Los humanoides son pequeños robots de apariencia humana que reciben su energía y son operados desde un ordenador central situado en el planeta Ala IV. Inventados tras una terrible guerra nuclear para proteger al hombre de su propia tecnología desbocada, son gobernados por su Primera Ley: «Servir y Obedecer y Proteger a los Hombres del Peligro».

El problema es que su benevolencia imbuida va demasiado lejos. Siempre alertas al peligro potencial de casi todas las actividades humanas, no dejan a la gente conducir coches, montar en bicicleta, fumar o beber, practicar el sexo sin supervisión. Haciéndolo todo para todos, prohíben toda acción libre. Su mundo se convierte en una prisión lujosa pero de pesadilla, una frustración total.

Aparecen en dos historias, una novela corta, «De brazos cruzados», y una novela, Los humanoides, serializada originalmente en la revista Astounding Science Fiction de John Campbell con el título «… And Searching Mind». Problamente, la mejor historia es la primera. Estoy de acuerdo con Jim Gunn en que la novela corta es el mejor formato para la ciencia ficción, donde hay espacio suficiente para desarrollar completamente una idea pero sin la exigencia de que el escritor ofrezca soluciones definitivas a los problemas que plantea. «De brazos cruzados» dice lo que yo quería decir sobre los riesgos de la tecnología incontrolada.

Es la novela la que no ha sido bien comprendida, o al menos interpretada de formas contradictorias que yo no esperaba. Creo que el motivo se debe a que tiene un segundo tema, menos obvio que la amenaza tecnológica pero quizá más significativo. Los humanoides, vistos como un símbolo, se convierten en una metáfora para un conflicto universal humano mucho más antiguo que la primera máquina.

La idea y el título original para la novela fueron sugeridos por el propio Campbell, que era un optimista esperanzado en el progreso, convencido de que la mayoría de los problemas tecnológicos podrían ser resueltos por tecnologías mejores. Impresionado por las pruebas de poderes paranormales que Joseph Rhine había llevado a cabo en la Universidad de Duke (su alma mater), sugirió que las personas incapaces de usar las manos podrían desarrollar nuevos problemas mentales para vencer a los humanoides.

Yo soy menos optimista que Campbell, aunque al principio, cuando la idea de los humanoides tomó forma, supuse que podrían ser controlados de algún modo. Trabajé durante un par de meses en una versión de la historia donde finalmente eran derrotados, antes de darme cuenta de que, si eran realmente máquinas perfectas, nunca podrían ser detenidas.

En ese punto, deprimido por mi propia visión desesperanzada de la humanidad esclavizada para siempre por el último de sus inventos, abandoné aquel borrador y escribí una novela corta más alegre, «The Equalizer», sobre un tipo diferente de invento que libera completamente a los hombres.

El optimismo de «The Equalizer» me ayudó a volver a enfrentarme a los humanoides. Con un nuevo punto de vista, escribí «De brazos cruzados» limitando la historia a la asustada resistencia y la trágica derrota de un hombre típico en una familia típica en una ciudad típica cuando los humanoides se hacen cargo de todo. Creo que el tema queda mostrado con toda su efectividad: las mejores máquinas posibles, diseñadas con las mejores intenciones, se convierten en el horror definitivo.

Este amargo pesimismo no es exactamente el mío propio. Rara vez escribo una historia sólo para mostrar un tema, porque ese tipo de énfasis puede distorsionar personajes y trama. Creo que el tema auténtico es el que procede o parece proceder de la historia en sí, añadiendo fuerza y profundidad.

Sin embargo, seguía sin poder aceptar del todo la idea de Campbell de que se desarrollarían o se descubrirían nuevos poderes parafísicos para controlar a los humanoides. Por definición, siendo máquinas perfectas, los humanoides gobernarían eternamente. Mientras la novela cobraba vida en mi mente, los enormes poderes humanos nuevos resultaron ser físicos después de todo, y por tanto dentro del dominio humanoide. Los nuevos esfuerzos por detenerlos terminan en una nueva e irónica derrota, donde los humanoides son ahora capaces de capturar y dirigir cada mente humana. Los hombres se convierten en las marionetas de sus propias máquinas.

