Addie lo vio en cuanto cruzó la calle, era imposible no fijarse en él. Un hombre corpulento con una chaqueta forrada enorme y un extraño gorro, allí sentado en el último banco, el que hay junto a los escalones.
La gente no suele sentarse en los bancos a esa hora de la mañana. A esa hora, suelen estar enfrascados en algún tipo de actividad. O pasean sus perros arriba y abajo por el paseo o hacen footing o andan a toda prisa. Siluetas subexpuestas que pasan a tu lado en la penumbra. Suelen estar conectadas a algún tipo de aparato estéreo, u ocultas tras una bufanda grande o algo similar. Nadie presta atención a nadie a esa hora de la mañana, es un acuerdo tácito.
Tal vez por eso él llamaba la atención. Era raro ver a alguien sentado allí en el banco a aquella hora de la mañana. Había algo que no encajaba.
Addie decidió echar un vistazo más de cerca.
Cruzó la calle por el lugar habitual, bajó del bordillo, esperando una pausa del tráfico. ¿Por qué esperar a que el semáforo se ponga rojo? Después de cruzar, cogió a la perra y la pasó al otro lado del muro, y luego pasó ella también. Primero se sentó a horcajadas y después pasó la otra pierna.
Para llegar a las escaleras tenía que pasar a su lado. Se aseguró de no mirarlo siquiera de reojo, se limitó a pasar a su lado y se sentó en el peldaño superior, como hacía habitualmente. Hizo un poco de teatro para quitarle la correa a la perra, a la que habló mientras la desataba.
Aun de espaldas a él, podía sentir sus ojos clavados en ella.
—Ya hemos llegado, bonita. Ahora estate quieta o no podré quitarte la correa, tontita. Ya está, a correr.
Y la perra salió corriendo y bajó hacia la playa describiendo un amplio arco, meneando la cola con alegría desbordada.
Addie se quedó inmóvil durante un minuto en el escalón, las rodillas abrazadas contra su pecho, disfrutando de la visión de su perrita feliz, la playa y aquella mañana preciosa. Había rastros de escarcha aquí y allá sobre la arena, y la perra parecía confundida. Corría de un lado a otro husmeando la escarcha con recelo y levantaba la mirada en busca de consejo, con cara de desconcierto. No podías evitar una sonrisa, estaba tan graciosa.
Desde el banco oyó un ruido que le pareció una risa.
Addie se volvió apenas y miró por encima del hombro. El hombre observaba a la perra perplejo y se reía. Cualquiera habría jurado que la perra que miraba era suya.
Ella no le dio tiempo a hablar. Volvió la cabeza bruscamente de nuevo hacia la playa. Se levantó de un salto, bajó la rampa a saltos hasta la arena. Sacó el lanzapelotas y le dio un buen golpe a la pelota de tenis, que salió volando. Lola se lanzó a toda velocidad a por ella, meneando la cola como si fuera la hélice de un helicóptero.
—Vaya, menudo lanzamiento —dijo Bruno con humor.
Addie fingió no haberlo oído. Sacó el iPod del bolsillo y se quedó allí de pie a los pies de la escalera mientras desenredaba los cables. Se conectó, se envolvió la bufanda alrededor del cuello y metió el resto bajo el abrigo, dejando fuera todo el aire frío. Seleccionó un tema y subió el volumen al máximo posible. Luego miró hacia el mar, cerró los ojos y se encaminó directamente hacia el horizonte.
Formaban una bonita imagen allí en la playa, la chica y la perrita. Bruno se sentía feliz solo con verlas.
Era un día precioso. El cielo estaba despejado hasta donde alcanzaba la vista; el agua, de un azul resplandeciente. La escarcha de la playa parecía fragmentos de espejo. Bruno sentía el calor del sol en la cara. Casi tenía calor con aquel abrigo, pero no quería quitárselo. Era una delicia en aquella época del año.
Ahora la chica estaba tan lejos que parecía casi un muñeco, un abrigo negro y palillos negros para los brazos y las piernas.
Bruno la miraba levantar el brazo por encima de la cabeza, volverse hacia atrás y con el lanzapelotas lanzar la pelota de tenis al cielo en un arco perfecto, mucho más lejos de lo que pudiera pensarse que podía llegar. Cada vez que ella lanzaba la pelota, la perra corría a toda prisa hasta los bajíos para recogerla. Ya debía de haber lanzado la pelota un centenar de veces, aunque Bruno no las contaba.
Detrás de ella, haces de luz de color rosa oscuro carnoso atravesaban el cielo. La chica parecía una simple marioneta de sombras recortada contra el resplandeciente telón de fondo.
