14

Mientras esperaba la hora de cenar con Ironsmith, Forester quiso volver a ver a Ruth, pero tenía miedo de regresar a la sala donde la había visto jugar con sus bloques de plástico, pues su control era demasiado frágil. Podía traicionar muy fácilmente sus sentimientos e invitar así al olvido.

Tratando de relajarse, entregó su persona a las eficientes máquinas, que le lavaron en un baño perfumado, le secaron y le masajearon, y le vistieron por fin con una suave túnica blanca. A Forester no le gustó, porque se abrochaba a la espalda con diminutos cierres rodomagnéticos que no podía alcanzar ni hacer funcionar, y le hacía sentirse ridiculamente mal vestido, pero cuando pidió débilmente sus pantalones le dijeron que habían sido destruidos.

—Fueron hechos por el hombre, señor. La vestimenta que suministramos es muy superior en duración y comodidad.

Forester no dijo más, pues no buscaba el olvido. El experto masaje había relajado su cuerpo, y su mente estaba ocupada con el enigma de Ironsmith.

—Su cuerpo necesita atención, señor. —Las alegres palabras sacudieron sus pensamientos—. Muestra ya defectos causados por la edad, el exceso de trabajo y la falta de cuidados adecuados. Su tensión muscular y sus malfunciones glandulares revelan una carencia de ajuste mental satisfactorio a su entorno que provocará serios deterioros físicos a menos que sea aliviado.

—El doctor Pitcher me dijo lo mismo hace un año. —Forester trató de sonreír—. Pero sigo aquí.

—Debemos suministrarle la euforida, señor, sin más retraso.

—¡No! —Sintió que las familiares tensiones provocaban una nueva y peligrosa rigidez—. Me pondré bien —dijo obstinadamente—. Frank Ironsmith va a ayudarme a ajustarme a este maravilloso nuevo entorno.

—El tratamiento con la euforida puede ser retrasado hasta que haya vuelto a verle —accedió la máquina—. Pero no podemos permitir más negligencias.

—Si realmente necesito atención médica —protestó, incómodo—, iré a ver al doctor Pitcher.

—Se ha retirado —dijo la máquina—. Ahora no se permite la práctica de la medicina a ningún médico humano, porque los medicamentos y los instrumentos quirúrgicos pueden ser extremadamente peligrosos por su mal uso, y porque nuestra habilidad médica es muy superior a la de cualquier hombre. El doctor Pitcher está escribiendo una obra de teatro.

—De todas formas, Ironsmith me ayudará —insistió Forester. Mientras esperaba al matemático, se sentó en la ancha terraza de la villa, contemplando cómo el desierto enrojecía al anochecer. La nave preparada en la pista era un gran huevo liso, moteado de reflejos de tierra y cielo. Un pequeño humanoide, más allá, guiaba una zumbante segadora. Todo el panorama parecía bastante tranquilo, pero Forester no podía olvidar la inmóvil vigilancia de las máquinas tras su silla o el enigma de la libertad de Ironsmith que aumentaba cada vez más a medida que trataba de resolverlo.

—Servicio, señor —dijo de pronto el humanoide más cercano—. El señor Ironsmith desea saber si se reunirá con él a bordo de la nave, para viajar a su nueva casa en la costa.

Incluso aquel suave ronroneo le hizo dar un respingo nervioso, pues había comenzado a contemplar la tarde lleno de temor. Se dirigió en silencio a la nave rodomagnética, y dejó que las dos máquinas le ayudaran a subir a bordo. Al observar a través de la oscura transparencia del casco, vio a Ironsmith pedalear para reunirse con él, con la cabeza descubierta y silbando alegremente. Sintió una puñalada de envidia. Simplemente, no era justo.

Amargamente, observó al joven apoyar su bici contra la pared de la casa y correr hacia la nave. La entrada a la cubierta estaba a la altura del pecho, y no había escalerilla ni rampa, pero Ironsmith no pidió ninguna ayuda para subir a bordo y los robots, curiosamente, no le ofrecieron ninguna. Tras cruzar la puerta, casi con la misma falta de esfuerzo de otra máquina, se hundió en el sillón junto a Forester y le ofreció una amable sonrisa.

