30

Apoyado contra el viejo tanque, con la niña gimiendo silenciosamente a su lado, Forester no intentó moverse. Su cerebro nublado por el dolor no había seguido toda la alocución contra él, pero sabía que el caso estaba cerrado. Había sido condenado, y Frank Ironsmith era el alegre verdugo. Observó el cilindro blanco que no podía alcanzar, soportando el lento martilleo en su cabeza, la hinchazón en su rodilla y la mordedura en sus úlceras, esperando a que el cerebro de platino se apoderara de él.

—¡Por favor! —El agitado susurro de Jane Carter le sobresaltó—. ¡Ahora sé cómo ayudarle!

La sintió apartarse de su lado. La vio al instante, inclinándose para recoger el detonador rodomagnético en la vitrina transparente. Luego regresó y le colocó el pequeño cilindro de paladio en las manos. Sus dedos manchados de sangre se movieron con habilidad automática, retirando las llaves de seguridad. Apoyó el tembloroso pulgar en la tecla de disparo.

—Gracias, Jane —susurró roncamente a la niña—. ¡Ahora sálvate!

Esperó hasta verla asentir. Entonces su tembloroso pulgar bajó, en un acto de rebelión definitiva contra los humanoides y aquel omnipotente cerebro mecánico, en un último golpe salvaje contra la intolerable presencia de Ironsmith, en un frenético ataque final contra el dolor que le atormentaba. El alcance de la detonación desestabilizaría instantáneamente toda la masa en cuarenta metros, la materia del tanque oxidado y el suelo del museo y su propia carne enferma, y la convertiría en energía suficiente para arrasar el planeta. La tecla se movió fácilmente, y notó que el muelle empezaba a ceder.

Sin embargo, algo detuvo su pulgar.

Sacudió dolorido la cabeza, mirando débilmente a sus enemigos. Las divagaciones del viejo no le habían impresionado. Seguía odiando a Ironsmith, y aún temía al circuito. En sus manos estaba la posibilidad de escapar, y de desquitarse triunfalmente. Pero algo en él se negó a apretar la tecla.

—No sé por qué, pero no puedo —jadeó. Con cuidado, volvió a colocar las dos llaves de seguridad en sus ranuras y le devolvió el cilindro a Jane—. Por favor, llévatelo.

—Puedo decirle por qué. —Ironsmith se acercó tranquilamente, sonriendo con franca amistosidad—. No nos mató, ni siquiera cuando le dejamos intentarlo, porque en realidad no quiere, porque, muy a su pesar, ya está cediendo al amor.

Le habían dejado intentarlo. Eso significaba que ya debían haber visto su fracaso, con su visión extratemporal, antes de permitirle intentar aquel último esfuerzo inútil. Una apática frustración le abrumó, pero no estaba dispuesto a atribuir su rendición al amor.

—Adelante —murmuró roncamente—. Ahora estoy preparado.

Y apartó desdeñosamente la cabeza de la arrugada amabilidad del viejo y la bronceada benevolencia del joven. Las fuerzas le abandonaron y su cuerpo cayó contra el acero oxidado. Agachó la cabeza, y el pijama gris se manchó de lágrimas y pegajosa sangre. Permaneció tendido, envarado, sollozando dolorosamente su auto-derrota, mientras esperaba el poder del circuito.

Forester esperó…, y entonces se encontró de pie en el gran dormitorio que los humanoides habían construido para él en Starmont. La transición fue brusca. No había sentido ningún poder adueñarse de él, y ahora no tenía ninguna sensación de pérdida de tiempo. Tras descargar automáticamente su peso de la rodilla herida, buscó ansiosamente a su alrededor a Jane Carter.

Los jóvenes aldeanos aún danzaban en los altos murales, luminosos y alegres. La enorme ventana oriental era ahora ámbar verde, y llenaba la habitación de una suave luminosidad. Ante él, inmóvil, había un humanoide de ojos de acero. Pero no pudo encontrar a la niña.

Retrocedió ante la máquina…, hasta que su terror se disolvió en una complacida consciencia del oro fundido que brillaba en su perfecta superficie ideal acentuando su alerta solicitud. Sonrió ante su serena belleza, sorprendido y levemente aturdido por aquel shock de repulsión irracional.

—¿Dónde está Jane Carter? —preguntó bruscamente—. ¿La cogió ese cerebro de platino?

Pensó que sus propias capacidades psicofísicas debían de haberle salvado de algún modo del peligro nuevamente, pero no a la niña. La serena respuesta de la máquina le llenó de asombro.

—La señorita Carter requirió servicio especial —ronroneó—. Fue admitida al cuidado del circuito de Ironsmith al mismo tiempo que usted.

