13

Recorrieron juntos el sendero hasta el viejo edificio de madera, Ironsmith pedaleando su bicicleta sin ayuda, Forester caminando en silencio por delante de sus cuidadores. Cuando llegaron a la puerta, Forester vio con amargura que aún tenía un pomo de bronce común y corriente que un hombre podía hacer funcionar. Se detuvo en el umbral y contempló con asombro y desazón la habitación principal de Ironsmith: Las viejas paredes cubiertas de libros encerraban un cómodo oasis de casual desorden humano en medio del estéril desierto de cosas nuevas ordenadas y deslumbrantes que los humanoides habían creado. Los viejos muebles hechos por el hombre necesitaban un repaso. Había colillas por el suelo. En la gran mesa, entre un montón de instrumentos tan letales como un pisapapeles, un afilado abrecartas y un par de tijeras, había una regla graduada depositada sobre un desordenado fajo de papeles, como si a Ironsmith aún se le permitiera seguir trabajando.

—¿Quiere fumar? —El sonriente matemático abrió una tabaquera nueva—. ¿Sabe? No podía permitirme el lujo de fumar puros antes de que llegaran los humanoides, pero ahora me los sumistran ellos, y son muy buenos.

—Gracias. —Forester miró pesarosamente a las dos máquinas que tenía detrás—. Pero no me permitirán fumar.

—Saben lo que se hacen.

Ironsmith cerró la tabaquera, pero la suave fragancia del tabaco llenó a Forester de ansia. Se sentó envarado, apartando incómodo la mirada de sus guardianes. Quería desesperadamente pedir ayuda a Ironsmith para aplastar Ala IV y liberar a los hombres, pero no podía hablar de eso. Tenía miedo incluso de preguntar el secreto de los privilegios del otro hombre, pero señaló con la cabeza la mesa y preguntó indirectamente:

—¿Aún sigue trabajando?

—En realidad, no. —Perezoso, el joven se estiró en un sillón viejo y ajado, junto a una pequeña mesa donde las piezas de ajedrez estaban situadas en una partida sin terminar—. Sólo jugueteando con algunas ideas que nunca tuve tiempo de desarrollar antes. Los humanoides hacen todos los cálculos rutinarios…, aunque me dejan manejar las viejas máquinas de la sección para los trabajos que quiera hacer por mi cuenta.

—¿Cómo lo consigue? —Forester tragó un amargo terrón de envidia—. Me han dicho que la investigación es demasiado peligrosa, que el trabajo útil ya no era necesario.

—Pero pensar no está prohibido —murmuró gravemente Ironsmith—. Y creo que los hombres aún necesitan pensar. —Cogió la reina negra, ausente—. En el viejo mundo no teníamos tiempo para pensar. Todos estábamos demasiado ocupados manejando máquinas, hasta que máquinas que se manejaban solas vinieron a liberarnos.

—¿Liberarnos? —Forester miró a sus guardianes—. ¿Liberarnos para hacer qué?

—Para vivir, creo —dijo Ironsmith suavemente—. Mire mi caso. Yo era una especie de máquina calculadora humana. Dedicaba mis mejores energías a plantear problemas para esos torpes aparatos electrónicos. Ahora tengo tiempo para buscar el significado real de las matemáticas. Tiempo para perseguir ideas…

Sus honestos ojos grises miraban más allá de la reina negra, y su voz se aceleró.

—Lo siento, Forester, pero tengo otro compromiso. —Se enderezó y volvió a dejar la pieza sobre el tablero—. Pero creo que se sentirá bien si aprende a confiar en los humanoides. Recuerde su Primera Ley: Servir y Obedecer y Proteger a los Hombres del Peligro. No pueden dañar a nadie.

—¡Es esa droga! —Forester se levantó, reluctante, tratando de no mirar a sus guardias—. No soporto la idea. ¡Es casi… un asesinato! —Deglutió convulsivamente—. ¡Eso es… un asesinato de la mente!

—Está usted demasiado cansado —sonrió Ironsmith con alegre y calmada seguridad—. En realidad, para aquellos que no consiguen encontrar la felicidad de un modo u otro, la euforida puede ser la mejor solución.

Forester sacudió la cabeza, incapaz de hablar.

