A la mañana siguiente, el teletipo convocó a Forester a la capital para asistir a las sesiones finales de la Autoridad de Defensa. El gobierno humano estaba ya preparándose para terminar su labor el día del inminente referéndum ratificador, pero, a medida que unos pocos opositores fanáticos a los humanoides empezaban a hacer vehementemente campaña contra ellos, las tensiones políticas se fueron acumulando.
Unos cuantos líderes sindicales temían que los robots produjeran desempleo tecnológico, aunque éstos prometieron horas de trabajo más cortas y beneficios mayores de los conseguidos con las huelgas. Los líderes de algunas organizaciones religiosas sospechaban que el poder y el conocimiento de los humanoides no dejaba lugar a ninguna omnipotencia superior, y muchos burócratas temían una sociedad sin reglamentar.
Los humanoides, sin embargo, habían aprendido el arte de la política. Abrieron oficinas en cada pueblo y aldea, y expusieron sus maravillas tecnológicas. Sus unidades fueron de casa en casa, llamando a cada elector por su nombre y prometiendo el paraíso, admisión libre. Cuando llegó el referéndum, sólo unos pocos escépticos votaron contra el avance mecanizado del progreso. Los humanoides victoriosos, sin malicia hacia nadie, ofrecieron el mismo servicio tanto a sus votantes como a sus oponentes. Dirigieron la disolución del gobierno humano, e inmediatamente empezaron a desmantelar las instalaciones militares. Forester se retardó en la capital unos cuantos días, hasta que una brillante máquina puso una pluma en los temblorosos dedos del presidente mundial y dictó las frases de su dimisión.
—He terminado —le susurró después a Forester el viejo estadista, cuando los miembros de la liquidada Autoridad de Defensa se congregaban para estrechar su cansada mano—. Ahora —suspiró—, depende de usted.
Forester asintió en silencio, mirando sus ojos oscuros e inquietos. Comprendió que toda la carga del proyecto reposaba ahora sobre sus cansados hombros. Sin embargo, al salir de la mansión, sintió alivio. Pues las eficientes máquinas también estaban desmantelando la maquinaria bélica de las Potencias Triplanetarias y rescatando los detonadores implantados. Por fin era libre para regresar a Starmont, junto a Ruth y la ciencia pura que tanto amaba. Bajo el estrés del referéndum, había olvidado visitar aquella torre arruinada junto al mar. Mark White, con sus desgarbados discípulos y su dudosa ciencia y su preocupante historia, parecían no tener lugar en el nuevo y brillante futuro.
Los robots se habían deshecho del avión oficial de Forester, y le informaron que aquellos aparatos primitivos eran demasiado peligrosos para que los usaran los humanos. Un estilizado conductor humanoide le recogió en el hotel y, al llegar al aeropuerto, descubrió un maravilloso vehículo nuevo: una larga lágrima brillante como un espejo, hecha sin alas ni tren de aterrizaje. Dos rápidas máquinas le ayudaron a cruzar una puerta oval, y halló el suave casco transparente oscuro en su interior. La cubierta plana cubría todo el mecanismo, y no había controles que pudiera ver. La puerta se cerró tras él sin que la tocara.
—¿Cómo funciona esto? —quiso saber.
—La puerta es operada por un relé rodomagnético oculto —zumbó la oscura máquina que le acompañaba. Otra se deslizó hasta el fondo de la cubierta y se quedó allí rígida, mirando ciegamente al frente. No tocó ningún control visible, pero el aparato se alzó en silencio. La unidad que acompañaba a Forester desplegó un bajo sofá de la cubierta y le preguntó respetuosamente si deseaba sentarse, pero al hombre no le apetecía relajarse. Una vaga inquietud empezaba ya a acicatearle para que formulara preguntas cada vez más molestas.
—La nave se impulsa con la energía de la materia convertida —le informó la fría máquina—. Los conversores están en Ala IV, y la energía es conducida por un rayo rodomagnético. El impulsor que mueve la nave es creado por un campo rodomagnético.
—¿Y cuál es la ecuación de campo?
—No entra en nuestra política suministrar ese tipo de información —zumbó el humanoide—. Porque los hombres que disfrutan de nuestro servicio tienen poca necesidad de conocimiento, y la ciencia ha sido empleada a menudo para propósitos contrarios a la Primera Ley.
Forester retiró los ojos, incómodo, y contempló cómo la nave atravesaba un velo de cirros y entraba en la ionosfera. El cielo se volvió negro púrpura. Pudo ver la suave curvatura del planeta, y las montañas abajo, y el sol rojizo al este. Y de repente aterrizaron en una extraña pista.
—¿Es esto… Starmont?
