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—Me temo que nuestro amigo americano anda merodeando.

Desde la entrada, donde estaba Addie, su padre no parecía más que una silueta troquelada. Un perfil negro recortado contra la luz brillante de la ventana.

—¿Qué te hace suponer eso?

Ella lo miraba con los ojos todavía entrecerrados, medio dormida.

—Esta mañana había un tipo raro ahí fuera, me ha dado la sensación de que nos estaba espiando.

Addie se acercó a la ventana. Echó un vistazo a la entrada de vehículos, pero allí no había nadie.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que fuera él?

—No tengo la menor duda. La barba, los tejanos azules, el porte general. Acabado de salir de una agencia de castings.

Hugh hizo una especie de chasquido con la garganta cuando ella se agachó para besarle la coronilla. Ahora tenía el pelo fino como un bebé y se había aplastado un mechón sobre la calvicie en un intento inútil de disimular, lo que despertó la ternura de su hija.

—No hay mucho más que pueda hacer —se excusó—, además de sentarme aquí y observar. Si estoy aquí sentado el tiempo suficiente, seguro que sucede algo interesante. Todo esto tiene algo de La ventana indiscreta.

Aquella era su especialidad, esa costumbre de calificar cualquier situación con el título de una película. Es conocido por su costumbre y la gente bromea sobre la cuestión a sus espaldas.

—Que nadie mencione Mi pie izquierdo —había susurrado la hermana de Addie cuando lo visitaron en la habitación del hospital el día del accidente, al ver cómo trataba de pasar la página de su expediente hospitalario con el mentón.

—¿Me tocará hacer de Grace Kelly? —preguntó Addie sonriendo mientras se agachaba para recoger, del cesto junto a la puerta, la ropa sucia de Hugh.

—Eres su vivo retrato, cariño.

El accidente había sido duro para él. Y también desastroso para ella. Estaban unidos por la impotencia ante la situación.

—A mí me gusta tan poco como a ti —le había dicho, antes de que tuviera la oportunidad de quejarse—. De todos modos, solo serán un par de semanas.

Lo habían arreglado todo entre las hermanas, Della y ella. Una conversación casi sin palabras, una decisión rápida en el pasillo del hospital. Addie se había ofrecido y Della se había limitado a asentir. Estaba claro que era lo que había que hacer, y Addie era sin duda la persona indicada, no tenía a quién cuidar excepto a sí misma. Y además, le iría bien tener algo en que ocuparse, eso era lo que pensaba Della. Últimamente había pasado demasiado tiempo sola, y andaba alicaída. Cuidar de Hugh podría ser algo que la distrajera de sus problemas.

Cuando están juntas se refieren a él por su nombre, siempre lo han hecho.

—Imagino que Hugh no será el más fácil de los pacientes —había dicho Della.

Y no se equivocaba.

Addie había ido directamente a su apartamento y había metido algunas cosas en una maleta. Había metido el cuenco de Lola, su cepillo y su mantita en una bolsa de supermercado. Había cogido un abrigo y una bufanda y había salido a la calle. Una extraña sensación, cerrar la puerta del apartamento detrás de sí, dejando sellada allí dentro la vida que con tanto esmero había construido. Sus paredes de blanco lechoso y sus sábanas de algodón blanco y su jabón de azucena. Los potecitos de hierbas frescas en el alféizar de la ventana y la máquina de café expreso y la taza de Nicholas Mosse con violetas en la que tanto le gustaba tomar el café por las mañanas. Había dejado la taza atrás, en el estante. Tampoco se trataba de llevarse su vida consigo. A fin de cuentas, solo serían un par de semanas.

¿Por qué entonces aquella sensación de pavor cuando abrió la puerta del piso del sótano? Al poner los pies dentro había sentido que se le contraía la garganta y que sus hombros se encorvaban hacia delante sin querer. Enseguida había percibido aquel olor a humedad, un olor que parecía filtrarse directamente a través de sus huesos y estremecía incluso el alma. Hasta su perra se había mostrado reacia a entrar. ¡No es para siempre, Lola! Eso era lo que le había dicho Addie. Pero su voz había sonado frágil e insegura. Era a ella a quien había que convencer, no a la perra. Había descargado las bolsas sobre la cama y había subido enseguida.

Juntas, Addie y Della habían bajado la cama de Hugh a la sala de estar, desplazado el sofá hacia el comedor y cerrado la puerta de doble hoja. Por supuesto que, de entrada, Hugh refunfuñó lo suyo. Pero ahora Addie empezaba a pensar que aquello le gustaba bastante. Había algo de majestuoso en todo aquel escenario. Concentrar tu vida en una sala, rodeado de todas tus cosas preferidas. Había quedado claro que empezaba a sentirse contento con la nueva distribución cuando pidió que le bajasen el cuadro de Jack Yeats del dormitorio y lo colgasen sobre el aparador.

Hacía una semana del accidente y todavía no había ido ningún amigo a visitarlo. Addie empezaba a preguntarse si tenía alguno. Hugh no parecía echarlos en falta.

—¿Has desayunado algo?

—Sí —dijo él—. El siempre servicial Hopewell me ha preparado una tostada.

Hopewell, el desdichado enfermero contratado para ayudarle a levantarse y vestirse por las mañanas. Naturalmente, Hugh aborrece a Hopewell. Su desprecio por él se ha convertido en su objetivo principal durante la convalecencia.

Hopewell es de Nigeria. Negro como el as de picas, como diría Hugh.

—Espero no detectar ni un atisbo de racismo en tu actitud hacia Hopewell —le había advertido Addie.

—Todo lo contrario —había replicado Hugh—. Mi posición respecto a Hopewell no tiene nada que ver con el racismo. Supongo que hay muchísimos enfermeros y enfermeras muy capacitados a lo largo y ancho del continente africano, por tanto no entiendo cómo, con tantos millones de posibilidades ante nosotros, hemos tenido que acabar con alguien tan singularmente inútil como Hopewell.

