12

Forester sintió que las rodillas le temblaban y que apenas podía ver. Se dio la vuelta y regresó tambaleándose al espléndido pasillo que era una galería de ventanas a los muchos otros mundos que habían perdido los hombres libres, y esperó allí a que el humanoide cerrara la puerta deslizante.

—¿Qué le han hecho a mi esposa? —susurró amargamente, tras aspirar una profunda bocanada de aire fresco.

—Simplemente la hemos hecho feliz —canturreó alegremente la máquina—. Sólo la hemos liberado de sus preocupaciones.

—Y de su memoria.

—El olvido es la llave más útil que hemos descubierto para la felicidad humana —trinó el robot—. Nuestra droga, la euforida, alivia el dolor de los recuerdos innecesarios y la tensión del miedo inútil. Detiene toda la corrosión del estrés y el esfuerzo, y triplica la breve esperanza de vida de los seres humanos. Ya habrá visto que Ruth ha perdido su miedo a la edad.

—¡Tal vez! —Forester parpadeó, incrédulo—. ¿Pero pidió la euforida?

—No fue necesaria ninguna petición.

—¡No lo toleraré! ¡Quiero que restauren su mente…, si pueden!

—Su mente no está dañada —dijo la máquina alegremente—. La droga simplemente la protege de recuerdos y temores que no sirven ya para ningún propósito, puesto que nuestro servicio la protege de toda necesidad y peligro. Si eso le preocupa, entonces tal vez sea necesario que tome usted también la euforida.

Forester se sintió aturdido por un instante. Las palabras resonaron en su mente como música plateada antes de comprender su sentido, pero entonces una furia irracional le hizo intentar golpear con el puño la calva cabeza de plástico de la máquina. Los ojos de acero del robot parecieron tan ciegos como siempre y su estrecho rostro no reflejó ninguna alarma, pero se movió rápidamente para evitar el puño del hombre y entonces, cuando éste se tambaleó, le ayudó diestramente a recuperar el equilibrio.

—Eso no tiene sentido, señor. —Se apartó de él, preparado y alerta—. Muchos hombres nos han atacado, en muchos mundos, y ninguno ha herido a nadie más que a sí mismo. Los cuerpos humanos son demasiado débiles para compararse con nosotros, y las mentes humanas son demasiado lentas.

Forester se apartó de la máquina, deglutiendo convulsivamente. Ésta permaneció tan sombríamente hermosa y tan serenamente amable como siempre, pero la furia del hombre se había convertido en un terror frío.

—Yo… no pretendía realmente golpearle —tartamudeó, desesperado—. ¡Fue sólo…, sólo la sorpresa! —Intentó recuperar el aliento—. Sé que pronto seré muy feliz, sin ninguna necesidad de drogas.

—Esa decisión es responsabilidad nuestra —zumbó el robot—. Pero unos pocos hombres encuentran en efecto la felicidad sin euforida, y puede usted intentarlo, si lo desea.

—¡Gracias! —Deglutió con dificultad—. ¿Y no me castigarán?

—Nuestra función no es castigar a los hombres, sino servirles.

—¡Gracias! —murmuró de nuevo—. Pronto estaré bien. —Trató de sonreírle a la atenta máquina—. Todo lo que necesito es tiempo para pensar.

Eso era. Ahora debía pensar en cómo alcanzar el viejo edificio de investigación y llegar hasta aquellos misiles de la cripta, ya preparados para alcanzar Ala IV y detener a las máquinas. Pero debía ocultar su intento hasta que llegara el momento, y se volvió incierto hacia la imagen más cercana en la pared, fingiendo un interés causal.

Contempló una amplia desolación, donde remolinos de polvo rojo surcaban un árido desierto entre enormes peñascos erosionados que se agazapaban como monstruosos saurios dormidos de piedra oscura.

—Son pantallas de televisión rodomagnéticas —explicó el robot—. Nuestras cámaras están situadas en puntos de interés en cada uno de los mundos donde servimos, y las escenas pueden cambiar a su antojo.

—Ya veo. —Forester se frotó las sudorosas palmas, estudiando cuidadosamente aquellas formas oscuras de piedra retorcida—. Interesante panorama.

—Es un mundo al que llegamos demasiado tarde —canturreó la máquina—. Los hombres aterrizaron allí hace seis mil años, florecieron hasta que liberaron energías que no consiguieron controlar racionalmente, y de ese modo se destruyeron a sí mismos. La cámara muestra las ruinas de una ciudad cuyos habitantes murieron por falta de nuestra Primera Ley.

—¿Ah, sí?

Forester pudo ver ahora el trazado de las paredes desintegradas y aplastadas, la masa de las torres desmoronadas. Intentó imaginar por momento aquella magnificencia perdida, antes de haber sido quemada y convertida en esta temible desolación. Aquellos antiguos constructores habían tenido suerte, pensó sombríamente, pues al menos murieron limpiamente, sin ser enterrados vivos bajo el asfixiante servicio de estas máquinas.

