Estaba de pie en un llano lecho de grava, en el seco surco de un riachuelo. A su izquierda había oscuros acantilados, formados allá donde la corriente desaparecida había cortado un promontorio de granito. Los baldíos terrenos de grava se extendían a su derecha, y más allá había colinas bajas, desnudas y muertas junto al amplio valle del antiguo río.
Era de noche, y el frío era cruel.
Pues esto no era Ala IV. El cielo se lo dijo. El gris sombrío del planeta humanoide había desaparecido, y el cielo sobre los oscuros acantilados y las negras colinas era completamente negro, salpicado sólo por unos cuantos amasijos de neblina gris. Alzándose contra la oscuridad, por encima del valle muerto, se divisaba un alto y sesgado domo de blanco y pálido resplandor, un increíble chorro de destellos diamantinos congelados e inmóviles.
Durante un momento se quedó mirando, temblando y aturdido, aplastado por el salvaje ataque del frío. Estaba descalzo sobre la helada mordedura de la grava, vestido sólo con el fino pijama gris con el que le había ataviado su cuidador mecánico. El mordiente frío sorbía su aliento y lastimaba su piel, y Forester permaneció perplejo hasta que notó el tirón de una ansiosa mano infantil.
—¡Oh, doctor Forester! —Jane Carter estaba acurrucada junto a él en el lecho del río; ya no era una criatura de las máquinas. Sus enormes ojos asustados podían ver de nuevo, y aquella sonrisa serena y fría de lejano olvido había desaparecido—. ¡Tengo tanto frío! —Tembló contra él—. Por favor, sáqueme de aquí.
—Pero, ¿cómo puedo hacer eso cuando ni siquiera sé dónde estamos? —Forester tiritó, abrumado por el asombro.
Descubrió que en realidad no podía hablar, porque aquel frío vacío le robaba el aliento. Tenía la garganta seca, los pulmones le ardían, y notaba los labios demasiado entumecidos para poder moverlos. No emitió ningún sonido ni oyó ninguno, pues este oscuro lugar estaba completamente muerto. Sin embargo, la niña pareció comprenderle, pues una nueva desazón apareció en sus ojos.
—¿No lo sabe? —Le miró con el ceño fruncido y la carita dolorida, y él se dio cuenta de que en realidad no había oído su voz—. Debería de saberlo, porque me rescató de las máquinas negras y nos trajo a los dos aquí. Todo lo que yo hice fue mostrarle dónde debía venir.
—¡No… no puede ser! —Sacudió la cabeza, aturdido—. Porque hace un momento yo estaba en una jaula, esperando que el cerebro de platino se apoderara de mí. No recuerdo haber hecho nada en absoluto. Ni siquiera esperaba escapar, y desde luego ignoro dónde estamos.
—Lo sé. —La niña se apretó contra él, sus mudos pensamientos más rápidos que la voz—. Éste es el lugar frío y lejano donde el señor White me enviaba a coger pepitas de paladio. Yo volvía rápidamente a la cueva, para no congelarme…, pero ahora no podemos volver allí. Las máquinas negras nos cogerían otra vez. —Forester sintió los ansiosos dedos helados sobre los suyos—. Por favor…, ¿adónde podemos ir?
Pero Forester permaneció mudo, vacilando anonadado. Recordó aquellas heladas pepitas de paladio que Jane había traído de los terrenos de un planeta sin sol donde el frío era del cero absoluto, y ahora vio el terrible significado de la oscuridad sin estrellas y el alto arco de polvo de diamante más allá de las colinas negras y yermas. El frío implacable y silencioso se hundió más mordazmente en él, pues ahora supo que Jane y él habían sido desterrados de algún modo a este planeta sin vida perdido en el exterior de su universo natal.
Aquellas diminutas manchas ovaladas contra la oscuridad muerta y vacía eran otras islas del universo, remotas más allá de todo conocimiento. Y aquella alta columna de humo era el borde de su propia galaxia, iluminada por una luz que debía de haber dejado su espléndida bruma de soles mil siglos antes de que el primer filósofo del mundo madre hubiera soñado en buscar la eterna realidad tras el múltiple flujo de las cosas aparentes.
—Hace tanto frío —gimió la niña, asustada—. Por favor, ¿no puede hacer nada? No puedo mantenernos mucho tiempo con vida aquí sin respirar. Y no conozco ningún sitio seguro adonde ir. Por favor, ¿no puede…?