Lo que pueda opinar Hopewell de su padre… Addie siente un escalofrío solo de pensarlo.

Hopewell es alto. Debe de medir más de un metro ochenta. Es negro, negro en el sentido literal de la palabra. Sus ojos son de un blanco crema, su sonrisa azul como los polvos de detergente. Se podría introducir una moneda de un euro por el hueco entre sus dos dientes delanteros.

Hopewell se quita los zapatos en el vestíbulo. Nadie sabe si es una costumbre que ha traído de su país o si cree que es lo que se espera que haga aquí. Resulta un poco bochornoso verlo andar, sin hacer ruido, en calcetines, pero nadie se atreve a decirle nada por miedo a herir sus sentimientos.

Es de Lagos. Cuando Addie le preguntó de qué parte de Nigeria era, pareció desconcertado por la pregunta. Soy de Lagos, dijo, como si no pudiera ser de ninguna otra parte. Les contó que era enfermero en su país y ella lo dio por hecho. Tampoco había modo de comprobarlo.

Suele ser bastante conversador cuando está solo con el paciente, no parece haberse dado cuenta de que despierta una intensa antipatía. O tal vez no le importe. Cuando aparece Addie se queda mudo.

Es puntual. Llega todas las mañanas al dar las ocho. Addie lo oye llamar a la puerta antes de abrir con su copia de la llave. Se embarca con alegría en las rutinas matinales, una serie de deberes que han sido meticulosamente negociados hasta el menor detalle.

—Él podrá desabrocharme el pijama, pero me lo quitaré yo solo. Podrá abrir el grifo de la bañera, pero tendrá que esperar fuera hasta que yo haya terminado. Podrá pasarme la toalla, pero insisto en secarme solo.

¿Había sido Della quien había dicho que era como negociar con una estrella de cine particularmente caprichosa?

Una vez Hopewell lo ha ayudado en lo que Hugh denomina sus «abluciones», le ayuda a ponerse ropa interior y un pantalón de pijama limpios. Luego a ponerse otra ropa encima del pijama. Es un plan excéntrico, pero parece funcionar. Hugh viste su ropa habitual de la cintura para arriba y pantalón de chándal. Una indignidad tremenda, aunque inevitable si quiere ir al baño solo.

Addie se ocupa de él después del desayuno. Recoge el periódico del suelo de la entrada y se lo lleva, lo deja plano sobre el escritorio para que pueda ver la portada. A veces toman el café juntos. Más tarde llega la señora Dunphy. Antes del accidente, Hugh apenas necesitaba que fuera unas pocas horas a la semana, pero ahora va todos los días. Hace las compras y echa al buzón cualquier carta que haya que enviar. Pone una lavadora, plancha un poco. Antes de irse, prepara la comida, que deja en una bandeja sobre el escritorio. Hugh mira por la ventana mientras come.

—Podría llegar a acostumbrarme a esto, señora Dunphy —dice sin volverse.

Es su manera de tratar de ser simpático. Pero ya es demasiado tarde en su relación con ella. La señora Dunphy le saca la lengua al salir de la habitación.

Al atardecer llega Addie con las compras para la cena. Habitualmente algún tipo de comida preparada para dos que pueda ponerse al horno, servirse caliente y pasar por comida casera.

Mientras se calienta la cena, le ayuda a desvestirse en la medida en que él la deja. Le desata los zapatos para que se los pueda quitar. Le ayuda a quitarse el jersey, tratando de no tirar las gafas mientras lo hace. Le desabrocha la camisa, y él consigue quitarse el pantalón de chándal solo. Y como por arte de magia vuelve a estar en pijama, su pudor a salvo.

Hugh se mete en la cama, mientras Addie enciende el fuego y prepara el DVD. Cuando ya tiene toda su ropa doblada y colocada sobre una silla, va a por las bebidas. Una copa de vino tinto y tres dedos de whisky Tyrconnell para él. Hugh tiene un armario repleto de botellas de whisky por abrir, todas ellas regalos de pacientes agradecidos.

Addie le sirve el whisky en un vaso de cristal tallado y pone dentro una pajita de plástico. Hugh no ha tenido más remedio que aceptar la idea de sorber el whisky con una pajita.

Han estado viendo una colección de películas de Bette Davis. Ya han visto La extraña pasajera y Como ella sola.

—¿Qué te parece si esta noche vemos La solterona? —pregunta Addie.

—¿No te sentirás demasiado reflejada?

—Muy gracioso.

No es que Hugh quiera comerle la moral, es que es su forma de ser. Adora a Addie, es su hija favorita. Probablemente sea su persona favorita del mundo.

Antes de irse abajo, Addie le llenó el vaso con agua de la jarra de la mesilla de noche. Comprobó que el bastón estuviera donde tenía que estar, apoyado contra el escritorio.

—Tengo que ir a pasear a la perra. Pero luego vendré a ver cómo estás. Pórtate bien.

Hugh miraba por la ventana.

—Ten cuidado ahí fuera. Él podría estar rondando por aquí.

Llevaba la ropa para lavar al hombro como si fuera un botín.

—Es ridículo —dijo al salir de la habitación—. Es como si fuéramos presos en nuestra propia casa.

Hugh alzó la voz, con la vista fija en la calle.

—No me gusta tu actitud complaciente. No con el enemigo en las inmediaciones. —Ahora disfrutaba con lo dramático de la situación. No tenía nada más que hacer. A pesar de oír que se cerraba puerta, siguió hablando con Addie como si todavía estuviera en la habitación—. Ese tipo —añadió— tiene algo que me recuerda a Defensa.