Forester lo intentó con el arma de su mente, y esperó a que el hombre y la mujer murieran. Sin embargo, ninguna parte de sus cuerpos estalló en una temible llamarada. Ni siquiera cayeron. Simplemente continuaron mirándole gravemente sobre los escalones plateados, Ironsmith educadamente grave, Ruth sacudiendo la cabeza en triste reproche.
—¡Ah! —Forester jadeó, sorprendido e incrédulo, como si los dos le hubieran herido con un golpe bajo. Sus asombrados ojos se dirigieron hacia el lejano horizonte, donde el ominoso hongo empezaba a desaparecer contra el cielo azul de verano. Buscó otra roca.
—¡Basta, Forester! —interrumpió el anciano—. No tiene sentido destrozar el paisaje, porque no puede hacerle daño a nadie…, no con medios psicofísicos.
Forester se apartó de él, aturdido.
—No tiene por qué alarmarse —continuó suavemente el desconocido—. No puede herirnos, y no necesitamos contraatacar. —Sonrió, paciente y amable—. Si se calma lo suficiente como para escuchar, podré explicarle que al parecer ha pasado por alto un par de fundamentos básicos.
Forester permaneció de pie, tambaleándose, mareado y con la mente en blanco.
—Debería haber aprendido que las funciones psicofísicas son normalmente inconscientes —dijo el anciano—. Pertenecen principalmente a esa gran fracción del tejido cerebral que no es usada para los pensamientos conscientes. Un control consciente pleno requiere siempre un largo entrenamiento, y un alto grado de integración para descartar los conflictos internos inherentes. Debería saberlo…, aunque nos ha sorprendido.
La ajada cara mostró algo parecido a la admiración.
—Creo que no es consciente de la maravilla de sus propios logros. Es raro que una mente dividida por conflictos tan salvajes como el suyo pueda conseguir ningún control psicofísico. La explicación de lo que ha hecho, creo, se debe a su comprensión de los aspectos físicos y matemáticos, así como a la tendencia hacia las compensaciones psicofísicas para los handicaps físicos que se producen en individuos bajo intenso estrés emocional.
Forester permaneció mudo, aturdido en su dolor.
—Sin embargo, pese a todos sus increíbles logros, sigue sin mostrar ninguna comprensión real. —El anciano se volvió de nuevo severo—. Acaba de demostrar su ceguera con este loco intento de asesinato. Cualquier otro menos lisiado por el odio habría aprendido, hace mucho tiempo, que la energía psicofísica no puede emplearse para propósitos destructivos.
«Porque es creativa…, ¿no lo ve? Es la fuerza creadora básica del universo. Construye átomos estables sacándolos de los componentes disruptivos ferromagnéticos y rodomagnéticos. Es la madre de soles y galaxias, y ayuda a la condensación de los planetas. Produce la vida. Es la energía que conduce la evolución orgánica. Y es la mente.
Forester trató de no sucumbir a su fatiga, su pesar y su sorpresa. Diminutos cuchillos de dolor le apuñalaban a través de su rodilla hinchada, y pequeños colmillos de ansiosa agonía mordisqueaban su estómago, y una debilidad aturdidora intentaba poseerle. Pero sacudió la cabeza y trató de escuchar.
—La energía psicofísica es la mente —insistió con voz suave el anciano—. Todo átomo en el universo tiene mentalidad hasta el último de sus diminutos componentes creativos. Toda molécula tiene más. Cada nuevo desarrollo de estructura, en las complejas moléculas orgánicas, en los simples virus situados en la frontera de la vida en el cerebro humano, cada paso adelante en la evolución, es provocado por un nuevo surgir de ese componente constructor, a un nivel superior.
»Algunos de nuestros místicos pueden ver su funcionamiento a niveles aún más superiores. Estudiando la estructura y la función de toda la mente creativa surgiendo de la substancia de todo el universo para hacer y dar forma a todas las cosas, perciben la anatomía real de Dios.
Forester quiso escuchar. Pero las frases parecían demasiado amplias y vagas, y la cálida brisa se volvió súbitamente opresiva. El sudor empezó a correrle por la frente y los costados, y algo estrujó su pecho, y su rodilla le hizo tambalearse nuevamente.
—… enfermo, Forester —decía el anciano—. No puede hacernos daño, pero los intentos le están matando. Porque la energía de la vida y la mente (y la divinidad, si así lo quiere) es siempre creativa. Cuando intenta volverla contra sí misma provoca conflictos que actúan para destruir su propia identidad. Una mente, como un átomo o una estrella, puede ser aplastada por un fracaso del componente psicofísico.