Forester sacudió la cabeza. Porque debían haber transcurrido mil millones de años para que este átomo errante vagara hasta tan lejos a través de la oscuridad extragaláctica. Debía de haber pasado más tiempo de lo que era capaz de imaginar desde que algún sol perdido calentara por última vez estas negras colinas, desde que las aguas desaparecidas recorrieran por última vez este lecho congelado. El mundo estaba muerto. Ningún día rompería jamás el esplendor negro y plateado de esta noche salvaje y sin sonido. Nada podía vivir aquí mucho tiempo. Tenía las manos vacías y su débil rodilla le latía, y el frío del suelo le quemaba las plantas de los pies descalzos como si fuera algo muy caliente. Tras mirar la negra hilera de los acantilados, hundió los frágiles hombros, desesperanzado. Nada podía vivir en el cero absoluto.
—No, Jane, no creo que haya sido yo quien nos ha traído aquí —intentó amablemente no aumentar el miedo de la niña, hasta que vio en sus ojos alzados que ella conocía su abrumante desazón—. Tal vez lo hicieron los humanoides con ese nuevo circuito. —Su mente se estremeció—. Nos usaron como animales de laboratorio. Tal vez querían ver cómo te mantenías con vida aquí. Tal vez pretenden hacernos volver, justo antes de que muramos…, y así salvarnos para otra prueba.
Alzando rápidamente un pie descalzo y luego el otro para apartarse del mordiente frío del suelo, la niña se enderezó, envuelta en aquel gastado abrigo de cuero que le quedaba demasiado grande, el pelo cubierto de polvo de escarcha.
—Disculpe, pero lo hizo usted. Luchó con ese nuevo cerebro mecánico para liberarme, y nos teleportó a los dos aquí. —Sus oscuros ojos contenían una solemne súplica—. El señor White diría que es usted terriblemente bueno…, pero aún tengo miedo de morir. ¿No puede encontrar un lugar cálido para nosotros, con aire?
—No sé teleportarme —insistió él—. Ni ninguna otra cosa. Pero tú puedes ir… a otra parte. —La apartó ligeramente de su lado—. Será mejor que me dejes y busques un lugar seguro.
—¡No, por favor, no hay ninguno! —Se agarró a él desesperadamente—. Me libró de las máquinas, aunque yo no lo recuerde. Aún está luchando con ese cerebro para conservarme, aunque usted no lo sepa. Debemos permanecer juntos, ¿no lo ve?
—Permaneceremos juntos.
Moriremos juntos, pensó, asintiendo incómodamente.
—¿Puedes decirme cómo contienes el frío, para que pueda ayudarte?
Ella se limitó a sacudir la cabeza, temblando contra él, exhausta ya. No lo sabía, no conscientemente, y su adaptación psicofísica inconsciente no podría mantenerlos a los dos con vida más que unos minutos. Aparte de eso, Forester no podía ver ninguna esperanza, pues los silenciosos colmillos del frío se le habían clavado ya profundamente. Sus vacíos pulmones ardían, y sus dedos entumecidos apenas sentían el peso muerto del cuerpecito de la niña que se deslizaba junto a él.
Olvidó su propia desesperación y se inclinó para recogerla. Su pierna mala cedió. Cayó, arrastró las manos por el suelo y se puso débilmente de rodillas. La alzó con ternura, tratando de protegerla con sus brazos, pues no se le ocurrió otra cosa. Pudo sentir su esfuerzo por contener el implacable vacío del frío, pero no conocía ningún medio de compartir la carga. Ella pareció dar un respingo y tiritar, e instantáneamente el frío los golpeó con nueva furia, como si su vida y su poder hubieran fracasado. Barrido por una compasión infinita, Forester deseó saber cómo ayudarla.
—¡La puerta! —Ella se agitó débilmente en sus entumecidos brazos, tratando de señalar—. ¡Véala…, allí!
Volviéndose dolorosamente, Forester halló un nuevo brillo sobre el borde de aquellos antiquísimos acantilados. Su visión distinguió a duras penas la suave curva de una cúpula transparente inundada por la fría radiación pálida de la lejana galaxia. Contra la oscura roca de debajo vio una luz verde.
Sacudió la cabeza, aturdido, y volvió a mirar. Porque no podía ser una luz. Nada podía estar vivo para encender ningún tipo de bengala en este mundo sombrío, y de todas formas estaba seguro de que la cúpula no se encontraba allí cuando miró por primera vez los acantilados. Parpadeó y jadeó, desconfiando de sus sentidos. Pero la luz siguió brillando increíblemente sobre las superficies de metal pulido, tras una abertura redonda en la oscura roca.
