26

Forester se miró las manos y las flexionó, incrédulo. Pequeñas y nudosas, habían parecido sensibles y competentes hasta que vio los eficientes miembros de los humanoides, hermosos con el brillo de la luz sobre el silicio suavemente moldeado y poderosos con la energía recibida a través de rayos. Le habían servido anteriormente, pero ahora sus dedos estaban entorpecidos y doloridos por el frío, los nudillos despellejados donde se los había herido cuando Ironsmith le capturó en la torre del circuito. Estaban entumecidos y ahora le eran inútiles.

—Pero si no usó sus manos para nada. —Jane Carter pareció leer sus pensamientos—. Lo hizo con la mente…, ¿cómo pudo olvidarlo?

Tembloroso y perplejo, Forester contempló de nuevo la pequeña cúpula. La mesita, iluminada por una lámpara fija, era como la que había utilizado en el laboratorio de Starmont…, incluso tenía la familiar cicatriz marrón que había quemado algún cigarrillo olvidado. Ordenados sobre su superficie había cuadernos de apuntes y lápices afilados, una regla y varios manuales técnicos; uno de ellos, que incluía tablas de coeficientes rodomagnéticos, había sido publicado por la Starmont Press y lo había escrito un tal Clay Forester, doctor en física.

—¡Ése es mi nombre! —La nuca le picoteaba incómodamente—. Ésos son los valores que yo mismo elaboré, o hice que Ironsmith calculara para mí. Pero el libro no fue editado nunca, a causa de la censura. Sólo había una copia a máquina que guardaba en la caja fuerte. No comprendo cómo… —Y su voz cayó a un abismo de asombro, oscuro como la noche letal.

—Lo hizo con su mente —insistió gravemente Jane—. Lo hizo con la parafísica, de la misma forma en que yo cambiaba los átomos de potasio para detener a las máquinas negras. Sólo que creo que puede usted cambiar cualquier átomo, convertirlo en energía, y luego hacer que la energía vaya a cualquier otro átomo que elija. Porque creó todo este lugar de la roca, sólo pensando cómo quería que fuera.

Forester permaneció mudo, incrédulo.

—Yo le vi hacerlo —le dijo Jane—. Le vi abrir el hueco en el acantilado sólo con su mente, y convertir la roca en máquinas, aire y comida y todo lo que necesitamos. Y le estoy terriblemente agradecida. ¡Casi me muero!

Forester se acercó lentamente al termostato junto a la escalera, junto al ventilador. Era una buena copia del que había en la enfermería de Starmont y que Ruth y él nunca habían necesitado. La marca en la caja mostraba exactamente el mismo arañazo en diagonal.

—Supongo que tienes razón. —Sus hombros se alzaron, incómodos—. Porque veo que todo está copiado, de algún modo, de mi propia mente…, de cosas que conozco o ideas que pensé. Pero no veo cómo. —Una obstinada duda le hizo sacudir la cabeza—. ¡Simplemente no hubo tiempo para nada de esto! ¡Porque todo el lugar apareció… al instante!

—Supongo que no puede recordar —suspiró ella, desconcertada—. A mí me pareció muchísimo tiempo mientras esperaba ahí fuera en el frío, contemplando la roca mientras usted la cambiaba.

La preocupada mirada de Forester se volvió hacia el mundo sin viento ante la cúpula, y algo rozó su espalda con el blanco escalofrío de la lucecita que caía desde la lejana galaxia. Conocía la ciencia de la transmutación. Mientras inspeccionaba pilas atómicas industriales para la Autoridad de Defensa, había visto asombrosas demostraciones donde una pequeña muestra de sodio, aluminio o platino era introducida cuidadosamente en el caliente reactor a través de una abertura en el escudo de plomo y hormigón y salía convertido en una mezcla de letales elementos radiactivos donde los análisis revelaban las triunfantes huellas del magnesio, silicio u oro hechos por el hombre. Conocía la mecánica de la transformación nuclear por medio de la cual las salvajes energías de la pila destruían y reconstruían las unidades atómicas, los protones, neutrones y electrones para crear elementos diferentes. Eso era cosa conocida para él. Pero esto… ¡Esto era diferente!