—¿Yo? —Una momentánea incredulidad le hizo alzar la voz—. Pero yo no sentí…

Su voz se apagó con la disipación de su primera incredulidad, pues de algún modo sabía, sin ningún recuerdo consciente, que las energías estimulantes del circuito le habían restaurado y remodelado, y se asombró de su propio asombro, como si el conocimiento de todo se encontrara ante él, bajo el nivel de la consciencia.

—Los hombres no sienten jamás el circuito —estaba diciendo la máquina—, porque la consciencia individual queda suspendida.

—¿Qué…? —El temor trató de ahogarle, pero se encogió de hombros. Porque el circuito no era más que un canal y una herramienta para el bienestar y la ayuda inconsciente de gente que lo amaba. ¿Cómo podía nadie temerlo? Tragándose su brusquedad, preguntó en voz baja—: ¿Qué me hizo?

—Reparó su cuerpo y reeducó su mente.

Se llevó las manos a la cara y descubrió que la sangre seca había desaparecido, igual que la barba. Cuando examinó el largo arañazo donde se había cortado contra el tanque en el museo de la guerra, no encontró ninguna cicatriz ni herida. Aquel lento dolor sordo había abandonado su cabeza y… Contuvo la respiración.

—Déjame…, déjame ver un espejo.

La máquina se movió instantáneamente para presionar el botón inferior de una hilera junto a la inmensa ventana translúcida. No se trataba de un relé oculto, sino de un botón que él podía tocar. El brillo ámbar se extinguió, y el amplio panel se convirtió en un espejo iluminado por los murales.

Reflejaba a un oscuro desconocido, más alto y más joven de lo que él era, no tan delgado, sino esbelto, erguido y en forma. La calva cabeza volvía a tener pelo, y la mueca irritada había desaparecido de sus labios. Las profundas cicatrices de preocupación habían sido borradas de algún modo. Incluso aquel duradero pijama gris con los cierres rodomagnéticos había desaparecido por fin, pues ahora llevaba un nuevo traje azul con botones que él mismo podía desabrochar. Acercándose para ver mejor, recordó su rodilla lastimada.

Extrañamente, no sintió ningún dolor. Al inclinarse para explorar con los dedos la vieja herida, descubrió que la hinchazón y la rigidez habían desaparecido. La articulación parecía curada. Cruzó el suave suelo, experimentalmente, y comprobó que sus pasos eran firmes y seguros. Sonrió agradecido a la máquina alerta y bruñida, y no vio ninguna respuesta.

Pues aquello era… solamente una máquina. Ni buena ni mala. Pudo oír nuevamente la voz de Frank Ironsmith, convincente ahora. Ni amiga ni enemiga, no impulsada por el odio ni por el amor, hacía el trabajo para el que Warren Mansfield la había diseñado: servir y obedecer, y proteger a los hombres del peligro.

Se acercó a la máquina con aquella nueva comprensión, y apretó el flanco de metal desnudo con un dedo, e incluso dio una palmada a la esbelta curva del trasero de silicona. No hubo ninguna reacción. La más mínima necesidad de su servicio, obediencia o protección dispararían sus remotos relés, pero nada más podía moverla.

Dando la espalda a su ciega benevolencia, Forester se preguntó cuánto tiempo le había estado enseñando el circuito lo descabellado de sus temores. ¿Cuánto tiempo había pasado… en blanco? Aunque no tenía ninguna sensación de tiempo perdido, estaba curiosamente seguro de que ni siquiera toda la inconsciente energía de las mentes unidas fluyendo en aquel vasto mecanismo podrían haber reparado instantáneamente su cuerpo enfermo. ¿Cuánto? Contuvo la respiración para hacer la pregunta, pero la aprensión le detuvo. En cambio, inquirió:

—Jane Carter…, ¿está aún dirigida por el circuito?

—Su Día del Despertar fue hace tres años.

¡Tres años! Forester debía haber pasado todo aquel tiempo en el olvido…, ¿y cuánto más? Una fría ola le rozó y se marchó, como si todo el tiempo quedara tenuemente cubierto bajo el umbral de sus propios recuerdos. Sin embargo, no podía recordar nada. Preguntó ansiosamente:

—¿Dónde está ahora?

—Lejos —dijo la máquina—. Viajando.

—Dile que quiero verla.

—No podemos alcanzarla. Está más allá del alcance de nuestro servicio, explorando planetas donde ningún hombre ha ido antes.

—¿No puedo hacerle llegar ningún mensaje?

—Posiblemente pueda recibir información de alguno de sus asociados, señor. Del señor Frank Ironsmith, tal vez. O del señor Warren Mansfield, o del señor Mark White.

—¿Dónde están?

—El señor Ironsmith está aún en el Instituto Psicofísico. Los señores Mansfield y White están ahora viviendo en la Roca del Dragón, en los intervalos entre sus expediciones.

—Entonces, ¿Mark White está libre del circuito? —sonrió aliviado—. Me gustaría verle.

