16

Forester comprendió el movimiento y asintió. Los humanoides, con sus campos sensores rodomagnéticos, no tenían necesidad de luz. Aquel eficiente cerebro en Ala IV intentaba distraerle con la oscuridad, mientras sus invencibles unidades se disponían a apresarle. Se preguntó cómo sería el olvido.

—No podemos ayudarle. —La voz dolorida de la niña parecía demasiado fuerte en medio de la aplastante oscuridad—. Y el señor White dice que debo irme.

Sus diminutos dedos cogieron su mano durante un momento y luego la soltaron. Durante un segundo eterno, Forester se encontró solo en la oscuridad, hasta que la pura desesperación le dio fuerzas.

—¡Jane! —jadeó—. ¡Espera!

—¡Por favor! —La asustada vocecita le devolvió la esperanza—. El señor White dice…

—No puedo ir contigo —gimió él—. Pero dile que hay otro medio.

Sin hacer caso al humo asfixiante que surgía de la máquina caída, volvió a llenar sus pulmones. Sus estrechos hombros se alzaron desafiantes en la oscuridad. No había conseguido dominar las paradojas de la psicofísica, pero conocía el poder capaz de arrasar planetas de los estilizados misiles de la cripta, preparados ya para alcanzar Ala IV.

—El señor White dice que intentaremos ayudarle. —Tanteando en la oscuridad, la niña cogió la manga de su bata—. Pero quiere conocer su plan. Porque hay demasiadas máquinas…, el señor Overstreet puede verlas venir. Más máquinas de las que puedo detener.

—Dile al señor White que tengo armas —susurró Forester rápidamente—. Misiles con sistema de autocontrol preparados ya y armados para hacer estallar Ala IV…, ocultos todavía en la estación subterránea a la que fuiste. Uno solo de ellos podría detener a todos los humanoides en cuestión de medio minuto. —La aprensión se apoderó de él—. Al menos, espero que los misiles estén aún allí —añadió roncamente—. Aunque vi una máquina excavadora abriéndose paso hacia la estación a través del edificio.

—Espere —suspiró la niña—. El señor Overstreet puede mirar.

La habitación volvió a quedar en silencio durante un segundo interminable, mientras Forester temblaba ante la amenaza de las silenciosas máquinas negras que se cernían hacia él en la oscuridad.

—El señor Overstreet puede ver el edificio —susurró por fin la niña—. La máquina excavadora ha roto una esquina, pero el techo aún no ha caído. Dice que las cosas negras no han encontrado el ascensor.

—¡Entonces podemos intentarlo! —Una salvaje alegría le invadió—. Debemos esperar a que los humanoides abran las puertas para capturarnos. Debes estar preparada para detenerlos, Jane…, a todos los que puedas. Y yo correré hacia el proyecto.

El silencio cubrió de nuevo la oscuridad. Mientras esperaba a que los robots irrumpieran, la voz de la niña le sobresaltó.

—El señor White dice que intentaremos su plan. Dice que esperaba poder cambiar la Primera Ley sin destruir a todas las cosas negras. Pero necesitábamos su ayuda para construir nuevos relés, y ahora no podemos intentarlo. Así que sus armas parecen ser el único modo, y debo quedarme y ayudarle en todo lo que pueda. Y dice…

Jane Carter jadeó débilmente. Forester notó que su manita se tensaba en su manga.

—Dice que hay otro peligro al que debemos enfrentarnos —continuó débilmente, agitada y temerosa—. Peor que todos los humanoides. Tiene miedo de que nos encontremos con el señor Ironsmith.

—¿Ironsmith? —Forester se echó a temblar, como si algo invisible hubiera respirado tras él en la oscuridad—. Me he estado preguntando por qué le gustan tanto los robots…, y por qué le permiten tanta libertad. —Se acercó a la niña—. Dime, ¿quién, o qué, es Ironsmith?

—El señor White dice que no lo sabe. —La preocupación nubló su voz—. Excepto que está ayudando a las máquinas contra nosotros. Él y otros como él… en lugares lejanos.

Recordando aquellas piezas de ajedrez dispuestas en la partida sin terminar, Forester sintió un desagradable cosquilleo en la nuca.

—Intentaron atraparnos en la Roca del Dragón —continuó la niña—. Ironsmith y sus amigos, porque están ayudando a las máquinas a combatir al señor White.

Forester asintió, incómodo. Aunque la identidad de los adversarios de Ironsmith en el ajedrez continuaba siendo tan misteriosa como su remota localización, las líneas del plan habían empezado a aparecer. Los humanoides, para despejar el camino de su invasión, debieron de precisar la ayuda de unos cuantos traidores humanos: máquinas enmascaradas como el mayor Steel debieron de hacer el trabajo. Y Frank Ironsmith, la certeza se apoderó de él, era uno de aquellos chaqueteros.

—Me sorprendió muchísimo lo del señor Ironsmith —se lamentó la niña—. Parecía muy amable y simpático cuando vino a vernos a la vieja torre. Habló conmigo sobre la teleportación y me dio chicle. Me cayó bien entonces, pero…

Se interrumpió bruscamente y escuchó en la oscuridad.

—El señor White dice que no debemos esperar más. —Su voz se hizo agitada—. El señor Overstreet puede verlos en el tejado, preparando el ventilador para introducir algo…, algo que nos haga dormir.

—¡Eso es lo que pretenden! —Foresterse tambaleó ante el impacto del inminente desastre, recordando que las eficientes máquinas no corrían riesgos—. No piensan abrir la puerta hasta que estemos indefensos y no podamos salir.

