El tráfico era cada día menos denso. Era evidente que había menos coches en las carreteras.
Desde su atalaya de la ventana principal, Hugh tenía una posición perfecta para observarlo.
—Estoy llevando a cabo un estudio —dijo—. Todas las mañanas cuento los coches durante diez minutos. Sin duda hay menos. Y por las tardes también se nota.
Parecía un enorme y patético oso, abandonado en su silla tallada, con sus dos extremidades delanteras enyesadas hasta los codos. La escayola blanca reposaba sobre la brillante superficie de caoba del escritorio. Ante él, su diario, encuadernado en cuero, abierto y la pluma estilográfica entre las páginas, como si sobrara.
—¿En serio?
Trató de parecer interesada. Aunque aquella tarde estaba cansada. A decir verdad, casi todas las tardes estaba cansada. Cada día oscurecía más temprano. Podías sentir la noche echándose encima. A Addie aquello la alegraba. Menos día que llenar.
Hugh no perdía de vista la hilera de faros que avanzaban por Strand Road.
—Menos gente camino al trabajo, supongo.
—Menos trabajos a los que ir.
Nadie lo sabía mejor que ella.
—Más gente haciendo footing.
—Sí, últimamente también hay más gente en la piscina. Tratan de mantener la moral alta, pobrecillos. No es fácil ser un parado, ¿sabes?
Pero él no la escuchaba.
—Tendría que escribir al Irish Times —dijo él—. Ve a por un papel y un bolígrafo, ¿quieres? Tengo que dictártelo.
—¿Es un buen momento para que te recuerde que soy tu hija, no tu esclava?
—¿Es un buen momento para que te recuerde que me encuentro en este maldito apuro precisamente por tu culpa?
Había tropezado con la perra, eso era lo que había ocurrido.
Hugh salía de la cocina con una copa de vino en cada mano. Ni siquiera se dio cuenta de que Lola se deslizaba sigilosamente a su lado, con el cuerpecillo arrimado a la pared. Estaba llamando a Addie, diciéndole que pusiera algunos anacardos en un cuenco y los subiera. No vio que la perra se cruzaba delante de él hasta que fue demasiado tarde.
Por instinto salvó el vino. Cuando Addie llegó a toda prisa para ver qué había ocurrido, su padre estaba arrodillado en el suelo del corredor, asiendo todavía ambas copas por el pie. Milagrosamente, no se habían roto. El vino se había vertido, por supuesto, había salido despedido en todas direcciones con la caída. Había salpicaduras de color burdeos en todas las paredes. Pero las copas en sí estaban intactas. Las estúpidas copas de las narices, que solo valían un euro en el bazar.
Se había roto las dos muñecas, de eso se dio cuenta enseguida. Fueron las muñecas las que soportaron el golpe al caer.
Ahora se pasa los días contando las cosas que no puede hacer.
—Ni siquiera puedo limpiarme el trasero —dijo.
Había regresado al hospital, a la consulta externa. Buscaba comprensión, trataba de arrancar al menos una sonrisa. Aunque tampoco es que lo esperase de esas personas. Pandilla de sosos sin sentido del humor.
—Muy desafortunado —dijo el joven traumatólogo que le adjudicaron—. ¿Cómo decía Oscar Wilde? Romperse una muñeca…
Hugh habría preferido a alguien conocido.
—Mejor empezar con un desconocido —le dijeron—. Hace las cosas más sencillas.
¿Desde cuándo se hacían así las cosas? No sospechaba que se habían pasado su expediente como si fuera una granada de mano a punto de estallar.
—No me pagan para ocuparme de este tipo de dolencias —dijo la residente de cirugía—. Eso es cosa del especialista.
A las enfermeras les entró la risa tonta y la jefa de enfermeras tuvo que intervenir.
—El profesor Murphy es un paciente como cualquier otro —dijo—. Así que podéis mostrarle un poco de respeto.
Lo que provocó que se rieran aún más.
Pasó por toda una retahíla de médicos. El último en entrar, un engreído joven de Cork recién llegado tras una temporada en Boston, fue el único que quedó en pie cuando la música paró. Se aludió a bautismos de fuego, se habló de que lo tenía merecido.
—Estoy bastante contento con cómo se está arreglando esto —dijo el de Cork, observando la placa de rayos X en la pared.
Arrastraba las vocales como un estadounidense, lo que le hacía parecer tonto.
—Se trata claramente de una fractura de Colles —empezó a decir—. Debe su nombre a un médico dublinés. Aunque por supuesto eso ya debe de saberlo. De todos modos, le echaremos otro vistazo en quince días, aunque de momento estoy bastante contento. Siga moviendo los dedos, ya sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Y vuelva a verme dentro de dos semanas, puede pedir cita fuera.