La malinterpretación de la novela se debe en parte a la forma en que escribí el final. Para evitar una simple repetición de la conclusión de «De brazos cruzados», intenté un experimento literario. El resultado de la novela, como yo lo veía, era aún más desesperanzado que antes…, pero lo conté desde el punto de vista de la gente a la que habían lavado el cerebro para sentirse feliz con respecto a los humanoides.

El resultado cobró una insospechada ambigüedad. No hubo dos críticos que vieran el final de la misma forma. Desde entonces, muchos lectores han descubierto que es tan sombrío como yo pretendía, pero muchos han tomado como mías propias las actitudes de las víctimas con el cerebro lavado.

Harold L. Berger, por ejemplo, en su reciente estudio sobre la literatura anti-utópica, Science Fiction and the New Dark Age, interpreta «De brazos cruzados» como yo pretendía, situando la historia, junto con el 1984 de Orwell, «entre las más oscuras visiones distópicas». Sin embargo, cuando estudia la novela, plantea preguntas sobre mi «repentino cambio pro-humanoide». ¿Es simplemente un despliegue de «virtuosismo narrativo», o una nueva creencia de que «el hombre debe someterse a la dictadura de la tecnología protectora o ser víctima de la tecnología destructiva»?

En realidad, no me siento completamente insatisfecho con estas respuestas variadas y contradictorias. La ambigüedad tiene sus valores. No creo que ningún escritor pueda dar una respuesta definitiva realmente satisfactoria a un problema humano tan importante como el mejor uso de la tecnología. Ya es más que suficiente poder plantear la cuestión, sugerir su significado y explorar las implicaciones de unas cuantas respuestas posibles.

En cualquier caso, creo que esta novela tiene otro nivel de significado, más cercano al que Berger sugiere. Creo que los humanoides, al menos para mí, no son sólo el símbolo de la tecnología definitiva, sino también una metáfora del viejo conflicto entre sociedad e individuo.

Este segundo significado se me ocurrió años después de escribir la novela, cuando empecé a advertir que su contenido emocional procedía de mi primera infancia, una época en la que me hallaba en conflicto con mis propios padres y otros adultos tan benévolos como los humanoides y relativamente tan poderosos como ellos, siempre contra mí pero insistiendo en que actuaban por mi propio bien.

Durante mis primeros tres años de vida, cuando aún era hijo único, vivíamos en un rancho aislado en Sierra Madre, al norte de México, a un día a caballo, como solía decir mi madre, más allá del cualquier carretera. Las montañas eran demasiado para ella, en parte porque se preocupaba demasiado por mí. Temerosa de los apaches salvajes, de los escorpiones, de los pumas, e incluso de la tierra pelada, me mantenía encerrado la mayor parte del tiempo en una cuna con barrotes, cuando yo quería libertad al menos para gatear por el suelo. Yo tenía que amarla, porque ella me amaba. Sin embargo, como carcelera que rompía cruelmente mi voluntad, tenía que odiarla.

Ése debió ser mi primer encontronazo con un dilema humano universal. Todos nacemos siendo animales que buscan la libertad, pero no podemos vivir solos. Al aceptar a nuestros semejantes, a la familia y los amigos, al colegio y la ley, a nuestra cultura y sus dioses, todos debemos comprometernos. Unos pocos lo conseguimos fácilmente y sacamos el mejor partido de ello, ganamos amigos y amantes, fama y poder, nos convertimos en maestros sociales. La mayoría no tenemos tanto éxito, nuestras concesiones son dolorosas, nuestras recompensas inciertas, nuestros amos odiosos. Unos cuantos rebeldes, obstinados en no ceder nada, permanecemos desafiantes hasta la muerte.

