Agarrado al borde de la gran viga para equilibrarse, Forester se volvió temerosamente hacia la puerta. Aún estaba cerrada. En medio del zumbido de inconcebibles energías no pudo oír nada. Volvió a mirar de nuevo al atareado humanoide cuando un débil crujido en la puerta le hizo girarse. Un hombre salió de ella y se le acercó confiado, recorriendo el mareante camino.
—¡Alto, Forester!
Su instante de débil alivio se vio aplastado por la más completa desazón. Pues conocía aquella voz clara y amable que resonaba tan alarmantemente a lo largo de los sombríos corredores del circuito, y pertenecía a un hombre más peligroso que ningún humanoide. Frank Ironsmith recorrió el andamio, indiferente al riesgo de caer.
—¡Es usted un torpe idiota, Forester! —Más baja ahora, contenida, su voz no reflejaba odio ni ira, sino sólo una infinita sensación de sorpresa y pesar. Su bronceada y juvenil cara parecía demacrada e intensa, y sus ojos grises contenían una tristeza herida que se dirigía a la niña, rígida e inmóvil—. ¡Mire lo que ha hecho!
Durante un momento Forester se quedó aturdido y lastimado, balanceándose en aquel pasillo elevado construido para máquinas seguras, deseando desesperadamente que este grave antagonista fuera otro robot que Jane Carter pudiera detener. Combatiendo el vértigo, se agarró con más fuerza a la viga. Las silenciosas fuerzas del cerebro parecían rugir a su alrededor, un huracán inaudito.
—Traté de advertirle, Forester.
Sin apenas oír su triste reproche, Forester parpadeó incrédulo ante Frank Ironsmith…, que debería estar aún dilapidando su inútil vida en Starmont, leyendo sus antiguos libros y jugando sus misteriosas partidas de ajedrez y montando en su mohosa bicicleta. Pero este sorprendente intruso era de algún modo diferente al joven perezoso de la sección de cálculo que empleaba indolentemente sus brillantes dotes en fantásticas geometrías nuevas en vez de en crucigramas. Todavía juvenil, parecía más delgado, más firme y más sobrio, más mayor.
—Pensé que Mark White le reclutaría, pero…
Forester interrumpió aquella voz suave y pesarosa. Permaneció de pie, con las manos vacías, pues incluso los alicates se le habían caído en el primer momento de alarma, pero ahora, cuando había alcanzado la parte más vital de la monstruosa creación de Mansfield, no estaba dispuesto a ser detenido. Una súbita determinación le hizo cerrar los puños, y la furia dirigió su golpe.
Abalanzándose hacia delante, Forester olvidó todo su temor a los enormes espacios negros del cerebro de debajo y todo su terror a las atareadas máquinas ciegas que había tras él. Todo lo que recordaba era la sutil defensa de los humanoides que había hecho Ironsmith, y su injusta libertad, y su traicionera caza de White. Trató de derribar al traidor, pero Ironsmith esquivó el golpe.
—Eso no le ayudará, Forester. —Sonriendo con tono de disculpa, Ironsmith cogió su temblorosa muñeca. Rápido y fuerte como un humanoide, el matemático la retorció y lo apretujó contra la gris superficie de los paneles. Forester jadeó y empujó y trató de golpear de nuevo, y acabó lastimándose la rodilla herida. El dolor superó su furia.
—No sabe usted pelear. —La voz baja y tranquila de Ironsmith no albergaba ningún resentimiento, sólo pesar—. Será mejor que se rinda.
¡Aún no! Forester sacudió la cabeza para despejar las brumas del dolor. Se retorció dentro de la implacable presa de Ironsmith, tratando de liberar su brazo, y apoyó todo su peso en la otra pierna, para aliviar su temblorosa rodilla. Al mirar desesperadamente tras él, sus ojos tropezaron con los de Jane Carter. La niña permanecía rígida y pálida de terror, pero él conocía el temible poder que dominaba.
—¡Jane! —combatió el dolor y logró encontrar su voz—. ¡Deténle!
Ironsmith le retorcía de nuevo el brazo con la implacable eficiencia de una máquina. Forester se debatió sumido en agonía, pero el odio desbordó el aplastante peso del dolor. Empapado en sudor frío, jadeó en busca de aire.
—¡Deténle, Jane! Puedes hacerlo…, igual que detuviste a esas máquinas. Tiene potasio en el cuerpo…, no en cuentas, sino por todas partes. El señor White puede ayudarte a encontrarlo…, y tú sabes cómo romper los átomos. —Frías olas de agonía le apretujaban contra los brillantes paneles, pero consiguió susurrar débilmente—: Encuentra los átomos de K-40… ¡Hazlos estallar en su sangre!
Pero la niñita sacudió la cabeza, con un movimiento tenue y rígido. Sus labios azules parecieron temblar, pero luego volvió a quedarse inmóvil, como un humanoide que no trabajase. Todo el color había desaparecido de su cara demacrada, y sus inmensos ojos oscuros parecían tan fijos y ciegos como las órbitas de acero brillante de los robots.
Y a Ironsmith no le sucedió nada.