—Pero puede evitarlo, si lo desea —prometió el otro—. Todo lo que tiene que hacer es aceptar a los humanoides, y hallar un medio de vida que encaje en la Primera Ley. Las fronteras físicas están cerradas, lo sé, pero puede encontrar un campo más amplio de investigación científica aún abierto, en la mente.

—¿Cómo es eso? —susurró Forester.

—Podemos hablar más tarde. —Ironsmith, ausente, ajustó las piezas del ajedrez—. Alguien me espera ahora, pero deseo ayudarle a ajustarse a los humanoides. De veras, Forester, van a abrir una nueva época de la civilización. Cuando lo comprenda, verá usted que será algo espléndido. Quiero ayudarle a apreciarlos.

Forester bufó, indignado.

—Lo hará —insistió Ironsmith suavemente—. Cuando se acostumbre a ellos. Es una lástima que continúe acusándolos de ser malignos, porque no lo son. Ninguna máquina podría serlo. Sólo están haciendo el magnífico trabajo para el que el viejo Warren Mansfield los diseñó, y con bastante éxito.

—¿Eh? —Olvidando a las máquinas que tenía detrás, Forester se dispuso a protestar. Sin embargo, el otro hombre contemplaba pensativo las piezas de ajedrez, y Forester, en su vacilación, fue consciente de la presencia de sus oscuros guardianes. Deglutió con fuerza, tratando de no estremecerse.

—¿Y si nos vemos más tarde? —propuso Ironsmith cordialmente—. ¿Cenamos juntos esta noche?

—Gracias —murmuró Forester, envarado—. Me encantará.

Pero Ironsmith nunca podría ser un aliado…, eso estaba terriblemente claro. Siempre le habían gustado demasiado los humanoides, y parecía demasiado listo racionalizando y excusando aquella extraña perversidad. Fuera cual fuese el secreto de su libertad especial y el origen de su retorcida lealtad hacia estos benignos enemigos del hombre, se había vuelto algo mucho más siniestro que ninguna máquina disfrazada.

—Hasta la cena, entonces —murmuró Ironsmith afablemente—. Iremos a la costa. Los humanoides han construido para mí una casa nueva allí, pero estoy demasiado ocupado aquí para trasladarme.

Indicando felizmente la vieja habitación, el matemático se dispuso a abrirle la puerta. Forester salió, reluctante, y se detuvo para mirar incómodo las piezas de ajedrez. Sintió un escalofrío recorrer su espalda al pensar quién era el oponente de Ironsmith.

Forester se sintió extrañamente dolorido por tener que dejar la morena sonrisa de Ironsmith y la cómoda islita de cosas familiares que de algún modo habían sido vetadas a las máquinas, pues por delante le esperaba un mar de extrañeza. El pánico le atenazó la garganta cuando vio una vez más cómo había sido transformado Starmont, y miró ansiosamente hacia el risco norte de la pequeña meseta en busca del viejo edificio de hormigón que contenía el Proyecto Trueno.

No pudo encontrarlo. Tal vez sólo estaba oculto tras las largas paredes ámbar de la villa, pero tuvo que combatir el asfixiante temor de que las máquinas ya lo hubieran demolido y encontrado la cripta que había debajo. Caminó entre sus cuidadores, temeroso de volverse o mirar de nuevo, pero de algún modo debió traicionar su intranquilidad, porque el humanoide que tenía a la derecha le preguntó súbitamente:

—Clay Forester, ¿por qué es infeliz?

—Pero si soy feliz. ¡Muchísimo! —Deglutió la polvorienta sequedad de su garganta—. Es que las cosas son ahora diferentes, y los hombres necesitan tiempo para pensar.

—Pensar no hace felices a los hombres, señor —protestó neutramente la máquina—. Pero podemos resolver cualquier problema necesario…

Forester trató de no escuchar su alegre canturreo. Su problema necesario era alcanzar a solas aquella cripta enterrada y disparar los misiles contra Ala IV, pero en eso los humanoides no podían servirle de ayuda. Se detuvo súbitamente.

—Servicio, señor —trinó la máquina—. ¿Le preocupa algo?

—No, estoy bastante bien. —Se obligó a avanzar, y le dio una patada a un guijarro para mostrar su falta de preocupación—. Pero un hombre necesita hablar con sus amigos, y acabo de recordar a un viejo conocido a quien me gustaría ver. Me pregunto si podrían localizarlo por mí.

