8

Forester miró su reloj y salió sin ceremonias de la oscura sala. Una vez fuera de la torre, empezó a agitar frenéticamente su sombrero, esperando que Armstrong y Dodge le vieran a través de la neblina. Oyó a Ironsmith, tras él, despedirse con más ceremonia. La pequeña Jane Carter se rió alegremente, y luego escuchó su voz:

—¡Gracias, señor Ironsmith!

—¡Vamos! —gritó Forester roncamente—. ¡Antes de que disparen!

Pero el sonriente matemático se retrasó aún más para estrechar la temblorosa mano del viejo mago y murmurar una despedida a White. Se volvió del revés los bolsillos de sus anchos pantalones y entregó a Jane Carter unas pocas monedas y todo el chicle que llevaba encima, y ella le acompañó por fin al exterior.

—No dispararán. —Sonriendo, Ironsmith mostró un oscuro trocito de metal—. Porque la pequeña Jane me trajo el percutor de su lanzacohetes.

Temblando ante el frió viento marino, agitando todavía desesperadamente su sombrero, Forester se adelantó a Ironsmith para recorrer las grandes piedras mojadas de la rota calzada. Cuando llegaron al coche, estaba agotado y empapado por un sudor frío que no se debía por completo a la carrera.

—Nos tenían preocupados, señor —saludó alegremente Dodge desde el trípode plantado en la zanja—. La hora ya casi se ha cumplido.

Forester se volvió para contemplar incómodo la vieja torre redonda en medio de la bruma, y le dijo que descargara el lanzador y comprobara el mecanismo. Dodge obedeció, y entonces dejó escapar una maldición. Dejó colgar la mandíbula cuando Forester le tendió en silencio el percutor perdido.

—No haga preguntas ahora. —Forester se agarró débilmente a la puerta del coche—. Meta las cosas y volvamos a Starmont. Creo que el proyecto será puesto en alerta. Y pronto.

No le apetecía conducir. Armstrong se puso al volante, y Forester se sentó con Ironsmith y el trípode plegado detrás. Helado, envarado y fatigado, un poco mareado por el movimiento del coche, estudió a Ironsmith con incomodidad. El hombre estaba sentado tranquilamente, con los pies apoyados en el cañón, observando el paisaje con un interés despreocupado hasta que dejaron las montañas y regresaron a la monotonía marrón del desierto. Entonces se estiró, cerró los ojos y se puso a dormir. Torturado por la inseguridad, Forester le despertó.

—Soy físico. —Ronco por la preocupación, Forester sintió que tenía que hablar—. Estoy acostumbrado a limitar mis investigaciones a fenómenos reproducibles a voluntad, por medios mecánicos, bajo condiciones estrictas. Este asunto psíquico…, no quiero creerlo.

—Comprendo —asintió alegremente Ironsmith—. Recuerdo un artículo que escribió usted, donde atacaba las pruebas de acción extrafísica. Fue usted muy duro.

—Era sólo un informe de laboratorio —protestó Forester, a la defensiva—. Verá, la empresa de Ruth había suministrado equipo para un experimento extravagante. Había dados dentro de un pequeño aparato que se sacudía para lanzarlos, mecánicamente, haciendo que las condiciones de cada tirada fueran idénticas. El experimentador sostenía que podía controlarlos mentalmente, y yo pensé que Ruth se lo estaba tomando demasiado en serio. Pedí un aparato duplicado y traté de repetir el experimento…, sólo para demostrar que todo era una tontería. Y mis resultados mostraron una curva de distribución aleatoria.

—Lo que en sí mismo fue una prueba bastante buena de acción extrafísica —añadió Ironsmith inocentemente, sonriendo burlón ante su sorpresa—. Porque eso era lo que usted quería. Verá, todo tipo de investigación extrafísica requiere una leve modificación en los métodos de la física clásica. El experimentador es también parte del experimento. Sus resultados negativos fueron el resultado lógico de su propósito negativo.

Forester se le quedó mirando, como si descubriera a un extraño.

Ironsmith nunca había parecido mucho más que un accesorio conveniente a las calculadoras electrónicas, que se sentía serenamente satisfecho con su insignificante trabajo. Molestaba a Forester con sus ropas informales y su sempiterno chicle y sus amigos sencillos. Siempre había mostrado una irritante irreverencia hacia la aristocracia establecida de la erudición, y Forester se molestó y guardó ahora silencio ante su insospechada lógica.

