su parte.
Bruno se inclinó hacia delante para volver a poner la radio. Hablaban de las elecciones. Tenían en línea a un tipo de la NPR y hablaban del debate del miércoles por la noche. Quién había ganado, quién había perdido. Las encuestas de la CNN y las encuestas de la CBS decían que había ganado Obama, sin duda. McCain había perdido, se había pasado al lado oscuro y había perdido. Aunque eso no significaba necesariamente que fuera a perder las elecciones, decía la presentadora. Y volvió a entrar el periodista. No, señora, lo único que significa es que ha perdido el debate. Lo que ocurra en las elecciones es algo que no sabe nadie.
Bruno alargó el brazo y volvió a apagar la radio. Se quedó allí sentado en el silencio ronroneante y dejó que le llegase el aire caliente. Aspiró por la nariz y espiró luego el aire lentamente. Resultaba difícil no alterarse con el tema. Incluso a tanta distancia, resultaba difícil no alterarse.
¿Por qué se preocupaba tanto? A veces ni siquiera él mismo lo entendía. Le había pillado desprevenido, como todo en su vida. Él no era un animal político, nunca se había considerado comprometido políticamente. Lo habían educado como demócrata, del mismo modo que como católico. Pero la idea de implicarse en política le repugnaba. Bruno no era de los que llevan insignias en la solapa ni pegatinas en el parachoques. Él era un observador, eso era lo que se había dicho siempre. Simplemente un observador interesado. Pero cuánto más observaba, más se veía implicado, ese era el problema. Especialmente aquellos últimos años, parecía que había muchos temas en los que implicarse.
Estaban la guerra de Irak y la guerra de Afganistán y no había nada que vinculase Irak con Afganistán ni con el 11-S. Era esa falta de lógica la que alteraba a Bruno. Los habían engañado y eso ofendía su sentido del orden. Nadie más que él parecía haberse dado cuenta. Cuando hablaba del tema en el trabajo todos parecían incómodos o se lo tomaban a risa. Bueno, ¿qué otra cosa cabía esperar? Todos ellos republicanos sin excepción, lo único que les interesaba eran las repercusiones que tendría sobre los impuestos. Luego estaba Sarah Palin, que era como un chiste malo, excepto que a Bruno no le hacía ninguna gracia. Solo de pensarlo se volvía loco. Obama tenía que ganar, sin duda tenía que ganar.
A Bruno le distrajo el ruido de un portazo. Se volvió y vio a Addie bajar las escaleras con un montón de toallas enrolladas bajo el brazo.
O sea que lo de nadar no era broma.
Nadar es un rito para ella. Es algo que lleva muy dentro. Es nadadora.
Por eso lleva siempre el pelo corto, por eso siempre huele a cloro. Siempre hay bañadores y toallas colgando de los radiadores y distintos tipos de gafas de natación en la guantera del coche. Una enorme piscina enmarcada de David Hockney en la pared de la cabecera de la cama. Un año, por Navidad, Della le regaló una colección de películas de Esther Williams. Addie las ha visto cientos de veces.
En invierno nada en la piscina. Pero de junio a octubre también en el mar. Planifica su vida según las mareas. Siempre sabe cuándo hay marea alta. Nunca tiene que consultarlo en el diario.
Nada en Seapoint o en Forty Foot, incluso nada en el club de natación Half Moon, en South Wall, donde ya no se baña nadie. Está junto a una planta de tratamiento de aguas residuales, justo debajo de la central eléctrica, tal vez sea eso lo que hace que la gente tenga cierta aprensión. Prefieren nadar al otro lado de la bahía. Aunque tal como lo ve Addie, es el mismo mar. La gente nada en el maldito Mediterráneo, la gente nada en el Ganges, por el amor de Dios.
Desde junio hasta finales de agosto hay socorristas de servicio, pendientes de que no entre ningún perro. Pero hacen una excepción con Lola. Se ha ganado sus respetos.
Es la elegancia con la que nada, con el cuello erguido para mantener la cabeza fuera del agua. Es la distancia que recorre, en todo momento junto a Addie. El único indicio de cansancio son sus jadeos. Traza amplios círculos en el agua, como una barca de remos, por simple placer.