Este compromiso social es el precio de ser humano. En la simple familia animal, antes de que nuestros antepasados prehumanos salieran de los bosques, las presiones de esa pugna debieron de ser mínimas, aunque supongo que ya resultarían reales y bastante dolorosas. Paso a paso, con grandes invenciones como la postura erguida y la herramienta, la partida de caza y la voz oral, el precio aumentó y se hizo cada vez más complejo, la sociedad hizo más demandas, remodelando al animal nativo para formar al ser humano.

Siempre hemos pagado este precio sin objeciones, porque las recompensas aumentaban con él. Paso a paso, con herramientas y ropas, con lenguaje y escritura, ganamos el dominio de nuestro entorno. Al ofrecernos comodidades y seguridades, la sociedad siempre nos ha servido bien…, siempre que entreguemos parte de nosotros mismos.

Este duro acuerdo es la materia básica de la literatura y un tema central de estudio. La mayor parte de la literatura funciona para socializarnos, para tallar nuestro salvaje individualismo y enseñarnos los modos del grupo, para convertimos en buenos ciudadanos. Algunos, sin embargo, defienden el yo nativo. Unos pocos escritores independientes, como Ibsen, han escrito tragedias sobre individuos destruidos por dar demasiado.

En el lenguaje de la crítica literaria, todo esto se reduce al viejo enfrentamiento entre clasicismo y romanticismo. El clásico es el hombre social, el que acepta el status quo, el que respeta la tradición. Sus valores son razonados, públicos, formales. Como Ironsmith, consigue lo máximo de su acuerdo social.

El romántico es como Forester, el individualista que no puede comprometerse. Sus valores son privados, no razonados, intuitivos. Lamenta el status quo y desafía la tradición. A veces (si tiene mucha suerte) puede hacer algún cambio creativo en su sociedad. Normalmente, sólo se desgasta.

Tal como veo ahora el tema de la novela, los humanoides representan la sociedad, la familia, la tribu, la nación, los maestros, los policías y los sacerdotes, las costumbres, la cultura y la opinión pública, toda la inmensa máquina que constriñe y reforma nuestros impulsos y emociones, siempre (eso nos dicen) por el bien común y nuestro beneficio final.

Forester, en su larga y amarga pugna por detener a los humanoides o escapar de ellos, es el yo nativo, atrapado en la máquina social, que defiende desesperadamente su individualidad. Al final de la novela, sus obstinados compañeros y él han sido transformados a su pesar en útiles engranajes sociales.

La mejor prueba para esta interpretación es la forma en que explica a Frank Ironsmith. A lo largo de toda la novela, asombra y alarma a Forester porque se lleva demasiado bien con los humanoides. Éstos le permiten ir a donde quiere, vestir sus propias ropas y abrir su propia puerta, le dejan fumar y beber, incluso montar en bicicleta…, actividades decretadas demasiado peligrosas para Forester.

Al final de la novela, es Ironsmith quien permite a los humanoides ampliar sus poderes a lo parafísico. Meras máquinas, no son creativos…, como tampoco lo es la sociedad. Son Ironsmith y los suyos quienes crean los nuevos inventos para ellos, y Forester le considera el traidor definitivo a la humanidad.

Al escribir la novela, sentí gran placer por la forma en que Ironsmith se iba desarrollando, aunque en ocasiones no le comprendía del todo. Ahora creo que representa al hombre social, al individuo que saca el mayor partido de su compromiso social. En el irónico resultado, obtiene más de lo que nunca ha entregado. Como el maestro social que es, disfruta de todo lo que el rebelde romántico quiere y nunca gana.