Frío granito disolviéndose rápidamente en un inexplicable reactivo de la mente, para convertirse en placas de acero fuertemente soldado reforzadas con fibra de vidrio aislante, tambores sellados de oxígeno comprimido complejo con medidores de presión y válvulas de reducción, brillantes latas de judías verdes, y aquella notable célula de energía rodomagnética y la regla de cálculo que tenía en la mano…, ¡materia moldeada por el pensamiento puro!

No conocía mecánica alguna para aquello. La mitad escéptica de su cerebro quería rechazar la evidencia, pero la reluctancia no pudo disminuir la cómoda realidad de aquella concha transparente que mantenía a raya el vacío sin aire y el frío. La cúpula estaba allí, y su sólida existencia acicateaba su incierta búsqueda de la comprensión.

Pensó que la teoría de las fuerzas de intercambio podría volver a ayudar…, aquel concepto de la incesante pulsación de identidad entre una partícula atómica y cualquiera de sus innumerables gemelos. Porque cada partícula, concebida como una onda de probabilidad, existía en todas partes. Aquel hecho había proporcionado una respuesta provisional al enigma de la teleportación, y ahora vio que otras maravillas igualmente aturdidoras estaban también implicadas, incluso la creación mental de este curioso refugio.

Porque todas las propiedades químicas y físicas de la materia estaban determinadas, obviamente, por pautas particulares de identidad atómica. Cualquier cambio de pauta, de una forma muy clara, sería también un cambio de propiedad, una transmutación. Y todas las pautas existentes no eran más que funciones de la probabilidad de fuerzas de intercambio.

¡Probabilidad! En sí misma un enigma sin resolver, ésa debía ser la respuesta. Jane Carter había demostrado muchas veces que su mente podía gobernar la probabilidad, para hacer estallar átomos inestables o cambiar su lugar en el espacio. Y Lucky Ford había hecho una demostración más simple, recordó, en la Roca del Dragón, con sólo un par de dados. Allí, en alguna parte, debía de encontrarse la verdad. Forester se sintió tranquilizado por aquel destello de comprensión…, hasta que su breve iluminación se desvaneció.

Pues entonces las preguntas sin respuesta de Mark White vinieron a atormentarle. ¿Cuál era la materia de la mente? ¿Cómo podía aferrar nada, ni siquiera la probabilidad? ¿Cuáles eran las leyes, y dónde estaban los límites? Desconcertado, estudió la milagrosa regla de cálculo que tenía en la mano y asintió con aprobación ausente. Las secciones se deslizaban fácilmente, y había cuatro escalas especiales que, recordó, había pensado que serían útiles para resolver problemas rodomagnéticos.

—Supongo que lo hice realmente. —Soltó la regla y se volvió lentamente hacia la niña—. Pero sigo sin saber cómo.

—Debe intentar recordar —insistió ella, desesperadamente—. ¡Por favor…, inténtelo con fuerza! Las máquinas negras aún tienen al señor White y a los otros. Tenemos que ayudarles.

—Lo intentaremos —asintió él, encajando la barbilla. El esfuerzo se marcó en su delgado rostro, pero la huida de Ala IV y la construcción del refugio continuaban siendo tan sombríamente misteriosos como el paisaje muerto tras aquel arco de hielo. Cansado, sacudió la cabeza.

—¿No puede pensar en cómo aprendió? —susurró Jane ansiosamente—. ¿No puede recordar en qué estaba pensando… justo antes de que olvidara?

—¡Naturalmente! —Dio un respingo al darse cuenta—. En esa ecuación de equivalencia.

