Una lluviosa mañana de mediados de otoño, Bruno Boylan puso por fin los pies en la tierra de sus antepasados.
Viajaba con un pasaje de ida y vuelta de cuatrocientos dólares que había comprado pocos días antes desde la comodidad de su propio hogar. Un par de clics del ratón y un número de tarjeta de crédito de dieciséis dígitos. Sin billete, simplemente con una impresión del correo electrónico y un código mágico. Sin retrasos, sin escalas, sin condiciones climatológicas adversas durante la travesía. Había permanecido despierto hasta el paso del carrito de las bebidas y la comida, luego había leído un libro durante un rato. Después se tomó un somnífero y durmió el resto del trayecto de un tirón. Viajaba muy ligero de equipaje. Lo único que llevaba era una pequeña mochila y una bolsa de lona en la bodega. No había nada en absoluto que indicara que aquello tuviera el aspecto de un viaje épico.
Un pitido metálico del sistema de megafonía lo despertó. Al abrir los ojos se encontró ridículamente acurrucado contra la pared del avión para estar más cómodo, la cara aplastada contra la persiana de la ventanilla. Se irguió recuperando su posición en el asiento e inclinó la cabeza atrás sobre el reposacabezas. Volvió a cerrar los ojos y permaneció allí sentado sin moverse, esperando que llegara una voz.
Entonces percibió un malestar físico abrumador. Le dolía la cabeza y sus rodillas agarrotadas crujieron cuando trató de estirar las piernas. Sentía el culo dolorido de tantas horas sentado. Tenía ganas de orinar. Los desperdicios del viaje estaban esparcidos a su alrededor. La manta delgada sobre las rodillas, los auriculares enredados en su regazo. El libro estaba apretujado en algún lugar debajo de él, pero se sentía tan entumecido que apenas podía notarlo. Sus zapatos estaban debajo del asiento. Pronto tendría que buscarlos y volver a enfundar sus pies en ellos. Se permitió un momento más para saborear la agradable sensación de pisar el suelo enmoquetado con los calcetines.
Otro pitido metálico y se oyó la voz del piloto en la cabina. Bruno lo oía a trompicones, pero podía imaginar lo que estaba diciendo, podía llenar los espacios vacíos. En breves momentos iniciarían el descenso. Algo sobre el tiempo en Dublín que Bruno no pudo pillar. Subió la persiana de la ventanilla y trató de ver a través de una espesa nube blanca. Lo único que se veía era el ala del avión, extrañamente inmóvil.
Volvió la vista hacia la pantallita azul de la parte posterior del asiento de delante. Un mapa en movimiento, que lo único que mostraba era el perfil tosco de la costa este de Estados Unidos, la inmensidad del Atlántico, y luego el contorno de Irlanda e Inglaterra en la esquina superior derecha. Un amplio arco trazaba la trayectoria del vuelo, en una línea de puntos que terminaba con un avión virtual. El avión en miniatura ya casi estaba sobre Irlanda. La escala era tan desproporcionada que estaba a punto de cubrir el país entero.
El cerebro de Bruno cambió de marcha. Experimentó un instante inesperado de pánico, la sensación nauseabunda de que tendría que haberse preparado para aquella llegada. No estaba preparado. No debería haber dormido, debería haber permanecido despierto todo el rato. Debería haber estado presente durante el viaje. Recordó algo que le habían contado una vez: los indígenas americanos se sientan en el aeropuerto al llegar a algún lugar, les gusta dar al espíritu la posibilidad de alcanzar al cuerpo. De repente, Bruno le encontró sentido: su cuerpo no estaba en onda con su espíritu, necesitaba tiempo para estarlo.
La pantalla que tenía delante cambió. Ahora mostraba una lista de estadísticas. Tiempo hasta el destino, veintitrés minutos.
Tenía que aprovechar el tiempo. Aclarar todas sus ideas.
Hacía tres semanas que había perdido su empleo, tres semanas que parecían tres años. O tres días o tres horas. Tanto daba; parecía que hiciera toda una vida y, sin embargo, era tan reciente que las heridas seguían abiertas, sangraban.