—¡Qué perro tan extraordinario!
Era el cumplido más bonito que le habían dedicado jamás a Lola. Salían juntas del agua después de un baño. Había dos ancianas sentadas en bañador en un banco de piedra y una de ellas le dijo a la otra, qué perro tan extraordinario. Y Addie se sintió muy orgullosa de ser la dueña de aquel perro extraordinario. Lola, la perra nadadora.
Desde la carretera, el mar se veía brillante, azul y atractivo. Pero ahora que estaban ante él, era de un horrible gris piedra. Olas enormes, de aspecto frío y claramente poco tentadoras. Bruno empezaba a cambiar de idea.
Addie, por supuesto, se metió directamente. Se desvistió, dejó la ropa en el suelo, bajó por la rampa, entró en el mar como si no hubiera diferencia entre el aire y el agua, como si fueran un mismo elemento.
Ahora, la perra y ella ya estaban mar adentro. Bruno podía ver la cabecita mojada de la perra debatiéndose junto a Addie. Ella le hablaba, aunque él no podía oír lo que decía, palabras de ánimo, sin duda.
Bruno sintió una punzada de celos. Ojalá me estuviera dando ánimos a mí, pensó.
Le costaba creer que estuviera haciendo aquello. Incluso mientras descendía lentamente la rampa helada, agarrándose a la barandilla como si le fuera la vida, le parecía increíble estar haciendo aquello.
Sus calzoncillos se agitaban al viento, el pelo del pecho estaba rígido, petrificado. Se le habían encogido las pelotas. Le preocupaba su corazón.
Tal vez sea así como termina todo, pensó, tal vez sea esto. Comportándose como un idiota para impresionar a una chica. Por supuesto, sería un bonito final.
—Vamos, entra —decía ella sin poder contener la risa. Estaba haciendo el muerto, como si estuviera en el Caribe, y se divertía provocándolo—. ¿No me digas que hay algo que te detiene?
—Solo el miedo a morir —respondió con un bramido.
Luego levantó los brazos por encima de su cabeza, respiró profundamente y se lanzó al agua.
Llevaba tres días en el país y allí estaba ahora, nadando en un mar gélido con la loca de su prima. Allí estaba la torre Martello dominándolo todo.
—¡Me siento como si estuviera viviendo la experiencia Ulises! —gritó Bruno una vez recuperado del shock térmico.
Addie se balanceaba en el agua a su lado. El pelo aplastado contra la cabeza, las pestañas largas y puntiagudas y los ojos grandes y brillantes, parecía una foca.
—¡Nunca pasé del primer capítulo! —gritó como respuesta, su voz rebotaba en la superficie del agua—. Es más un libro para chicos, ¿no?
Bruno se echó de espaldas y pataleó con las piernas furiosamente para entrar en calor. El chapoteo le satisfizo enormemente. Empezó a sentir una oleada de calor recorrer todo su cuerpo.
La sensación no duró. Pocos minutos después comenzó a perder la sensibilidad de las piernas. Quería orinar, pero no podía, su vejiga parecía congelada. Volvió hacia la costa nadando crol. Tuvo que flotar en posición vertical durante un minuto hasta dar en la rampa con el dedo gordo del pie. Se impulsó hacia fuera apoyándose en la barandilla oxidada y se arrastró tambaleante por la piedra resbaladiza con los calzoncillos mojados, la piel ardiendo al entrar en contacto con el aire. Se secó con la camiseta y se embutió como pudo los tejanos y el jersey. Los pantalones se le pegaban constantemente a la piel empapada cuando trataba de subírselos.
Se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la base de la torre. Cerró los ojos y saboreó aquel sol pálido en la cara. De vez en cuando abría un ojo y escudriñaba el mar intentando descubrir a Addie.
—En realidad no soy tu prima, ¿verdad?
Bruno habría jurado que había algo insinuante en el tono con que lo había dicho.
—Sobrina segunda.
—Ah, bueno, aquí esas cosas no cuentan —había dicho ella.
Y él había sonreído.
Ahora podía ver su cabeza emerger del agua y volver a desaparecer. La cabecita de Lola resoplaba a su lado. Detrás de ellas, mar gris y más mar gris. Y más allá del mar, la delgada línea del horizonte, y por encima de él, el cielo.
