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Aturdido, Forester se volvió de la susurrante oscuridad y la monstruosa forma de la derrota. Mientras cojeaba obediente, encaminándose al estrecho baño tras su jaula, señaló hacia el camino por donde habían ido aquellos sonrientes autómatas.

—¿Cómo los capturaron? —preguntó.

—A través de Jane Carter —dijo la máquina—. Se habían ocultado en una caverna que no tenía entrada física, pero los alcanzamos con la mente de la niña, y los apresamos con impulsos paramecánicos de las secciones de prueba del nuevo circuito. Controlamos sus propias habilidades paramecánicas para traerlos aquí.

Forester tuvo que dejar que el rápido robot le ayudara a avanzar, pues la rodilla se negaba a sostenerle.

—Venga y déjenos atenderle. —Sólo oía vagamente su zumbido—. Su sección de prueba del circuito pronto recibirá energía, y podremos intentar reparar los ligamentos dañados.

Forester cojeó pasivamente junto a la máquina y dejó que le llevara a la cama. Tendido en el jergón, trató de olvidar las barras brillantes y lo absoluto de su fracaso. Cerró los ojos e intentó resolver un acertijo.

No le quedaba ningún propósito consciente, pero seguía siendo científico. Los viejos hábitos y disciplinas del pensamiento abstracto aún operaban en él, aunque todos los planes y el significado de su ser hubieran sido aplastados, y su mente enferma se volvió a buscar alivio en la vieja búsqueda de hechos que encajasen para formar nuevos caminos hacia la verdad.

El Proyecto Trueno nunca le había dejado paz mental o libertad para desarrollar todas las implicaciones teóricas de sus primeros descubrimientos básicos sobre rodomagnetismo, pero ahora, en la relajación producida por la desesperación, su mente se apartó de las cosas prácticas para considerar aquel desafío largamente pospuesto.

Pues los humanoides no habían conquistado aún el reino del pensamiento puro, ni lo habían cerrado a los hombres. Tendido en su jergón, Forester reemprendió la búsqueda más antigua de la ciencia: la antigua búsqueda del hecho primero y la ley de sus múltiples manifestaciones, la prima materia y la piedra filosofal.

El electromagnetismo, a pesar de todos sus ambiciosos logros en la destrucción y reconstrucción de átomos para obtener su energía, nunca había trazado por completo la arquitectura atómica. Por poderosa que fuera, la vieja ciencia del hierro nunca había explicado la fuerza de cohesión nuclear, pues había algo increíble, no del todo electromagnético, que contenía de algún modo las furiosas repulsiones electrostáticas dentro de los átomos sin fisionar.

Una vez había creído ver aquella otra energía, revelada hacía mucho en la luz de la supernova. Si el espacio y el tiempo eran realmente efectos electromagnéticos, como sugerían todos los fenómenos de su nueva ciencia, entonces se desprendía que la naturaleza cuántica de toda energía electromagnética debía reflejarse de algún modo en la estructura del espacio y el tiempo. Pensó que el espaciotiempo debía de existir en pequeñas unidades indivisibles. Y las dimensiones de aquellas unidades inseparables de espaciotiempo, tal como las deducía, situaban límites inferiores definidos sobre la acción de fuerzas electromagnéticas como la repulsión mutua de las partículas positivas en los núcleos atómicos. Porque esas fuerzas, con sus velocidades de propagación finitas, debían tener espacio y tiempo donde actuar, y debían desvanecerse, por tanto, en aquellas magnitudes casi infinitésimas en donde el tiempo e incluso la distancia desaparecían.

Ese razonamiento, al anular el propio espacio y el tiempo donde las fuerzas disruptoras del átomo debían actuar, también acababa con la necesidad de ninguna fuerza de cohesión real…, o casi. Y Forester pensó que había hallado el resto necesario, expresado como una función de su constante, rho. Pues las fuerzas rodomagnéticas, al existir aparte del electromagnetismo del tiempo y el espacio, no estaban restringidas por los límites del cuanto electromagnético. Ilimitadas y continuas, aún debían actuar dentro del átomo, incluso en aquellas distancias tan diminutas que el espacio y el tiempo se reducían a cantidades paradójicas donde otras fuerzas desaparecían y el movimiento perdía su significado. Parte de esa fuerza de cohesión era seguramente necesaria para unir todas las unidades discretas de espacio atómico y tiempo atómico en un universo continuo, y el espectro de la supernova le había mostrado el funcionamiento de un componente rodomagnético real en la materia, esencial para el intrincado equilibrio de fuerzas opuestas en soles y átomos por igual.

