El salón abovedado donde cenaron tenía un espacioso esplendor que sólo los productores cinematográficos habían imaginado en el desaparecido pasado anterior a los humanoides. Seis robots sirvieron la comida, demasiado elaborada. Hubo vino para Ironsmith, pero no para Forester.
—Su digestión se ha visto dañada por la preocupación y la fatiga —le recordó una máquina melodiosamente—. No debe probar el alcohol hasta que su salud mejore.
Aquello era serenamente acertado y monstruosamente intolerable.
Al final de la cena, Ironsmith anunció que iba a quedarse a pasar la noche, y Forester volvió solo a Starmont. Mientras surcaban la atmósfera, contempló la cristalina belleza de las estrellas que los hombres habían perdido, y luego permaneció encogido en el borde del lujoso asiento, sumido en su fracaso.
—Servicio, señor —murmuró el robot que tenía al lado—. Parece incómodo.
—¡Ah! —tratando de ocultar su nervioso sobresalto, Forester se desperezó elaboradamente y se acomodó con cuidado en el sillón, sonriendo forzado a las dos caras idénticas. No había otra cosa que hacer. Completamente benévolos, más temibles que ningún ser maligno, estos perfectos y eternos guardianes de la humanidad prohibían incluso la libertad de desesperarse.
Al final del vuelo, encontró el valor para arriesgarse a echar otra mirada hacia el viejo edificio de investigación. El domo de hormigón estaba aún intacto…, y tan lejano a su alcance como el mismo Ala IV. La máquina excavadora estaba ahora más cerca de su secreto, un lento saurio metálico devorando la montaña en la oscuridad.
Esa noche despertó bruscamente de sus preocupados sueños.
—¡Doctor Forester! Por favor…, ¿puede oírme?
Una voz infantil, clara y débil, le llamaba, urgente y temerosa. Sólo es parte del sueño, pensó al principio; sin embargo, le había despertado. El sueño se había disuelto, menos vivido que la pesadilla andante de hombres aplastados por una benevolencia absoluta, pero el terror le había dejado empapado de sudor frío y jadeante.
La comodidad y una completa paz le rodeaban aquí, en su nuevo dormitorio en Starmont. En los murales luminiscentes, jóvenes y doncellas bailaban silenciosamente en su incesante festival. La gran ventana oriental, transparente ahora, daba al vacío desierto y a los lejanos pliegues de las colinas, teñidas ahora del frío azul del amanecer. Pero aquella lujosa habitación le parecía mucho más temible que ninguna pesadilla, porque un solícito humanoide permanecía vigilándole junto a la gran cama.
Estremeciéndose, Forester se esforzó desesperadamente por sonreír y ocultar su temor…, hasta que vio que el humanoide se había detenido. Se caía, con una ciega tranquilidad fija en su estrecho rostro, y no hacía ningún movimiento por recuperar el equilibrio. Rígido como una estatua de gracia ideal hecha en metal brillante, cayó hacia atrás para golpear el suave suelo con un ensordecido estrépito. Y se quedó allí tendido, boca arriba, increíblemente muerto. Forester tosió ante el súbito hedor de metal caliente y plástico quemado.
—¡Doctor Forester! —Sorprendido, advirtió que la voz infantil no era un sueño—. ¿Quiere venir conmigo, por favor?
Entonces la vio. ¡Jane Carter! La niña se acercó tímidamente a la cama, mirando al robot inmóvil. A Forester la inmensa habitación le parecía cálida, y ella iba vestida con un gastado abrigo de cuero demasiado grande, y sin embargo vio que estaba temblando. Bajo el fino vestido amarillo, sus pies descalzos estaban azules de frío.
—¡Vaya, hola, Jane! —Respondió a su tímida sonrisa con una débil mueca y señaló a la caída máquina—. ¿Qué le ha pasado al robot?
—Yo lo detuve.
Forester escrutó su asustada cara y luego se volvió hacia la unidad caída de la máquina definitiva. La incredulidad sacudió su voz.
—¿Cómo?
