El imperturbable mecanismo que había sido el mayor Steel dictó los arrolladores artículos de una propuesta de acuerdo entre los hombres y los humanoides, que serían definitivos en sesenta días si eran ratificados por votación popular. Al mediodía, con el mismo competente aparato al lado, dispuesto a ayudarle, el anciano presidente anunció temblorosamente ante una batería de nuevas cámaras la llegada de los robots.
Forester había encontrado su bicarbonato y una habitación de hotel. Disolvió su frío y su dolorosa fatiga con un baño caliente y durmió durante un par de horas, y cuando despertó su intranquilidad había desaparecido. Incluso volvió a sentir hambre. Tras llamar al servicio de habitaciones, comió mientras escuchaba la emisión del presidente.
El servicio prometido por los humanoides aún seguía siendo algo desconocido, pero su primera desconfianza había remitido por el alivio de que la decisión hubiera sido tomada y la terrible fuerza de su propio proyecto estuviera aún intacta. El odio y el temor de Mark White empezaron a parecer absurdos, y sintió un poco de la tranquila ansiedad de Ironsmith por ver a los nuevos robots.
Vio las naves de Ala IV aterrizar esa misma tarde. Mientras regresaba en un coche oficial a su avión, hizo que el conductor aparcara en la autopista cercana al espaciopuerto, para así poder verlos. Un enorme navío interestelar había aterrizado ya, y se alzaba inmenso sobre las grandes y familiares naves interplanetarias, que ahora se encontraban humildemente en la periferia del campo de aterrizaje, retiradas apresuradamente de en medio.
—¡Bueno, señor! —susurró el asombrado conductor—. ¡Sí que es grande!
Lo era. Los gruesos puntales de hormigón se habían resquebrajado y combado bajo el peso del negro casco, que era tan alto que una blanca concentración de cúmulos se había formado en su pico. Forester se lastimó el cuello al mirar hacia arriba, y vio cómo las gigantescas válvulas se abrían y las rampas se deslizaban y las hordas de humanoides salían desfilando de la nave para establecer su servicio a la humanidad.
Diminutos contra su enorme nave, los nuevos robots eran todos idénticos, desnudos y neutros, más rápidos y más esbeltos que los hombres, de movimientos graciosos, perfectos e incansables. El sol provocaba reflejos azules en sus oscuros miembros presurosos y destellaba en sus marcas amarillas. Se extendieron a millares por la resquebrajada pista de asfalto, innumerables.
Los primeros exploradores de aquel oscuro ejército llegaron a la alta verja metálica que rodeaba al espaciopuerto, cerca de donde Forester se había detenido. Empezaron a derribarla, cortando diestramente la malla con herramientas pequeñas y apilándola en secciones. Trabajando en número cada vez mayor, empezaron a recordarle una especie de insectos sociales. Trabajaban en silencio, sin hablar unos con otros, pues todos eran partes de la misma máquina definitiva, y cada unidad sabía todo lo que sabían las demás. Mientras los observaba, Forester empezó a sentir una vaga sensación de terror.
Pues eran demasiados. Destellando bronce y azul, sus duros cuerpos negros eran demasido hermosos. Eran demasiado seguros, demasiado fuertes, demasiado rápidos. Al contrario de los insectos que había visto en su vida, no malgastaban tiempo ni esfuerzos. Trabajaban como si fueran uno, y no cometían errores. La aprensión que Mark White sentía hacia ellos parecía ahora más fundada, y Forester se sintió súbitamente agradecido por la decisión del presidente de salvar el Proyecto Trueno.
—¡Vamos! —Tiró de la manga del asombrado conductor, y su voz fue un ronco susurro, como si ya tuviera miedo de que los humanoides le oyeran—. ¡Continuemos…, rápido!
—Bien, señor. —Con una última mirada asombrada hacia la enorme nave y las silenciosas máquinas que aún surgían de ella, el conductor regresó a la carretera—. Sí que cambia el mundo —comentó sabiamente—. ¡Qué no inventarán después!
De vuelta en Starmont, Forester corrió de regreso al proyecto sin llamar siquiera a Ruth, y trabajó esa noche y el día siguiente sin dormir, modificando tres misiles. La luz tardaría dos largos siglos en alcanzar Ala IV, pero estos husos de muerte tenían su propia temible geometría. El tiempo, en la ecuación de la propulsión rodomagnética, variaba con la raíz cuadrada de la distancia. Ala IV, por tanto, estaba sólo unos segundos más lejos que el planeta más cercano.