Faltaba un mes para las elecciones. La espera era insufrible. Tenía que convencerse de que el tiempo avanzaba como siempre lo había hecho, que cualquier día se habría acabado todo y conocería el resultado. Pero la espera seguía siendo insoportable.
Y allí estaba Bruno, suspendido en el aire entre aquellos dos puntos, a veintiún minutos de su destino. Se imaginó como un monigote en aquel mapa en movimiento, un hombrecillo de mazapán toscamente recortado. Imaginó su viaje a lo largo del amplio arco que atravesaba el océano. Estaba trazando la línea con el dedo cuando, sin aviso, la pantalla se apagó.
El sistema de megafonía volvió a ponerse en marcha y se encendieron las luces de la cabina. El indicador del cinturón de seguridad se iluminó y el personal de a bordo comenzó a moverse por el avión repartiendo formularios de inmigración. Pestañeando por aquella luz repentina, Bruno rellenó el formulario con el bolígrafo que le habían dado. Una vez hubo terminado, descubrió que no tenía dónde guardar el formulario. Lo metió dentro de la sobrecubierta del libro y se lo puso cerrado sobre el regazo.
Un lento descenso a través de las nubes, y allí estaba Bruno, encorvado junto a la ventana, tratando de atisbar algo entre la nada. Lo único que alcanzaba a ver era la lluvia que golpeaba la parte exterior de la ventanilla y la extensión gris del ala del avión, que araba el denso aire blanco. No había manera de saber lo cerca que estaban del suelo.
De repente todo se volvió verde al otro lado de la ventanilla, y Bruno vio pasar a toda prisa hierba mojada y una manga catavientos a rayas rojas y blancas y un edificio bajo y gris y oyó el estruendo de las ruedas golpeando brevemente la pista y rebotando en ella. Fue un aterrizaje accidentado, el fuselaje del avión se inclinó violentamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha antes de estabilizarse gracias a la acción de los frenos. Bruno se agarró con ambas manos al respaldo del asiento para no caer de bruces.
Mientras el avión rodaba hacia el edificio de la terminal tuvo una sensación de euforia y vértigo. Después de tantos años, por fin lo había conseguido. Hacía treinta años de aquella promesa junto al lecho de muerte, promesa que lo había atormentado desde entonces. Ahora ya estaba allí. Por un momento imaginó que tal vez pudiera quedarse en el avión y regresar sin más. Hasta que se le ocurrió que no había nada a lo que regresar.
Un escalofrío le recorrió la columna mientras se agachaba para recoger los zapatos del suelo. Metió los auriculares en la bolsa de la parte posterior del asiento. Se desabrochó el cinturón de seguridad y permaneció sentado, deseando cepillarse los dientes.
El avión se detuvo con una sacudida y se produjo un gran suspiro colectivo cuando se abrieron las puertas. La gente en el acto se levantó y comenzó a hurgar en los compartimentos superiores para recuperar sus cosas. Un momento o dos esperando la orden de avanzar y luego todos arrastrando los pies en fila, con la cabeza gacha como un grupo de prisioneros encadenados. Bruno pasó al asiento del pasillo, se incorporó con esfuerzo y se empinó para bajar su bolsa de mano. Después avanzó con la fila hacia la puerta del avión. Saludó con la cabeza a las azafatas y salió al túnel de plástico que conectaba el avión con la terminal. Inició la suave ascensión por el pasillo, siguiendo a la gente que lo precedía. Formar parte de aquella procesión ordenada le produjo una extraña sensación de bienestar, como si formase parte de una peregrinación.
Mientras doblaba el recodo del pasillo, el suelo osciló bajo sus pies, como un embarcadero flotante. Su estómago también osciló. Se sintió ligero como un globo. Se retiró la bolsa del hombro y la asió firmemente como contrapeso, colgando hacia el suelo. Sin ella, Bruno imaginó que saldría volando.
Los aviones llegan sobrevolando Howth.
Cuando el día está despejado puedes ver la bahía de Dublín, que se extiende justo debajo de ti, con el puerto de Dun Laoghaire a lo lejos a la izquierda y Portmarnock a la derecha. Entre ambos puntos, la enorme franja desierta de la playa de Sandymount.
