18

El agua volvió a salpicar, y las oscuras máquinas se arrodillaron para levantarle con manos diestras y cálidas. Muy amablemente, una unidad examinó su entumecida pierna.

—Ha sido usted muy atolondrado —trinó—. Este lamentable incidente ha fracturado el fémur y la rótula de su pierna derecha y ha dañado los ligamentos de la rodilla. Necesita urgentemente nuestro cuidado.

—No fueron tan cuidadosos cuando me persiguieron con la excavadora —murmuró Forester glacialmente.

—Esa niña estaba con usted entonces —canturreó la alegre voz—. Operando bajo la Primera Ley por el bien de la mayoría, debemos usar todos los medios posibles para derrotar las habilidades supranaturales de esos individuos.

Le transportaron en una camilla hasta el ascensor reparado. A pesar de su amable habilidad, el dolor de su pierna hinchada volvió a nublar su consciencia. Se dio cuenta de que el sol le golpeaba la cara, y notó el mustio olor del jardín donde revoloteaban, besaban y morían las semillas aladas de otra vida, y luego comprendió que estaba tendido en una fría mesa en una pequeña habitación blanca. Diestras máquinas le despojaban de los mojados harapos de su túnica rota y limpiaban la sangre y la suciedad. Un olor químico se le metió en los pulmones, y algo quemó su lacerada piel. Se tensó, conteniendo un jadeo, cuando algo tocó su dolorido muslo.

—Su alarma es innecesaria, señor —dijo la voz de una máquina—, porque su dolor desaparecerá pronto.

Suaves dedos de plástico alzaron su brazo. Sintió una fría puñalada, el pinchazo de una aguja. Sus labios resecos se movieron para protestar, pero no produjeron ningún sonido.

—No se preocupe, señor —arrulló la máquina de la aguja—. Ésta es su primera dosis de euforida. Le ayudará a relajar su cuerpo herido mientras arreglamos los huesos rotos, y acabará con su infelicidad y su dolor.

Demasiado débil para luchar, Forester permaneció sumido en una vaga consciencia sumergida. El dolor de su pierna se convirtió en algo lejano y carente de importancia, y perdió la noción del tiempo.

Estaba de nuevo en el gran dormitorio, con los luminosos murales de los campesinos bailando. Una vez se preguntó durante mucho tiempo, tenuemente, si la gente no habría sido realmente más feliz en aquella época más simple, antes de que las máquinas se hicieran supremas. Una vez la enorme ventana de cristal fue una pantalla de fijo jade contra el desierto, y la vio clara un amanecer; y otra vez, cuando brillaba con un tenue color dorado, supo que era de noche. Manos amables le atendían en la cama, y a veces las agujas le picoteaban nuevamente el brazo, empujándole siempre más profundamente hacia el olvido. Y siempre estaban aquellos rostros negros, los ojos de acero observando, inamoviblemente benignos.

Una vez vino su esposa, guiada por una solícita máquina. Llevaba un muñeco de peluche que colgaba de una brillante ala y tenía la forma de uno de aquellas grandes semillas animadas. Bajo el fino y sofisticado arco de sus depiladas cejas, los ojos de Ruth eran anchos, infantiles y levemente preocupados. Su perfume fue primero un hálito excitante que agitaba reflejos dormidos, y luego una asfixiante oleada de dulzor.

—Ésta es Ruth —dijo la máquina—. Es su esposa.

La preocupación de sus ojos se convirtió en un vago reconocimiento cuando se inclinó sobre él, y sus carnosos labios de mujer adulta compusieron una triste sonrisa de bebé. Extendió la mano, insegura, para tocarle la frente y los labios, y a él le pareció ver una momentánea sombra de añoranza en su cara demasiado juvenil antes de que se diera cuenta de que había dejado caer el muñeco de peluche.

Sus labios pintados se volvieron entonces malhumorados, y rápidas lágrimas corrieron por sus mejillas, hasta que la diestra máquina recogió el juguete. Ella lo cogió, celosa, y lo abrazó, y dejó que la máquina secara sus lágrimas. Volvió a sonreír de nuevo, meciendo al muñeco, mientras el humanoide se la llevaba.