—El señor White se ha adelantado a su deseo. Se le ha informado que usted despertaría hoy, y viene de camino a bordo de una nave rodomagnética. Aterrizará en unos minutos.

—¡Bien! —asintió Forester, ansioso por ver cómo el circuito había transformado al archienemigo de las máquinas en un socio de Mansfield e Ironsmith. No pudo evitar que su voz temblara al preguntar—: ¿Y dónde… está Ruth?

—Con el señor Ironsmith, señor. —El dolor del que huía había sido borrado de algún modo, y sólo sintió un poco de interés cuando la máquina añadió—: Envió un regalo para que se lo entregáramos cuando preguntara usted por ella.

Otro robot se lo trajo. Un pequeño bloque rectangular de algo negro, pulido y veteado de oro. Llevaba un mensaje escrito en verde, con la clara letra de Ruth:

Queridísimo Clay:

Estamos encantados de que vuelvas a encontrarte bien, y los dos nos alegramos por la nueva felicidad que descubrirás ahora.

Ruth y Frank

Felicidad…, ésa era su palabra favorita. La placa tenía un leve olor a Dulce Delirio. Forester leyó dos veces el mensaje, antes de que un picoteo en sus ojos nublara la clara letra.

—Por favor, dadles las gracias a ambos. —Sorprendentemente, su voz era suave, como si sus lágrimas hubieran sido por nada—. Por favor, decidles que deseo que sean felices juntos.

—Se lo diremos —contestó la máquina—. Pero hay también imágenes, por si desea verlas.

Forester empezó a negar con la cabeza, retrocediendo ante el dolor de viejas emociones, y descubrió de nuevo que éstas habían desaparecido.

—Déjame verlas —susurró rápidamente.

El humanoide presionó una tecla en la base de la placa, y el texto verde desapareció. Las vetas doradas se desvanecieron, y la oscura superficie se convirtió en una ventana a través de la cual vio un sencillo pabellón gris en lo alto de un valle verde, bajo las torres plateadas del Instituto. Frank Ironsmith y Ruth salieron de él y le saludaron alegremente. El hombre parecía más grueso, rebosante de salud y felicidad, y sus bronceadas mandíbulas se movían como si aún estuviera masticando chicle. Ruth estaba delgada y radiante, los claros planos de su rostro firmes con una fuerza tranquila que Forester nunca había visto antes. Se acercaron a él, sonriendo en la imagen, hasta que la tecla volvió a ocupar su sitio con un suave chasquido y la diminuta ventanita se cerró. Incluso entonces, la imagen de Ruth permaneció en su mente. Nunca había parecido tan joven, pensó, ni siquiera el día de su boda en Starmont, nunca tan ligera y libre.

—Diles que me alegro de ver que son felices —sonrió a la grave máquina—. Ahora, por favor, retira esto…, y abre esa ventana.

Despidiéndose con un movimiento de cabeza de aquel juvenil y despreocupado reflejo de sí mismo, Forester observó al robot pulsar otro botón. El espejo se convirtió de nuevo en una amplia ventana transparente que se abrió en silencio. La clara brisa de la ventana refrescó su cara y le trajo una sensación de libre bienestar.

—Ahí está la nave —señaló graciosamente la máquina—. El señor White está aterrizando.

Al volverse a mirar, Forester volvió a abrir la boca. La roja pista de aterrizaje, aún vacía, estaba tal como él la había conocido. Sin embargo, muy lejos, tras el borde irregular de la montaña, pudo ver la extensión del desierto…, que ya no era una masa árida y tostada. Nuevos lagos brillaban en los valles, sobre presas que debían de haber construido los humanoides, y casitas esparcidas componían alegres islitas de color en un nuevo mar de suave verde, y los picos superiores que antes habían sido colmillos de piedra desnuda estaban ahora cubiertos de bosques.

¡Nuevos bosques habían crecido desde que estaba aquí!

—¡Ese circuito! —jadeó—. ¿Cuánto tiempo?

Se volvía ya, aún temeroso de formular aquella pregunta al humanoide, cuando advirtió un destello de color en el cielo. La nave bajó lentamente, y el espejo ovalado de su casco brilló con los reflejos azules, rojos y verdes del paisaje. Le enterneció ver que Mark White saltaba de la cubierta sin esperar al humanoide que le seguía.

—¡Bueno, Clay!

Forester se quedó sorprendido, demasiado agitado para responder al saludo, pues White no mostraba ninguna huella del tiempo necesario para que los bosques crecieran. La barba y la hirsuta cabeza eran tan fieras como siempre, y cruzó el sendero con la agilidad de un joven.

—¿Confundido? —rió White—. Sé cómo se siente.