—Como me enseñó el señor White. —La niña se apartó de la cosa caída—. Sólo hay que mirar, de la forma en que me enseñó, a una pequeña cuenta blanca que hay en su cabeza. Esa cuenta es… potasio. —Tuvo cuidado con la palabra—. Sólo hay que mirar de una forma especial, y el potasio arde.
Forester no pudo ver ninguna cuenta de potasio, o ninguna otra cosa, dentro de la cabeza cubierta de plástico de la máquina, pero se encogió de hombros y aceptó la palabra de la niña. Recordó el isótopo inestable del potasio, y la baladronada de Mark White de que esta chiquilla hambrienta había aprendido a controlar la probabilidad atómica y a detonar los átomos de K-40 con su mente.
—Por favor, ¿vendrá a ayudarnos ahora?
Mientras miraba sus ojos oscuros y límpidos, tan tristes y cargados de ojeras de cansancio y necesidad, Forester apenas oyó su vocecita urgente. Sintió un cosquilleo en la nuca y no pudo contener sus temblores. Pues el cuerpo humano, recordó, también contenía una cantidad fatal de aquel isótopo radiactivo. Si esta extraña niña podía detener a un humanoide sólo mirándole de una forma especial, también podía, sin duda, matar a un hombre.
—¡Venga, por favor!
El significado de su súplica recaló entonces en él, diluyendo su reflexión de que los viejos cuentos sobre aquel fatal tipo de visión llamado mal de ojo debían ser algo más que superstición. Una oleada de esperanza despejó su momentáneo terror a la solemne mirada de la niña y rompió las cadenas de pesadilla de su frustración total. Sonrió, agitado.
—Voy —susurró—. Pero, ¿adónde?
Se estaba levantando de la cama, una figura delgada y ansiosa vestida con una bata azul, cuando la máquina inmóvil capturó su mirada. Su hermoso rostro aún seguía igual, levemente asombrado y eternamente benigno, pero ahora los ojos de acero estaban teñidos de calor, y de los negros agujeros de la nariz brotaba un fino humo gris.
—¡Debemos apartamos de eso! —Cogió a la niña por el brazo—. Todavía es peligroso. Actividad secundaria. Los rayos no pueden verse, pero aún podrían hacernos daño.
Buscó una salida de la habitación, frotándose los ojos y tosiendo ante el amargo humo. Debía de estar cargado de radiactividad letal, pensó, a causa de la pequeña explosión atómica. Las puertas correderas y la gran ventana estaban aseguradas con inaccesibles relés rodomagnéticos, y no pudo ver ningún medio de escape posible. A menos que… La idea le asaltó de pronto, con el impacto del contacto inesperado de una mano fría en la oscuridad. Miró a la niña, aturdido, y oyó su preocupada vocecita:
—… y el señor White dice que tenemos que irnos ahora mismo, porque las cosas negras sabrán que ésta se ha parado, y vendrán más para ver qué ha pasado.
El humo acre se le había metido en la garganta, de forma que apenas podía respirar, y lágrimas calientes nublaron su visión. Tuvo que apoyar una mano en la brillante pared para sujetarse.
—Pero, ¿cómo? —susurró a la niña—. ¿Cómo podemos salir?
—Venga —dijo Jane Carter—. Venga conmigo.
Extendió una manita sucia y temblorosa para que él la agarrara. Forester la miró y señaló sombrío las puertas cerradas.
—No hay salida.
—Para nosotros sí. Iremos por medio de la teleportación.
Forester soltó la mano. Su risa seca fue casi histérica, y el humo la convirtió en tos. Se secó los ojos con la manga de su bata, jadeando roncamente.
—Pero yo no puedo teleportarme.
—Lo sé —dijo ella solemnemente—. Pero el señor White cree que yo puedo transportarle. Si usted me ayuda.
—¿Ayudarte? ¿Cómo?
—Sólo piense en dónde vamos. Y trate de estar allí.
Estremeciéndose, Forester trató de creer.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar lejano y oscuro, subterráneo. Allí siempre hace frío, y se puede oír correr el agua. No me gusta…, pero no hay aberturas en la roca, y no se puede entrar más que por teleportación, así que las cosas negras no pueden cogernos. El señor White dice que le ayudará a encontrar el camino.