Aunque por supuesto, volver al hospital le resultaba impensable. Había sido un ejercicio de humillación de principio a fin, desde el momento en que Addie había parado el coche frente a la entrada principal y había corrido a ayudarle a salir. Las miradas de los camilleros del hospital, a quienes había visto sonreír. Y la enfermera de servicio en las consultas externas, que no parecía haberlo reconocido. Le había pedido información médica. Incluso le había llamado «cariño».
—Creen que soy un paciente —rio entre dientes mientras lo llevaban al consultorio. Trataba de parecer jovial, de no hacerse el mandón.
—Disculpe que no le estreche la mano —le dijo al joven—. ¿Cómo había dicho que se llamaba?
Resultaba imposible acordarse de todos esos tipos, todos los días aparecía uno nuevo. Algunos no parecían siquiera lo bastante mayores para llevar pantalón largo. Pero tenían un gran concepto de sí mismos, por el modo en que hablaban.
—Hugh —había dicho el tipo—. Espero que no te moleste que te tutee. El caso es que, hasta que te quiten esta escayola, «eres» un paciente.
Debería haberle dicho que por supuesto que le molestaba. Aquellos tipejos, ¿de dónde habían sacado la idea de que todo el mundo era su igual? Se iban a Bristol o Brisbane o Bahrein unos años y en cuanto volvían empezaban a tutear a todo el mundo.
No, no. Volver al hospital de ningún modo.
—Temo que la próxima vez tengan que enviar a alguien a visitarme —dijo, tratando de reafirmar su autoridad—. No me va a ser posible venir.
No le pasó inadvertida la mirada que se dirigieron la enfermera y el joven médico. Pero no dijeron nada, por lo que decidió que había ganado el asalto.
—¿Cómo te ha ido? —le preguntó Addie cuando salió.
—Pues bien —dijo—. Es como si hubieran puesto a los cazadores furtivos de guardabosques. Están todos en guardia.
Cinco semanas más, le habían dicho, hasta quitarle la escayola. Pero no sabe si podrá soportar cinco semanas más. Ni siquiera sabe si soportará cinco días más.
¿Cómo pueden soportarlo?
Es lo que se pregunta mucha gente. Esas niñas, dicen, son buenas con él. Cómo lo soportan, solo Dios lo sabe. Alégrate de no ser una de sus hijas, es lo que dicen las enfermeras. ¡Imagínate!
Cuando eran niñas a veces las llevaba al hospital los sábados por la mañana, cuando no tenía a nadie que las cuidase. Las dejaba en el puesto de las enfermeras mientras hacía su ronda de visitas. Addie recuerda cómo se amontonaban las enfermeras a su alrededor para mirarlas como si fueran animales del zoo. Enseguida las invitaban a chocolatinas y las animaban a repetir.
Solían hacerles preguntas, preguntas inocentes. Preguntas que en aquella época no le parecían impertinentes. Addie no habría imaginado jamás que estuvieran fisgoneando.
¿Ha elegido tu papá este vestido para ti? ¿A que es un papá genial? ¿Y a qué colegio vas? ¿Y quién te cuida cuando papá está en el trabajo? ¿Y cuál es tu cena favorita? Y papá cocina para ti, ¿a que sí? ¿A que es estupendo?
Addie era demasiado educada para no responder, y contestaba con ilusión. Se estaba allí sentada, haciendo girar el chocolate en su boca, con las piernas colgando del taburete giratorio, y se columpiaba como un canario.
Della no, Della no era tan fácilmente manipulable. Incluso ahora, recuerda que rechazaba las chocolatinas, todavía puede ver su imagen allí sentada, callada, con una mirada fulminadora. Della nunca fue de las que deja que los buenos modales interfieran en sus principios.
Y antes de que pudieran darse cuenta, su padre aparecía a toda prisa por el pasillo y el interrogatorio terminaba como si hubiera dado una palmada. Dios, era tan elegante, entonces parecía un ídolo de matiné. Los cabellos negro azabache, los ojos resplandecientes y su tez rubicunda. Patricio de pies a cabeza, la voz penetrante con aquella autoridad innata que lo caracterizaba.
En aquellos tiempos, Addie creía que dirigía el hospital, creía que allí todos lo reverenciaban. Un rey en su reino, por la manera en que recorría los pasillos y la gente lo saludaba inclinando respetuosamente la cabeza al pasar. Pero ahora sabe que lo que les infundía era miedo. La verdad sea dicha, odio.
Lo raro es que nada de eso le importa a Addie. Su padre ocupa un lugar en su corazón más allá de ninguna razón o lógica. Recuerda cómo le trenzaba los cabellos cuando era pequeña. El olor a aftershave y a jabón, el olor de su camisa recién planchada. El modo relajado en que se sentaba al borde de una silla de la cocina, con las piernas abiertas y extendidas y ella de pie entre ambas. Con sus manos grandes de médico, dividía su cabello en tres partes y las entretejía formando una trenza desde todo punto de vista aceptable, que sujetaba con una goma elástica. Luego la cogía por los hombros y hacía que se volviese ciento ochenta grados, y luego en sentido contrario. Jamás tiraba de su pelo, sus trenzas estaban casi tan bien hechas como las trenzas de las demás niñas. Aunque ahora sabe que no hay que utilizar gomas elásticas para sujetar los cabellos. Las gomas rompen el pelo, hay que utilizar cintas. Pero ¿cómo podía saber eso Hugh?