Su rodilla cedió, y el hombre lo sostuvo. Aturdido, dolorido, Forester se sentó en el borde del escalón de plata. La brisa del lejano estuario azul pareció de pronto fría. Húmedo de transpiración, empezó a temblar. El polen le hizo estornudar. Se sonó la nariz y trató de escuchar.
—El pleno control consciente de las funciones psicofísicas requiere una mente completa —dijo el desconocido—. Una personalidad madura e integrada, libre de esfuerzos internos. Ningún hombre que haya descubierto esa actitud y esa paz mental sería capaz de intentar asesinar. Ningún hombre sería capaz de cometer un asesinato…, no psicofísicamente. Porque esa energía creativa no se destruirá a sí misma. ¿Le dice esto por qué fracasó?
Forester asintió, inseguro. Drogado por los venenos de la fatiga, el dolor y la derrota, trató de comprender.
—Imaginó que luchaba por el bien público —dijo el anciano—. Ese propósito creativo, aunque equivocado, explica lo que consiguió. ¿No tuvo casi todos sus éxitos con proyectos enteramente creativos?
—Eso es cierto. —Forester alzó la cabeza, aturdido—. Y creo que ha resuelto el enigma más sorprendente. Cuando escapamos de Ala IV, llegamos de algún modo a un planeta fuera de la galaxia. De algún modo, construí un refugio para nosotros…, o eso dice Jane. —El asombro se apoderó de su voz—. Nunca pude recordarlo.
—Un proyecto creativo. —El anciano sonrió—. Por tanto, no existió ninguna división interna. Imaginar que la niña estaba en peligro fue su estímulo. La función inconsciente hizo buen uso de su conocimiento consciente. Pero su intento de asesinato tenía que fracasar, porque era destructivo…, completamente demencial.
Forester se estremeció y volvió a estornudar. Pudo sentir el tembloroso miedo de la niña, y extendió el brazo para atraerla hacia sí. Apático, aunque aún desafiante, miró con envidia a Ironsmith y Ruth, que se encontraban más abajo de él en la escalera de plata.
—No puede hacernos daño, Forester. —La suave seguridad de Ironsmith le hizo encogerse—. Porque la energía psicofísica crea, igual que las masas gravitan. Yo podría habérselo enseñado hace mucho tiempo, si usted hubiera estado menos absorto en la creación de máquinas para aniquilar planetas y más dispuesto a confiar en los humanoides.
Demasiado helado y enfermo para contestar, Forester se limitó a acercar a Jane un poco más. Los deditos de la niña rozaron compasivamente su mejilla. Aquel acto le llenó los ojos de lágrimas. Se las secó furioso con la manga gris, y observó a la alta desconocida que había sido su esposa.
—¡Por favor, Clay…, trata de no odiarnos así! —La piedad de la mujer le cortó con una fina hoja de dolor—. Porque tu mente está enferma, y es debido al odio, y no podrás ponerte bien hasta que te cures de él. Hasta que aprendas el significado del amor.
Forester sacudió pesadamente la cabeza. Realmente no la odiaba, porque todo el pasado estaba perdido. Pensó que se alegraba de ver la felicidad que la unía a Ironsmith, porque el pasado había muerto. Pero no quería volver a oír su voz, u oler el aroma mustio de Dulce Delirio, o pensar en ella junto a él en la cama.
—Claro, Ruth —murmuró débilmente—. Comprendo.
—Sabía que lo harías. —Su rápida sonrisa le hirió con demasiados recuerdos. Apartó la mirada, tratando de no oír la ternura en su voz, porque ahora no quería nada de ella—. Y podemos ayudarte, Clay —dijo suavemente—. Con el nuevo circuito de Frank.
—¿Eh? —protestó Forester, y se puso dolorosamente en pie, tenso—. ¿Qué quieres decir?
—Sí, Forester, nos encargaremos de usted —respondió Ironsmith, sujetando aún la mano de la mujer, observándole con ojos amistosos y sinceros—. Diseñamos esa instalación sólo para manejar casos problemáticos como el suyo, donde el conocimiento parcial, el poder inadecuado y los resentimientos confundidos son demasiado dificultosos para que los manejen los humanoides.
Y los serenos ojos grises del joven miraron más allá, como para examinar algo tras las columnas de plata y las enormes ventanas del museo de la guerra con otro tipo de visión. Mientras retrocedía, Forester se vio asaltado por un súbito escalofrío de temibles recuerdos. Recordó cuatro máquinas humanas que había visto avanzar con demasiada rapidez y demasiada gracia a través de aquel oscuro laboratorio en Ala IV. No quería ninguna ayuda de aquel monstruoso cerebro de platino, y se estremeció cuando la mirada ausente de Ironsmith volvió a él.
