Era difícil saber qué hacer a continuación.
Les había dejado un par de mensajes. Uno el primer día y dos más la víspera. Pero no había recibido ninguna respuesta, ni siquiera un suspiro. No quería volver a llamarlos, eso le haría quedar como un acosador.
Tal vez no tuvieran la costumbre de escuchar los mensajes, hay gente que no escucha sus mensajes de forma habitual. O hubieran tratado de llamarlo y no hubieran podido comunicarse con él; tal vez hubiera algún problema con los prefijos. Y, por supuesto, siempre quedaba la posibilidad de que estuvieran de viaje.
Sabía tan poco de ellos. Había saqueado la memoria de su hermana y no había conseguido casi nada. De aquello hacía casi treinta años, había dicho Eileen en su defensa. Entonces solo tenía veintidós, y ahora tiene cincuenta y uno.
Eileen había pasado dos meses con ellos y lo único que podía recordar era lo siguiente: había dos chicas, que se llevaban poco más de un año. Tenían nombres de personajes de cuento, Imelda y Adeline. Su madre había muerto, nadie le contó a Eileen qué le había pasado. No había ningún rastro de ella en la casa, nada que sugiriera que había llegado a vivir allí. La casa estaba frente a la playa, eso lo recordaba claramente. Se veían dos chimeneas altas desde las ventanas de delante.
Strand Road, eso era. Bruno había encontrado la dirección en la guía telefónica, la había copiado en un papel junto con el número de teléfono. Le había preguntado a la mujer de la casa de huéspedes si quedaba lejos. ¿Strand Road?, había dicho ella, mirándolo como si fuera tonto. Sí, está doblando la esquina. Saliendo a la izquierda, dijo, y luego otra vez a la izquierda.
Bruno decidió que pasaría por delante de la casa, simplemente para ver si había señales de vida. Después del desayuno, daría un paseo por la playa e identificaría la casa al pasar. Simplemente con la idea de tantear el terreno.
La playa es una playa urbana y está en el límite oriental de la capital. Resguardado junto a ella está uno de los suburbios urbanos más exclusivos de la ciudad, una mezcla de casas victorianas de ladrillo rojo y de villas de principios del siglo XIX, un batiburrillo encantador junto al mar. Durante el boom, un cobertizo en esta zona costaba un millón de euros. Es la proximidad del mar, solían explicar los agentes inmobiliarios. Todo el mundo quiere vivir junto al mar.
Mientras paseaba por el sendero, Bruno se dio cuenta de lo bien cuidados que estaban los setos de las entradas de vehículos, cayó en la cuenta de la cantidad de coches alemanes apretujados en los pequeños jardines de entrada. Las ventanas recién pintadas. Bruno se había criado en una ciudad junto al mar. Sabe que estas ventanas hay que pintarlas un año sí y otro no.
Algunas de las casas tienen números; otras, no. Algunas tienen nombres en vez de números, nombres como Vista Mar y Rusheen. Cuando Bruno encuentra una casa con número la toma como referencia y mira a derecha e izquierda para descubrir cómo van. Luego, a medida que avanza, adjudica un número a las casas sin él que deja atrás. Cuenta de uno en uno, esta calle solo tiene casas a un lado. Cuando llega a otra casa con número por un breve instante siente satisfacción. Va por buen camino.
Ahora ya debe de estar cerca, solo está a unas casas de distancia. Pasa por delante de un chalé bajo un poco apartado de la carretera. Las siguientes casas están dispuestas en un pequeño terreno escalonado, cuatro de ellas seguidas. Altas y elegantemente proporcionadas, cada una de ellas tiene una amplia escalinata de escalones de piedra que conduce a la puerta de entrada.
La primera de ellas está pintada de un rosa pastel; la siguiente, de azul claro. Colores de costa, quedan bonitos uno al lado del otro, el contraste es hermoso. Pero la casa que sigue está sin pintar, la fachada es de piedra gris mate. No tiene nada de la alegría de las casas vecinas. Tiene número, unos números blancos desconchados en el tragaluz de la puerta de entrada.
Es la casa de sus primos.
