Una pequeña nave rodomagnética esperaba fuera, gravitando silenciosamente sobre la balaustrada de aluminio del estrecho saliente. Su liso casco ovalado reflejaba la gris enormidad de la torre, la oscuridad del cielo humeante y la sombría llanura del interminable espaciopuerto, todo en temblequeante distorsión. Aturdido y con los pelos de la nuca erizados por la desaparición de Ironsmith, Forester avanzó torpemente entre sus guardias. Le asaltó la repentina certeza de que el ex empleado de Starmont había aprendido de algún modo a controlar la fuerza de intercambio de probabilidad.
Con la agilidad de un robot, Jane Carter saltó a la cubierta de la nave. Los dos habilidosos guardianes de Forester ayudaron a éste a subir, y la navecilla se alzó silenciosamente. Al contemplar a través de la transparencia unidireccional del casco, vio que la extensión cubierta de humo del interminable espaciopuerto se hundía y se extendía. Y vio su destino.
Su rodilla mala volvió a temblar, y las dos solícitas máquinas se acercaron más a sus brazos y le preguntaron si quería sentarse. Pero no lo hizo. Permaneció de pie entre los dos humanoides, sin apenas respirar, contemplando la curvatura roja de la cúpula sin terminar alzarse ante ellos. Pudo ver los andamios que la cubrían, un velo de metal oscuro encima de su brillo opaco. Por fin, cuando la nave empezó a descender, vio a las laboriosas máquinas en las plataformas, insectos diminutos apenas visibles. Pensó que su trabajo casi estaba completo.
—Servicio, señor —zumbó uno de sus cuidadores—. ¿Qué le preocupa ahora?
—¡Ya comprendo! —La nave dio un bandazo al disponerse a aterrizar, y Forester trató de protegerse la rodilla—. Empiezo a ver para qué es esa cosa monstruosa.
Su rodilla mala cedió cuando la cubierta volvió a equilibrarse, y los humanoides le sujetaron rápidamente para que no cayera. Se debatió impaciente entre ellos, pero los robots le sujetaron hasta que la nave terminó de posarse suavemente junto a un largo edificio sin ventanas. La cúpula escarlata se alzaba detrás, veteada de negros andamios, grande como una luna extraña. Forester sintió un escalofrío.
—Creo que ya veo la verdad —acusó a sus guardianes—. Creo que esos relés de platino son parafísicos. Creo que Ironsmith y su banda de renegados les han enseñado a generar energía parafísica y les han ayudado a construir este nuevo circuito. —Su voz se volvió ronca—. Y creo que su intención es manejar a los hombres.
—Eso es cierto en parte, señor. —Los ceñudos ojos de Forester se volvieron hacia Jane Carter, y ahora el cuerpecito de la niña rompió aquella completa inmovilidad y se acercó a él con rápida gracia mecánica—. Los rayos de platino recibirán energía de fuerza paramecánica, y el circuito ha sido construido en efecto para controlar las mentes y los cuerpos de los hombres. Pero nuestro propósito no es maligno, señor, en modo alguno.
Dulcemente melódica, la alegre vocecita no reflejaba nada humano.
—Nuestra única función, como debería saber usted, es asegurar la mayor cantidad posible de felicidad a todos los seres humanos, bajo la Primera Ley. En el pasado, hemos fracasado algunas veces. Unos cuantos individuos infelices han desarrollado habilidades paramecánicas que les permitieron eludir nuestro cuidado y poner en peligro todo nuestro servicio, pero este nuevo circuito está diseñado para gobernarlos. Lo emplearemos para hacer que todos los hombres, en todas partes, hagan sólo lo que es bueno.
Forester permaneció aturdido, sin habla.
—Los hombres necesitan esta guía —dijo la niña mecánica—. Porque la mayoría no pueden controlar el funcionamiento de sus propios cuerpos, o comprender siquiera las funciones de sus propias mentes. Nuestra función es proteger a los hombres de las consecuencias de su propia ignorancia, la estupidez y el vicio. No se puede decir que eso sea maligno, señor.
Deglutiendo dolorosamente, Forester no encontró ninguna respuesta.
—Ahora venga. —La puerta de la nave se abrió—. Aquí está nuestro nuevo laboratorio paramédico.