—Pronto estaremos preparados para usted —asintió Ironsmith, sonriendo agradablemente—. La instalación está completa, pero tardaremos un poco en hacer que los potenciales psicofísicos alcancen el nivel operativo…
Convulsivamente, Forester se liberó de su terror. Cogió a la asustada niña y huyó con ella por las escaleras de plata, dirigiéndose hacia la puerta abierta y la vitrina que había tras ella.
—¡Escucha, Jane! —susurró roncamente mientras corría—. Quiero que te vayas…, que vuelvas a nuestro refugio. Creo que estarás a salvo…, porque voy a hacer volar este planeta…, ¡con el detonador de esa caja!
—¡Por favor…, no! —La niña se debatió en sus brazos, protestando—. ¿No ve que el señor Ironsmith no es realmente malo?
Forester estuvo a punto de detenerse. Pero no quería ser una máquina de carne, dirigida por un infalible cerebro de platino. Su rodilla temblaba bajo él y Jane pesaba demasiado en sus brazos, pero llegó a lo alto de las escaleras. Sus ansiosos ojos se clavaron en el blanco cilindro de platino del detonador rodomagnético entre las partes etiquetadas del misil robado, un arma aún más pequeña que su puño, pero lo suficientemente grande.
Miró hacia atrás, temeroso. Los dos hombres y la mujer que había sido su esposa ni siquiera se habían movido. Tal vez no sospechaban su objetivo. O tal vez sus poderes psicofísicos, como los suyos propios, eran inútiles para la violencia. Simplemente se quedaron observando. Ruth tenía una dolorosa expresión de piedad en su rostro. De repente, Forester lamentó que tuvieran que morir.
—¡Por favor! —gemía Jane—. Por favor, no…
Forester estaba seguro de que no había visto que hubiera ningún escalón en el umbral antes, pero algo le hizo tropezar. Su rodilla mala se dobló, derribándole. Trató de conservar el equilibrio y proteger a la niña, pero finalmente cayó. Su cabeza chocó con la coraza del tanque oxidado.
Durante un rato permaneció allí tendido, deslumbrado por el dolor y el insospechado fracaso. Jane Carter estaba arrodillada junto a él, llorando. Al principio pensó que la había lastimado al caer, y entonces la notó tratando de levantarle la cabeza. Intentó alzarse débilmente, y sintió una dolorosa puñalada en la rodilla.
—Será mejor que espere, Forester —oyó decir al anciano—. Espere el circuito.
Consiguió apoyarse trabajosamente en los codos y alzarse lo suficiente para apoyar su cuerpo contra las enormes vitrinas y los tanques acorazados. Pudo sentir la cálida sangre en el pelo, pero intentó sonreír al ver la cara atemorizada de Jane.
—Buen intento —jadeó—. ¡Casi lo conseguí!
Trató de auparse un poco más, pero los latigazos del dolor volvieron a aplastarle.
—Quédese quieto, torpe idiota. —La voz del anciano desconocido parecía débil y lejana—. ¿No cree que ya ha cometido demasiados errores?
Entonces pudo ver tenuemente al anciano, que cruzaba la amplia entrada con paso vigoroso…, y entonces dejó de haber ningún escalón en el umbral, en el sitio donde había tropezado. Buscó sombríamente a Frank Ironsmith y a Ruth, pero se habían ido.
—Han vuelto a Ala IV —dijo el anciano—. Aunque el circuito de platino es enteramente automático, hay una sala de control que puede ser detenida. La habitación está cerrada a los robots que mantienen el circuito, y protegida contra sus propias fuerzas operativas. Vamos a emplazar vigilantes aquí, e Ironsmith ha ido a poner a Ruth y a alguien más de guardia. Una precaución innecesaria —añadió—, porque ese circuito es tan perfecto como el que rige a los humanoides. No puede pasar nada.
Apoyado contra el frío acero oxidado, Forester aguardó, aturdido. La sangre dibujaba un riachuelo pegajoso en su barbilla y manchaba lentamente el pijama gris. Extendió la mano en un débil gesto de despedida para tocar el pelo de la niña. El juicio había acabado. El veredicto era culpable. La sentencia era la muerte, ejecutada con un tipo muy especial de horca que convertía a la víctima en una marioneta mecanizada. Estaba esperando al verdugo.
—No se preocupe, doctor Forester. —Jane intentó sonreír—. Esa máquina me tuvo una vez, y no duele.
—No duele nada —prometió el anciano de todo corazón—. Cura. —Su arrugada cara parecía ahora más amable, como si se disculpara por una sentencia demasiado severa—. Puede ayudarle realmente, Forester. Y yo deseo ayudarle. Luché contra los humanoides, e incluso intenté alterar la Primera Ley.
Forester le miró.
—¿Quién es usted? —jadeó débilmente.
—Mi nombre es Mansfield —dijo el alto anciano—. El doctor Warren Mansfield.