—¡Por favor! —sollozó Jane—. Deprisa…
No esperó más. Tras ponerse trabajosamente en pie, la recogió de nuevo. Un gélido entumecimiento trató de contenerle y un doloroso rugido aumentó en sus oídos, pero avanzó tambaleándose hacia la abertura iluminada de verde. La afilada grava ya no le lastimaba los pies, e incluso el dolor de su rodilla había cesado, pero una mortal rigidez le asaltó. Cayó, y volvió a ponerse pesadamente en pie, con la niña aún gimiendo en sus brazos, y avanzó hasta que volvió a caerse.
Y de nuevo la levantó hasta que por fin, vivo de algún modo, atravesó un brillante umbral de metal. Dentro de la pequeña cámara donde ardía la luz verde vio lo que debía ser una compuerta. Sus dedos helados y doloridos encontraron una fila de botones, donde uno brillaba tenuemente en verde. Lo pulsó torpemente, con un dedo que no tenía fuerza ni tacto, y una enorme válvula se deslizó para envolverlos.
El aire entró aullando, un huracán cálido y agradable. Forester llenó sus ardientes pulmones y respiró. La visión empezó a aclarársele, y la presión de la sangre rugiendo remitió en sus oídos, y sus pies envarados comenzaron a dolerle de nuevo con el calor del suelo.
Aún tenía a Jane Carter en los brazos, flácida y silenciosa. Cogió su muñeca y no sintió el pulso. La carne de la niña parecía muy fría, incluso para sus manos entumecidas, y pensó que debía estar muerta. Se inclinaba para colocarla sobre el suelo cuando notó un repentino calor, como si alguna fuerza psicocinética hubiera actuado directamente sobre ella para acelerar el movimiento molecular del corazón. Jane se estremeció convulsivamente, inspiró profundamente, sus oscuros ojos se abrieron y volvieron a ver, llenos de completa devoción.
—¡Oh, gracias, doctor Forester! —Ahora sí pudo oír la grave dulzura de su voz. Al parecer completamente restaurada, se zafó rápidamente de sus brazos. Su sonrisa era ahora humana, relajada y feliz—. ¡Creo que el señor White diría que es usted muy, muy bueno!
Aturdido de nuevo por su brusca recuperación, Forester miró a su alrededor con asombro cada vez mayor. Cualquier ayuda o refugio, en este planeta vagabundo, habría parecido un paraíso increíble y altamente conveniente.
Por supuesto, no tenía mil millones de años de antigüedad.
El aire límpido y cálido tenía un débil olor a pintura nueva. Los botones que operaban las válvulas estaban hechos de un novísimo tipo de material sintético transparente…, y todo estaba pulcramente etiquetado en su propio lenguaje. Atornillada a la caja del mecanismo de control estaba la placa familiar de la Acme Engineering Corporation, una pequeña firma que había suministrado determinados aparatos para los tubos de investigación de neutrinos de su propio Proyecto Vigilancia.
Reuniendo todo su valor para experimentar, pulsó torpemente el botón marcado «Válvula interior - Abrir». Algo zumbó dentro de la caja. Una luz ámbar destelló, y sonó un gong de aviso. Y otra densa cuña de acero pulido se deslizó hacia un lado para conducirlos al refugio. Temblando de mudo asombro, guió a la niña al interior.
En su exploración de este enigmático refugio, siguieron un amplio pasadizo en la roca. Placas de metal suavemente soldadas lo flanqueaban, pintadas con los mismos tonos crema y gris que Forester había escogido para su propia oficina allá en Starmont. La suave iluminación procedía de apliques fluorescentes…, que llevaban la marca familiar de la United Electric.
Había puertas emplazadas a lo largo del túnel, equipadas con pomos que un hombre podía manejar. Forester las abrió mientras pasaba junto a ellas, para asomarse asombrado a las habitaciones. La primera albergaba una planta de energía, con un pequeño conversor rotatorio que zumbaba silenciosamente junto a un banco de transformadores y una unidad auxiliar a la espera. Al buscar el generador, contuvo la respiración. Pues toda la energía parecía proceder de una única célula diminuta que llevaba una placa que decía: «Fundación de Investigación Rodomagnética Starmont».
Forester parpadeó ante aquella absoluta imposibilidad. En una ocasión, eso era cierto, había soñado con establecer una fundación altruista para desarrollar aplicaciones rodomagnéticas para tiempos de paz, pero las bruscas demandas de la seguridad militar habían matado aquella esperanza, junto con muchas otras. Si ese proyecto de investigación nunca había existido… Avanzó tambaleándose, buscando una explicación coherente.