Cuidadosamente, los dos humanoides le ayudaron a bajar de la cubierta. Temblando bajo la sombra roja de aquella cúpula monstruosa, Forester cojeó tras la niña. Al observar su extraña y nueva gracia, pudo ver a todos los hombres moviéndose como marionetas bajo los hilos invisibles del circuito. Pudo ver el despotismo definitivo de la idea altruista del viejo Warren Mansfield, completamente benévola e impensable. Sus estrechos hombros se enderezaron furiosamente, pero siguió cojeando indefenso tras la niña.
Una estrecha puerta se abrió en la enorme pared gris sin ventanas. Más allá había un enorme espacio oscuro, donde pudo ver el brillo de extrañas máquinas. Una aguda aprensión le asaltó, pues no quería ser un conejillo de indias.
—No tiene necesidad de alarmarse, señor. —Sus cuidadores debieron notar su vacilación—. O preocuparse por Jane Carter. Porque tenemos cuidado de ejecutar nuestra investigación paramecánica sin causar ningún dolor o daño corporal innecesario a los sujetos humanos, y siempre causamos una completa suspensión de la consciencia en los individuos después del control paramecánico.
Forester no quería que su mente fuera diseccionada, ni siquiera por los métodos más eficientes, y permaneció inmóvil hasta que las dos máquinas lo cogieron por los brazos y lo empujaron, con habilidad rayana en la ternura, para hacerle avanzar hacia la oscura caverna del laboratorio de investigación.
Los humanoides no necesitaban luz, y la única iluminación procedía de las barras de una interminable hilera de jaulas construidas al pie de una alta pared: jaulas muy parecidas a las que había visto albergar a los animales en los experimentos biológicos. Al principio le parecieron bastante pequeñas en medio de aquel enorme espacio, de modo que se preguntó por un instante qué tipo de animal alojarían.
La tenue luz que se extendía levemente hacia el suelo y se difuminaba hacia arriba, hasta el techo invisible, remarcaba acá y allá la oscura masa de algún mecanismo inmenso y desconocido, o capturaba el bruñido reflejo de otro humanoide. En un instante comprendió la magnitud de todo, y supo que las jaulas eran lo suficientemente grandes para albergarle.
Trató de volver a detenerse, pero las dos cuidadosas máquinas le llevaron sin esfuerzo. La puerta de una jaula vacía se abrió para él, y las máquinas le metieron dentro. Una de ellas se quedó con él.
—Debe esperar aquí —dijo— hasta que las secciones adicionales del nuevo circuito estén listas para ser comprobadas. Mientras tanto, puede pedir todas las comodidades que desee.
Relés ocultos tras él cerraron la puerta de nuevo. Su negro guardián se quedó súbitamente inmóvil, con el brillo de las paredes resplandeciendo débilmente en su esbelta desnudez de silicio. Murmurando las gracias sardónicamente, Forester estudió la jaula. Encontró un jergón, una mesa y una silla, un pequeño baño tras otra puerta. Las otras celdas estaban aisladas por particiones, pero la densa oscuridad se filtraba por entre los barrotes, aplastante. Se acercó cojeando al jergón y se sentó en el borde del duro colchón. El aire frío tenía una amargura antiséptica que le asfixiaba, y las paredes grises se cerraron hasta que tiritó con una inevitable sensación de claustrofobia.
—No tiene ningún motivo de alarma, señor —dijo con tono dorado su cuidador—, porque no sentirá absolutamente nada.
Forester contempló su ciega serenidad, tratando de no echarse a temblar.
—Como distinguido físico, señor, debería interesarse usted en nuestra investigación y sentirse satisfecho con su propia parte en ella —continuó animadamente la máquina—. Porque estamos siguiendo los métodos de su propia ciencia. La base de nuestro trabajo es una hipótesis simple: si las fuerzas paramecánicas pueden causar efectos mecánicos, entonces los medios mecánicos también pueden generar fuerzas paramecánicas.
Forester trató de escuchar. Trató de respirar aquel aire amargo. Trató de resistir la sofocante oscuridad. Se frotó la hinchada rodilla y trató de comprender.
—Hemos demostrado esa simple hipótesis —ronroneó el humanoide—. Con la ayuda de unos cuantos hombres buenos, hemos diseñado instrumentos para detectar y analizar energías paramecánicas. Unos cuantos hombres malos también han ayudado, aunque involuntariamente, como sujetos experimentales.