Un relé oculto cerró la puerta, y otro elevó la silenciosa nave. Mientras el montículo se perdía en la oscuridad, Forester se arriesgó a mirar de nuevo el edificio de investigación. Aún estaba en pie, pero la excavadora, arrancando lentamente capas de montaña, avanzaba con firmeza hacia su secreto.

Cuidando de no volver a mirar, Forester se volvió hacia Ironsmith, en guardia, aunque el joven no se comportaba como un engañoso antagonista. No había traído su pipa, como por cortesía, y le ofreció una barra de chicle.

—Sirve de ayuda si no puede fumar —instó.

Forester masticó el chicle, a disgusto, alerta, mientras el otro hombre empezaba a señalar casualmente los tejados luminosos de las nuevas mansiones esparcidas a lo largo del oscuro paisaje y hablaba alegremente de los túneles que los humanoides estaban ya construyendo y de las enormes estaciones de bombeo que estaban preparando para traer ríos enteros de los húmedos valles del este a aquella llanura árida.

La pequeña nave se remontó sobre Starmont, trazó una curva sobre la noche violeta de la ionosfera y cayó de nuevo, en su rápida trayectoria, hacia un escarpado borde de tierra contra el brillo de un mar de cobre humanoide. Un promontorio de brillante granito apareció a su encuentro. La roja puesta de sol rielaba sobre las húmedas piedras rotas de una calzada rota. La espuma salpicaba entre los negros colmillos de las rocas. Sorprendido, Forester miró parpadeando a su tranquilo acompañante.

—Llamo a este lugar la Roca del Dragón —murmuró Ironsmith—. En recuerdo del viejo faro que había antes.

Forester asintió, envarado, temiendo preguntar qué había sido de aquellos curiosos fugitivos que se ocultaban en la vieja torre, Mark White y sus harapientos discípulos.

—Muy bonito, ¿verdad?

Ironsmith sonreía inocentemente, y Forester se volvió incómodo para mirar el nuevo edificio que coronaba aquel escarpado promontorio. Las columnas doradas, los balcones y las torres apiladas componían una curiosa filigrana demasiado elaborada para su gusto, y los altos tejados ardían escarlatas. Cuando la nave se posó en la amplia pista, Ironsmith le llevó a recorrer orgullosamente los monumentales salones y los exóticos jardines protegidos de los fríos vientos marinos por parapetos de cristal.

—Hermosísimo, ¿no le parece? —preguntó Ironsmith, feliz—. Me trasladaría aquí, si tuviera tiempo.

Forester le miró suspicaz, preguntándose qué otra cosa tenía que hacer, y luego miró furioso a sus silenciosos guardianes.

—¿No puede hacer que se vayan… para que podamos hablar a solas? —dijo impulsivamente.

Para su sorpresa, Ironsmith asintió tranquilamente.

—Si lo desea… Me temo que deja que su presencia le perturbe demasiado, y tal vez yo pueda ayudarle a aceptarlos. —Se volvió hacia las máquinas—. Por favor, déjennos solos durante media hora. Me hago responsable de la seguridad del doctor Forester.

—Servicio, señor.

Increíblemente, los dos guardias se marcharon. Forester miró intensamente a Ironsmith. Todo lo que pudo ver fue a un joven delgado y aparentemente inofensivo con ropas informales y ojos grises y amistosos, pero algo le llenó de helado pavor. Sonriendo alegremente, Ironsmith le guió por el cálido pavimiento hasta un vasto patio, donde el aire caliente tenía la amarga fragancia de grandes hongos carmesíes, elaboradamente intrincados, que sobresalían de altos jarrones dorados. Una pared de cristal los detuvo, y muy por debajo de ellos las olas gemían sobre las negras rocas. Forester contuvo el aliento y luego insistió, vehementemente:

—Frank, quiero saber qué ha hecho con Mark White, la niña y los demás.

—Nada. —Ironsmith dejó de sonreír—. Ni siquiera sé dónde están. Cuando vine aquí a buscarles, la vieja torre estaba vacía. Seleccioné este lugar esperando que regresaran. Pero no lo hicieron. No he vuelto a saber de ellos.

La fría determinación de su voz asombró a Forester, pues éste no era el empleado inexperto e indolente que había repasado su trabajo con aquella sorprendente tranquilidad en la vieja sección de cálculo, sino un hombre maduro y determinado.

—¿Por qué los buscó? —preguntó roncamente, envarado.