Rho había sido su símbolo para la constante de equivalencia mutua con la que esperaba unir los sistemas gemelos de energía, electromagnética y rodomagnética, expresando su naturaleza básica y su relación recíproca. Había usado el símbolo para escribir una ecuación que parecía unir dos ciencias en el hecho final que buscaba…, hasta que el joven Ironsmith demostró de manera alegre e indiferente que aquella aparente prima materia no era más que otra ilusión.

Pues el rodomagnetismo, como la ciencia basada en las propiedades de la primera tríada atómica, también había fracasado. Forester había llevado la luz un poco más lejos, pero quedaban enormes zonas de oscuridad. Había detonado materia con su nuevo conocimiento parcial, igual que hombres con menos conocimiento aun habían separado átomos, pero ambas ciencias seguían sin ser suficientes para explicar por qué todos los átomos no se fisionaban a la vez y toda la materia se detonaba a sí misma.

Aún existían átomos estables para demostrar la presencia de un tercer componente que actuaba para impedir que toda sustancia entrara en fisión espontánea y se disolviera en energía libre bajo la furiosa fuerza disruptora de los dos componentes que conocía. Pero rho le había fallado. La fuerza desconocida rehusaba obedecer las leyes establecidas de cualquier ciencia, y su naturaleza real aún se le escapaba. A menos que, posiblemente…

Forester contuvo la respiración, recordando que la tabla periódica ofrecía una tercera tríada, compuesta por los tres metales pesados preciosos, platino, osmio e iridio. ¡Los mismos elementos que los humanoides estaban empleando para construir sus temibles relés nuevos! ¿Podría aquel último grupo triple ser otra llave convenientemente dispuesta para abrir el camino a un tercer tipo de energía?

Aunque aquella idea había pasado fugazmente por su cabeza hacía mucho tiempo en Starmont, en la noche en que comprendió el asombroso don de la tríada del rodio, había dejado que aquella fuerza se volviera apenas una posibilidad lógica, tan inaccesible a su alcance como toda la ciencia del electromagnetismo debió haber sido al bárbaro observador del planeta madre que observó por primera vez que una aguja imantada apuntaba al norte. El Proyecto Trueno no le había dejado tiempo para ninguna nebulosa especulación, pero ahora el poco tiempo que le quedaba no servía para nada más, y el atisbo de aquellos relés de platino ya había empezado a dar forma a otra pauta en su cerebro, esperando la idea que la completase.

La juvenil idea le llenó de excitación, pero trató de mantener su cuerpo inmóvil. Temiendo mirar a su cuidador, o incluso a dejar que el ritmo de su respiración cambiase, trató de analizar y demostrar aquel apabullante concepto nuevo en el laboratorio inviolado de su mente. Se le ocurrió que los elementos pesados de la tríada del platino eran ciertamente la clave lógica a aquel componente desconocido, porque las fuerzas electromagnéticas y rodomagnéticas más poderosamente disruptoras de los átomos más masivos debían obviamente requerir una intensidad mucho mayor de aquella energía estabilizadora para equilibrarlos y contenerlos…, sólo el fracaso definitivo del componente de cohesión en los átomos más pesados era lo que permitía la fisión de elementos como el uranio.

Tendido e inmóvil, deseando poder disponer de la sección de cálculo de Frank Ironsmith para ayudarle con las matemáticas, buscó sólo con su mente la naturaleza y las leyes de aquella energía desconocida. Ya que los efectos electromagnéticos variaban con el cuadrado de la distancia, y los rodomagnéticos eran inversamente proporcionales, pensó que este tercer tipo de energía debería variar lógicamente con la distancia. Como incluso la velocidad de la luz electromagnética era finita en el tiempo, y la velocidad de la energía rodomagnética casi infinita, entonces los efectos de la fuerza platinomagnética podían de algún modo trascender razonablemente el tiempo. Y si aquellas hipótesis eran ciertas…

Otra vez contuvo la respiración, y no pudo evitar que su cuerpo se tensara. Pues Ash Overstreet podía mirar en el futuro y en el pasado, y las curiosas habilidades de Lucky Ford y la pequeña Jane Carter eran ilimitadas en la distancia. Temblando al comprender los relés de platino de aquel nuevo circuito, reconoció el componente desconocido. ¡Era, tenía que ser, simplemente, energía psicofísica!