Cuando el tercer misil estuvo por fin listo, Forester se acostó vestido en el jergón junto a la estación de lanzamiento. El teletipo le despertó al instante, y vio que eran las nueve de la mañana. El breve mensaje del ministro de Defensa estaba clasificado como alto secreto. Le advertía que estuviera preparado para un inspector humanoide que llegaría dentro de una hora.
Tras comprobar de nuevo rápidamente los tres misiles modificados, los dejó alineados y preparados. De regreso a la superficie, cerró el ascensor, colocó el espejo para ocultar los controles, tendió una alfombra sobre la portilla de emergencia en el suelo, colgó su chaqueta en una percha, y salió del inocente armario de su despacho para esperar la inspección.
El robot llegó en un avión militar, escoltado por el general al mando de las estaciones satélites y su comitiva. Un coche los recogió, y Forester los esperó en la verja interior. La máquina se adelantó a los hombres y entonó su saludo:
—A su servicio, doctor Clay Forester.
En medio de los tensos uniformes militares, la esbelta desnudez de silicio del humanoide tenía una curiosa incongruencia, pero no resultaba nada divertido. Su aire de fría y alerta ceguera era perturbadora, y Forester no pudo evitar un respingo cuando le llamó por su nombre.
—Hemos venido a examinar su Proyecto Vigilancia. —Su voz era una dulce tuba dorada—. Bajo el acuerdo provisional, patrullaremos todas las instalaciones militares, para impedir ninguna agresión antes de la ratificación electoral. Luego retiraremos todas las armas.
—Pero este proyecto no es un arma —protestó Forester—. Como las estaciones satélites, es sólo parte de la cadena de vigilancia.
No podía adivinar qué pensaba el humanoide: nada hacía cambiar jamás la serena expresión de benevolencia paternal levemente sorprendida. Pero la máquina continuó estudiando metódicamente el edificio, los instrumentos y el personal. La inspección se convirtió en una cruel prueba que duró todo el día. Incluso cuando los miembros humanos del grupo se fueron a almorzar a la cafetería, el robot se quedó con Forester para que le explicara los archivos.
—Tenemos acceso asegurado a los archivos secretos de la Autoridad de Defensa —zumbó blandamente—. Hemos visto las cifras de los fondos invertidos en este proyecto, y listas de las piezas de equipo compradas. ¿Puede decirnos por qué las sumas son tan grandes, y por qué todo ese equipo no parece empleado aquí?
—Desde luego. —Forester trató de no dejar ver lo enfermo que se sentía—. Recuerde que ésta era una estación experimental, y los hombres no son tan eficientes como ustedes las máquinas. Cometimos varios caros errores en el diseño, y todo el equipo que falta fue desguazado y convertido en chatarra hace mucho tiempo.
—Nuestra llegada terminará con esos despilfarros —murmuró el robot, y Forester no pudo ver ninguna otra reacción. Incluso los humanoides, pensó sombríamente, tendrían dificultades para demostrar que aquel material que faltaba no había ido a parar a los hornos como chatarra, pero tenía miedo de preguntarse qué otras pistas al Proyecto Trueno podían descubrir su eterno celo.
La inescrutable máquina lo llevó esa tarde a los trazadores de neutrinos. Sus ojos aparentemente ciegos contemplaron los enormes tubos de investigación, con sus pequeños entramados de cables brillantes barriendo eternamente el espacio. Estudió los contadores y los planeadores direccionales. Le hizo sacar todas las especificaciones de una caja fuerte, y preguntó el nombre y dirección de todas las empresas que habían suministrado materiales, y finalmente entrevistó a cada uno de los seis técnicos.
Mientras la inquisición continuaba, Forester se sintió cada vez más cansado, molesto y alarmado. No había dormido lo suficiente, y su estómago vacío se agitaba incómodo. Temía que su propia inquietud traicionara el proyecto, y cuando la máquina terminó de interrogar a Armstrong, al amanecer, le preguntó, desesperado:
—¿No es suficiente? Lo ha visto todo y ha hablado con todos nosotros. ¿No está satisfecho?
—Gracias, señor —canturreó el humanoide—. Pero hay otro hombre conectado con el proyecto a quien debemos interrogar. Se trata del matemático que calculó los planos del equipo de investigación.
—Todos los cálculos rutinarios se hacen en nuestra sección de ordenadores.
—¿Quién la opera?