—¿Cómo se llama, señor?

—Mark White. —Forester elevó demasiado la voz, y se detuvo para fruncir el ceño, como si le costara trabajo recordar—. No consigo acordarme de su dirección, pero vivía en algún lugar de la costa oeste. Un hombre grande, de ojos azules, con barba roja. Filósofo profesional. Tal vez él podría ayudarme a ajustarme.

La máquina permaneció inmóvil a su lado. El sol arrancaba destellos azules helados y bronce fundido en su bruñida superficie negra. Sus opacos ojos de acero parecían curiosamente alertas, pero el robot no respondió de inmediato, y Forester tembló por dentro. Pues Ironsmith había estado con él en la Roca del Dragón, y había escuchado los planes de White. ¿Había sido aquel conocimiento el precio de la libertad del matemático?

—No existe ningún individuo así entre los individuos a quienes servimos en este planeta —dijo por fin la máquina, y Forester pensó que había un nuevo tono de alerta bajo la benigna sorpresa de su estrecha cara de plástico—. Sin embargo, en otros planetas, hemos encontrado varias veces a un hombre muy grande que siempre llevaba una densa barba roja y se definía como filósofo y a veces incluso usaba ese nombre. Su paradero actual es desconocido, porque tomó parte en un insensato ataque contra Ala IV, y escapó cuando fracasó.

Forester sintió que el velado sentido de alerta se tensaba.

—¿Dónde conoció usted a ese hombre? —inquirió la máquina—. ¿Y cuándo?

—Nunca llegué a conocerle bien. —Forester volvió a dar una patada al guijarro, cuidadosamente, intentando reparar su error—. Le vi varias veces en congresos científicos en la costa oeste, donde dio conferencias sobre su filosofía. La última vez fue hace varios años.

—Entonces el hombre que buscamos es un Mark White diferente. —Su recelo pareció relajarse—. Porque no escapó a este planeta hasta hace unos pocos meses, cuando casi le capturamos en un mundo a cuatro años-luz de aquí. Le perseguimos —añadió la máquina suavemente—, porque es un hombre extremadamente infeliz, y necesita urgentemente la euforida.

Forester siguió caminando, tan deliberadamente como le fue posible, lamentando el error de su pregunta. Mark White parecía ahora enorme, el último trágico campeón de la humanidad y su único posible aliado, aunque Forester no se atrevía a contactar con él de nuevo, o mencionar siquiera el viejo Faro de la Roca del Dragón, porque una pregunta más fuera de lugar sería fatal para ambos.

De regreso a la mansión, dejó que las máquinas mostraran todas las maravillas mecánicas de aquella cómoda prisión. Vastas cristaleras se volvían opacas o luminosas a voluntad, y los jardines al aire libre irradiaban un calor tropical. La cocina era un laboratorio aséptico. Y, observó amargamente, cada aparato era operado por relés que ningún hombre podía manejar.

Deambuló inquieto, como un animal enjaulado. No le gustaban las cosas de pesadilla que crecían balanceándose en el jardín, pero caminó entre ellas, exhibiendo patentemente su curiosidad, sólo para alcanzar un lugar desde donde pudiera ver el viejo edificio de investigación.

Cuando alcanzó el lugar apenas se atrevió a mirar, porque sus cuidadores estaban demasiado cerca y demasiado alertas, y sus negras caras eran demasiado remotamente serenas. Sintió que las rodillas volvían a temblarle y se detuvo, inseguro, sobre un punto rocoso, junto al borde del precipicio de basalto que caía cortado a pico.

—Servicio, señor. —Una de las máquinas avanzó para cortarle el paso, deslumbrante a la luz del sol e implacablemente amable—. No podemos permitirle que se acerque más al borde.

Forester asintió, sin protestar. Fingiendo interés en el luminoso horizonte, dirigió su mirada hacia el norte. Cuidadosamente casual, recorrió con la vista la meseta y encontró la cúpula plana del viejo edificio de hormigón… ¡Intacta!

Obligó a sus ojos a continuar, aunque tuvo tiempo para ver que la alta verja de acero y las torres de vigilancia en torno a la instalación habían sido desmanteladas. No había nadie para impedirle acceder al edificio. Nadie más que los humanoides. Mientras contemplaba el desierto empezó a descartar planes sin esperanza de escapar a sus cuidadores, hasta que una vibración atrajo de nuevo su mirada.