Temblando en el jergón, Forester se preguntó que habría sido de la pequeña Jane Carter. La había perdido en la oscuridad mientras se debatía con sus guardianes, y no podía verla en las otras jaulas. No podía encontrarla.
—Siendo científico, señor, comprenderá usted nuestros métodos —continuó la máquina—. Nuestros sujetos humanos, bajo estricto control, han ejecutado fuerzas paramecánicas. Medimos esas fuerzas, investigamos el mecanismo de su origen y determinamos la naturaleza de sus efectos, y finalmente las duplicamos por medios mecánicos.
Forester se acurrucó contra la fría pared. Mientras observaba a la máquina, se frotó la rodilla y se aferró a un hilillo de esperanza.
—Los resultados finales de esta investigación serán el circuito paramecánico perfeccionado. Todo cuerpo humano bajo su dirección será manejado mucho más eficientemente que con el lento e inseguro proceso biomecánico del cerebro natural. El circuito paramecánico puede regular a los hombres para impedir todos los accidentes causados por su torpe debilidad. Puede estimular la restauración de miembros perdidos o dañados, y corregir las funciones defectuosas que tan a menudo impiden el bienestar de los frágiles cuerpos y mentes humanos. Incluso puede corregir el deterioro del tiempo y hacer que los hombres sean casi tan duraderos como nuestras propias unidades.
Forester esquivó los brillantes ojos metálicos de la máquina, agarrado a su único hilo de esperanza.
—Puede ver que nuestros métodos son sanos y nuestro objetivo es bueno —terminó el robot serenamente—. Puede ver que no tiene ningún motivo para sentir miedo personal, y su propio amor a la verdad científica debería volverle más dispuesto a cumplir con su pequeña parte necesaria en esta gran labor humanitaria.
El humanoide cesó todo movimiento, con absoluta eficiencia, mientras la dorada melodía terminaba. Forester permaneció sentado incómodamente en el jergón, acariciando su rodilla y su esperanza. Se aferró desesperadamente al recuerdo de aquella caverna cerrada y secreta donde no podía ir ningún humanoide. Pues Mark White debía estar aún allí, invicto, esforzándose con sus adeptos para convertir sus extraños poderes psicofísicos en una ciencia mental bélica. Tal vez…
Contuvo la respiración, y el débil hilillo de su inútil esperanza se hizo más grueso, pues vio una figura grande y pelirroja avanzando por entre las jaulas oscuras, aún majestuosa con su vieja túnica de plata.
—¡Mark! —Se puso en pie, la rodilla fuerte de nuevo—. ¡Mark White! —Trató de sacudir los enormes barrotes brillantes—. ¡Mark…, estoy aquí!
Pero la alta figura ignoró su llamada. Continuó avanzando, y su esperanza se fue con ella. La rodilla volvió a temblar bajo su peso, así que se agarró débilmente a los barrotes, pues había visto la cara de la cosa que avanzaba, extrañamente abotagada y pálida. Había visto los ojos, grandes, oscuros e inexpresivos, muerta por fin la llamarada del odio. Y había visto la expresión tras la espléndida barba, una sonrisa que procedía de algún lejano lugar de frío olvido, perdida más allá de toda sensación.
Contempló a la criatura, anonadado, hasta que se perdió en la oscuridad. Incluso sus movimientos habían perdido ya toda característica de Mark White, advirtió dolorosamente. Su paso era demasiado rápido, seguro, silencioso. Como la pequeña Jane Carter, se había convertido en una marioneta mecánica del circuito.
Y no estaba solo, pues los otros aparecieron tras él en la oscuridad. Aún alto y enjuto, el viejo Graystone ya no era torpe, su nariz había dejado de ser roja. Overstreet, pese a su volumen, se movía con la ligereza de un niño. Tranquilo ya, el pequeño Lucky Ford avanzaba con rápida gracia mecánica.
Forester no encontró la voz para llamarlos, y ninguno de ellos pareció reparar en él, pues toda consciencia quedaba suspendida en las personas controladas por los relés paramecánicos. Todos sus ojos tenían pupilas ciegas y distendidas, y todas sus rostros sonreían mostrando la falta de emoción del olvido.
—Servicio, señor. —Forester dio un respingo cuando su cuidador le tocó el brazo—. Esos hombres infelices ya no pueden causar ningún problema, y usted sólo se cansará la pierna estando de pie tanto rato. Ahora debe dejar que le bañemos y le demos masaje en la rodilla. Y luego debe dormir.