Desde la playa pueden verse los aviones que llegan, un flujo constante que atraviesa el cielo en silencio. Aparecen a lo lejos sobre el mar, se acercan en un descenso suave sobre el cabo de Howth y se deslizan a lo largo de la costa sur. Luego desaparecen ruidosamente y aterrizan en la ciudad.
Los aviones están ya tan integrados en el paisaje que Addie apenas se fija en ellos. Tampoco en el humo de las chimeneas de Poolbeg, ni en los transbordadores de coches que se deslizan perezosamente sobre el horizonte camino a Dun Laoghaire. Ni en las nubes, ni las aves marinas, ni siquiera en el propio mar. Addie no se fija en ninguna de estas cosas. Está tan absorta en sus pensamientos que no se da cuenta de nada más.
Prácticamente, nació en la playa.
Tenía cinco días cuando la llevaron a casa. Su madre la sacó en brazos del coche, como un pequeño fardo envuelto en una manta violeta de angora, con un gorrito de lana que le cubría la frente y las orejas. Su madre subió los peldaños hasta la puerta principal y al llegar arriba se detuvo y se volvió hacia el mar.
Su padre ya había abierto la puerta, había entrado en el vestíbulo y urgía a su madre para que lo siguiera.
—Vamos, mujer, por el amor de Dios. Os vais a congelar ahí fuera.
Pero su madre permaneció ante la puerta con Addie en sus brazos, engullendo el aire frío del mar. Aquello era el cielo después del calor pegajoso del hospital, del que se había hartado. No se le ocurrió, ni por un segundo, que su hija recién nacida también estaba bebiendo aquel aire salino, que lo estaba absorbiendo en sus esponjosos pulmoncitos. Y una parte de aquel aire debió de llegarle al alma.
Así es como se siente ahora Addie, siente que la playa forma parte de ella. Es su lugar natural, probablemente lo único que la mantiene cuerda.
La playa está desierta a esta hora de la mañana, no hay nadie más que ella y la perrita. Hay marea baja y las nubes están suspendidas a poca altura sobre la arena, casi puede sentir su presión sobre la cabeza. El pronóstico es de lluvia, aunque de momento no hay señal de ella.
Addie camina hacia la orilla del mar. Ya ha andado casi un kilómetro y el mar no parece estar más cerca, debe de ser una marea muy baja. Ahora hay algunos charcos, cada vez más frecuentes, por lo que decide no avanzar. No quiere mojarse los pies. Empieza a hacer frío, y sin duda tendría que haberse calzado las botas. Pero no lo ha hecho, prefiere llevar zapatillas deportivas. De este modo puede sentir los surcos de la arena a través de las suelas. Sentir la arena dura bajo los pies le da sensación de solidez.
Durante toda su vida, Addie ha tenido la impresión de que un nubarrón negro la seguía a todas partes. Y actualmente siente que el nubarrón por fin la ha alcanzado. La playa es el único lugar donde tiene la sensación de poder dejarlo atrás.
En la playa puede hablar sola. Puede cantar a coro con su iPod y nadie la oirá. Puede gritar si le apetece y a veces lo hace. Grita y a continuación se ríe de sí misma por gritar. En la playa, puede pensar en todas las cosas que han ocurrido, puede analizarlas, una y otra vez, en su cabeza. Puede llorar lágrimas de autocompasión. Se siente culpable por llorar delante de la perra, pero luego se siente mucho mejor, casi contenta.
La perra escarba en la arena buscando algo que no hay. Con las patas delanteras palea arena mojada, la hace pasar entre las patas posteriores. Se está formando un gran montón detrás de ella y tiene el vientre sucio, pero no parece importarle. Addie está quieta y observa a su perra, enfrascada en esa tarea inútil. Déjala a su aire, piensa, si ella es feliz.
Addie echa la cabeza atrás y mira al cielo. Lo estudia, como si buscase algo allí arriba. Se le ocurre que le encantaría viajar al espacio, le encantaría poder ver el mundo desde allí. Si pudiera ver el mundo desde el exterior, quizá vería su situación con un poco más de perspectiva.
Se vuelve y mira de nuevo hacia la costa. Incluso desde aquí puede distinguir la casa. Es la de color masilla en medio de una hilera de pasteles sucios. Tres grandes ventanas que dan al mar, dos en el piso de arriba y una abajo.