La siguiente habitación era una cocina, curiosamente similar a la que Ruth tenía en la casita que los humanoides habían desmantelado cuando se apoderaron de Starmont. El hornillo eléctrico y el estilizado frigorífico eran los mismos modelos blancos y resplandecientes de la United Electric, y la comida enlatada y envasada colocada en los estantes tenía las mismas etiquetas llamativas de las marcas estándar.
Encontró una habitación para él, y otra más pequeña para Jane. La mesilla situada junto a su cama estaba surtida con una docena de sus libros favoritos…, pero no había ninguno que no hubiera leído, advirtió con un poco de decepción. El cuarto de baño estaba equipado incluso con el jabón y la pasta de dientes que le gustaban, y la maquinilla de afeitar era increíblemente parecida a la suya.
Al fondo del túnel subía una estrecha escalera. La subieron sin aliento, y salieron a la cúpula de cristal que habían visto desde fuera. Helado y perplejo, Forester contempló el paisaje muerto tras los paneles curvos.
Nada había cambiado allí afuera. El cruel cielo era negro y extraño. La alta curva de la galaxia seguía pareciendo una columna de polvo plateado más allá del valle vacío donde nada podría haber vivido dentro del tiempo imaginable, y su pálida radiación se perdía débil y fría en los acantilados desnudos y las bajas colinas erosionadas tras los campos de grava que el agua había surcado una vez.
Apoyándose en una mesita situada bajo el centro de aquella cúpula imposible, para aliviar su rodilla cansada, Forester contempló durante largo rato el espléndido arco de bruma plateada y polvo de diamante. El mordiente frío y la sombría soledad de esta noche letal se apoderaron nuevamente de él, y se estremeció convulsivamente. Jane Carter cogió su mano y le susurró ansiosamente:
—¿Es algo muy malo?
—No es nada malo. —Él le sonrió para tranquilizarla lo mejor que pudo—. Simplemente, es que no lo comprendo. No sé cómo llegamos aquí…, tan lejos de casa que todas las estrellas que los hombres conocen están perdidas en esa nube de allá. Estoy seguro de que no hice nada…
—Pero lo hizo —interrumpió ella suavemente—. Discúlpeme, pero lo hizo.
—Tal vez fue Mark White. —Forester ignoró las tímidas protestas de la niña y contempló de nuevo la bruma remota formada por mil millones de estrellas—. ¡Tal vez derrotó de algún modo a las máquinas, después de todo! —Aquella excitante posibilidad le hizo alzar la voz—. Tal vez tenía este lugar preparado…, y de alguna manera se liberó lo suficiente del circuito como para teleportarnos hasta aquí.
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—Pero no fue el señor White.
—¿Cómo lo sabes? —Forester se estremeció de nuevo ante el monstruoso frío que se agazapaba fuera de la cúpula—. Alguien de nuestro mundo debe de haberla construido… hace poco. —Parpadeó aturdido y hundió los hombros, desesperanzado—. ¡No lo comprendo! Todo es tan… familiar. Los libros que me gustan. Mi pasta de dientes. ¡Incluso un frasco con las cápsulas que tomo para la indigestión, con el nombre del doctor Pitcher en ellas, y mi número correcto de la seguridad social!
—¿Pero no lo recuerda? —Jane Carter frunció gravemente el ceño, tan perpleja como él—. ¿No lo sabe?
Él sólo pudo negar con la cabeza.
—Es curioso que no lo sepa, porque fue usted quien lo hizo —dijo ella suavemente—. Me libró del cerebro máquina, que aún tiene al pobre señor White y sus hombres. Lo único que yo hice fue mostrarle dónde venir…, muy lejos de las cosas negras.
Forester abrió la boca, y descubrió que no tenía voz.
—¿De verdad no se acuerda? —La vocecita de la niña estaba llena de asombro—. ¿De cómo luchó con el cerebro máquina? ¿Y de cómo hizo este lugar cálido para nosotros, mientras yo intentaba detener el frío? —Señaló el vacío valle, con sus ojos oscuros nuevamente temerosos—. ¿Y de cómo me ayudó aquí en la puerta, cuando estuve a punto de morir? —La decepción ensombreció su rostro—. Es una pena que no recuerde —susurró débilmente—, porque podría ser un psicofísico terriblemente bueno.