La detonación de la más minúscula fracción de los átomos de potasio inestable en su cuerpo le habría matado instantáneamente, pero ni siquiera su expresión calmada y compasiva cambió. Aturdido por el impacto de aquel fracaso, Forester se rindió al dolor. Detuvo sus inútiles esfuerzos, e Ironsmith le soltó piadosamente el brazo. La rodilla dolorida cedió súbitamente, y el físico se desplomó en el pasillo elevado, agarrándose frenéticamente a la nada, hasta que Ironsmith extendió la mano para ayudarle. Mientras se volvía a agarrar a la viga, oyó hablar a Jane Carter.
—Servicio, Clay Forester.
Se apartó de ella, anonadado, pues ahora su débil vocecita había adquirido una nueva cualidad musical, una melodía sin emociones. Era igual que las voces de los humanoides.
—Oímos su insensata petición —zumbó aquella nueva voz—, pero no podemos hacer daño al señor Ironsmith. Es usted quien necesita ser contenido, señor, porque el señor Ironsmith ha sido fiel al Convenio, y ha defendido lealmente nuestros relés de su desgraciado esfuerzo por alterar la Primera Ley.
Y volvió a quedarse sorprendentemente inmóvil. Incluso su terror humano se había calmado de algún modo, pues ahora una extraña sonrisa aparecía fija en su carita: una sonrisa blanca y ensoñadora que puso a Forester enfermo, pues reflejaba la serena tranquilidad de los humanoides, carente de sentimientos y de vida. Era mecánica. Forester se volvió, consternado, para acusar roncamente a Ironsmith:
—¿Qué le han hecho?
—Yo no. —Firmemente, Ironsmith sacudió su rubia cabeza—. Aunque es algo temible. —Sus fríos ojos grises se posaron en la niña inmóvil, y Forester pudo ver la piedad y el asombro en ellos—. Porque los humanoides no están preparados aún para enfrentarse a tales oponentes en ninguna forma humana. Me temo que ella tendrá que ser destruida. Pero la culpa es de usted.
—¿Mía? —Forester tembló, furioso—. ¿Cómo?
—Venga…, si realmente quiere hablar de ello —miró tristemente a la niña y señaló la puerta—. No podemos quedarnos aquí.
Se dio la vuelta, con sublime desdén, y Forester cojeó tras él a lo largo de la estrecha pasarela de inspección para agarrarse agradecido al marco de la puerta. Al mirar amargamente atrás, Forester vio a los pequeños cuidadores del cerebro apresurándose ya para inspeccionar y reparar las conexiones que había soltado. Derrotado, se acercó cansinamente a la silla oxidada que había usado el viejo Mansfield y se dejó caer en ella para aliviar su dolorida rodilla.
La pequeña Jane Carter le había seguido con la segura gracia de otro humanoide. Se detuvo al otro extremo de la ajada mesa, inmóvil como cualquier máquina detenida, todavía sonriendo. Su cara estaba pálida y su expresión fija, y sus ojos se habían dilatado para convertirse en grandes lagunas de sombras, ciegos y sin vida. Forester apartó la mirada de ella, secándose la cara y tratando de tragar el terror ciego que anegaba su garganta. Miró incrédulo a Ironsmith.
—¿Cómo? —preguntó roncamente—. ¿Cómo puede echarme la culpa?
El matemático recorría ausente la habitación iluminada de gris. Miró los ajados lomos de los libros de referencia, hizo girar la tuerca de un banco de carpintero, pulsó con curiosidad las teclas endurecidas por el tiempo de una pequeña calculadora portátil, un remoto antepasado cibernético de los humanoides. Sus zapatos levantaban nubecillas de polvo, que también marcaba su traje oscuro allá donde había rozado los bancos y el tablero de dibujo. Se metió las dos manos en los bolsillos y se volvió por fin hacia Forester, con expresión pensativa.
—Los humanoides tienen que proteger su propio circuito. —Su voz era tan suave y amistosa como si Forester no hubiera instado nunca a Jane Carter a hacer detonar los isótopos de potasio inestable de su sangre—. Warren Mansfield los construyó así. Cuando torpes idiotas como Mark White y usted atacan la Primera Ley con armas parafísicas, están obligados a desarrollar defensas parafísicas.
—¿Ellos? —Forester no quiso mirar a la niña inmóvil—. ¿O usted?
Ironsmith guardó silencio, observando a Jane con preocupación, hasta que un súbito arrebato de ira levantó a Forester de la silla. Su rodilla volvió a ceder, y tuvo que agarrarse a la esquina de la mesa.
—Entonces, ¿no lo niega? —Escupió al suelo—. Supuse la verdad hace mucho tiempo…, cuando empezó a inventar todos sus sofisticados argumentos para aceptar las máquinas, y cuando éstas le pagaron tan bien. ¡Traidor! —Agitó el puño mientras intentaba recuperar el aliento—. Pero supongo que ahora no podrá negarlo. No cuando está aquí, en Ala IV, asesinando la última esperanza de libertad que tendremos todos los demás. No puesto que he oído hablar de ese Convenio, sea lo que sea, entre usted y esas máquinas.
