Haciendo resonar sus marchas a toda potencia, sin arrastrarse ya, el saurio devorador de montañas atacó. Las anchas hojas cortadoras rechinaron malignamente, y sus crueles dientes de metal resplandecieron en sus fauces.
—¡Oh, señor White! —gritó Jane Carter desesperadamente—. Por favor, señor Overstreet…, por favor, muéstrenme qué hacer. No sé cómo detenerla…, no puedo encontrar a la cosa negra que la conduce.
Forester se detuvo un instante, esperando que los hombres de la caverna se apresuraran a detener la máquina, pero ésta siguió avanzando. Recogió a la niña y continuó corriendo hacia el edificio. El monstruo acorazado giró al instante para atraparle. Forester hizo una finta a la derecha y corrió hacia la izquierda. La máquina intentó seguirle, pero sus enormes ruedas múltiples no se agarraron a las piedras sueltas del terraplén. Forester la dejó atrás…, casi.
La máquina se había medio enterrado en una nube de polvo amarillo y rocas dispersas, y el edificio había vuelto a aparecer ante la vista de Forester, cuando este resbaló. Cayó de rodillas, y la máquina tuvo tiempo de salir del pozo que ella misma había creado. Chirriando, le persiguió. Forester corrió de nuevo hacia la derecha, y la máquina le cortó otra vez el paso.
—¿No pueden detenerla? —le preguntó, jadeante, a Jane—. ¿No consigues alcanzar al humanoide que hay dentro?
—Es que no hay ninguno —gimió ella débilmente—. El señor White dice que está dirigida por rayos que vienen directamente de la máquina cerebro de Ala IV, y no hay ninguna cosa negra que yo pueda detener.
Ya sobre terreno firme, la excavadora avanzó poderosamente, y mientras Forester huía con Jane en sus brazos vio que le apartaba del edificio y le obligaba a recorrer un estrecho recodo entre el nuevo terraplén empinado y el irregular borde de la meseta.
—¡Por favor…, señor White! —suplicó la niña frenéticamente—. ¡Por favor! ¿No puede ayudarnos?
Pero nada detuvo el rechinante avance metálico. Forester trató de escalar la pendiente y volvió a resbalar. El polvo le asfixiaba y las rocas afiladas le cortaban. La niña se había vuelto una carga imposible en sus brazos, pero de algún modo consiguió alzarla de nuevo, retirándose todavía hacia el punto de aquel recodo rocoso donde el terraplén se unía con el reborde. Estaba acorralado y no veía ninguna salida.
—¡Arriba! —chilló Jane—. ¡El señor White dice que escalemos!
Forester se dio la vuelta y trató de subir de nuevo la pendiente. Durante unos pocos metros el terreno aguantó, pero luego las rocas sueltas volvieron a ceder. Al caer, Forester se retorció para evitar aplastar con su peso a la niña, pero se golpeó con una roca. Un dolor salvaje le asaltó, y sus pies y manos sólo encontraron rocas resbaladizas que los llevaron hasta el avance de la máquina, que avanzaba entre el polvo, tronando, con las cuchillas alzadas para aplastarlos o lanzarlos al precipicio. Trató de apartar a Jane Carter del camino, pero había apurado sus últimas fuerzas.
—¡Oh, gracias! —jadeó ella—. ¡Gracias, señor Lucky!
Se relajó en sus brazos, y el saurio de metal negro y rojo giró de nuevo. Las grandes ruedas aplastantes les cubrieron de polvo amarillo mientras avanzaba. El rugido de sus marchas era ensordecedor. Y de pronto, bruscamente, se detuvo. La montaña tembló levemente, y Forester oyó un distante rumor apagado pendiente abajo.
—No pude detenerla —la voz de la niña estaba aún cargada de terror, pero se levantó y se sacudió el polvo de su gastado vestido amarillo— porque no había ninguna cosa negra en ella. Pero el señor Overstreet pudo ver que funcionaba como una clase diferente de humanoide, y el señor White le dijo a Lucky cómo arrojarla al precipicio.