Él debe de estar sentado en la ventana de la planta baja. No puede verlo desde donde está, pero sabe que está allí. Y sabe que él puede verla, que la está mirando. Lo que hace que esté reacia a volver.
Addie saca el iPod del bolsillo y desplaza el menú hacia abajo. Tarda un poco en encontrar lo que busca. Selecciona el tema, y guarda el aparato en la funda para evitar que resbale y vuelve a metérselo en el bolsillo. Luego echa los hombros atrás y levanta la cara hacia el viento mientras espera que empiece la canción.
Un tema musical para una soprano, nada más inapropiado para la voz de Addie, aunque eso no le impide acompañarla. Canta con entusiasmo, imaginando estar en perfecta armonía.
«Yo sé que mi redentor vive…».
No sabe toda la letra, pero no importa, se siente tan bien cantando. Y los trozos que sabe se repiten mucho.
«Yo sé que mi redentor vive…».
Echa la cabeza atrás y cierra los ojos mientras canta. No hay nadie alrededor que pueda oírla, y de todas formas tampoco le importaría que lo hubiera. La perra no presta atención al canto. Ya está acostumbrada.
Addie vuelve ahora a grandes zancadas hacia la costa, la perrita dando vueltas alrededor de sus pies. Detrás de ella, el cielo está negro y enfurecido, la lluvia caerá en breves momentos. La línea del horizonte queda interrumpida por un horrendo carguero. Está allí parado, tapando la vista. Las chimeneas siguen echando humo hacia la atmósfera, el humo pálido contra la oscuridad del cielo. Las luces de aviso de los aviones parpadean intermitentemente.
A lo lejos, más allá del cabo de Howth, otro avión emerge por debajo de las nubes e inicia un suave aterrizaje hacia el aeropuerto de Dublín.
Al pasar por el control de pasaportes, Bruno se sintió de repente demasiado viejo para todo aquello.
Hacía tanto que no viajaba que había olvidado lo agotador que resultaba. Las piernas entumecidas, la garganta reseca. Las tripas crujiendo.
—¿Motivo de su visita?
—Refugiado político —dijo Bruno en un momento de locura.
El tipo alzó la vista hacia él con las cejas levantadas. Sin duda no era lo bastante mayor para ser policía, no aparentaba más de doce años. Tenía el pelo naranja brillante, color zanahoria. Por tanto no encajaba con el estereotipo.
Bruno entró en razón.
—Era una broma —dijo.
En un intento de hacerse el interesante, se inclinó hacia la ventanilla con aire cómplice. Consciente de la cola que se estaba formado detrás de él.
—En el sentido más amplio —añadió—. En realidad estoy aquí de vacaciones. Hasta después de las elecciones. Fíjese, el cinco de noviembre.
Le mostró la hoja impresa con el billete, pero el tipo no se molestó en mirarla. Estaba escudriñando la cara de Bruno.
—De acuerdo —dijo.
Levantó el sello y lo hizo bajar con un pequeño golpe sobre la página. Cerró el pasaporte y se lo devolvió. Lentamente, como si tuviera todo el día por delante.
—Le diré qué haremos —dijo el policía—. Si la gentuza que hay ahora sigue en el cargo después de las elecciones, véngame a ver y le daremos asilo de verdad.
Bruno no estaba seguro de haberlo oído bien.
—Sin ánimo de ofender —añadió el joven agente, preocupado de repente por si había ido demasiado lejos.
—No me ha ofendido en absoluto.
Y Bruno tuvo la tentación de añadir algo más, pero no lo hizo. Se metió el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta, cogió su equipaje de mano y se largó.
Seguía sonriendo mientras esperaba en la cinta de los equipajes. Imagínate, pensó. En mi país, una broma con un agente de inmigración y empiezan a sacar los guantes de goma.
Y aquello le dio qué pensar. Cuando divisó su maleta serpenteando hacia él, ya había hecho un pacto consigo mismo.
Si ganan los republicanos, no volveré.
La lluvia empezó cuando giraba la llave de la puerta del sótano. Un diluvio repentino y violento. Se apresuró a entrar y cerró la puerta de golpe detrás de ella. La perrita logró escabullirse a tiempo por el hueco.