Tras la muerte de su madre, Addie a veces se despertaba por las noches y se sentía sola. Salía sigilosamente al pasillo y entraba furtivamente en la habitación de su padre, rodeando los pies de la cama antes de meterse dentro por el otro lado. Sin despertarse siquiera, él la estrechaba entre sus brazos. Dormían acurrucados, Hugh la rodeaba con su enorme brazo y ella recostaba la cabeza en la áspera manga de algodón de su pijama.
Esto es lo que Addie recuerda de él, y puede perdonarle casi cualquier cosa.
Hasta después de cenar no se acordó de hacerle escuchar los mensajes del contestador. Estaban sentados a oscuras con sus bebidas. La pantalla del televisor difundía una luz azul intensa por la habitación.
—Hoy no hemos escuchado tus mensajes.
—No, es cierto.
—¿Quieres escucharlos?
—No particularmente, aunque supongo que será mejor escucharlos de todos modos.
Hugh no estaba en condiciones de utilizar el móvil y Addie había tardado horas en descubrir cómo desviar las llamadas al teléfono fijo.
Addie se acercó al escritorio y pulsó el botón del contestador automático.
Una espeluznante voz robótica llenó la habitación; ondas sintéticas.
—Tiene un mensaje nuevo.
Hugh hizo una mueca de dolor mientras esperaba. Pero lo que le esperaba era todavía peor de lo que podía imaginar.
—Hola, este es un mensaje para Hugh Murphy. No esperaba encontrarte tan fácilmente.
Una voz potente y profunda, inequívocamente estadounidense.
—No me conoces. Me llamo Bruno Boylan, y soy embajador de la rama de la familia de Nueva Jersey.
Ambos se quedaron petrificados, se miraron horrorizados.
—Mi padre era Patrick Boylan, primo de tu madre, lo que nos convierte en primos segundos.
Pronunciaba cada sílaba de su apellido con demasiado énfasis, tal como lo decía sonaba como BOY-LAN.
También utilizaba un tono inadecuado, alarmantemente alegre, lo que tenía un terrible efecto en su público.
—Tal vez recuerdes que una de mis hermanas estuvo pasando una temporada con vosotros. Aunque eso es retroceder un poco en el tiempo…
Sí que la recordaban. Virgen santísima, sí que la recordaban. Era como si volviera a estar con ellos en aquella sala, aquella chica horrible. Los cabellos crespos, el aparato dental. Aquel acento insufrible.
—Temía que os hubierais mudado. Hace tanto tiempo…
Llegados a ese punto, ambos se hallaban ya en estado de alerta animal, preparados para lo que tuviera que venir.
—Acabo de llegar a Dublín y me gustaría pasar a saludaros.
Luego dijo en voz alta un número largo, el número de un «celular», como lo llamó él.
—… tal vez tengáis que añadir un uno delante. Tengo ganas de ponerme al día con vosotros.
Se hizo el silencio. Addie y Hugh se miraron uno al otro. Estaba todo tan oscuro que apenas podían verse.
Hugh fue el primero en hablar.
—¡Santo cielo!
Addie soltó una risilla nerviosa, casi un resoplido.
—Dime que ahora nos despertaremos y descubriremos que solo ha sido una pesadilla.
Ambos miraban el contestador automático como si fuera una bomba.
—Rápido —dijo Hugh—, borra el mensaje, siempre podemos decir que no lo hemos oído.
Addie se incorporó de un salto y se acercó a la lámpara de pie tras el escritorio. De repente una luz amarilla inundó la habitación. Addie se agachó y pulsó el botón de borrar del aparato.
—¿Y si vuelve a llamar? ¿Y si deja otro mensaje?
—Eso ya lo veremos cuando llegue el momento.
Hugh se inclinó hacia delante para dar otro trago largo a su whisky, haciendo un ruido indecente al sorber la pajita.
—Se me acaba de ocurrir algo terrible —dijo Addie—. ¿Tú crees que tendrá la dirección?
—Es muy posible. No podemos correr ningún riesgo. No debemos abrir la puerta.
Addie rio nerviosamente.
—Si alguien nos oyera, pensaría que estamos asediados.
Pero a Hugh no le hacía ninguna gracia.
—No tiene ninguna gracia —dijo—. Bajo ningún concepto podemos recibir a ese hombre. No estoy de humor para un americano idiota que busca sus raíces. Ahora mismo, ya tengo más que suficiente con mis preocupaciones. Muchas gracias.
Y tenía razón, por supuesto. No estaban en condiciones de dejar entrar a un forastero en su pequeño círculo tambaleante.