Cuidando de que sus ojos no se detuvieran en ningún punto en particular, miró más allá del bajo edificio gris y descubrió la máquina excavadora. Aquella cosa monstruosa retuvo a su pesar su mirada y refrenó su corazón. Las líneas claras y funcionales de su casco acorazado le daban una especie de ominosa belleza, pero la montaña temblaba con sus movimientos. Esmalte rojo y metal blanco relucían dolorosamente bajo el cálido sol. La máquina se arrastraba lentamente a través de la ruina aplastada de los viejos barracones de los guardias, y sus enormes cuchillas cortaban la cima de la montaña para reducirla a una larga zanja roja de tierra y piedra. Forester vio que el edificio de investigación estaba en su mira.

—Desgraciadamente, señor, el paisaje de Starmont aún no está completo. —El robot que tenía al lado debió seguir su mirada y captar su disgusto—. La densa formación basáltica ha retrasado el trabajo, pero deberá estar culminado en unos pocos días. Vamos a derribar todos los viejos edificios militares, y excavaremos toda la zona para hacer un pequeño lago.

—Es maravilloso. —Forester tuvo miedo de decir que no quería ningún pequeño lago, aunque podía ver que este lento mecanismo derribaría el edificio y revelaría la cripta de debajo. Debía actuar pronto o renunciar a toda esperanza. Forzando una pequeña sonrisa, consiguió decir—: Ruth y yo solíamos nadar todos los veranos.

—Nadar está prohibido ahora —dijo la máquina.

—¿También para Ironsmith? —Forester no pudo evitar preguntarlo amargamente.

El humanoide permaneció completamente inmóvil, con el brillo del sol destellando en su piel negra. Forester se mordió los labios mientras esperaba, temiendo haber revelado demasiada ansiedad.

—El señor Ironsmith se ha ganado un status diferente —respondió bruscamente la máquina.

—Lo sé. —Forester trató de suavizar el tono de su voz—. Pero, ¿cómo?

La máquina volvió a permanecer inmóvil durante unos largos e insoportables segundos, observándole de manera levemente asombrada.

—Servicio, señor —replicó bruscamente su clara voz—. Esas preguntas tienden a mostrar infelicidad, y suscitan preguntas sobre su cuidado futuro. —Hizo de nuevo una pausa, mientras Forester luchaba por mostrar calma—. Ahora observamos que entorna los ojos —continuó el robot amablemente—. Este sol es demasiado brillante. Debe regresar a su casa y almorzar.

Forester se cubrió los ojos con una temblorosa mano y buscó una respuesta. Tal vez podría inventar alguna excusa para hacer que uno de sus guardias se marchara y luego derribar al otro con una piedra…, o, mejor, empujarlo por el precipicio. Tal vez tuviera tiempo de alcanzar el edificio antes de que llegaran los demás. Tal vez…

—El sol brilla mucho —admitió alegremente—. Pero todavía no tengo hambre, y quiero echar un vistazo al resto del terreno. —Miró esperanzadamente a la máquina más cercana—. Si quiere volver a la casa y traerme un par de gafas de sol…

—Servicio, señor. —La máquina no se movió—. Otra unidad le traerá las gafas y una sombrilla.

—Bien —murmuró él—. ¡Muy bien!

Siguió caminando, avanzando oblicuamente hacia el edificio de investigación, manteniéndose todo lo cerca de la meseta que sus guardianes se lo permitían y mostrando su interés en las pocas flores silvestres. Se inclinó por fin como para recoger un capullo escarlata, y agarró una piedra que había al lado.

—Servicio, señor. —La máquina se convirtió en un destello de movimiento. Sus dedos de acero y plástico le quitaron la piedra, con fuerza precisa e irresistible—. Eso es peligroso, señor —dijo—. Los hombres pueden hacerse daño intentando levantar piedras.

Forester se enderezó lentamente, mirando sin esperanza los brillantes ojos de acero de la máquina. Perfecta e invencible, no podía sentir ninguna furia ni infligir ningún castigo; sin embargo, su patético intento había fracasado, y parecía que los débiles hombres iban a fracasar eternamente. Encogiéndose de hombros, cansado, Forester regresó a su brillante prisión.