—Creo que daré un paseo. —Se apartó muy despacio de la pantalla, con un aire cuidadosamente casual—. Sólo para echar un vistazo a las nuevas mejoras implantadas.

—Estamos a su servicio, señor.

—¡No quiero ningún servicio!

—Pero debe ser escoltado, señor. Porque nuestro servicio existe para proteger al hombre de todo daño posible, en cualquier instante.

Forester se apartó, sin habla. El olor amargo de las nuevas paredes se le quedó pegado a la garganta, de forma que apenas pudo respirar.

—Parece intranquilo, señor —canturreó la atenta máquina—. ¿No se siente bien?

—¡Estoy bien! —Trató de disolver su terror y controlar el frenético impulso de echar a correr o de pelear, y detuvo su lenta retirada—. Un poco cansado, tal vez. Sólo necesito descansar. Supongo que habrá una habitación para mí.

—Por aquí, señor.

Siguió a la máquina al ala este de la enorme mansión. Un relé invisible abrió otra puerta deslizante para permitirles el paso a una inmensa cámara donde los murales resplandecientes mostraban figuras bronceadas de jóvenes esbeltos y muchachas de largas piernas bailando sobre prados floridos.

—Son escenas de un festival rural de primavera, en la era bárbara en que los descendientes de los primeros colonos casi olvidaron su civilización —explicó el humanoide—. Su esposa nos ayudó a planificar el edificio, antes de que se le suministrara la euforida, y seleccionó los cuadros para que los copiáramos.

—Muy bonito —tartamudeó Forester. La mención de Ruth llenó sus ojos de lágrimas de furia y dolor, y entonces temió que los humanoides pudieran percibir sus peligrosas emociones. Tras hundirse cansinamente en un enorme sillón, tratando de parecer tranquilo, sacó un cigarro de la caja grabada de bolsillo que Ruth le había regalado por su último cumpleaños y cogió el encendedor adosado.

—¿Dónde está todo el personal? —preguntó, lo más tranquilamente posible—. Me gustaría hablar… ¡Eh!

El asombro asomó en su voz, pues el humanoide le había quitado rápidamente el cigarro de los labios. Cogió la caja, apagó la llama, y entregó cigarro y caja a otro humanoide que apareció como surgido de la nada para llevárselos. Forester se puso en pie, irritado.

—Señor, no podemos permitirle que fume. —La voz de la máquina era pura dulzura—. El fuego es demasiado peligroso en sus manos, y el uso excesivo del tabaco es perjudicial para su salud.

Forester se sometió, indefenso, tratando de tragarse su furia. Un cigarro, se dijo, no merecía el riesgo del olvido. Pero se trataba de algo más. Cuando estas máquinas se dedicaban a gobernar hasta los últimos detalles triviales de su vida, las cosas dejaban de ser triviales para volverse terribles.

—Tal vez fumo demasiado —admitió, incómodo—. Pero preguntaba por mis antiguos socios. ¿Dónde están ahora?

—Los otros astrónomos y sus familias dejaron Starmont cuando se cerró el observatorio. Hemos construido nuevas moradas para ellos, allá donde han elegido vivir. Uno está componiendo una sinfonía y otro está pintando acuarelas, y al resto ya se le ha suministrado la euforida.

—¿Y los técnicos civiles? —El miedo secó su garganta—. Los seis jóvenes que trabajaban conmigo en el Proyecto Vigilancia. ¿Qué ha sido de ellos?

Los brillantes ojos de acero le miraron con expresión neutra.

—Esos seis hombres parecían infelices tras dejar el proyecto —murmuró la máquina—. Por tanto, fue necesario suministrarles la euforida a todos ellos. Ahora han olvidado el proyecto y son bastante felices.

—Ya veo —asintió Forester, envarado—. Entonces, todo el personal se ha ido.

—Todos excepto un hombre, señor.

—¿Eh? —Se enderezó en su asiento—. ¿Quién?

—El señor Frank Ironsmith, señor. Dice que es bastante feliz en sus viejas habitaciones aquí, y que no hay ninguna razón para marcharse.

—El joven Ironsmith, ¿eh? —Forester trató de ocultar su asombro con una sonrisa prefabricada—. Un buen amigo mío. ¡Un tipo simpatiquísimo! —Miró intranquilo a la pequeña máquina negra—. Me gustaría verle ahora mismo.

—Si lo desea, señor.

Sorprendentemente, la máquina se dirigió hacia la puerta. Un robot idéntico esperaba en el pasillo, y los dos le escoltaron hasta la salida del edificio y cruzaron con él los nuevos terrenos, donde todo parecía demasiado preciso, el césped demasiado igualado y demasiado rectangularmente cortado, los paseos demasiado rectos, donde incluso los altos árboles habían sido desarraigados y reemplazados por otros en filas rectas y exactas.

Sin embargo, extrañamente, el terreno irregular en torno a la sección de cálculo no había sido perturbado. Las hierbas no habían sido cortadas ni el viejo sendero de grava reemplazado por aquella brillante materia plástica. Escudado entre los árboles, el viejo edificio de madera con sus aleros rojos hechos por el hombre permanecía intacto. Y Forester vio algo aún más extraño.