Bruno se detiene un instante ante la puerta. Observa las malas hierbas que crecen entre la gravilla de la entrada de vehículos, el coche pequeño y abollado aparcado junto a la rampa del sótano. La pintura negra desconchada de las barandas y los peldaños recubiertos de liquen. Levanta la vista hacia las impenetrables ventanas negras, dos en el piso de arriba y una abajo.
Mientras está ahí de pie percibe un movimiento en la ventana de abajo. Fuerza la vista, tratando de distinguir si hay alguien ahí o ha sido solo un efecto de la luz. Pero no ve nada. Solo ve el cristal opaco, el persistente destello del cielo reflejado en él.
Entonces entra en razón. Se da cuenta de que está ahí de pie en la acera, observando fijamente la casa. No tendría que estar ahí mirando. Podría haber alguien en la casa, podrían verlo. Da media vuelta rápidamente, caminando a paso vivo por la acera, como quien huye del escenario de un crimen. Y al llegar a la esquina se detiene. Mira a ambos lados para comprobar el tráfico y luego cruza la calle, se escabulle por un vano en el muro y sale al paseo.
Está cansado.
Lo nota al dejarse caer en un banco; está agotado. Está tan cansado que podría echarse en el banco y dormir, como un vagabundo. Aquí nadie lo conoce, a nadie le importaría.
Aun así, no puede hacerlo. Por muy tentador que sea, se obliga a mantenerse erguido y se protege con su chaqueta forrada en busca de consuelo. Es uno de los momentos más extraños de su vida, se siente completamente perdido. No sabe qué hacer.
Ha estado durmiendo durante el día. Ha vuelto a su habitación de la casa de huéspedes, con el propósito de leer durante unas horas y descansar. Pero al minuto siguiente se encuentra en una especie de coma vegetativo. Como si le hubieran administrado anestesia pero pudiera oír lo que dicen los médicos.
Duerme y, al mismo tiempo, es consciente de estar durmiendo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedes estar dormido y a la vez ser consciente de la sensación degradante de tener la cara aplastada contra la almohada? Consciente de que la dura pretina de los tejanos se te clava en los huesos de la cadera. Consciente de tener frío pero aun así incapaz de meterte debajo del cubrecama. En algún lugar, muy por debajo de él, es consciente de que la vida cotidiana sigue. Una aspiradora se enciende y se apaga, un teléfono suena y suena. Bruno está allí tumbado y oye y siente todo aquello, pero no puede moverse.
Cuando por fin consigue salir de este extraño no-sueño, descubre que está tiritando, la sangre le circula lentamente. Siente el frío de dentro hacia fuera, como alguien en un experimento científico. Tiene que obligarse a bajar a la ciudad a tomar otro café para poder siquiera volver a sentirse razonablemente bien. Duerme y cuando se despierta vuelve a por más café y luego se pregunta por qué tiene tantos problemas para dormir por la noche.
Podría ser el jet lag, piensa, podría ser la diferencia horaria. Podría estar deprimido, podría estar sufriendo un trastorno de estrés postraumático. Ocurre que no se siente deprimido. Solo se siente cansado.
Han pasado muchas cosas, se dice.
Apenas hace tres semanas salía por la puerta del edificio de Lehman con una caja de cartón en las manos con todas sus cosas apretujadas. En la acera, los turistas se paraban a tomar fotografías, la policía trataba de retenerlos más allá de las vallas protectoras. Aquí no hay nada que ver, les decían, no verán a nadie famoso. Solo a gente que ha perdido su empleo.
Al otro lado de la calle, los periodistas de televisión se alineaban en un amplio arco, las antenas parabólicas de sus furgonetas zumbaban. Al pasar delante de ellos, Bruno se preguntó por qué se habrían dispuesto en formación, como una bandada de aves siguiendo alguna norma secreta del universo. Hasta que no llegó a casa e hizo un poco de zapping no cayó en la cuenta. Estaban todos situados de aquella manera para que se viera el logotipo del banco detrás de ellos, ahí estaba, justo encima del hombro del periodista. Mientras hablaban se desplazaban hacia el borde de la pantalla, inclinándose ligeramente hacia un lado.
«Detrás de mí pueden ver a los empleados del banco que se marchan con sus pertenencias. Muchos de ellos se han pasado todo el fin de semana dentro del edificio, esperando noticias. He hablado con algunos de ellos esta mañana y han manifestado estar en estado de shock. Y lo que dicen es que esto es un tsunami financiero».
