21

Había llegado el momento. Las secciones que tenían que reemplazar estaban ya completas, y Forester había dicho que estaba preparado. Después de ver a la pequeña Jane Carter desvanecerse y regresar, había reducido el asombro de la teleportación a una manifestación racional de la teoría de las fuerzas de intercambio. Pero Ala IV estaba a doscientos años-luz de distancia.

Forester sintió el impacto de aquella aplastante magnitud. ¡Mil ochocientos billones de kilómetros! Eso era varias veces más de lo que el ojo humano desnudo podía ver el destello de un sol medio. La inconmensurabilidad de la distancia hizo regresar sus viejas dudas, y sintió que las paredes de calcio volvían a cernirse sobre él.

El agua oscura se burló de él, susurrando a través de pasadizos por donde no podían ir los hombres. Se sintió sofocado por el aire pegajoso y aplastado bajo el implacable peso de la roca. Su estómago se revolvió y su rodilla mala tembló. Todas las ortodoxias de su formación científica regresaron para atormentarle, salidas de polvorientos laboratorios perdidos y observatorios sombríos. No podía hacerse, gritaron sus viejos hábitos. Ningún hombre podía saltar simplemente mil ochocientos billones de kilómetros como si aquel abismo aterrador fuera tan sólo una línea trazada en el suelo.

—No puedo hacerlo. —Se volvió, intranquilo, dejando atrás las nuevas secciones, las dos largas cajas de paladio donde reposaba la última esperanza de la humanidad—. ¡Está demasiado lejos! —Se secó la helada frente y miró al impaciente gigante y a la niña de ojos solemnes—. Quizá…, quizá deberíamos intentar dar saltos más cortos…, sólo de un lado a otro de la cueva…, hasta que le coja el truco.

—¡Tonterías! —tronó White—. Claro que puede hacerlo…, recuerde su propia teoría. Ese antepecho de Ala IV, a la entrada del viejo laboratorio de Warren Mansfield, está tan cerca de nosotros, en la geometría de la parafísica, como yo lo estoy de usted. Y Overstreet dice que tenemos que atacar. —Señaló impaciente las secciones nuevas, con el odio azul de sus ojos convertido en una llama incombustible—. Así que adelante. Jane puede ayudarle si relaja su oposición inconsciente.

Forester miró a la niña, tratando de no temblar.

—Déjeme enseñarle, doctor Forester. —Jane extendió una sucia manita, y él vio el ansia en sus ojos—. Ahora… ¡Vamos!

Y entonces supo cómo. Captó la chispa del valor de la niña y confió en ella. Jane le guió, y ni siquiera tuvieron que cruzar una línea. Forester no sintió ningún movimiento en absoluto…, pero aparecieron en aquel antepecho.

—¿Ve? —susurró ella—. No fue nada difícil.

Apretó los diminutos dedos de la niña en un gesto de muda gratitud y luego miró a su alrededor, aturdido. El estrecho suelo de metal brotaba de una pared que brillaba con el color gris del aluminio oxidado. La pared, sin ventanas, se extendía a izquierda y derecha. Se alzaba sobre ellos, sin cima visible. Caía por debajo, un liso precipicio de metal que le dejó sin respiración.

Encontró la estrecha puerta al fondo del saliente. A través de ella llegaría al viejo laboratorio dentro del circuito, pero no pudo impedir que sus ojos se dirigieran de nuevo hacia arriba. La enormidad de la torre le deslumbraba. Sabía que el nivel original del suelo debía estar cerca de su alta plataforma, y que el laboratorio original de Mansfield sólo podía haber estado albergado en alguna especie de edificio temporal, pues aquel idealista equivocado se había exiliado aquí, al principio, en un continente que la guerra rodomagnética había arrasado, para construir sus nuevas máquinas que acabarían con la guerra para siempre.