—¿Qué le preocupa, señor? —inquirió su guardián—. ¿Aún se siente infeliz?

—No hay problema. —Apenas murmuró las palabras, volviéndose con cuidado en el jergón para mantener la cara apartada del robot. Volvió a respirar hondo y se relajó, tratando de parecer simplemente inquieto en su sueño—. Y ahora voy a ser muy feliz.

Lo era. Porque aquel destello de intuición había sido una amplia iluminación que encendía muchas cosas. Había cerrado las grietas de la semiciencia de Mark White, y barría las sorprendentes contradicciones. De hecho, explicaba el don de Jane Carter y la habilidad de Lucky Ford y la percepción de Overstreet… y era una respuesta más completa que las sombrías conjeturas y las burlonas inseguridades ocultas tras vagos desconocimientos de donde había intentado conformar su hipótesis de fuerzas de intercambio de mente y probabilidad.

Nuevamente relajado, se olvidó de la alerta máquina que tenía detrás. Olvidó los barrotes, y su rodilla dolorida, y el largo fracaso de su vida. Lamentando ausente que Ironsmith no pudiera comprobar sus especulaciones, comenzó una asombrada exploración del universo, a la luz de aquella luz súbita y tremenda.

No era la esperanza lo que le instaba (no conscientemente), pues pensaba que la esperanza estaba muerta. Había rendido su cuerpo a las máquinas y cesado toda resistencia. Esperando su destino, fuera cual fuese, simplemente había liberado su inteligencia sobre los familiares senderos de la ciencia, y ahora su mente triunfante empezaba a deambular a través de átomos y lejanas galaxias.

Pues había alcanzado el más viejo objetivo de la alquimia y la ciencia. La fabulosa prima materia, cuando por fin la había alcanzado, demostraba ser una ecuación muy simple, tan obvia que pensó que debiera haberla encontrado mucho antes. Simplemente declaraba la relación y equivalencia de las energías electromagnética, rodomagnética y psicofísica, envueltas en el equilibrio de una partícula atómica estable, y las revelaba a las tres como aspectos diferentes de la única ciencia básica que siempre había buscado.

La pura belleza matemática de la ecuación produjo en Forester una sonrisa de placer. La integración era completa. Los términos describían la materia fundamental de la naturaleza, que no era electromagnética ni rodomagnética ni psicofísica, sino las tres a la vez, la piedra angular de todo el ordenado esplendor del universo. Ahora, por fin, demasiado tarde para servir de algo, veía todo el panorama.

Los alquimistas de los fragmentos históricos de Ironsmith, al tomar el mercurio para su prima materia y el azufre para ser la piedra filosofal que la convertía en plomo, hierro u oro, no habían estado más lejos de la verdad que los ambiciosos pensadores de los finales de la edad del hierro, que habían intentado equilibrar su universo sobre sólo una pata. El rodomagnetismo, al añadir una segunda pata, había mejorado el mecanismo, aunque levemente. Pero la psicofísica, el tercer aspecto de una sola realidad, completaba un firme trípode de verdad.

Forester percibió que las transformaciones y derivaciones de aquella ecuación de equivalencia explicarían el origen de los átomos y el universo, la gravitación de la materia y la dispersión de las galaxias, la oscura paradoja del tiempo y la naturaleza del espacio, y sin duda incluso el nacimiento y significado de la propia vida y la mente.

Tendido inmóvil sobre el oscuro jergón, Forester se perdió en la grandeza elemental de aquel concepto. Había olvidado la jaula que le envolvía, y su cuidador siempre vigilante, y el desagradable hecho de que él mismo esperaba los bisturíes de otro proyecto de investigación…, hasta que el humanoide le tocó el brazo.

—Servicio, Clay Forester —dijo—. Ya estamos preparados.

Entonces dejó de estar en la jaula.