El resto fue a ahogar sus penas con los filetes de Bobby Van. Trataron de convencerlo para que los acompañara, pero Bruno no tenía el estómago para filetes. Se fue a casa, se sentó en el sofá y vio cómo su vida se desmoronaba en directo por televisión. Saltó de un canal a otro, digiriendo los cortes de voz, dejando que aquellas frases repetitivas lo fueran aplastando hora tras hora. Todo aquello tenía algún guión, tal vez si lo escuchara lo suficiente llegaría a encontrarle sentido.
No era solo el trabajo lo que había perdido, la mayoría de sus ahorros habían desaparecido con él. La mitad de su sueldo de los últimos casi seis años se había esfumado instantánea e irremediablemente. Lo más curioso era que se sentía bastante lejos de todo aquello. Se podría decir que había incluso una extraña euforia, una subida de adrenalina. Era como el tipo que vuelve del trabajo y encuentra su casa arrasada por un incendio, y lo único que se le ocurre pensar es «lo cierto es que nunca quise nada de todo esto».
Cuesta creer que solo hayan pasado tres semanas. Cuando ahora piensa en el tema, le parece estar recordando la vida de otra persona.
Se ve a sí mismo a través de la mirada de un desconocido. Un hombre bien afeitado con ropa cara que sube las escaleras del metro. Sale a la Séptima Avenida, se para a comprar un café al iraní de la esquina. Ya tiene el cambio exacto. Intercambian cuatro frases y un par de bromas. Luego Bruno da media vuelta y desaparece por las puertas de su oficina, café en mano.
Por encima de su cabeza, un mapa del mundo se movía por la fachada de cristal del edificio como una nube cruzando el cielo. Islas y mares se deslizaban silenciosamente sobre la superficie, con el logo de Lehman Brothers arrastrándose detrás de ellos en una letra negrita enorme. Magnífico, eso solía pensar. Hacía que el corazón se le hinchase en el pecho cuando atravesaba aquellas puertas. Ahora le parece más bien arrogancia, tal demostración de jactancia de supremacía global.
Se ve a sí mismo en su escritorio de la segunda planta, con múltiples pantallas ante él. Sigue la pista de las acciones de las líneas aéreas, escudriña la retahíla de cifras, buscando cualquier cosa inusual. Detrás de él, una pared de cristal. Si mueve la silla hacia un lado ve el tumulto de la Séptima Avenida. Debajo de él, el tráfico denso y los humos y la gente. A la altura de sus ojos, vallas publicitarias y letreros de neón que cambian constantemente. Al otro lado de la calle, se levantan enormes extensiones de cemento, acero y cristal. Y por encima de todo, el vulnerable cielo de Nueva York.
Ahora piensa qué ha estado haciendo estos últimos años. Estaba ahí sentado, esperando a que apareciera otro avión en el horizonte que se dirigiera directamente hacia su edificio de oficinas.
Y en cierto modo lo había hecho.
Más tarde, ese mismo día, Bruno vagará por las calles buscando pequeñas librerías, pero solo encontrará las grandes. Se sentará en un café y leerá todos los periódicos locales para ponerse al día con las elecciones. Se verá obligado a pedir algo que no quiere para cumplir el mínimo establecido. Después paseará por una plaza de la ciudad, se parará un rato a contemplar a unos niños de preescolar con uniformes pintorescos que recogen hojas de otoño. Descansará en un banco junto a un canal cubierto de juncos, sonreirá a los borrachos que se reúnen en el banco de enfrente. Y se preguntará: ¿qué hago aquí?
Ese es el día que tiene por delante, puede verlo desplegado como un camino. Pero no tiene ninguna prisa por embarcarse en él. En vez de eso, permanece sentado en el banco al borde de la playa con la mirada perdida en el mar. Piensa en su pasado, como si fuera un campo que acabara de cruzar. No quiere volver atrás, aunque tampoco está preparado para seguir adelante.
Parece un hombre que ha sufrido un naufragio y ha sido arrastrado por las olas hasta una isla desierta. Tiende la ropa para que se seque al aire y contempla la nueva vida que se le ofrece.
Todavía no está seguro de qué hacer con ella.