—Un joven llamado Ironsmith. —Forester alzó la voz—. Pero no tuvo nada que ver con el equipo en sí. Nunca ha visto los tubos, ni siquiera ha oído hablar de ellos. Es sólo un matemático, y lo único que hizo fue resolver los problemas que le entregamos.
—Gracias, señor —zumbó la educada máquina—. Pero debemos hablar con el señor Ironsmith.
—No conoce nada del proyecto. —Desesperado, Forester trató de controlar la aprensión de su voz—. Además, no tenemos mucho más tiempo hoy. Ya he telefoneado a mi esposa diciéndole que vamos a ir todos a cenar y a tomar unos cócteles, y nos estará esperando. Los humanos comen a lo grande, ¿recuerda?
No quería que el robot viera a Ironsmith…, ciertamente, no a solas. Había demasiados secretos que el joven podía haber supuesto. Sin embargo, al pequeño humanoide no le importaban los cócteles, y citó los artículos del acuerdo. Reluctante, Forester llamó a la sección de cálculo, e Ironsmith vino pedaleando para reunirse con la máquina en la verja.
Forester pasó una tarde incómoda. La ansiedad había destrozado su apetito, y el doctor Pitcher le había prohibido el alcohol. Bebió café para mantenerse despierto, y fumó un cigarro hasta que la boca le supo a rayos, y escuchó ausente la sombría conversación de los militares sobre el desempleo profesional.
El robot regresó a medianoche de la sección de cálculo. Su oscura serenidad siguió sin revelar nada de lo que había averiguado. Nervioso, Forester acompañó al grupo hasta el avión, y luego regresó apresuradamente a las habitaciones de Ironsmith. El joven empleado le saludó con sorprendida preocupación.
—¿Qué sucede, doctor Forester? —parpadeó, confuso—. ¿Por qué está tan sombrío?
Ignorando la pregunta, Forester escrutó bruscamente la habitación. Los pocos muebles eran baratos pero cómodos. Había un libro impreso en los extraños caracteres de un antiguo idioma del primer planeta abierto sobre la mesa, junto a un bote de tabaco y una botella de vino. El propio Ironsmith, con sus anchos pantalones y su camisa de colores, parecía tan libre de culpa y tan acogedor como la habitación, y Forester no pudo ver ninguna evidencia de su conversación con aquella máquina inquisidora.
—¿Cuál es el problema, señor? —insistió Ironsmith ansiosamente.
—Ese maldito robot —murmuró Forester—. Me ha estado molestando todo el día.
—¡Oh! —El hombre parecía sorprendido—. Lo encontré muy interesante.
—¿Qué quería de usted?
—No mucho. Me hizo un par de preguntas, y miró las calculadoras.
—Pero se quedó demasiado tiempo. —Forester escrutó su rostro—. ¿Qué quería saber?
—Fui yo quien hizo las preguntas. —Ironsmith sonrió con placer infantil—. Verá, ese control central de Ala IV conoce todas las matemáticas que hayan aprendido jamás los hombres…, ¡y es toda una calculadora! Mencioné un problemita al que le he estado dando vueltas últimamente, y charlamos un rato al respecto.
—¿Y?
—Eso es todo. —Los ojos grises de Ironsmith reflejaban una limpia honestidad—. La verdad, doctor Forester, no veo ninguna razón para que le preocupen los humanoides, o para que Mark White los odie.
—¡Pues las tengo!
—Pero si sólo son máquinas —insistió amablemente Ironsmith—. No pueden ser malignos…, ni buenos. Porque no se enfrentan a ningún dilema moral. No tienen ninguna opción entre el bien y el mal. Lo único que hacen es aquello para lo que el viejo Warren Mansfield los construyó: servir y obedecer a la humanidad.
Forester no estaba muy seguro de eso, y estaba aún menos seguro de que el propio Ironsmith hubiera elegido siempre lo bueno. Sin embargo, aquella armadura de amistosa inocencia parecía inexpugnable, y Forester se tambaleaba de fatiga. Renunció a descubrir nada más, y regresó cansinamente a casa.
En el camino de vuelta, solo bajo las estrellas que los humanoides habían conquistado, Forester sintió una repentina envidia salvaje hacia la descuidada tranquilidad de Ironsmith. Las duras exigencias del proyecto se volvieron completamente insoportables. Durante un sombrío momento, deseó que el inspector humanoide hubiera descubierto su temible secreto y le hubiera liberado de él. Pero enderezó al instante sus cansados hombros. Aquellos estilizados misiles que esperaban en la cripta eran la última defensa del hombre, y no se atrevía a soltar su carga.