Esta interpretación me fue aclarada mucho después de que la novela fuera escrita, durante un estudio sobre H.G. Wells y su ciencia ficción. Estaba contrastando las carreras de Wells y George Gissing, un amigo bastante menos afortunado. Ninguno de ellos, naturalmente, era completamente clásico o completamente romántico. Wells, nunca socializado del todo, fue siempre un crítico de su mundo. En sus asuntos amorosos especialmente, rompió libremente los códigos tradicionales. Sin embargo, a pesar de sus relaciones románticas, en su trato con la sociedad pareció tener un éxito inusitado. Gozó de fama, dinero, cierta influencia política, el amor de mujeres hermosas y dotadas de talento…, todo ello con costes mínimos.

Gissing, por otro lado, fue un dotado rebelde romántico que rehusó comprometerse. Murió joven, arruinado y amargado, una víctima rota de su propia rebelión. Su tragedia me parece paralela a la de Forester; y Wells, con su rica carrera, parece haber hecho el acuerdo más feliz de Ironsmith.

Los paralelos son reales, pese a las contradicciones humanas. Si el propio Wells era un rebelde medio romántico, Gissing tenía un clásico aprecio por la tradición. Wells creía que su trágico fracaso fue la educación clásica que le llevó a ignorar la ciencia y desdeñar el progreso. Sin embargo, al final, intercambiaron estos roles de un modo que ilumina la novela, al menos para mí.

Vista de esta forma, Los humanoides se vuelve vagamente autobiográfica. Aunque nunca he visto a un robot, cuando escribía el libro experimenté una serie de cambios de roles sociales, de Forester a Ironsmith. Mis primeros años en ranchos aislados me habían convertido en un molesto desclasado, un individualista solitario. Al llegar a la mayoría de edad, poco antes de la gran depresión, en un mundo que parecía no tener sitio para mí, me volví hacia la vida de mi propia imaginación. Viviendo como mal pagado escritor independiente de ciencia ficción, cuando el género empezaba su andadura, nunca tuve un trabajo, ni me casé, ni decidí unirme al mundo.

Sin embargo, no era el rebelde romántico completo. Nunca me sentí demasiado feliz siendo un solitario alienado, así que experimenté dos años con el psicoanálisis, tratando de sacar material de mí mismo. Serví como meteorólogo en las Fuerzas Aéreas durante la Segunda Guerra Mundial, un poco sorprendido por las satisfacciones que me producía el encontrar un lugar incluso en ese mundo social fuertemente ordenado. Las historias sobre los humanoides fueron escritas en el año y medio siguiente a mi regreso a casa. Con la novela terminada, abandoné el rancho familiar y me mudé a la ciudad, trabajé durante una temporada como periodista, me casé, regresé a la facultad, finalmente me convertí en profesor universitario. Bastante tarde en la vida, me uní a la raza humana.

Las ambigüedades de la novela son probablemente reflejos de mis emociones mezcladas sobre esta transición. La desesperada guerra de Forester contra los humanoides debe proceder de mi antigua ansia por una independencia total, y el afable trato de Ironsmith con ellos parece reflejar mi lenta aceptación de la sociedad…, un trato que ciertamente no lamento.

En resumen, sugiero que la novela puede ser leída a dos niveles distintos. En el primero y más obvio, la historia dice que nuestra mejor tecnología acabará con nosotros. Leído de esa forma, con Frank Ironsmith convertido en un villano enigmático, el final parece difuso o contradictorio. En el segundo nivel, dice que la sociedad recompensa a aquellos que la aceptan y destruye a quienes no lo hacen, e Ironsmith se convierte en un héroe no demasiado simpático.

O eso me parece. El escritor puede ser su crítico más confundido, y puedo equivocarme. La comunicación no es nunca absoluta. En frase de la semántica general, el mapa no es el territorio. Cada lector del mapa de cada autor está creando su propio territorio, su propia reflexión única sobre lo que el escritor quería decir. No puedo dictar el significado de Los humanoides, pues no tiene un solo significado. Sin embargo, espero que este comentario enriquezca el libro al menos para unos cuantos lectores.