Addie nadaba crol paralelamente a la costa, con brazadas cortas aunque impetuosas. Cada dos por tres se volvía para dar ánimos a la perra. La visión de aquella bestezuela leal nadando junto a ella nunca dejaba de emocionarla.
Cuando volvió la cabeza hacia el otro lado pudo ver a Bruno allí sentado tomando el sol. Sin el gorro de cazador y el enorme abrigo parecía casi normal.
Aquello era el principio de un idilio, eso Addie lo tenía muy claro. En cuanto saliera del agua tendría que retomarlo por donde lo habían dejado antes del baño. Seguramente se acostaría con él, tal vez más tarde aquel mismo día.
De repente se sintió abrumada ante la perspectiva.
No se sentía con energías para alguien nuevo. No tenía energías para todas las preguntas que habría que plantear y todas las respuestas que habría de dar. El entusiasmo y la fe en sí misma para presentarse una vez más, para mostrarse tal cual era y presentar su historia como algo atractivo, positivo y adorable. Recordó que no se había afeitado la línea del bikini desde hacía semanas y de repente se sintió sin energías para nada de aquello.
Se puso de espaldas con los brazos extendidos a ambos lados y se sumergió nuevamente en el mar, el trasero, las caderas y la barriga primero, dejando que el peso de su torso hundiera las extremidades en el agua.
Se dejó hundir como una muñeca de trapo, sacando el aire por la nariz para no flotar. Abrió los ojos y vio sus propias piernas sobresaliendo del agua delante de ella. Su piel blancuzca de aspecto inquietante, como la piel de una persona ahogada. Por un instante se preguntó si debía dejarse hundir sin más. ¿Tendría el valor de no salvarse a sí misma? ¿Cambiaría de opinión cuando ya fuera demasiado tarde?
Una parte de ella sentía curiosidad por comprobarlo. Pero sin siquiera haber tomado la decisión, se encontró de nuevo dando la vuelta en dirección a la superficie, la cara de frente como la proa de un barco y los brazos empujando el mar hacia abajo a ambos lados.
Luego emergió a la superficie. Por encima de la línea ondulante del agua pudo ver a Bruno de pie, escudriñando el agua en su busca.
Addie sacó el brazo del agua para devolverle el saludo.
Ambos tenían frío después del baño. Necesitaban una pinta para calentarse. En cuanto el camarero la dejó sobre la mesa, Bruno alargó el brazo para cogerla.
—¡No! —gritó Addie.
Bruno la miró desconcertado.
—No puedes bebértela hasta que repose —dijo Addie señalando el horizonte nuboso entre la cerveza negra y la espuma blanca—. Es parte del placer —añadió Addie—. La expectativa.
Y Bruno se quedó absorto mirándola desde el otro lado de la mesa con sus ojos oscuros centelleantes. Estaban allí sentados los dos, mirándose y tratando de no sonreír.
De regreso, Addie condujo deprisa.
La calefacción estaba muy alta dentro del coche, por lo que tenían que alzar la voz para oírse. Al rato dejaron decaer la conversación, los silencios fueron cada vez más largos, no parecía haber ninguna necesidad de hablar. Fuera, el día oscurecía poco a poco. La ciudad entera parecía sumergida en tinta azul oscura.
Cuando cruzaron la vía del tren y salieron a Strand Road ya era noche cerrada y la playa no era más que un espacio oscuro a su derecha. Addie dejó que el coche pasase de largo ante las puertas abiertas de la entrada de vehículos y lo aparcó en la calle. Apagó el motor y se quedaron allí sentados un momento, conscientes del silencio.
—Así pues —dijo ella—, ¿quieres entrar o no?
Él no lo dudó.
Sí, sí.
Bruno bajó del coche, cerró la puerta suavemente y la siguió sobre la gravilla crujiente, bajaron la escalera lateral y entraron por la puerta del sótano.
Y entonces, después de haber pasado seis horas seguidas en mutua compañía, después de haber descubierto todo lo que había que saber sobre el otro en un solo día, entonces se acostaron juntos.