Pero ochenta años de humanoides habían cambiado Ala IV. Mirando de nuevo hacia abajo, Forester se estremeció, paralizado. La sombra de esta tremenda torre solitaria se proyectaba sombría y enorme ante él, una mancha interminable sobre una llanura extraña, donde las montañas debían haber sido arrasadas, pues ahora todo lo que podía ver era un único espaciopuerto interminable donde los aparatos interestelares llegaban y partían. Sabía que las negras naves debían ser enormes, como las que habían llevado la invasión humanoide a su propio mundo, aunque en la distancia parecían diminutas y multitudinarias, como enjambres de insectos oscuros.

Algunas de aquellas poderosas naves aterrizaban en la superficie del interminable campo, lo bastante cerca para que Forester pudiera ver los sumideros por los que se derramaban oscuros ríos de mineral. Supo que era metal para construir nuevos humanoides. Otra nave estaba cargando, y pudo ver los ordenados ejércitos de diminutos robots negros marchando incesantemente por los andamios. Listos, supuso, para detener todas las peleas de algún mundo preocupado con la aplastante benevolencia de la Primera Ley.

Sin embargo, la mayoría de los enormes transportes bajaban a anchos pozos negros dispuestos por todo el campo, o emergían de otros, como si sus muelles de atraque estuvieran muy por debajo. Comprendió que todo el planeta debía haber sido convertido en un único laberinto de pozos y plataformas de aterrizaje, fundidoras y refinadoras y líneas de ensamblaje…, la oscura matriz metálica de la inimaginable máquina de Mansfield donde nacían los humanoides.

Forester se apartó de la barandilla, humillado y tembloroso. Jane Carter se acurrucaba contra sus piernas, silenciosa, y se retiraron a la fría superficie de la pared metálica que tenían detrás. Mientras le mostraba el camino, ella había sonreído orgullosamente, pero ahora sus grandes ojos se habían vuelto solemnes, y opuso resistencia cuando él trató de conducirla hacia la puerta.

—¡Espere! —susurró—. El señor White quiere que mire eso. —Señaló la gris desolación del planeta mecanizado—. Dice que es usted ingeniero, y que tal vez pueda decirle qué es.

Forester miró en la dirección que ella señalaba y vio la nueva cúpula que los humanoides estaban construyendo. Difuminada en la distancia, era más alta que ancha, de color rojo oscuro. El sistema de andamiaje formaba una fina telaraña a su alrededor. Lejana y sola, Forester no apreció su tamaño hasta que vio una nave interestelar ascender por delante de su superficie escarlata, diminuta como un insecto negro. Entonces supo que era inimaginablemente enorme.

—Intenté entrar, pero no pude. —La voz de la niña era ahogada y temerosa—. Ni siquiera el señor Overstreet puede ver nada dentro, pero cree que es algo que van a usar contra nosotros.

Forester trató de estudiar aquella remota cúpula roja. ¿Intentaban los humanoides mejorarse con un nuevo circuito de relés de platino superiores al cerebro de paladio que había diseñado Warren Mansfield? Aquello no parecía posible, pues ya eran demasiado perfectos.

—Dile al señor White que no sé lo que es. —Un suave viento le azotó en la cara, picoteando sus ojos con humo y residuos químicos. Era el amargo aliento de la máquina, y le hizo toser antes de que pudiera seguir hablando—. Su forma no me dice nada…, y el platino no debería ser mejor que el hierro para los equipos rodomagnéticos. Así que no puede tratarse de algo rodomagnético.

—Pero es malo. —Forester sintió el temblor en la manita de la niña que tiraba de él hacia la puerta de aluminio—. El señor White dice que ahora debemos darnos prisa. El señor Overstreet puede ver que nos esperan problemas…, pero no puede decir exactamente qué es, pues eso siempre se pone en medio.