Ahora estaba de pie, en la orilla, quieta como una estatua. Y así estuvo durante mucho rato. Bruno no pudo evitar preguntarse por qué estaba allí quieta.
Deseó que se volviera.
Hacía frío en la playa, barrida a todo lo largo por un viento feroz. A Addie le ardían las mejillas y sentía la nariz entumecida. Sin embargo, no sentía frío en el cuerpo, aunque la bufanda estaba un poco húmeda por su propio aliento.
Escuchaba a Tom Waits.
Y fueron días de rosas,
Poesía y prosa. Y Martha,
Solo te tenía a ti y tú solo me tenías a mí.
Tenía ganas de marcharse, pero no podía. Esperaba que antes se marchara él. Imaginó que no podía estarse allí todo el día. De vez en cuando se volvía para escudriñar el paseo, esperando descubrir el banco vacío. Pero él seguía allí. Era como si la estuviera esperando.
Mierda, pensó, si me quedo aquí mucho más rato me congelaré.
Bruno estaba sentado, observándola mientras volvía.
Addie daba saltitos de un lado a otro. Él imaginó, equivocadamente como suele pasar, que trataba de evitar los charcos.
Al principio pensó que hablaba sola. Tenía la cabeza gacha y parecía hablar mientras caminaba. Se preguntó si estaría hablando con la perra, pero la perra no estaba cerca, sino que corría a su alrededor en amplios círculos. Entonces cayó en la cuenta de que no hablaba, cantaba.
Le llegaba en pequeñas ondas, zarandeadas por el viento, como si estuviera girando el dial de una radio tratando de encontrar la emisora. Cuando por fin consiguió una señal clara, no reconoció qué era lo que cantaba, porque desafinaba muchísimo.
Había que desconectarse de la melodía y concentrarse en las palabras. Cuando descubrió qué cantaba, no pudo evitar sonreír. Y la acompañó con la canción.
Un poco de lluvia nunca hace daño a nadie.
Ahora, a cada paso podía verla más nítidamente. Llevaba un abrigo negro grueso y una bufanda enorme de colores llamativos con la que se envolvía varias veces alrededor de los hombros. Ahora llevaba un gorro. Bruno dudó si ya lo llevaba antes, era una boina azul marino. Se veía algún mechón de cabellos de color miel sobresaliendo detrás de las orejas.
Tenía una cara alegre, la cara que dibujaría un niño pequeño. Un círculo perfecto, ojos redondos enormes y mejillas sonrosadas.
A Bruno le cayó simpática al instante. Más tarde diría que la amó desde el momento en que vio su cara.
Ella era consciente de que la observaba y que ni siquiera trataba de disimularlo.
Caminaba con la cabeza gacha para evitar mirarlo. Se miraba las zapatillas mientras caminaba.
Addie trató de concentrarse en la música. Tenía que recordarse constantemente que no debía cantar en voz alta. Incluso a aquella distancia, no era seguro. A veces el viento puede transportar los sonidos hasta la misma costa.
Avanzaba dando saltos sobre la arena, seleccionando su siguiente movimiento con atención para aterrizar sobre la concha de una almeja. Le encantaba el crujido que hacían bajo sus pies.
A cien metros del paseo marítimo alzó rápidamente la vista para comprobar que él seguía allí. Entonces trazó una nueva ruta. Seguiría caminando hasta el extremo de la playa, subiría las escaleras junto a la torre Martello, cruzaría la calle por el semáforo y volvería sobre sus pasos por la acera. De ese modo no tendría que pasar a su lado. Podría evitarlo, podría volver sigilosamente a su casa sin que él la viera siquiera.
Era un poco mezquino, pero había que hacerlo.
Deslizó la correa de la perra, que se había colgado al cuello, y se volvió para ver dónde se había metido Lola. No había ni rastro de ella. Addie dio una vuelta completa, escudriñando la playa para ver si estaba detrás de ella, pero no estaba. Al volverse hacia la costa la avistó.
Y vaya por dónde, estaba justo al pie de las escaleras. Estaba allí quieta mientras meneaba la cola y esperaba que Addie se uniera a ella. No tenía más remedio que seguirla.
Addie caminaba con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos. Era consciente de que él la estaba mirando, pero estaba decidida a no levantar la vista. Le pondría la correa a la perra y pasaría caminando justo a su lado. Aun a esa altura, estaba resuelta a evitarlo.