Forester se levantó con dificultad. Su cuerpo temblaba, y el polvo había cubierto de barro rojo las heridas de sus rodillas y pies. El tobillo que se había torcido le dolía, y respiraba a duras penas.
—¿Está herido? —susurró la niña ansiosamente.
Él sacudió negativamente la cabeza, demasiado cansado para hablar, y recorrieron el estrecho recodo hasta llegar a la puerta del edificio, donde Jane se detuvo.
—El señor White dice que espere aquí. Para mantener a las máquina negras a raya.
—¡Sólo durante cinco minutos! —susurró Forester—. Es todo el tiempo que necesito.
Mientras se internaba en la polvorienta penumbra del pasillo que conducía a su antigua oficina, pudo oír los ominosos chasquidos y rugidos de la escayola, la madera y el acero que cedían bajo el peso de la cúpula herida. Sabía que la enorme masa de hormigón podía venirse abajo en cualquier momento, así que corrió sin descanso hasta que una lluvia de yeso le detuvo.
Al mirar atrás, mientras esperaba que la cúpula cayera, pudo ver a Jane Carter, cubierta de polvo, de pie en el brillante rectángulo de la puerta, que le instaba urgentemente a continuar. Forester contuvo la respiración, se protegió la cabeza con los brazos y avanzó a ciegas bajo la lluvia de escombros.
Un repentino altibajo del suelo le confundió, y entonces algo le golpeó la cabeza, pero de algún modo siguió avanzando y por fin llegó, tambaleándose, al armario situado tras la oficina, agradecido al ver unas puertas que podía abrir. El espejo estaba aún en su sitio, las ropas polvorientas colgaban todavía inocentemente en las perchas, la alfombra estaba donde la había dejado. Pensó que la eficiencia de los humanoides no era completamente ilimitada, porque no vio signos de que hubieran hallado el ascensor oculto.
Otro temblor de las paredes le hizo retirar el espejo y pulsar frenéticamente el botón de «Abajo». No sucedió nada, excepto otro rumor de muros debilitados al caer a la nueva excavación. Cuando comprobó que el techo no se le venía encima, probó con las luces. No había energía, y la alarma se apoderó de él.
Los humanoides, al hacer que todo funcionara con los rayos de energía del lejano Ala IV, habían desmantelado los viejos sistemas eléctricos, pero el Proyecto Trueno disponía de su propia fuente de energía separada, instalada bajo la estación de lanzamiento en el nivel inferior de la cripta. La oscuridad proporcionaba una dificultad adicional, pero intentó contener su desazón. Se dijo que Armstrong debía haber desconectado la planta automática por temor a que los humanoides detectaran la vibración o los gases de los generadores gemelos. Y los misiles, se prometió sombríamente, estarían aún armados y preparados para hacer estallar Ala IV.
Siguió sin haber respuesta cuando pulsó de nuevo el botón. Se puso de rodillas, retiró la alfombra y alzó la trampilla. La oscuridad le envolvió, junto con el penetrante olor a combustible, pues la falta de energía había detenido también los ventiladores.
Bajó torpemente. Sus doloridos pies encontraron la escalerilla de emergencia, y se sumergió en el negro silencio. El intenso olor a combustible se le metió en los pulmones, y los peldaños de metal parecían hojas afiladas a sus pies lacerados, pero bajó frenéticamente hasta que el agua fría le detuvo al pie del pozo.
Abandonó la escalerilla, tanteando en la húmeda oscuridad, y avanzó hacia la cripta. Algo en el agua rozó sus tobillos, y sollozaba de dolor cuando encontró la puerta del túnel. Tras abrirla, salió arrastrándose con mucho trabajo del pozo y se puso dolorosamente en pie en el estrecho pasadizo.