Señaló temerosamente con la cabeza hacia la lejana cúpula roja mientras Forester la seguía hacia la estrecha puerta metálica. Extrañamente, en este mundo sin hombres, tenía un pomo capaz de ser operado por una mano humana que cedió cuando lo intentó. Un pequeño pasillo, donde las paredes brillaban levemente con pintura gris radiante, los llevó a la vieja habitación donde fue creado el primer humanoide.

—Espere. —Forester sintió que la manita se tensaba—. El señor White dice que esperemos —jadeó—. Overstreet está observando los sectores que tenemos que cambiar, y puede ver que una de las máquinas negras trabaja cerca. Debemos apartamos hasta que se marche.

Mientras aguardaba, tenso y mareado por el estrés de la esperanza y el temor, Forester contempló asombrado el escenario del monstruoso error de Mansfield. El frío y sombrío brillo caía sobre una ajada mesa de madera y una desgastada silla, sobre un polvoriento tablero de dibujo con un alto taburete adjunto, sobre bastos estantes llenos de libros técnicos con encuadernaciones añejas, sobre bancos de trabajo cubiertos de herramientas mohosas. Unas cuantas mantas raídas aparecían aún dobladas sobre el jergón donde Mansfield debió de dormir, y una tosca mesita hecha con cajas de embalaje estaba aún repleta de platos manchados y latas mohosas y una caja de cartón que debió contener algún tipo de cereal…, como si Mansfield hubiera interrumpido su monstruosa creación sólo a regañadientes, para asegurarse las cosas esenciales y más simples de la vida. La habitación tenía el olor seco y rancio de los años y el lento deterioro, y un cómodo desorden que los pequeños humanoides nunca habrían permitido. Enternecido y entristecido por aquellas pruebas de la austera inocencia de Mansfield, Forester se volvió lentamente para observar la puerta interior, sintiendo la fría y ansiosa mano de Jane Carter en la suya.

—Primero debemos encontrar esas dos secciones…, las números cuatro y cinco. —Su mente repasaba los pasos que debían tomar para deshacer aquel crimen inintencionado—. Debes vigilar mientras yo las desmonto, y luego traerme las secciones nuevas de la cueva. Las conectaré…, y tú debes detener a cualquier humanoide que nos encuentre.

Ella asintió. Eso no requeriría más que otros cinco minutos. Corregirían la Primera Ley con una carta de derechos humanos, y liberarían a muchos millares de mundos de la asfixiante amabilidad de los humanoides. A menos que los hombres volvieran a errar. El corazón de Forester empezó a latir mientras Jane Carter tensaba sus helados dedos en su mano, señalando silenciosamente hacia la puerta interior.

Aquella puerta también tenía un pomo común y ningún relé oculto. Forester la abrió con cautela…, y la cerró rápidamente. Había visto el circuito. Sus ilimitados miles de millones de diminutos relés de paladio, las células del cerebro mecánico, estaban todas enlazadas con las sinapsis rodomagnéticas en secciones como las dos que él había construido. Las secciones estaban dispuestas en largos paneles, todas conectadas con una jungla de tubos de paladio blanco, y los paneles componían un esqueleto de enormes columnas y vigas que no parecían tener fin.

Los humanoides no necesitaban luz, y la mayor parte del enorme espacio en el interior de la torre estaba a oscuras. Sin embargo, en este nivel original que el propio Warren Mansfield había diseñado y comenzado, las caras de los paneles y las estrechas paredes de inspección ante ellos estaban cubiertas con pintura gris iridiscente que se extendía por todas partes. Los paneles del circuito, habitaciones diseñadas para contener la precisa mente y la memoria infalible de las unidades móviles esparcidas por el universo, componían interminables avenidas en sombras que se alzaban nivel tras nivel hasta donde Forester podía ver, y caían también, nivel tras nivel, al abismo de la susurrante oscuridad.

—¿Qué pasa? —jadeó Jane, temerosa.