Otras veces se encontraba en un sillón con una extensión donde apoyar su pierna vendada. Sintiendo la tensa soledad que provocaba el olvido de la droga, susurró tristemente a la cosa oscura que le acompañaba:

—¿No me quedan amigos que puedan venir a verme? —La amargura le hizo alzar la voz—. ¿O los han drogado a todos?

—La mayoría de sus antiguos asociados han encontrado alivio en la euforida —dijo la máquina—. Sólo unas pocas afortunadas excepciones fueron capaces de encontrar la felicidad por sí mismos en actividades creativas inofensivas. El doctor Pitcher es uno de ellos, y ahora escribe los dramas a los que no podía dedicarse antes de nuestra llegada. El señor Ironsmith es otro.

—¿Les dejarán que vengan a verme?

—Los dos han estado aquí ya —murmuró la máquina—. Pero parece que usted no los reconoció.

—Cuando vuelva Frank Ironsmith…

Sus palabras cesaron, porque otra aguja pinchó su brazo. Mientras trataba de dar forma a las preguntas que quería hacer a Ironsmith, olvidó…, hasta que se encontró tendido de nuevo en otra dura mesa, en la misma habitación blanca. Los humanoides le pinchaban con otras agujas más dolorosas, barriendo el frío olvido.

El dolor le hizo sentirse mal, pero las máquinas de dedos amables frotaron y masajearon hasta que los temblores y el sudor desaparecieron. Le llevaban de vuelta a su habitación en aquella silla especial cuando encontró algo en su mano: un juguete de peluche de colores vivos, con la forma de un gusano alado. Lo tiró, disgustado.

—¿Se siente bien, Forester?

Sobresaltado por la alegre voz de Frank Ironsmith, vio al matemático esperando a la puerta de su habitación, sonriendo amistosamente y sin ser atendido por ningún humanoide.

—Supongo que sí —asintió inseguro, palpándose la pierna. Las vendas habían sido retiradas y la hinchazón había desaparecido. Flexionó los músculos y no sintió dolor—. Creo que estoy bien. Aunque me sentí bastante mal.

—Reacción al suero neutralizador —murmuró Ironsmith. Cogió la silla de ruedas y la empujó hacia la habitación, donde hizo un gesto indiferente para que los humanoides cerraran la puerta corredera y los dejaran a los dos solos—. Hice que le despertaran —dijo—, porque necesito su ayuda.

Forester medio se había levantado para comprobar el estado de su rodilla, pero se sentó de nuevo y estudió a Ironsmith. El matemático parecía menos sofisticado, más maduro. Su aspecto seguía siendo cándido, pero su cara amistosa y bronceada parecía más firme, más enérgica. Todavía claros y honestos, sus ojos parecían más serenos. Incluso sus ropas eran diferentes, pues los gastados pantalones habían sido sustituidos por un amplio traje de tweed que le hacía parecer más grande y más seguro de sí mismo. Forester advirtió que su chaqueta gris se abrochaba de un modo conservador, con botones que un hombre podía manejar.

—¿Está su memoria despejada de nuevo? —inquirió Ironsmith—. Entonces quiero que me ayude a localizar a Mark White y su galería de rarezas. —Frunció el ceño, un poco preocupado—. Porque aún no les hemos encontrado, a pesar de todos estos meses.

Forester no dijo nada.

—La pequeña Jane Carter estuvo con usted casi una hora aquí, en Starmont. —Mientras le observaba con sus astutos ojos grises, Ironsmith empezó a llenar su pipa con fragante tabaco—. Probablemente le dijo dónde se esconden y qué pretenden exactamente. Aunque no fuera específica, debería haber pruebas suficientes para que trabajemos.

Un oscuro escondite subterráneo, recordó Forester, y el sonido del agua corriendo. Apretó los labios.

—White puede causar mucho daño —insistió suavemente Ironsmith—. Si yo fuera usted, no podría evitar encubrirlo.

Forester miró la pipa y tembló, ansiando amargamente el tabaco.

—Es más importante de lo que imagina. —Una urgencia cada vez mayor tensaba la cara de Ironsmith—. Sigo sin tener la libertad de decirle más de lo que ya sabe, no hasta que no se una a nosotros, pero hice que le despertaran con la esperanza de que ahora esté dispuesto a ver a los humanoides como lo que son…

—¡Máquinas inocentes! —interrumpió roncamente Forester—. No pueden ser malos, lo sé, porque no tienen libertad de elección. Fueron construidos para salvar al hombre de su propia maldad innata, y eso es lo que han estado haciendo, y no nos harán daño si los tratamos como a alegres ayudantes.