La oscuridad le envolvió. No se produjo ninguna luz cuando encontró un interruptor, pero conocía la cripta después de tantos meses y años cumpliendo allí con su cruel deber, y avanzó confiado a lo largo del túnel. Podía ver en su mente el taller, los bancos de trabajo y las herramientas, y el tubo de lanzamiento más allá. Sabía dónde encontrar aquellos estilizados misiles. Salió del pasadizo…, y su pie descalzo halló el vacío.
Cayó a la nada, donde antes se encontraba el suelo de acero del taller. Sintió que su pierna derecha se doblaba y chasqueaba horriblemente mientras roca sólida y agua helada le detenían. La agonía surcó su cerebro, y luego un dolor sombrío y cada vez mayor se apoderó de su rodilla y su muslo. Trató de levantarse y cayó de bruces en el agua aceitosa. Supo que se había roto la pierna.
Las lentas oleadas de oscura agonía que brotaban de ella contra su consciencia no eran aún tan agudas como el dolor de su fracaso. Medio ahogado por la apestosa agua, tosió hasta que pudo volver a respirar, y entonces empezó a arrastrarse trabajosamente sobre el basalto irregular, arrastrando la pierna y buscando aquellos misiles rodomagnéticos.
Sus dedos sólo encontraron hormigón desnudo, y los cerrojos rotos que habían contenido los generadores y los conversores. El Proyecto Trueno había sido desmantelado eficientemente. Aquel hecho fue más aturdidor que su caída, y no pudo comprenderlo.
No había visto ninguna indicación de que el ascensor camuflado hubiera sido descubierto, y desde luego ninguna señal del trabajo especial necesario para sacar la pesada maquinaria del pozo. No había ninguna otra entrada a la cripta, y su búsqueda a rastras no descubrió ningún nuevo túnel que los humanoides pudieran haber excavado. Sin embargo, los misiles habían desaparecido.
Su aturdido cerebro luchó con aquel aplastante enigma, y finalmente lo abandonó. Sus nervios estaban agotados. Cedió cansadamente al dolor de su pierna y se quedó inmóvil, vagamente agradecido al frío entumecedor del agua que convertía gradualmente su agonía en algo remoto y soportable.
¡Clinc!
Un sonido parecido a cristal roto le sacó de un piadoso sueño, y despertó un nuevo dolor en su pierna. Hubiera debido hacer que Overstreet buscara aquí los misiles, pero no estaba acostumbrado a todo este asunto parafísico. Perro viejo y trucos nuevos. Oyó otro cristal al romperse, y por fin supo que sólo era una gota de agua que caía. Temblando, esperó la siguiente. No había otra cosa que hacer.
Estaba acabado, y ya nada importaba. La siguiente salpicadura la hizo algo más grande que una gota de agua, pero no intentó levantarse hasta que la luz golpeó dolorosamente sus ojos cerrados. Entonces, parpadeando, vio las bruñidas máquinas congregadas a su alrededor. Los destellos de bronce y azul sobre sus cuerpos negros eran hermosos, y sus piernas no se rompían.
—Servicio, doctor Forester. —La voz plateada era melodiosamente amable—. ¿Está malherido, señor?
Pero sus heridas no eran ahora importantes, y señaló con la cabeza el negro vacío del saliente de hormigón donde antes se hallaba la estación de lanzamiento.
—La encontraron, ¿eh? —murmuró débilmente.
—Lo encontramos a usted, señor —zumbó la máquina—. Observamos su temerario afán por entrar en el edificio en ruinas, y le seguimos tan rápidamente como nos fue posible para rescatarle. Sin embargo nos vimos retrasados, primero por la niña que le acompañaba, y luego por la caída de la cúpula, y tuvimos que despejar parte de los escombros y reparar el ascensor para alcanzarle.
Forester alzó la cabeza con enfermizo asombro.
—No intente moverse, señor —advirtió la máquina—. Sus heridas podrían empeorar.
Demasiado enfermo para reír ante aquella ironía, señaló débilmente los cimientos vacíos.
—¿Cómo encontraron esta instalación?