Mientras Addie se acercaba a los pies de las escaleras, Lola empezó a corretear en círculos. Al momento estaba sentada sobre las patas traseras, adornando la arena con un gran zurullo. Genial, pensó Addie, de puta madre. Por un momento pensó en dejarlo allí. Pero no podía hacer eso, y menos estando él allí sentado mirándola.
Hurgó en el bolsillo en busca de una bolsa, pero en vez de eso encontró las llaves. Las sacó y se las pasó a la mano izquierda. Siguió hurgando hasta que encontró el rollo de bolsas. Sujetó el extremo suelto del rollo entre los dientes y arrancó una bolsa, que quedó colgando de su boca. Y con el rabillo del ojo lo miraba a él.
Caminó hasta donde Lola había hecho sus necesidades, se agachó con la máxima elegancia posible y, utilizando la bolsa como un guante para evitar cualquier contacto directo, recogió la caca de Lola, dobló la bolsa por la mitad, la ató con un nudo y la sostuvo delicadamente a cierta distancia.
Alzó la vista para mirar las escaleras que tenía justo delante. Un rápido vistazo al banco y vio que él la estaba mirando fijamente.
Con las llaves todavía en una mano y la bolsa colgando de la otra, subió lentamente los escalones, intentando mostrarse lo más digna posible en aquellas circunstancias.
Al llegar arriba se puso derecha. Él le sonreía con la mirada, como si ella hubiera hecho algo gracioso. Levantó la mano para saludarla, un gesto familiar, como si la conociera.
Addie esbozó una sonrisa temblorosa, inclinando apenas la cabeza para devolverle el saludo. Luego se irguió y enfiló hasta el contenedor de cacas para tirar la bolsa. Dejó que la tapa bajase sola con un estruendo metálico. Sin siquiera volverse a mirar al tipo, dio media vuelta y siguió su camino por el paseo marítimo, llamando a la perrita para que la siguiera.
Cuando oyó que la llamaba, Addie no daba crédito. No se lo podía creer. No hacía falta que se volviese. Sabía que era él y sintió despertar en ella una ira repentina.
Esto sí que no, se dijo entre dientes. Esto sí que no.
Y empezó a acelerar el paso, dando grandes zancadas hacia el espacio abierto en el muro del malecón.
—¡Eh!
A pesar de la música y del ruido del tráfico podía oírlo.
Desde el extremo del sendero podía verlo con el rabillo del ojo. Estaba ahí, de pie, junto al banco, una silueta ridícula con aquella barba y aquel gorro de chiflado. Levantaba un brazo en una especie de saludo y le gritaba algo.
—¡Espera!
Addie fingió que no lo veía y permaneció en la acera, esperando una pausa del tráfico.
Un coche se detuvo, el conductor le hizo un gesto para que cruzase y ella corrió al otro lado. Lola corrió a su lado sin preguntarse por qué.
Ahora era consciente de que él la seguía, oyó la bocina de un coche y luego oyó que le gritaba algo, pero estaba tan turbada que no podía entender qué decía. Y lo tenía justo detrás, no había manera de librarse de él.
Addie se detuvo de golpe y se volvió, tratando de fingir sorpresa. Se quitó los auriculares de uno en uno, los sostuvo en la mano derecha, como quien sostiene unos dados antes de lanzarlos.
—Lo siento —dijo con su voz más gélida—. No lo había oído.
Él se había parado delante de ella y se inclinó hacia delante, apoyando las manos en los muslos y jadeando, con las orejeras del gorro colgando a ambos lados de su cara como las orejas de un perro. No dijo nada, simplemente levantó la mano derecha. Algo pendía entre sus dedos pulgar e índice.
Un juego de llaves de aspecto muy familiar.
Addie se quedó mirándolas. Su mente tuvo que esforzarse para comprender lo que estaba viendo. Bajó la vista a su mano, donde tendrían que haber estado las llaves, y lo que había era la bolsa con caca. De repente cayó en la cuenta de lo sucedido y lo miró horrorizada.
De repente, él parecía tan poco amenazador. Allí, de pie, doblado por el esfuerzo de perseguirla, los ojos marrones levantados hacia ella. Las llaves sostenidas en el aire, como una ofrenda.
Addie se apoyó en el pilar del portón, echó la cabeza atrás y se rio.
Y así empezó todo.
Más tarde, por supuesto, él bromearía sobre aquello.
—Lo que tuve que pasar —diría— para conseguir que esta mujer me prestara atención. Las pasé canutas para que me hiciera caso.
Y Addie sonreiría cada vez que él contaba la historia.
—Casi me sentí obligada a acostarme con él —le contó Addie más adelante a su hermana—. Me porté tan mal que sentí que debía compensarlo.