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Forester contuvo el aliento ante aquella frase entrecortada. Recordó a un hombre pálido y demacrado sentado junto a una hoguera y con expresión de estar mirando a cosas distantes con un extraño sentido de alerta. Algo zumbó en sus oídos, y la gastada voz del viejo líder pareció muy lejana:

—… toda una sorpresa para mí, como pronto comprenderán. —El presidente señaló con su cadavérica cabeza al pequeño oficial que permanecía inmóvil, contemplando fijamente la mesa—. Pero la alternativa que ofrece ha terminado lo que para mí era una pesadilla, y les insto a que acepten su consejo sin dudar.

Tosió, apoyado débilmente en la mesa, y esperó a que su vivaracho ayudante le tendiera el vaso para volver a beber.

—Caballeros, tengo fe en el mayor Steel. —Se volvió para sonreír al oficial con una vaga gratitud—. Ha sido mi eficiente mano derecha durante los diez últimos años, y pienso que ahora podemos confiar en él. Nos ha proporcionado una sorprendente huida tanto de la muerte como de la esclavitud. Pero voy a dejar que él exponga los hechos, con sólo una advertencia: No es un ser humano.

Forester supo que no debía sorprenderse. Mark White había tratado de prepararle para este momento, y siempre había desconfiado de la energía suprahumana y la competencia del ayudante del presidente. Sin embargo, mientras contemplaba aquella cosa de apariencia humana al otro extremo de la larga mesa verde, algo le hizo estremecer. Algo frío recorrió su espina dorsal y le dejó sin aliento.

—A su servicio, caballeros. —La cualidad vocal humana desapareció súbitamente de la voz de Steel, que se convirtió en un dulce tono musical—. Pero concédanme un momento, por favor. Porque deben vernos como somos, y ahora la necesidad del disfraz ha terminado.

Y la cosa se despojó del uniforme. Se quitó las lentes de contacto de los ojos. Se arrancó lo que parecía ser la piel, y empezó a sacar plásticos de color carne de sus miembros y su cuerpo en largas tiras.

Forester lo observó, impotente. Vio las caras congregadas en torno a la mesa volverse grises y tensas, y oyó a los hombres jadear con algo parecido al horror. Él mismo contuvo la respiración cuando una silla cayó con estrépito. Sin embargo, no había nada realmente horrible en lo que surgió tras aquella máscara desechada.

Al contrario, era hermoso. Su forma era casi humana, pero muy esbelta y graciosa, sin ninguna torpeza o angulosidad mecánica. Media cabeza más bajo que Forester, ahora estaba desnudo, y carecía de sexo. Su piel bruñida era de un negro reluciente, con destellos de bronce y azul. En su pecho brillaba una marca dorada:

HUMANOIDE

Serie M8-B3-ZZ

«Servir y Obedecer

y Proteger a los Hombres del Peligro»

Durante un instante, al terminar de despojarse de sus envolturas, el robot permaneció inmóvil junto al presidente. Ahora sus ojos eran órbitas ciegas que capturaban la luz como acero bruñido, y su cara estrecha y de altos pómulos estaba fija en una expresión de sombría bondad. Tras su rápida acción, aquella pose petrificada parecía tan extraña como su voz inhumana.

—Su actual alarma es innecesaria, caballeros —arrulló musicalmente—, porque nunca hacemos daño a ningún hombre. El mayor Steel era simplemente una ficción útil, creada para su beneficio, que nos permitió observar la presente crisis tecnológica mientras se desarrollaba para ofrecer nuestros servicios a tiempo de evitar la calamidad.

—¡Pero…, señor presidente! —el ministro de Defensa se levantó, aún boquiabierto—. No comprendo esta extraña exhibición —protestó, tembloroso—, pero debo recordarle que existen leyes para proteger a nuestras clases trabajadoras de la competencia de androides multipropósitos como parece ser éste, y espero que recuerde que nuestro partido las apoya. Con las elecciones tan cerca…

El presidente se limitó a mirar a la máquina.

—No tiene por qué temer el voto obrero —interrumpió ésta alegremente—. Porque no provocamos ningún ansia o sufrimiento en ningún trabajador. Al contrario, nuestra única función es promocionar el bienestar humano. Una vez establecido, nuestro servicio acabará con todas las distinciones de clase, junto con otras causas de desgracia y dolor como la guerra, la pobreza, el trabajo y el crimen. No habrá ninguna clase trabajadora, porque no habrá trabajo.

Jugueteando incómodo con una jarra y un vaso, el jefe del Alto Estado Mayor miraba inseguro del robot al tembloroso teniente situado junto a Mason Horn, Finalmente gritó, roncamente:

—¡Detenga a ese… artefacto!