¿Por qué no lo había pensado antes? Tendido en su jaula ante la suave vigilancia de la máquina, se había sentido excitadamente aliviado ante la promesa infinita de aquella prima materia definitiva. Ciertamente, era demasiado importante para ser olvidado de una forma tan indiferente. Preguntándose por el punto ciego que tan extrañamente lo había borrado de su mente, agarró un lápiz y anotó apresuradamente la ecuación, tenso con la fresca sensación de ilimitadas implicaciones, y helado por la curiosa aprensión de que de algún modo podría volver a escapársele tras aquella inexplicable barrera de olvido.

—¿Ahora? —susurró Jane, esperanzada—. ¿Puede recordar?

—No mucho. —Sacudió la cabeza, tratando de no ver la decepción en sus ojos—. Pero creo que esta ecuación debería ser la clave…, si supiera cómo usarla. Porque da las constantes de equivalencia para la energía ferromagnética y rodomagnética, ambas en términos de platinomagnetismo…, que es también la energía de la mente.

Empezó a explicar los símbolos.

—No sé leer —le detuvo ella, tímidamente—. Nunca he ido a la escuela, excepto con el señor White. Puedo hacer algunas cosas, como contener el frío. —Señaló con la cabeza, sin temor, al negro y silencioso territorio—. Pero no puedo comprender cuando intentan explicarme cómo lo hago.

Y Forester se quedó sentado, el ceño fruncido, contemplando el papel que tenía en la mano. Sabía que aquí se encontraba la clave definitiva al conocimiento y el poder que otros hombres habían buscado en vano desde los días de la alquimia. La había usado triunfalmente, y luego, de una forma inexplicable, la había olvidado. Sombrío y resuelto, se dispuso a recuperar su secreto.

—Será mejor que vayas a jugar —instó a la niña—. ¿O quieres descansar?

Pero ella rehusó dejar la cúpula tenuemente iluminada. De pie contra la barandilla de la escalera, le observó trabajar en su mesita, luego sentarse con el ceño fruncido en la implacable oscuridad, y finalmente trabajar de nuevo, desesperadamente.

—Éstas son las expansiones y transformaciones de la primera ecuación —explicó—. Estoy tratando de derivar descripciones matemáticas completas para todos los fenómenos psicofísicos. Porque deberían decirnos cómo hacer esas cosas que debo haber hecho y luego olvidado.

Ella sacudió la cabeza, confundida, y siguió observando.

—¡Ah! —Forester contuvo la respiración y escribió algo apresuradamente, y luego echó un vistazo a los campos de grava congelada donde ella había buscado pepitas. De repente, en su tenso rostro afloró una sonrisa—. ¡Mira, Jane!

Y un trocito de metal cayó sobre la mesa, salido de ninguna parte. Él extendió la mano para cogerlo, y luego retiró cuidadosamente los dedos, pues la intensa blancura del paladio estaba cubierta del blanco brillante de la escarcha, que chispeaba y chasqueaba y aumentaba a medida que el temible frío sorbía la humedad del aire. Forester miró hacia el cruel cielo, frunciendo levemente el ceño, como con esfuerzo, y la pepita desapareció bruscamente.

Su lápiz volvió a apresurarse. Se detuvo a estudiar la carita intranquila de Jane con ojos sombríos que parecían tan ciegos como si la nueva máquina le hubiera poseído. Sus finos dedos amarillos cogieron la regla de cálculo…, hasta que contuvo la respiración e hizo otra rápida anotación, y advirtió a la niña:

—¡Cúbrete los ojos!

Un destello más brillante que el relámpago sacudió la congelada noche. Una nueva estrella azul ardió por un instante sobre aquellas colinas muertas, antes de que su breve esplendor se desvaneciera y se apagara.

—No, aún no recuerdo. —Forester sacudió la cabeza ante la muda pregunta de Jane—. Eso es sólo una transformación de la primera ecuación que describe la detonación de una masa en energía libre cuando el componente psicofísico es cancelado. La probé con esa pepita.

Señaló triunfante hacia el trozo de cielo donde la salvaje luz había ardido y se había extinguido.