—Porque Mark White es un fanático peligroso e ignorante. —La voz serena tenía una aplastante seguridad—. Porque es un niño mental…, como debió de ver por la forma melodramática en que nos hizo venir aquí…, un niño desgraciadamente armado con algo muy peligroso. Sus errores podrían destruir Ala IV.

—Si está en contra de los humanoides, eso es suficiente para mí.

—Por eso le traje aquí…, para advertirle. —Los ojos de Ironsmith eran graves y un poco tristes—. Porque no quiero que cometa el mismo error que White. Y de Warren Mansfield. Se equivoca en su actitud, Forester, y eso es terriblemente peligroso.

Forester se echó a temblar.

—¿Quiere decir… que deben suministrarme la euforida?

—Eso no tiene nada que ver. —Ironsmith se encogió de hombros de forma casi despectiva—. En realidad, Forester, creo que debería pedir la droga. Porque sólo puede herirse a sí mismo, y a los demás, si intenta combatir a los humanoides. Será mejor que deje que le ayuden.

Forester no dijo nada pero encajó los dientes. Contempló los destellos de cobre que se desvanecían en el mar, sin saber cómo podía preguntar lo que tenía que saber.

—El peligro mayor procede de Mark White —continuó Ironsmith tranquilamente—. Pero estoy seguro que sigue queriendo ayuda, e imagino que intentará ponerse en contacto con usted. Si lo hace, dígale por favor que vuelva y hable conmigo…, antes de que sus locos planes hayan causado demasiado daño. Sólo quiero una oportunidad para mostrarle que ha escogido el lado equivocado. ¿Transmitirá el mensaje?

Forester sacudió la cabeza.

—Eso es una tontería. —Su voz era ronca y agitada—. Pero hay cosas que quiero saber. —Contuvo la respiración, tratando de desprenderse de su inquietud ante este inexplicable individuo, humano o no, que una vez había sido sólo un empleado en Starmont—. ¿Cómo se lleva tan bien con esas máquinas? ¿Por qué le preocupa tanto la lucha de White contra ellos? ¿Y quién…, quién es su oponente al ajedrez…, cuando está completamente solo?

—Su imaginación va demasiado lejos. —Ironsmith le dirigió una breve sonrisa—. Creo que debería pedir la euforida.

—¡No diga eso! —La voz de Forester se volvió hosca, y agarró desesperadamente la manga del otro hombre—. Sé que puede ayudarme, porque ha escapado. ¡Por favor, por favor, Frank…, sea humano!

—Lo soy —asintió Ironsmith, compasivo—. Y quiero ayudarle, si me deja.

—Entonces dígame…, dígame qué tengo que hacer.

—Acepte a los humanoides. Es lo que yo hice.

—¿Aceptar a esos monstruos insoportables? —Forester tembló, indignado—. ¿Cuando ya han demolido mi observatorio y destruido la mente de mi esposa? ¿Cuando me están amenazando?

—Lamento que continúe considerando a los humanoides como enemigos malignos. —Ironsmith sacudió su rubia cabeza con aire de neutra lamentación—. Su actitud parece tan infantil como la de Mark White, y me temo que le causará problemas.

—¿Problemas? —Forester trató de sonreír, sin éxito—. ¿En qué cree que estoy metido ahora?

—En nada que no se haya buscado. —Una leve impaciencia asomó en la voz de Ironsmith—. Es usted científico, Forester… o lo era. Con toda su experiencia en finanzas, administración e ingeniería práctica, así como en investigación pura, debería de ser ya lo suficientemente maduro como para no suscitar demonios imaginarios. —Como controlando su exasperación, Ironsmith le cogió el brazo—. ¿No puede considerar a los humanoides como simples máquinas, a las que hay que tratar como máquinas y nada más?

—¿Qué quiere decir? —susurró Forester, inquieto.

—Cuando los convierte en enemigos, hace de ellos algo imposible para ninguna máquina. Implica la elección moral de un propósito maligno, reforzado por la emoción de la furia o del odio…, cuando debería de saber que las máquinas no están equipadas con moralidad ni emociones.

—¡Estoy de acuerdo en lo de la moralidad!

Ignorando aquella débil acusación, Ironsmith contempló el mar.