—Es cierto que existe un pacto mutuo —asintió Ironsmith amablemente—. Un acuerdo necesario. Porque los humanoides fueron creados sin capacidades psicofísicas, y porque no son creativos en sí mismos. Sin la ayuda humana que proporciona el Convenio, serían incapaces de proteger la Primera Ley de ataques psicofísicos.
—¡Eso pensaba!
—Pero no lo suficiente. —Frotándose la bronceada barbilla, Ironsmith recorrió de nuevo el laboratorio, y asintió por fin, con grave decisión—. Puso usted las cosas muy difíciles, Forester…, pero aún voy a darle una oportunidad más de unirse a nosotros.
Forester contempló perplejo a aquel hombre amistoso y amable que tan increíblemente se había vuelto contra su propia especie.
—¡Gracias! —murmuró con voz sardónica.
—A mí no. —Ironsmith sacudió la cabeza—. Debe dar las gracias a otra persona, que aún está dispuesta a perdonar la mayoría de sus errores y arriesgarse a ayudarle. A Ruth…, que fue su esposa.
—¿Ruth? Pero está en Starmont, bajo tratamiento de euforida.
—Lo estaba. —Ironsmith sonrió inocentemente—. La dejó usted allí con los humanoides. Pero yo siempre la he querido, Forester…, más, supongo, que usted mismo, y la traje conmigo cuando salí de Starmont. Tiene de nuevo su mente y su memoria, y está con nosotros en el Convenio. Espera ansiosamente que usted se una también. —Hizo una pausa, esperanzado—. ¿Qué le digo?
—Entonces, ¿está con usted? —La rodilla mala de Forester tembló, y sintió frío por dentro. Apoyado débilmente contra la mesa, asintió, comprendiendo dolorosamente. Nunca le había gustado por completo Ironsmith, ni siquiera antes de la invasión humanoide, y ahora vio el motivo. Y la causa de la infelicidad de Ruth que los humanoides habían tratado de curar con la euforida.
Pues el observatorio del desierto era un mundo íntimo y aislado, y este traidor desagradecido, advirtió, había estado con Ruth muy a menudo. En la oficina y en la cafetería, hablando con su indolente brillantez de algún fragmento de historia olvidada o de filosofía inútil que había traducido de los lenguajes muertos del primer planeta. En las fiestas del personal y en las pistas de tenis, siempre convenientemente libre para mostrar sus deslumbrantes paradojas matemáticas sin sentido…, mientras Forester estaba ocupado con el Proyecto Trueno.
Sintió que la piel le ardía y oyó un rugir en su cerebro. Todo su cuerpo se tensó y se agitó de furia, pero su rodilla estaba inútil y sabía que no podía luchar. Apartó los ojos de la cara neutra y urgente de Ironsmith, y vio de nuevo a Jane Carter. Contempló su inmovilidad ciega y sonriente hasta que se estremeció.
Se volvió bruscamente hacia Ironsmith.
—Iré con usted. Con una condición.
—Entonces, ¿se unirá a nosotros? —Ironsmith se volvió súbitamente amistoso—. ¿Está dispuesto a aceptar a los humanoides como a las máquinas útiles que son? ¿Y a ayudarlos a defender la Primera Ley? —Ofreció una mano bronceada y vigorosa—. Entonces bienvenido, Forester.
—Con una condición —repitió llanamente Forester—. Jane Carter viene conmigo…, libre.
—Lo siento, pero eso está fuera de toda discusión —se lamentó Ironsmith—. Podemos rescatarle a usted, pero desgraciadamente la niña ha usado poderes psicofísicos propios contra los humanoides, y me temo que no podemos hacer nada por ella.
—Entonces no pueden hacer nada por mí.
—Si es así como lo quiere… Ruth se sentirá herida, pero imagino que los humanoides necesitarán otro conejillo de indias para probar sus nuevos relés.
Miró a Jane Carter.
—Servicio, señor Ironsmith —dijo ella, con aquella voz aguda e inhumana—. Ya que Clay Forester rehúsa entrar en el Convenio, debemos mantenerlo a nuestro cuidado a causa de su peligroso conocimiento del rodomagnetismo.
—Muy bien. —Forester miró cortante a Ironsmith—. ¡Deje que me maten!
—No será necesario destruirle inmediatamente, señor —respondió la extraña voz de la niña—, porque no ha mostrado usted ninguna capacidad paramecánica independiente propia.
Tras ella, dos humanoides idénticos entraron por la puerta. Brillando hermosamente con sus destellos bronce y azul, se dirigieron silenciosamente hacia Forester. Lo cogieron por los brazos.
—Servicio, señor —dijo la niña—. Venga con nosotros.
Tan suavemente como cualquier humanoide, Jane se dirigió hacia el antepecho. Mientras la seguía entre sus guardianes, Forester miró dos veces atrás. La primera vez, Ironsmith se encontraba junto a la mesa, alto, joven y decidido, observándole con expresión de desapasionado pesar. Cuando volvió a mirar, el polvoriento laboratorio estaba vacío.