—Teleporté la pepita al espacio y la hice estallar. ¡Una supernova de doscientos gramos! Ésa es nuestra arma. Un poco mejor que el Proyecto Trueno…, y no creo que Frank Ironsmith y sus peculiares amigos puedan robarla.

—Entonces, ¿podremos ayudar al pobre señor White? —susurró ella ansiosamente—. ¿Antes de que las máquinas lo maten con sus experimentos?

—Creo que sí —asintió Forester sobriamente—. Aunque primero debemos hacer otra cosa, para concedernos una oportunidad contra los humanoides. Debemos encontrar a Ironsmith y aplastar a ese grupo de traidores que le acompaña.

—Supongo que es el primero contra el que hay que luchar —asintió ella, reluctante, acercándose a Forester en las sombras de la cúpula—. Ahora parece terrible, no como solía ser. Ya no parece humano.

—No sé lo que es. Pero ahora podemos luchar con él.

Mientras Jane Carter le observaba, Forester buscó el cubil del traidor. En un momento determinado le dijo a la niña, con una amarga sonrisa, que lo que necesitaba era la sección de cálculo de Starmont, porque era Ironsmith quien siempre había elaborado las hermosas abstracciones, y él solamente las había aplicado a la realidad. Fue una eternidad de concentración y de miradas vacías y de trabajo apresurado con la nueva regla de cálculo antes de que pudiera anotar otra breve ecuación.

—Sigo sin recordar nada —le dijo—. Pero ésa es otra derivación. Define el espacio y el tiempo… como los efectos electromagnéticos que pensaba que eran, pero unidos por un efecto de cohesión psicofísica que impide que el universo se rompa en una infinidad.

—Sí, ahora he encontrado a Frank Ironsmith. —Su voz era tan baja que ella tuvo que inclinarse sobre la mesa para oírle—. En el pasado. En Starmont, antes de que llegaran las máquinas. Debemos seguirle a través del tiempo y ver dónde deja…

Forester se estremeció, y algo endureció su pálida sonrisa para convertirla en una mueca de dolor y odio. Su calva cabeza se hundió hacia delante, su cara enjuta se volvió gris y sus finos labios se pusieron blancos. La niña retrocedió un poco antes de preguntar amablemente:

—¿Qué es lo que ha visto y le ha hecho daño?

—Ironsmith y… Ruth. —Sus terribles ojos enfocaron su carita durante un instante, y luego buscaron de nuevo la columna luminosa—. Eso no importa ahora…, excepto a él, a Ruth y a mí. —Su voz era ronca y lenta—. Debemos seguirles desde Starmont…, aunque es difícil rastrear las líneas que usan para teleportarse.

Jane Carter esperó, observando los cambios en su cenicienta cara. Vio esfuerzo, agonía y temor, pero por fin el hombre volvió a asentir.

—Lo encontré. —Siguió contemplando la galaxia, y su voz volvió a sonar ronca por el esfuerzo—. El cubil de los renegados humanos. —Sacudió la cabeza—. Aunque sigo sin comprender ese Convenio.

Temblando, la niña continuó observándole. Después de largo rato, el hombre se volvió hacia ella. Inspiró cansinamente, sonrió y se puso en pie para desperezarse. Dio un respingo cuando puso demasiado peso en su rodilla.

—¿Encontró al señor Ironsmith? —susurró ella—. ¿Ahora?

—Los seguí a Ruth y a él, y encontré el nido de los traidores. —Empezó a cojear en torno a la oscura cúpula—. Los vi allí juntos, hace unos pocos días. Pero ahora él se ha ido…, no sé adónde. Imagino que aún estará en Ala IV, probablemente ayudando a los humanoides a completar ese cerebro de platino. Pero tengo miedo de buscarlo allí, porque capté el potencial del circuito cuando lo intenté. —Se estremeció—. La energía psicofísica de ese cerebro mecánico —jadeó—, extendiéndose para manejar a todos los hombres vivos…, ya es terriblemente fuerte.