La forma familiar del oscuro peñasco y la superficie marrón del desierto a su alrededor respondieron a su muda pregunta, pero todo lo demás había cambiado. Nuevos muros y torres se elevaban por todas partes, luminosos y llenos de colores pastel. Anchos jardines nuevos rebosaban de plantas fantásticas que debían proceder de otros mundos.
La puerta de la nave no tenía ninguna manija que un hombre pudiera hacer funcionar, pero se abrió para él en silencio. Las solícitas máquinas le ayudaron a bajar, con muchísimo cuidado. Mientras cruzaba el nuevo pavimento rojo de la pista de aterrizaje y se dirigía en busca de su esposa y sus amigos, Forester se vio asaltado por una brusca sensación de desastre.
Los exóticos jardines y los paseos rematados de columnas y las grandes casas de paredes brillantes no eran ninguna sorpresa real, pues sabía que las máquinas estaban reconstruyendo el mundo para hacer de él un estilizado paraíso, y pasó un instante antes de darse cuenta de lo que pasaba. Una bocanada de rancio olor a jungla atrajo sus ojos hacia un oscuro jardín situado donde antes se hallaba el edificio de administración, y sintió una leve repulsión hacia los altos y carnosos tallos que las máquinas habían plantado allí. A continuación echó en falta la blanca torre de hormigón del telescopio solar, y luego resopló al ver la casita azul y ámbar en la cima de la montaña.
—¿Dónde está el gran reflector? —jadeó, acusador.
Pues aquel poderoso telescopio había sido su vida. Su alcance superaba el de las naves de Ala IV. Había descubierto la pista al rodomagnetismo, y Forester ya había planeado pasar con él sus últimos años, explorando las galaxias exteriores en busca de algún otro indicio que pudiera revelar la prima materia real del universo.
Pero ahora aquella alegre vivienda nueva ocupaba el lugar del telescopio. Forester se quedó anonadado. Durante un doloroso instante trató de esperar que los humanoides hubieran reemplazado simplemente el precioso instrumento con algunos nuevos aparatos compactos tan maravillosos como la gota plateada que le había traído aquí, pero la máquina canturreó serenamente:
—El observatorio ha sido desmantelado.
—¿Por qué? —Un sombrío temor abrumó su furor, y su voz se volvió más ronca—. No tenían derecho…
—Todos los derechos necesarios para establecer y mantener nuestro servicio nos fueron dados por libre elección —le recordó el humanoide—. Y ese espacio era necesario para su nueva morada.
—Quiero el reflector de vuelta.
—Eso será imposible, señor. —La pequeña máquina permaneció inmóvil y alerta, mirando más allá con sus ojos aparentemente ciegos—. El equipo del observatorio es demasiado peligroso para usted, porque podía herirse fácilmente con instrumentos pesados, cristales rotos, corrientes eléctricas, papel y película inflamables o soluciones fotográficas venenosas.
—Tienen que reemplazar ese telescopio. —Forester se echó a temblar, lleno de amarga sorpresa—. Porque voy a continuar con mi investigación astrofísica.
—La investigación científica ya no es necesaria, señor. —La benigna sorpresa de aquella cara de silicio permaneció inamovible—. Hemos descubierto en muchos planetas que cualquier tipo de conocimiento rara vez hace felices a los hombres, y que el conocimiento científico es a menudo usado para destruir. Hombres estúpidos han intentado incluso atacar Ala IV con aparatos científicos ilegales.
Forester se estremeció, lleno de un mudo terror.
—Por tanto, Clay Forester, debe olvidar sus intereses científicos. —Su tono melódico estaba lleno de implacable benevolencia—. Ahora debe buscar su felicidad en otra actividad menos peligrosa. Sugerimos la filosofía o el ajedrez.
La pequeña máquina se le quedó simplemente mirando mientras él la maldecía, en serena solicitud, su cara negra surcada por reflejos bronce y gélido azul. No se movió hasta que un nuevo temor hizo que Forester jadeara roncamente:
—¿Dónde está mi esposa?
En los ajetreados meses de la campaña del referéndum, Forester se había mantenido apartado de Starmont por temor a traicionar de algún modo el proyecto con su presencia, pero había hablado con Ruth cada noche hasta que el sistema telefónico fue retirado del servicio después de las votaciones. Le había dicho a Ruth que pronto volvería a casa, para reemprender sus vidas allá donde la explosión de la supernova las había interrumpido. Ahora, al preguntarse por qué ella no había venido a recibirle, se echó a temblar.
—Ruth está aquí —le aseguró la voz dorada—. Esperándole en la nueva sala de juegos.
—¿Le dirán que he vuelto?
—Ya se lo hemos dicho.
—¿Y qué ha dicho ella?
—Sólo preguntó quién era usted.