Forester volvió a coger la mano de la niña, tratando de imaginar la oscura caverna donde Mark White y sus harapientos seguidores debían estar ocultándose de los humanoides. Lo intentó con fuerza, porque su mente ya podía ver a los eficientes robots corriendo a estudiar al que Jane Carter había detenido. Ansió, con salvaje intensidad, escapar a esta brillante prisión y la amenaza de la euforida. Ciertamente, lo intentó con desesperación.
Pero seguía siendo físico. No podía imaginar la mecánica de la traslación instantánea. Aunque en realidad el tiempo no fuera más que un efecto electromagnético incidental, seguía siendo tan real como el espacio y el movimiento. Ni siquiera los rápidos misiles rodomagnéticos del proyecto alcanzaban más que aceleraciones finitas, y no era posible nada más rápido, ni siquiera las físicas diferentes que había encontrado en el espectro de la supernova. No se sorprendió cuando no sucedió nada.
—¡Por favor… inténtelo! —La voz de la niña sonaba forzada y agitada—. ¡Más fuerte!
—Lo intenté. —Forester soltó su mano, su voz un mero hilo de fracaso—. Lo intenté…, pero no sé cómo hacerlo. Lo siento, Jane, pero no sirve de nada.
—¡Pero tiene que hacerlo! —Los deditos fríos agarraron de nuevo su mano—. El señor White dice que podemos cargarle…, si nos deja. Yo misma puedo mover una roca tan grande como usted. Si se deja…
Forester apretó la manita, miró aquellos ojos negros y ansiosos, y pensó en Mark White y en Overstreet y en el viejo Graystone y en el pequeño Lucky Ford, esperándoles en alguna oscura caverna. Pensó en intentarlo. Pero sabía que no sucedería nada…, y nada sucedió.
—¡Pero lo intenté, señor White! —Los dedos de Jane Carter se tensaron frenéticamente y luego se relajaron, flácidos y temblequeantes en los del hombre. Grandes lágrimas de frustración marcaban su carita azulada—. Lo intentamos, porque sabemos que es muy importante. Pero no podemos.
Y Forester captó un destello de movimiento ante la gran ventana, mientras algo oscuro y muy rápido pasaba corriendo. Sabía que las máquinas se acercaban. Tras volverse hacia la niña, se sintió asaltado por una súbita ternura. Durante un instante de ansiedad sin esperanza, deseó que Ruth y él hubieran tenido tiempo para engendrar hijos…, en vez del Proyecto Trueno.
—Está bien, Jane…
Extendió la mano hacia la niña, torpemente, deseando consolarla, pero ella había aprendido independencia en una fría escuela. Rehusó la caricia. Sus rodillas desnudas temblaban de miedo y frío, pero se mantenía orgullosamente erguida.
—No, no está bien. —Su voz era aguda y amargamente clara—. El señor White dice que está muy mal, para todos nosotros. Dice que las máquinas negras le quitarán su memoria si no escapa. Y dice que aprenderán mucho de nosotros después de estudiar al que detuve. Dice que ahora será muy difícil cambiar la Primera Ley.
Se apartó de él, diminuta e indomable. Sus labios azules se movieron, murmurando en silencio. Sus ojos asustados contemplaron algo muy lejano. Su cabecita se inclinó, como si escuchara. Y entonces se volvió gravemente hacia él, ofreciéndole tristemente su manita sucia.
—Lo siento, doctor Forester. Todos lo sentimos, porque le necesitamos a usted y a los que son como usted. Ahora tengo que irme. El señor White dice que las máquinas negras se acercan…
Forester pudo ver a otro humanoide tras ella, mirando con sus duros y brillantes ojos de acero a través de la gran ventana. Tras indicar su presencia con la cabeza, le susurró a la niña que lo matase. Sin embargo, antes de que ella pudiera volverse, el panel se hizo opaco de repente, aislándoles del robot alerta y de la luz del amanecer. El brillo de los murales en las paredes se extinguió también. La oscuridad cayó sobre ellos, y Forester oyó el jadeo aterrado de la niña.