—Eso no es necesario, señor —canturreó al instante la voz dorada—. Porque no tenemos otro propósito que servirles.

Los dos tenientes simplemente se acercaron más a Horn, y el jefe del Alto Estado Mayor los olvidó mientras exclamaba, sin aliento:

—¡No es ninguna máquina! ¡Eso…, eso piensa!

—Somos mecánicos —dijo melodiosamente la cosa de ojos de acero—. Pero pensamos, porque todas nuestras unidades idénticas están unidas por medio de rayos rodomagnéticos a nuestro circuito central en el planeta Ala IV. Unidades como la que tienen delante son sólo los miembros y los órganos sensores de ese cerebro mecánico, que percibe y actúa a través de ellas. De hecho, pensamos más rápida y efectivamente que los hombres, porque nuestros impulsos rodomagnéticos actúan sin el lapso de tiempo que retrasa las ineficaces reacciones mentales de los seres humanos, y porque el gran circuito central es un mecanismo mucho más perfecto que ningún cerebro humano. No dormimos, no fallamos y no olvidamos, y nuestra consciencia abarca todo lo que sucede en muchos mundos. Sin embargo, pueden recibirnos sin miedo, porque existimos sólo para servir y obedecer a la humanidad.

El jefe del Alto Estado Mayor deglutió convulsivamente y, de algún modo, volcó el vaso y la jarra. Moviéndose con silenciosa e increíble habilidad, el robot los enderezó antes de que el agua tuviera tiempo de derramarse y tendió el vaso hacia los viejos labios del general.

—¡Bastante notable! —El jefe del Alto Estado Mayor se atragantó con el agua, se puso rojo y escupió al oscuro humanoide, que ahora volvía a estar inmóvil y alerta—. Pero, ¿cómo, exactamente cómo, pueden abolir la guerra?

—Estamos acostumbrados a tratar con los inevitables cataclismos de tecnologías hipertrofiadas como la que ha desarrollado este planeta —informó dulcemente la máquina—, y tenemos métodos eficaces de evitar la violencia. Nuestros agentes situados aquí y en los planetas vecinos empezaron a prepararse para esta crisis hace diez años. Nuestras naves ya están cerca, trayendo de Ala IV las unidades y el equipo necesarios para dar comienzo a nuestro servicio, y descubrirán ustedes que los acuerdos formales son muy simples.

El humanoide volvió a moverse rápidamente, para colocar la jarra y el vaso fuera del alcance de las nerviosas manos del hombre.

—Sus espaciopuertos y los de las Potencias Triplanetarias deben ser abiertos inmediatamente a nuestras naves —continuó serenamente—. Debe darse a nuestros agentes avanzados autoridad para intervenir las comunicaciones e inspeccionar las instalaciones militares, para así impedir ninguna traición humana. En fecha futura, todo el equipo militar deberá sernos entregado para que nos deshagamos de él.

—¿Rendirnos? —el jefe del Alto Estado Mayor se volvió púrpura por la cólera—. ¡Nunca!

—El asunto no está en sus manos —replicó tranquilamente la máquina—. La decisión crucial referente a todos estos planetas fue tomada hace algunas décadas en un laboratorio de física, por un hombre temerario que descubrió las posibilidades teóricas de una reacción nuclear en cadena en una pila de uranio y grafito. Cuando decidió arriesgarse y demostró el proceso de fisión, el resultado quedó ya fijado. Sin embargo, siguen siendo libres para discutir la situación.

Tras volverse atentamente hacia el presidente, el humanoide volvió a quedarse inmóvil, una oscura imagen de la bondad definitiva. Sonriéndole esperanzado, el viejo estadista convocó un debate con voz trémula. Sordo a los argumentos que siguieron, Forester permaneció sentado ante el húmedo azote del ventilador, observando la máquina y pensando qué hacer. Estuvo a punto de informar de la advertencia de White. Pero vio de inmediato que aquello no serviría de nada, porque comprometería aún más la seguridad del Proyecto Trueno. Finalmente, pasó una nota al ministro de Defensa, solicitando una entrevista privada con el presidente.

—Caballeros —decía en aquellos momentos la bruñida máquina—, deben comprender la necesidad de un acuerdo inmediato. Los líderes de las Potencias Triplanetarias están reunidos ahora con otras unidades de avanzadilla nuestras, y expresan extremo recelo y alarma. De hecho, nuestras unidades encuentran difícil impedir que hagan estallar este planeta inmediatamente.