—Hemos llegado justo a tiempo, Lola. ¡Nos habríamos empapado!
Últimamente habla más con la perra. A veces le dirige largos discursos. No puede ser una buena señal.
Lola daba vueltas alrededor del cuenco de agua vacío, moviendo la cola con expectación. Addie cogió el cuenco, lo llenó con agua del grifo y Lola bebió ruidosamente. Vació el cuenco en segundos.
Luego, Addie llenó la tetera con agua del grifo, la puso al fuego y se apoyó contra la encimera mientras esperaba a que hirviera.
Le echó un vistazo al reloj de la pared y vio que ni siquiera eran las diez. Tenía todo el día por delante, toda la mañana y luego toda la tarde y después toda la noche. De repente, la idea se le hizo insoportable, por mucho que lo intentara no sabía cómo iba a pasar el tiempo.
Mientras estaba allí de pie, apoyada en la encimera de la cocina, un diminuto soplo de optimismo se apoderó de ella. Se entusiasmó con la posibilidad de visitar a Della, podía enviarle un mensaje de texto y sugerirle tomar un café. Un texto divertido, que no diera la impresión de estar necesitada. Pero luego recordó que aquel era el día de la biblioteca, que Della se había apuntado para ayudar en la biblioteca escolar. No estaría libre para tomar un café. Addie sintió las lágrimas brotar de su garganta y volvió a encontrarse una vez más tratando de vislumbrar el fondo de un profundo pozo de desesperación.
¿Has pensado alguna vez en hacerte daño a ti misma? Eso era lo único que había querido saber aquella terapeuta. Simplemente quería cubrirse, le aterrorizaba que Addie pudiera suicidarse y la considerasen responsable. De modo que no dejaba de preguntar si pensaba alguna vez en hacerse daño y Addie respondía que no, aunque era mentira.
¿Cuántas veces al día lo piensa Addie? Más de dos, menos de cinco, los dedos de una mano. Piensa en la posibilidad y luego en los motivos para no hacerlo. Lola. Su padre. Della y las niñas. La posibilidad de que las cosas mejoren.
La idea revolotea por su mente y luego se marcha volando nuevamente. Sabe que no es una opción. Solo gira el picaporte de una puerta que sabe que está cerrada.
Lola estaba sentada en el suelo delante de ella, con la cabeza elegantemente alzada, su mirada trágica de spaniel clavada en Addie.
—No —suplicó Addie con la voz entrecortada—. Me vas a hacer llorar. Por favor, no me hagas llorar.
Y se puso en cuclillas y envolvió con sus brazos dulcemente el cuerpecillo mojado de la perra, enterrando su cara en el pelaje de su nuca. Cerró los ojos y se dejó caer sobre la perra buscando consuelo. Lola se tambaleó, pero enseguida recuperó el equilibrio y soportó el peso de Addie. El olor a arena húmeda, a conchas saladas y a los bichos era inaguantable. Addie tuvo que apartarse. Volvió a incorporarse justo en el momento en que el agua empezaba a hervir y la tetera se apagaba automáticamente.
Una pequeña victoria, había logrado recuperar el equilibrio. Se preparó un café y calentó un poco de leche en el microondas. Quedaba suficiente leche caliente para otra taza, aquello era lo más lejos que se permitía planificar. Llevó la taza a la mesa y se sentó. Sorbió el café con leche caliente mirando, a través de las puertas del patio, la lluvia que caía en el jardín de atrás. Concentrada en el café y la lluvia, había decidido no pensar en nada más.
Estaba a punto de levantarse para volver a llenar la taza cuando oyó unos golpes en el techo sobre ella. Uno, dos, tres golpes cortos, señal de que él necesitaba algo.
Se obligó a seguir sentada un minuto más antes de subir a verlo.
Fuera de la terminal del aeropuerto había cola para coger un taxi. Grupos de personas con ropa veraniega y la piel dorada por el sol empujaban carritos sobre los que se amontonaban grandes maletas. Todo el mundo parecía estar fumando. Bruno se sintió fuera de lugar y muy solo.
Cuando llegó al principio de la fila, el encargado le indicó que avanzase.
—¿Cuántos?
—Solo uno —se excusó Bruno.