—Pero podemos. —Ella tiró, impaciente, de su manga—. Con la ayuda del señor Lucky.

—¿Ese jugador harapiento? —Forester miró a su alrededor—. ¿Qué puede…?

Forester se quedó de una pieza al darse cuenta de que podía ver. Tan suavemente como si un impulso rodomagnético producido por algún humanoide hubiera pulsado el relé oculto, la puerta se abrió lentamente. La luz entró en la habitación, pero no pudo ver al jugador.

—El señor Lucky no está aquí —explicó gravemente Jane Carter—. Pero puede alcanzar la cerradura con su telequinesia. Overstreet le ayudó a ver, y dice que fue tan fácil como sacar un siete.

Forester no esperó más. Descalzo y entorpecido por la bata azul, corrió al gran pasillo, donde las pantallas rodomagnéticas componían brillantes ventanas a tantos planetas conquistados. Una alarma muda le hizo retroceder.

Dos humanoides aparecieron al fondo del pasillo. Corrían silenciosamente, con terrible agilidad ciega. Uno de ellos sostenía un objeto brillante y pequeño: una aguja hipodérmica, pensó Forester, sin duda llena de euforida. El otro sacó algo parecido a una granada de la bolsa que llevaba, y echó el brazo atrás para arrojarla.

Instintivamente, Forester colocó a la niña tras él. Ella se inclinó para mirar con sus oscuros y tristes ojos…, y los humanoides se detuvieron. El que sostenía la hipodérmica giró grotescamente, y el otro cayó de bruces. Una pequeña nube gris explotó en el objeto que intentaba lanzarles.

—Debemos salir —advirtió la niña—. El señor White dice que la niebla de esa bomba nos hará dormir.

Forester se volvió para huir de la nube cuando el cálido contacto con el suelo le recordó que estaba descalzo. Vaciló y buscó desesperadamente sus zapatos, pero los ordenados humanoides debían de haberlos guardado en algún armario con cerradura rodomagnética. La niña tiraba de su brazo, y huyó con ella, descalzo, a lo largo del espacioso pasillo, dejando atrás las brillantes pantallas. La puerta exterior volvió a detenerlos hasta que Lucky Ford pudo abrirla desde la distante caverna, pero por fin salieron al brillante amanecer.

El jardín que encontraron ante ellos era tan extraño como cualquiera de las brillantes escenas que habían dejado atrás. Surgidos de una evolución diferente, los altos tallos de escamas rojas que los humanoides habían plantado se agitaban incesantemente. Unas cuantas semillas monstruosas emergían ya de los enormes capullos que les superaban en altura, para volar libres como grandes motas iridiscentes sobre lentas y frágiles alas violetas, doradas y negras, danzando y revoloteando en el aire. Su hedor era rancio y dulce, tan abrumador como el del perfume que empapaba a Ruth cuando Forester la encontró jugando con los bloques de plástico, y el polvo o el polen le hicieron detenerse y estornudar.

—¡Esas horribles flores! —Jane se apartó de ellas—. ¿Por qué cree que las trajeron las cosas negras?

Para satisfacer a las víctimas de la euforida, supuso Forester, pues una mente sin memoria podía entretenerse fácilmente por el deslumbrante baile de aquellas grandes alas y el interminable drama sin significado del amor y de la muerte. Pero no intentó responder. Estornudando y sin resuello, siguió corriendo con la temblorosa niña hasta que pudo ver el edificio de observación.

Sus ruinas se alzaban al borde de una nueva excavación. La pared oeste ya había sido derribada, y la cúpula de hormigón había empezado a hundirse, de forma que el edificio estaba ladeado, como borracho. Sin embargo, la excavadora no estaba a la vista, y Forester pensó que el camino al ascensor oculto aún podía estar abierto.

Estornudando mientras corría, se secó los ojos con la manga de la bata y observó el terreno. Todos los nuevos paseos y los jardines parecían extrañamente vacíos. Vio una segadora parada. Las unidades mecánicas, pensó, se estarían escondiendo de los ojos de Jane Carter.

—¡Alto! —gimió ella bruscamente—. Esa nave detrás nuestro… El señor Overstreet dice que las máquinas negras van a levantarla en el aire y dejarla caer encima de nosotros.

Se volvieron, y Forester pudo ver la nave en la plataforma, reflejando el amanecer como un gran huevo plateado. Vio a dos humanoides correr hacia ella, y los señaló a Jane. Ella los miró, y los robots cayeron.

—Vamos —instó—. Antes de que se les ocurra otra cosa.

Al final del liso sendero, Forester la ayudó a cruzar una zanja abierta. Hacía muchos años que no se movía tan violentamente, y sus débiles músculos empezaban a temblar de cansancio mientras corrían. Le dolía el pecho al respirar, y las piedras afiladas le cortaban los pies. Pero habían recorrido ya la mitad del camino hacia el edificio cuando Jane Carter empezó a rezagarse, gimiendo sin aliento. Pálida de terror, señaló un nuevo risco de tierra y roca ante ellos.

—La excavadora —susurró—. ¡Ahí viene!

Corrieron hacia el edificio, demasiado tarde. La enorme máquina que tan lentamente había rebanado la montaña en un exacto orden geométrico se abalanzaba hacia el nuevo terraplén, ahora a toda velocidad. Los primeros rayos del sol destellaron amarillos en sus grandes hojas y rojos en su casco negro y escarlata mientras la máquina rugía a su encuentro.