—¿Eh? —El terror le dejó sin respiración—. ¿Está…, está bien?
—Está bastante bien, señor, desde que suprimimos su infelicidad.
—¿Suprimir… qué?
—Era infeliz —zumbó el robot negro—. Descubrimos sus preocupaciones secretas hace sólo unos días, la noche en que llamó usted para decirle que regresaba. La unidad de guardia en su habitación la observó llorar, cuando debería estar durmiendo.
—¿Y? —La furia y la sorpresa le hicieron cerrar los puños—. Teníamos nuestros problemas, pero no era desgraciada. ¿Qué le han hecho?
—Preguntamos por la causa de sus lágrimas —trinó la máquina—. Nos dijo que estaba inquieta porque no había más trabajo para ella, ni en casa ni en la oficina. Y temía su regreso, porque estaba perdiendo su belleza y su juventud.
—¡Pero no es así! —Foresterse vio arrollado por el aturdimiento—. Ruth no es vieja.
—En comparación con nuestras unidades de plástico y acero, todos los cuerpos humanos son muy frágiles y efímeros. Su esposa nos dijo que hacía muchos años que temía la vejez. Pero ahora hemos suprimido ese miedo, para hacerla nuevamente feliz.
—¡Llévenme con ella!
Sin aliento, Forester siguió al robot por la pista roja. Grandes puertas se deslizaron en silencio tras los altos pilares ámbar para dejarles entrar en la casa, que tenía el olor débil y amargo de lo sintético. Las paredes eran de una superficie satinada que podía volverse luminosa y teñirse con todos los colores que uno pudiera desear. A lo largo del pasillo había panorámicas de las maravillas escénicas de otros mundos que había conocido la humanidad, pero Forester se estaba hartando ya de maravillas.
En la puerta de la sala de juegos, una bocanada de denso perfume le hizo vacilar. Era el perfume de Ruth, Dulce Delirio. Normalmente era agradable y límpido, pero ahora el olor le abrumó. La habitación era grande y espléndida, llena de brillantes tapetes que los robots debían de haber copiado de algún libro, cubierta de figuras sencillas de animales y niños jugando.
Forester la encontró sentada en el suelo con las piernas abiertas, en la molesta postura que podría haber tomado un bebé, y debía haberse empapado de perfume, pues su densa dulzura parecía sofocante. Había un robot junto a ella, vigilándola con incansable atención ciega. Al principio, Ruth no le vio.
—¡Ruth! —La sorpresa le había resecado la garganta, y sus rodillas temblaban—. ¡Ruth…, querida!
Ella estaba construyendo una torre con blandos bloques de plástico de brillantes colores, con muchísimo cuidado y a la vez con extraña torpeza. Al oír su ronca voz, volvió la cabeza hacia él, envuelta en aquella nube de asfixiante dulzura, y él vio que la edad y la fealdad habían dejado de preocuparla.
—¡Ruth…, pobre amor mío!
Ella parecía tan joven como el día en que la luz azul de la supernova los alcanzó. Su fina piel estaba sonrosada por las lociones y los masajes, y su pelo oscuro había sido teñido de rubio. Las cejas aparecían demasiado depiladas, los labios demasiado escarlata, y llevaba una negligé azul que antes habría considerado demasiado atrevida. Y toda consciencia de temor y dolor había desaparecido de sus ojos fijos y vacíos.
—Hola —le dijo por fin, con la voz suave y solemne de una niña, sosteniendo aún uno de los bloques esponjosos entre sus manos con la torpeza de un niño—. ¿Quién eres?
El terror impidió a Forester contestar, pero ella le reconoció. El blando cubo escapó lentamente de sus manos para rebotar en el suelo de plástico. El humanoide se movió al instante para recogerlo, pero los dedos laxos de ella no lo agarraron. Abriendo con esfuerzo sus grandes ojos oscuros, Ruth susurró débilmente:
—Tu nombre es Clay, ¿no es verdad? Clay…
—¡Querida! —La tragedia de su incierta voz le había inundado los ojos de lágrimas, pero Forester avanzó rápidamente hacia ella—. ¿Qué te han hecho?
Los ojos de ella se iluminaron lentamente con una alegría sombría y triste, y sus brazos blancos se extendieron hacia él con impulsiva ansia. No pareció sentir su miedo, pero su movimiento volcó la torre de bloques. Sus redondos ojos de bebé vieron el daño, y sus labios escarlata se fruncieron en un irritado puchero.
—Servicio, Ruth Forester.
El pequeño humanoide la ayudó a recoger las piezas caídas, y ella comenzó a colocarlas de nuevo. La inseguridad había desaparecido de sus ojos. De nuevo absorta, sonrió de placer. Forester oyó una feliz risa infantil. Se había olvidado de él.