Pero el presidente accedió a hacer un breve descanso para reunirse con el ministro de Defensa y su consejero científico tras las puertas a prueba de sonido de una oficina adjunta. Allí, Forester descubrió que la nueva pintura, de un feo color amarillo grisáceo, aún estaba secándose. Los ventiladores estaban desconectados y el olor le mareó mientras informaba apresuradamente de la advertencia de White.

—Señor presidente —concluyó, desesperado—, creo que deberíamos mantener a esos robots al margen…, al menos hasta que podamos averiguar más cosas sobre ellos y su «servicio». Quiero recordarle, señor, que aún tenemos el Proyecto Trueno. En vez de entregarnos mansamente a los humanoides, sugiero que lancemos un disparo de demostración a algún satélite deshabitado y enviemos una nota de advertencia a las Potencias Triplanetarias.

El viejo estadista vaciló, cruzó sus ajadas y amarillas manos, y Forester se dio cuenta de que añoraba la segura guía del pequeño mayor Steel.

—Tengo miedo a la guerra. —Sus ojillos parpadearon, indecisos—. Y tengo miedo de que su disparo de demostración la provoque, o incluso active los detonadores que hay aquí.

—Es posible —admitió Forester, incómodo—. Pero al menos, señor, creo que deberíamos ganar tiempo, hasta que pueda nombrar una comisión que investigue a esos robots en algún planeta donde su servicio ya haya sido establecido.

—No sé. —El anciano retorció sus dedos—. Preguntémosle a Steel…

—¡Un momento, señor! —interrumpió Forester—. Me opongo a dejar que los robots sepan nada del Proyecto Trueno, porque creo que podríamos necesitarlo contra ellos.

—Es posible. —El presidente agitó la cabeza, inseguro—. Pero no sé qué hacer.

Un mensaje secreto, entregado por un excitado secretario, acabó con la agonía de la indecisión. Los satélites de observación informaban de la aproximación de un enjambre de enormes naves espaciales sin identificar, dentro ya del espacio territorial y aproximándose aún a enorme velocidad desde el Sector Jántico. El presidente leyó el despacho con voz temblorosa, y luego jadeó aprensivamente:

—Steel dijo que no podíamos arriesgarnos y retrasarnos. —El mensaje escapó de sus inútiles dedos—. Debe ser la flota triplanetaria, invadiendo ya nuestro espacio.

—Creo que no —protestó Forester—. Con esos detonadores, las naves espaciales no sirven a nuestros enemigos humanos más que a nosotros. Y creo que la dirección de Ala IV se encuentra en el Sector Jántico. —Su voz vaciló—. ¡Creo, señor, que esas naves traen la invasión humanoide!

—¿Invasión? —El anciano se frotó los ojos—. Entonces tendré que llamar a Steel…

—¡Espere! —interrumpió Forester, desesperado—. Disculpe, señor, pero aún podemos destruir esas naves con el Proyecto Trueno. Le sugiero que ofrezca un ultimátum. Esa cosa, Steel, está al parecer en comunicación directa con todas las demás unidades humanoides. ¿Por qué no decirle que detenga esas naves hasta que podamos estudiar esas máquinas y su servicio?

—Pero tengo miedo…

—Yo también —susurró Forester con urgencia—. Por eso quiero mantener el proyecto a salvo. Nuestros misiles pueden destruir esas naves. Si no es suficiente, puedo modificarlos para que alcancen Ala IV. Para que aniquilen esa central y detengan todos los robots que controla. ¡No traicione el proyecto, señor!

—No sé. —El presidente se mordió los arrugados labios, temblando con la tortura de la duda. Sus vagos ojos se dirigieron ansiosamente hacia la sala donde esperaba el robot desenmascarado, pero por fin jadeó, impulsivamente—: Muy bien, Forester, conservaremos su arma…, aunque sé que no la necesitaremos. Continúe con las modificaciones necesarias para montar tres misiles contra Ala IV, y mantenga a su personal alerta para dispararlos si sucede algo. —Su gran nuez de Adán se agitó nerviosamente—. ¡Pero confío en Steel!

Regresaron a la habitación.

—… las naves que se acercan son las nuestras —estaba diciendo musicalmente la pequeña máquina—. Se hallan suficientemente protegidas contra cualquier ataque que sus primitivas naves puedan intentar contra ellas, pero no llevan armas ofensivas. Han venido de Ala IV a ofrecer nuestro servicio, si deciden dejarlas aterrizar.

La Autoridad de Defensa votó unos minutos más tarde, con la indignada abstención del jefe del Alto Estado Mayor, suspender los estatutos antimecánicos en esta emergencia nacional y abrir los espaciopuertos a las naves de Ala IV. Forester se marchó rápidamente de la húmeda sala subterránea, cansado, alarmado y vagamente enfermo, en busca de una dosis de bicarbonato.