—Entonces…, ¿qué podemos hacer?

—Miré hacia delante. —Su voz estaba cargada con el conflicto del miedo y la resolución—. El factor de incertidumbre hacía las cosas tenues y difusas, pero creo que le vi volver junto a Ruth. Creo que sé en qué lugar esperar.

—¿Dónde?

—En ese planeta donde los humanoides pagan a sus amigos humanos. —Su cara aparecía tensa, oscura y salvaje—. Está a unos tres años-luz de Ala IV…, lo más cerca que las máquinas permiten a los hombres. Los renegados parecen ser las únicas personas que hay allí…, ¡y les va bastante bien!

Frunció el ceño ante el arco de distantes estrellas.

—Ése debe ser uno de los primeros mundos que tomaron los humanoides, creo, demasiado tarde para impedir las guerras atómicas y rodomagnéticas; al mirar cien años atrás en el tiempo, no pude ver más que ruinas arrasadas, grandes cráteres producidos por las bombas y desiertos estériles aún mortíferos por los residuos atómicos. Pero las máquinas lo han arreglado todo para sus amigos. Los cráteres han sido aplanados, y los continentes vuelven a ser verdes, y los residuos han sido limpiados. Supongo que los renegados participaron con su ayuda psicofísica, porque no es fácil extirpar la radiactividad del suelo y de los mares.

Se secó la cara con la manga gris.

—Sigo sin comprender cómo los hombres pueden haber hecho lo que han hecho. Pero Frank Ironsmith no es el primero. Pude ver a otros como él reuniéndose allí hace años. No puedo decir todo lo que han aprendido o hecho…, espiarlos no es muy seguro. ¡Pero son poderosos!

Jane se mordía los sucios nudillos, escuchando en silencio.

—No vi ningún arma, pero esos hombres no necesitan armas físicas —prosiguió él—. No sé qué trampas invisibles pueden haber dispuesto, o qué fuerzas desconocidas han preparado para destruirnos. Pero no vi ninguna evidencia de que comprendan la detonación de masas. Tal vez pueda matar a Ironsmith, y a los que sea necesario, y luego obligar de algún modo a los humanoides a dar mejor trato a los seres humanos.

Ella asintió, aprensivamente, y luego, cuando descubrió que aún tenían que esperar otra hora, confesó tímidamente que tenía hambre. Forester la condujo a la cocina que el nuevo poder inconsciente de su mente había formado a partir de la substancia de la roca, y preparó inexpertamente una comida. La observó comer, pero su propio estómago se sentía demasiado incómodo y tuvo que ir a su habitación a tomar otra cápsula antiacidez.

El espejo del cuarto de baño le ofreció una sorprendente imagen de sus ojos hundidos e inyectados en sangre y de la palidez gris y enfermiza bajo su barba sin afeitar; el pijama gris parecía un cómico uniforme de batalla. Sin embargo, cuando trató de cambiarlo por el traje azul nuevo que encontró en el armario, no pudo hacer funcionar los cierres rodomagnéticos, y la fina tela gris del pijama demostró ser demasiado dura para que pudiera romperla. Se rindió, se lavó la cara, y volvió cojeando al lugar donde le esperaba Jane.

—Es la hora —dijo—. Dentro de unos cinco minutos…, si era realmente Ironsmith, volverá con Ruth.

Se detuvo a estudiar las notas de otro trozo de papel.

—La ecuación de teleportación —dijo—. Describe la deformación instantánea de las fuerzas de intercambio a través del componente de cohesión psicofísica, para cambiar las pautas de identidad atómica, como nosotros, en nuevas coordenadas de espacio y tiempo. El factor de incertidumbre parece legislar cualquier viaje en el tiempo, pero el cambio en el espacio es el arte que te enseñó Mark White.

Jane sacudió la cabeza ante aquellas palabras, con reproche, y le tendió la mano. Forester miró de nuevo el papel, y lo aplastó salvajemente, y se volvió con la niña hacia la distante galaxia.