Pues Frank Ironsmith acudió a su encuentro pedaleando en su bicicleta a lo largo del sendero de grava. Aquello era inaudito, pues incluso una bici, como muy bien recordaba Forester de su juventud, podía dañar dolorosamente a quien la conducía. Sin embargo, Ironsmith venía solo, sin ningún robot que le protegiera. Más preocupante aún, fumaba aquella horrible mezcla suya. No agarraba los manillares, en sorprendente desafío a la Primera Ley, y acercaba una peligrosa llama a la pipa. Los cuidadores de Forester no emitieron ninguna protesta. La cruel injusticia de todo aquello le llenó de resentimiento, pero trató de disimular su envidia. Porque aquí, aparentemente, había un hombre libre…, libre para lanzar un misil contra Ala IV.

—¡Me alegro de verle, Forester!

El tono de las palabras de bienvenida era cálido y simpático. Sonriendo feliz, Ironsmith frenó peligrosamente la bici, saltó al suelo y le tendió una fuerte mano bronceada…, demasiado fuerte. Forester la soltó y dio un brusco paso atrás. Las rodillas le flaquearon y el sudor corrió por su cara. Si no se permitía que los hombres estuvieran solos, o que manejaran el fuego, ni que usaran ninguna máquina peligrosa, entonces la conclusión estaba terriblemente clara. Ironsmith no era un hombre.

Temblando, recordó al pequeño mayor Steel.

—¡Vaya, Forester! —La cara sonrosada y juvenil de Ironsmith mostraba una preocupación amistosa y asombrada. Su voz parecía humana—. ¿Está enfermo?

Forester aceptó la mano extendida. Parecía bastante humana. La piel clara mostraba una convincente pauta de rojas quemaduras solares, pecas y bronceado. El fino vello estaba quemado por el sol. Las uñas necesitaban un recorte, y una de ellas estaba rota. Parecía completamente humano, pero…, ¿cómo podía estar seguro?

Frenético, Forester estudió la vieja bicicleta con su mohoso armazón y sus ruedas gastadas y el sillín rasgado. Estudió la forma delgada y vigorosa que se apoyaba contra ella, los pantalones anchos y la camisa desteñida y los zapatos viejos y cómodos, el pelo arenoso y la cara amistosa y los ojos grises y astutos, ahora anchos y sorprendidos. Pero no pudo encontrar ninguna pista útil.

—Si no se siente bien, dígaselo a los humanoides —instó Ironsmith cálidamente—. Conocen toda la farmacopea de la medicina humana, y más. Sea lo que sea lo que está mal, ellos saben cómo arreglarlo.

Forester combatió el escalofrío que le recorría, pero todo encajaba demasiado bien. Incluso los dos nombres tenían ahora un parecido aterrador: Ironsmith y Steel…, Hierro y Acero. El implacable mecanismo bajo aquella máscara plausible y de aspecto agradable debía de haber venido a espiar a Starmont. Debía de haber deducido el secreto del proyecto a partir de los problemas que le entregaban para que los resolviera. Incluso había estado con él en la Roca del Dragón, donde oyó los planes de Mark White…, y entonces vio la contradicción en su lógica.

Ironsmith no era una máquina. Ese conocimiento lo llenó de alivio y, extrañamente, acabó con la poca fuerza que le quedaba en las rodillas. Se agarró al armazón de la vieja bicicleta, sonriendo lleno de fatua alegría a la cara sorprendida de Ironsmith.

—¡Me alegro tanto! —jadeó—. Por un momento, sabe, temí…

Consciente de las dos máquinas reales, se contuvo. Tuvo miedo de decir lo que temía, pero Ironsmith había estado en la Roca del Dragón. Y Mark White, que había aprendido a percibir campos rodomagnéticos para así descubrir máquinas disfrazadas como Steel, había confiado claramente en él. Aquello parecía prueba suficiente de su humanidad.

—¿Temía qué? —preguntó Ironsmith.

—Que…, que le hubieran dado la euforida —susurró Forester desesperadamente—. ¡Me alegro de ver que aún recuerda! —La fuerza regresó a sus tambaleantes rodillas y soltó la bici—. Y estoy bien. —Trató de detener el temblor de sus manos—. Sólo un poco nervioso y trastornado. Le han dado a Ruth esa droga, ya sabe —no pudo evitar que le temblara la voz—. Y ella casi… no me reconoció.

—Una droga útil, a veces. —Ironsmith no parecía sentir ningún temor a la euforida—. Es bueno verle de vuelta en Starmont —continuó alegremente—. Todo parece ahora un poco solitario. ¿No quiere venir a mis habitaciones y decirme lo que piensa de los humanoides?

Forester aún tenía miedo de decir lo que pensaba de ellos, pero aceptó al instante. Todavía aturdido e inseguro por aquel oscuro momento de insoportable sospecha, aún tenía un monstruoso problema que encarar. Si Frank Ironsmith no era una máquina, entonces, ¿qué era?