—Es cierto. —Ironsmith parecía pesaroso—. Esperaba que lo aceptara.

—Pero no lo acepto —replicó Forester—. Porque los malditos robots son demasiado expertos, y siempre van demasiado lejos. ¿Dónde van a detenerse? Nacer no puede ser una experiencia completamente feliz…, supongo que les gustaría mantenernos a todos bien cómodos y a gusto en el vientre materno, ¿no?

—Creo que están haciendo experimentos de ectogénesis, para evitar las incomodidades del nacimiento —admitió Ironsmith suavemente—. Pero no he venido a hablar de eso. He venido a hacer un trato con usted.

—¿Y eso?

—Necesitamos información que creo que usted puede suministrarnos. La necesitamos tanto que he inducido a los humanoides a dejarme ofrecerle una segunda oportunidad…, si demuestra su buena voluntad ayudándonos a atrapar a Mark White.

Forester se arrellanó cansinamente en su silla.

—Las ventajas para usted serán considerables —instó Ironsmith—. Podrá conservar la memoria…, me encargaré de que encuentre un empleo científico en algún proyecto que los humanoides aprueben. Pronto podrá conseguir todos los privilegios que desee. ¿No es eso mejor que la euforida?

Forester se enderezó de nuevo, alerta.

—No quiero más tratamiento —murmuró sombríamente—. Pero no puedo decirle nada. No a menos… —Se mordió el labio—. ¿Quién más está con usted?

Sonriendo, Ironsmith sacudió la cabeza.

—Al menos debo saber una cosa. —Forester escrutó su cara despejada, temblando por dentro—. ¿Fue usted, o alguno de esos misteriosos asociados con los que juega al ajedrez, quien se llevó el equipo de la vieja instalación de las inmediaciones?

—Eso no importa. —La amistosa sonrisa de Ironsmith había aumentado un poco, pero ahora sus ojos azules ardían con una fría especulación muda que hizo retroceder a Forester—. ¿Cuál es su respuesta?

—¡Traiga a sus malditas máquinas! —Mientras contemplaba a Ironsmith rellenar tranquilamente la pipa, sintió un escalofrío de deseo hacia aquella indulgencia prohibida—. ¡No sé qué clase de hombre es usted…, o si es un hombre siquiera! —Trató de bajar la voz—. Pero no voy a volverme contra la humanidad.

—Esperaba algo más sensato de su parte. —Ironsmith sacudió casi tristemente su rubia cabeza—. Esperaba que hubiera aprendido ya lo suficiente como para aceptar la realidad, Forester, porque le ofrecemos una oportunidad bastante rara. Pero tenemos otros medios para llegar a White. —Sus hombros cubiertos de tweed se encogieron—. Porque ese falso filósofo está loco, y su propia locura lo traicionará. Sólo espero que sea antes de que haya causado demasiado daño.

Bajó la voz, esperanzado y ansioso.

—Pero no me gusta abandonarle, Forester. Sigo esperando que reconsidere su postura, porque podemos mostrarle una magnitud y una profundidad de vida como la que nunca ha soñado, y un esplendor de vida creativa que no sería capaz de imaginar. ¿No quiere confiar en mí, aunque no lo haga en los humanoides, y ayudarme?

—¿Confiar en usted? —Forester trató de reírse, deglutiendo dolorosamente—. ¡Márchese!

Ironsmith se volvió hacia la puerta, que se abrió inmediatamente, como si fuera un robot más. Miró por encima del hombro, con una extraña sonrisa de compasión, y salió rápidamente. Entraron tres humanoides. Uno de ellos llevaba una aguja hipodérmica.

—Servicio, Clay Forester —dijo—. Actuamos bajo la Primera Ley para volver a hacerle feliz.

Los otros dos se movieron con increíble agilidad para agarrarle antes de que pudiera levantarse de la silla. Trató de esquivar al de la aguja, pero las manos negras le inmovilizaron, amables e invencibles. Contempló el destello de la aguja, y la esperó…, pero ésta nunca llegó a alcanzar su brazo.