—Descubrimos el hueco del ascensor cuando retiramos los escombros del edificio de arriba para buscarle. —Los serenos ojos de acero le observaron—. ¿Puede hablar sin sentir dolor, señor? ¿Nos dirá entonces qué equipo estuvo instalado aquí?
La pregunta le aturdió. Eso significaba que los humanoides no sabían nada todavía del Proyecto Trueno. Y propiciaba un problema monstruoso: ¿Quién se había llevado los misiles y el equipo? ¿Frank Ironsmith? Tembló a causa de algo más frío que el agua negra. Pero ni siquiera aquel notable matemático, le aseguró la cordura, podría haberse llevado cien toneladas de maquinaria pesada en su oxidada bicicleta.
—¿Qué era esta instalación, señor? —insistió la máquina.
—Nuestro primer laboratorio de neutrinos. —Un impulso de desafío le llevó a inventar aquello—. Nuestros primeros tubos de investigación, que no tuvieron éxito, fueron construidos e instalados aquí, para mantenerlos en secreto. Más tarde, después de que fuera establecida la guardia militar, construimos y montamos los nuevos tubos en la cúpula de arriba, a causa de las filtraciones de agua que había aquí. El viejo equipo fue convertido en chatarra, pero dejamos el hueco como refugio de emergencia.
La máquina pareció satisfecha con aquello, pero en su agotado cerebro Forester no podía desprenderse del enigma. Rechazó la idea de que el proyecto hubiera sido saqueado para ser usado por algún agente psicofísico. Mark White, obviamente, no sabía nada de la pérdida, e incluso Jane Carter habría tenido problemas para transportar sesenta toneladas de material.
Pero alguien tenía ahora aquellos misiles letales, junto con todas las indicaciones que había dejado en la caja fuerte cerrada. Alguien había robado el poder para hacer detonar cualquier planeta habitado, tan fácilmente como un salvaje podía hundir el cráneo de otro con un palo de madera. Jadeando de nuevo, Forester sintió piedad por aquel desconocido ladrón que le había robado su monstruosa carga.
—… más preguntas, señor —oyó de nuevo el insistente canturreo de la máquina más cercana, como si estuviera muy distante—. Es necesario que encontremos a esa niña que vino con usted. ¿Cómo se llama, señor? ¿Y dónde está ahora?
Forester sonrió a pesar de su dolor, pues aquellas preguntas le decían que Jane Carter no había quedado atrapada en el hundimiento de la cúpula. Debía de haber escapado a aquel lugar subterráneo oscuro y húmedo donde murmuraba el agua, y Mark White y sus otros amigos aún luchaban contra los humanoides.
—No lo sé —susurró, desafiante.
—Es extremadamente peligrosa —dijo dulcemente la máquina— porqué posee capacidades sobrehumanas, que está empleando contra el propósito de la Primera Ley. Ahora estamos preparando un nuevo servicio para esos casos desgraciados, porque la euforida a veces no los controla, y debemos encontrar a esa niña de inmediato.
—¡Espero que nunca la encuentren! —exclamó, dando rienda suelta a su amarga furia, porque ya no había ninguna necesidad de tener cautela. Agitó el puño magullado ante el círculo de caras oscuras e idénticas que tenía delante—. Espero que vaya directamente a Ala IV y use su don supramecánico para destrozar ese cerebro mecánico que los controla. —Contuvo un sollozo de ira y jadeó—: ¡Ahora ya lo he dicho…, mátenme si quieren!
—Clay Forester, no comprende usted la naturaleza de nuestro servicio —ronroneó la máquina—. Es cierto que la extrema infelicidad revelada por su conducta requerirá ahora que se le suministren dosis de euforida en cuanto pueda tolerar la droga, pero nuestra función no es nunca castigar, sino simplemente servir y obedecer. Usted no ha mostrado ninguna habilidad supramecánica, y no necesita temer por su destrucción.
Forester guardó silencio, sin temblar siquiera.