Eran los humanoides, los atareados miembros de aquel cerebro eterno. Forester había visto docenas de robots moviéndose con su rápida y eficiente gracia por la telaraña de estrechos pasillos tendidos sobre el abismo entre los conjuntos de paneles. El más cercano, de pie sobre un pequeño andamio y a menos de cincuenta metros de ellos, tenía la cabeza vuelta hacia él, y el miedo a sus brillantes ojos de acero le inmovilizó. Se apoyó débilmente contra la puerta cerrada, sin habla.

—Pero no le vio, doctor Forester —susurró Jane, controlando su propia alarma—. No puede ver de verdad, y el señor White dice que no puede captar nuestra presencia a más de diez pasos, aquí en la torre. Dice que sólo está trabajando con los otros para limpiar y mantener el circuito.

—Lo siento. —Forester avanzó tembloroso para volver a abrir la puerta—. Olvidé que son ciegos.

Entraron lentamente en la enorme cámara del cerebro. Forester imaginó que podía sentir la pulsación de energías inimaginables, los ríos de incalculable poder rodomagnético que fluían desde aquí para dirigir y controlar todos los billones de seres mecánicos que servían en todos los mundos que los hombres habían poseído.

Siguiendo un estrecho andamio tenuemente iluminado que no tenía barandilla (porque había sido construido para máquinas perfectas que nunca resbalaban ni tropezaban), Forester escrutó la superficie de los brillantes paneles grises. Y encontró los números que Mansfield había pintado en las secciones ochenta años antes. Las apresuradas marcas a brocha, colocadas simplemente para servir de identificación, estaban ahora gastadas, cayéndose de las brillantes placas de paladio. Pero aún pudo leerlas.

Las primeras tres secciones contenían la Primera Ley. Tres cajas largas y de color gris plateado, un poco más pequeñas que ataúdes. La libertad y el futuro de la humanidad habían yacido allí enterrados durante ochenta años, pensó, asesinados por el error de Mansfield de querer preservar una paz estéril. Pasó ante ellas y siguió avanzando hacia las que estaban más allá, con la silenciosa niña agarrada con fuerza a su brazo. Tratando de ignorar los robots ciegos que tenía delante, tratando de olvidar el pozo insondable de debajo, se adelantó para leer los desgastados números.

¡Cuatro! Durante un instante no pudo respirar. Sintió como si el estrecho pasillo hubiera oscilado bajo él, y tuvo que agarrarse desesperado a la viga más cercana. Pero recuperó el equilibrio, y estaba tanteando desesperadamente para abrir la pequeña caja de herramientas que había traído consigo cuando sintió que Jane tiraba bruscamente de su mano.

Al volverse, la vio señalar al robot más cercano. Aún estaba ocupado quitando polvo invisible de los paneles con algo parecido a una diminuta aspiradora, pero avanzaba firmemente hacia ellos. Forester vio que no tenía tiempo para sentir terror. Encontró sus alicates y alzó la tapa de la cuarta sección, y empezó a desconectar rápidamente los flexibles tubos que la unían al cerebro.

—Oh…

La exclamación de Jane Carter fue un grito de dolor sofocado. Soltó su mano, pero al principio Forester no supo qué había pasado. Creyó que se había caído del andamio hasta que la vio apartarse de él, y entonces pensó que el humanoide más cercano debía haberlos visto. Sus alicates hicieron un terrible ruido en el suelo de metal. Casi perdió el equilibrio, y se despellejó los nudillos contra el afilado borde de la tapa de la sección en su frenético intento de agarrarse a algo.

La máquina aún se acercaba mientras limpiaba los paneles, pero Forester sólo necesitó un momento para comprobar que aún no los había descubierto. Miró a Jane, tratando de descubrir qué la había perturbado tanto. La niña permanecía inmóvil, como un robot descansando. Su carita estaba pálida, y sus ojos vidriosos parecían enormes en la penumbra. Observaba fijamente la puerta por donde habían entrado.