—De hecho, los humanoides son las mejores máquinas que el hombre ha creado jamás, porque los aparatos más primitivos tenían el peligroso defecto de que hombres descuidados o perversos podían emplearlos para fines destructivos. Los humanoides están protegidos contra toda manipulación humana. Ésa es su perfección real, Forester, y la razón final por la que debemos aceptarlos.

Forester lo observó en silencio, buscando en vano lo que se encontraba bajo aquel aire desarmante de inocente candor.

—¿Comprende lo que quiero decir? Un abrelatas le cortará el dedo del mismo modo que lo hace con la lata. Un rifle matará al cazador tan rápidamente como a la presa. Sin embargo, esos aparatos no son malignos; el fallo está en quien los emplea. Cuando diseñó un mecanismo perfecto que operase solo, Warren Mansfield estaba simplemente resolviendo el viejo problema de las imperfecciones y limitaciones del operador humano.

Forester, con los labios apretados, sacudió la cabeza.

—De todas formas —continuó Ironsmith—, es usted lo bastante inteligente como para no intentar luchar con los humanoides. Déjeles servir y obedecer, y no necesitará la euforida.

—¿Obedecerme a mí? —preguntó Forester roncamente.

—Lo harán —asintió persuasivamente Ironsmith—. Si los acepta… sinceramente. Hágalo, y tendrá todo lo que yo tengo. Si no lo hace, no veo otra esperanza para usted más que la droga.

—No, ¿eh? —Forester sintió que los puños se le cerraban—. Mire, Frank. No comprendo del todo sus falsos argumentos, y no quiero ningún tipo de evasivas. Creo que hay algo más, y bastante feo, tras su inmunidad a esas malditas restricciones y su extraña actitud hacia esas máquinas perfectas. —El sarcasmo le hizo elevar la voz—. Dejarlos servir y obedecer… ¡Quiero la verdad!

Ironsmith pareció vacilar. Arrebolado a la luz del sol poniente, su cara juvenil no mostraba ningún resentimiento. Por fin asintió solemnemente.

—Hay cosas que no puedo contarle.

—¿Por qué no?

—Si por mí fuera, se lo contaría todo. —Estudió el horizonte recto y remoto—. Estaría dispuesto a confiarle todos los hechos. Pero los humanoides también están implicados, y fueron diseñados para no correr riesgos.

—Frank…, ¿no lo ve? —La voz rota de Forester se volvió ronca y suplicante—. ¡Tengo que saber!

—Nada más. —Ironsmith se volvió para mirarle, la mandíbula firme—. Hasta que no acepte a los humanoides…, y será mejor que le advierta de que son expertos calibrando las emociones humanas. No bromean.

—¡Eso es lo que temo!

—Lo siento por usted, Forester. —Ironsmith se volvió, reluctante, como para reunirse con los humanoides—. Esperaba ayudarle, porque sus habilidades son demasiado brillantes para perderse con la euforida, y porque soy su amigo.

—¿Lo es?

Ironsmith ignoró aquella salvaje interjección.

—Nunca le he comprendido realmente, Forester…, en especial la forma en que trataba a Ruth. Tal vez los humanoides tengan razón. Tal vez habría peligro para la Primera Ley si le confiamos lo que sé.

—¡Espere! —La furia se apoderó de Forester, junto con el terror y la sospecha—. Nunca pediré la euforida. —Su voz se volvió salvajemente amenazante—. Y tiene que ayudarme…

Ironsmith se zafó de sus frenéticas manos con la habilidad de otro humanoide, y sus ojos tranquilos y honestos se volvieron hacia el patio, más allá de los hongos olorosos de los jarrones amarillos.

—Ahí vienen —murmuró, casualmente—. Espero que recuerde mi mensaje. —Su voz se convirtió en un susurro—. Dígale a Mark White que venga y hable conmigo, antes de empezar ningún ataque infantil contra Ala IV.

Forester asintió mientras observaba a las dos pequeñas máquinas negras recorrer el pavimento a prueba de sonidos para reemprender su asfixiante supervisión. Las aceptaría, pensó salvajemente, con un disparo del Proyecto Trueno. Sin embargo, seguía sin comprender los motivos de Ironsmith en este curioso intento por impulsarle a unirse a él en esta traición a la humanidad. Con todo, los humanoides tenían que ser detenidos.

—Servicio, señores —dijo el robot más cercano—. Su cena está servida.