Abrió la puerta del taxi, lanzó su equipaje dentro y luego subió. Se reclinó en el asiento, aliviado de que el viaje estuviera ya a punto de terminar. Un momento después se dio cuenta de que el taxista se había vuelto hacia él y lo miraba con expectación.
El taxista le dijo algo que Bruno no entendió. Tenía problemas con el acento.
—¿Perdón?
—Le decía que no tengo telepatía. Tendrá que decirme a dónde quiere ir.
—¡Ah! —dijo Bruno alegremente—. Voy a Sandymount, ¿puede llevarme a Sandymount, por favor?
Apenas pronunció las palabras, el taxi arrancó.
Bruno se inclinó hacia delante entre los dos asientos delanteros.
—Por casualidad, ¿conoce algún hotel o pensión en Sandymount? —preguntó—. Necesito un lugar donde alojarme.
El taxista miró a Bruno por el retrovisor.
—¿Algún lugar en concreto de Sandymount?
—¿Hay playa? Tal vez podamos encontrar algún lugar cerca de la playa.
El taxista seguía observándolo.
—Muy bien —dijo.
No parecía muy seguro.
—Tengo familia allí —añadió Bruno.
Pero el taxista no pareció interesado.
Sandymount. Era lo único que recordaba su hermana. Se lo había anotado en un papelito y él lo había copiado en la cubierta interior de su guía.
Vivían al lado de la playa, le había dicho ella.
Era lo único que recordaba. No había ninguna garantía de que siguieran viviendo allí.
Los buscaría en la guía telefónica, era lo primero que debía hacer. Y si no aparecían en la lista, siempre podía preguntar por los alrededores. Seguro que alguien tenía que conocerlos. Incluso en el caso de que se hubieran mudado de casa, tal vez hubieran dejado alguna dirección, o alguien supiera dónde encontrarlos. Mientras el taxi aceleraba a través de la ciudad, Bruno imaginó todos los escenarios posibles. Los analizó cuidadosamente y pensó en las alternativas. Lo único que no contempló fue la posibilidad de que no quisieran verlo. Ni por asomo se le ocurrió.
El taxi dobló en una rotonda estrecha y luego cruzó un puente ancho y feo. A la derecha de Bruno, el río se abría paso a través de la ciudad. Edificios grises y bajos bordeaban los muelles a cada lado de la orilla de aguas tranquilas y grises. A su izquierda vio barcos. Transatlánticos y cargueros atracados junto al muelle, pequeños yates amarrados precariamente en medio del río. Más allá, imaginó, debe de estar el mar.
El taxi se detuvo en la cola de un peaje. El silencio hizo que Bruno prestara atención a la radio del coche. El acento de la mujer que leía las noticias le pareció encantador. Se inclinó hacia delante en su asiento para saborearlo. Para Bruno, aquella era una voz del pasado.
«Las últimas encuestas en Estados Unidos indican que el candidato demócrata, Barack Obama, aventaja a su rival republicano, John McCain, en los estados clave de la contienda electoral. En Ohio, cuyos votantes han elegido al vencedor en las últimas once elecciones, el senador Obama supera en tres puntos porcentuales al senador McCain. Ambos candidatos se enfrentarán esta noche en un segundo debate televisado».
Bruno sonrió.
No haría falta mandarlo todo a paseo.
Claro que ahora, pasado el tiempo, es tan evidente. Cuesta imaginar que pudiera haber acabado de otro modo.
Cuando ves a ese tipo, sentado a su escritorio del Despacho Oval, con su largo brazo extendido para estampar su famosa firma con la mano izquierda. Cuando ves su silueta desgarbada emerger de las entrañas del Air Force One, el avión presidencial, saludando a las cámaras con las palmas abiertas, con su encantadora esposa junto a él, parece que ese fuera su lugar. Cuesta imaginar a nadie más allí.
Cuando pones las noticias y oyes decir, por enésima vez, que el mercado inmobiliario está en caída libre. Cuando oyes predecir que la recesión será más seria de lo esperado, que la factura que habrá que pagar será mayor, realmente ya no te sorprende. Porque está bastante claro que las cosas iban a terminar así, que las cosas llegarían a donde están ahora de forma natural.
Pero hay que recordar que, entonces, nadie sabía cómo terminaría.