Forester cruzó el bajo alféizar de la ventana para estrechar la mano del otro hombre. Contempló la alegre luz de aquellos ojos azules que había visto sonreír con frío olvido la última vez, y susurró bruscamente:

—¿Cuánto tiempo ha pasado…, cuántos años?

—Este es el quincuagésimo Día del Despertar.

Un frío viento surcó su espalda.

—Éste es el día en que el circuito libera su cosecha anual de graduados, preparados para una vida independiente —añadió alegremente White—. Todo un acontecimiento, y le hemos preparado una fiesta. Vamos a reunimos en la Roca del Dragón. Mansfield estará allí, y nuestros viejos amigos Ford, Graystone y Overstreet…, que terminaron hace un año.

—¿Y Jane Carter?

—No está aquí. —Decepcionado, White sacudió la cabeza—. Pero vamos a reunirnos con ella…, y descubrirá que ha cambiado y que ya no es la niñita harapienta que conocíamos.

—Supongo que habrá crecido. —Forester captó la luz de admiración en los ojos de White, y empezó a preguntarse qué le habría hecho el circuito a Jane. Si los impulsos de energía creadora canalizados a través de aquellos relés de platino podían estimular la curación de todos los defectos y taras humanos, e incluso descoser el tejido del tiempo… La ansiedad se apoderó de él—. ¿Unirnos a ella? —susurró—. ¿Dónde?

—Más o menos a un millón de años-luz de aquí. —El hombretón hablaba casi indiferente de aquella enorme distancia—. En alguna parte de la Galaxia de Andrómeda…, ya sabe, nuestro vecino más próximo entre las nebulosas en espiral. Ha estado explorando planetas probables para nuestro nuevo proyecto colonial, y estará esperándonos en el lugar que ha elegido para nuestra primera instalación.

—¡Andrómeda! —Forester se estremeció y volvió a sonreír, ante otro fantasma de temor que se desvanecía—. Está muy lejos para fundar una colonia.

—Pero las distancias ya no son una barrera para nosotros —objetó White apasionadamente—. La única dificultad es que las unidades humanoides no pueden funcionar allí…, los rayos rodomagnéticos no llegan hasta tan lejos. Los primeros colonos tendremos que vivir sin ningún servicio humanoide.

—No es muy grave. —Forester frunció el ceño ante una momentánea sensación de deleite descabelladamente ilógico, que se volvió irreal cuando trató de examinarlo—. Creo que me gustará vivir allí —dijo impulsivamente.

—Lo hará —le aseguró White—. Por eso hicimos que Ironsmith le mantuviera tanto tiempo bajo el circuito: para recibir entrenamiento especial para su trabajo allí.

Forester contuvo la respiración, esperando.

—Nuestra primera instalación, en el lugar que Jane ha elegido, va a ser un nuevo circuito rodomagnético —explicó el hombretón—. El principio de un nuevo servicio humanoide separado para los pioneros de Andrómeda. Las primeras secciones del relé tendrán que ser ensambladas y probadas sin ayuda mecánica, naturalmente, y usted ha sido elegido para esa delicada tarea de ingeniería rodomagnética.

Forester se preguntó por qué su cuerpo trataba de envararse, y por qué casi sacudió la cabeza. Pudo recordar un tiempo en el que le desagradaban los humanoides e incluso no se fiaba de Frank Ironsmith, pero ahora, a pesar de que sus recuerdos de hechos pasados parecían bastante claros, todas las emociones confundidas que debían haberle llevado a sus desgraciadas acciones pasadas se desvanecían de la consciencia, aunque luchaba vagamente por ellas, como si fueran la irrelevante materia de un sueño improbable.

Antaño, intentó atormentarle una idea absurda, habría sentido reluctancia ante la idea de ayudar a importar a los humanoides para que sirvieran en los planetas vírgenes de otra isla universo. Sin embargo, sus juveniles hombros descartaron aquel incómodo pensamiento de inmediato, y su cara borró la preocupación de su ceño fruncido.

Puesto que, ¿por qué la sabia benevolencia de la Primera Ley no debería ser extendida hasta donde los hombres pudieran llegar? ¿Cómo podrían los colonos cuidar de sí mismos, sin los robots? Naturalmente, unos pocos dotados podrían servir todas sus necesidades con el uso de la telurgia, pero…, ¿y el resto?

—¿Listo? —el antiguo enemigo de las máquinas señaló hacia la nave—. Jane estará esperando.

Forester vaciló y miró al humanoide inmóvil que aguardaba en la habitación, dispuesto a servir y obedecer. Sabía que no le sería útil en aquellos distantes mundos hasta que los nuevos relés de paladio entraran en funcionamiento, pero al menos quería que le acompañase hasta el momento de la partida.

—Ven —ordenó.

El robot avanzó obedientemente, y Forester siguió a White hacia la nave con una alegre sonrisa de expectación en la cara.