—El propósito es la clave —continuó Ironsmith en tono indiferente—. Pero Mark White está equivocado…, está buscando armas, en vez de la verdad. Por eso creo que nunca aprenderá lo suficiente para controlar a esos robots. Los odia demasiado.

—Pero tiene motivos —protestó roncamente Forester, molesto por la agradable tranquilidad del otro—. Recuerde que él conoce a los humanoides y nosotros no. Pretendo hacer un informe completo sobre esto para advertir a la Autoridad de Defensa. Sean cuales sean las circunstancias, nuestras fuerzas militares deberían estar preparadas contra cualquier invasión.

—Yo me lo pensaría bien, señor. —Ironsmith sacudió la cabeza—. Porque todo este asunto parecería un poco raro a toda persona ajena. Tendrá que admitir que nuestro testimonio no parecerá muy impresionante ante una comisión militar, que poco caso hará a las tácticas teatrales e infantiles de White y al aspecto vagabundo de sus asociados.

Su cara juvenil se animó.

—Además, señor, creo que esos nuevos robots podrían resultar muy útiles. Pese a todo lo que nos contó White, sigo sin ver ninguna razón real para odiarlos o temerlos. Si de verdad pueden abolir la guerra, los necesitamos ahora. ¿No cree, señor?

Forester no lo creía, pero la tranquila protesta de Ironsmith le hizo recordar la duda en los ojos de Armstrong. Tras decidir que la Autoridad de Defensa podía resultar ser igualmente incrédula, decidió esperar a tener mejores pruebas.

Anochecía cuando el coche terminó de recorrer la estrecha carretera que atravesaba el desierto y alcanzó las verjas protegidas y los edificios ya iluminados de Starmont. Mareado por la fatiga, Forester sintió un aguijón de envidia cuando Ironsmith se bajó tranquilamente del coche cuando se detuvieron en la verja interior, se subió a su bicicleta y se marchó pedaleando a la sección de cálculo, silbando alegremente.

La Alerta Roja llegó a medianoche, por el teletipo. La señal de advertencia significaba que se había detectado una acción hostil por parte de las Potencias Triplanetarias. Requería que el personal del Proyecto Trueno armara dos misiles contra cada uno de los planetas enemigos y esperara la orden final para exterminar los tres mundos.

Cinco minutos más tarde, un segundo mensaje convocó a Forester a la capital para una reunión de emergencia de la Autoridad de Defensa. Partió de inmediato, sin tiempo para despedirse de Ruth. Su avión oficial aterrizó en medio de la fría lluvia al amanecer, en un campamento militar, y un coche le llevó a un túnel protegido en una montaña.

En las profundidades subterráneas que los hombres habían excavado en su frenética búsqueda de la seguridad perdida, Forester se encontró por fin en una estrecha sala de hormigón gris y ocupó su puesto en una mesa cubierta por un tapete verde mientras esperaba a que se celebrase la reunión. No había podido dormir en el avión debido a las sacudidas de la tormenta. El almuerzo que había compartido con la tripulación le pesaba en el estómago, y necesitaba una dosis de bicarbonato. Añoró el seco calor de Starmont y trató de no pensar en nada más. Parpadeó al ver a Mason Horn.

El agente secreto entró por otra puerta vigilada, entre dos tenientes armados de la Policía de Seguridad. Forester se levantó ansiosamente para saludarle, pero Horn respondió solamente con un seco movimiento de cabeza, y uno de los tenientes le obligó a retroceder. Esperaron, cada uno a un extremo de la larga sala gris. Horn llevaba un maletín de cuero marrón encadenado a la muñeca izquierda. Hundido en su silla, Forester sintió un nuevo escalofrío. Sabía lo que debía contener aquel maletín, y el conocimiento era monstruoso.

El teniente más cercano vio sus ojos fijos en el maletín y le miró con el ceño fruncido. De nuevo sobresaltado, Forester desvió la vista hacia otro lado y trató de limpiarse las manos, que sentía pegajosas. El silencioso peso de la roca sobre él empezó a abrumarle, y un débil olor a pintura seca agudizó su intranquilidad. Se acomodó en su silla, y volvió a enderezarse cuando empezaron a llegar los políticos y los altos mandos militares que formaban la Autoridad de Defensa, rodeados por silenciosos y nerviosos satélites.

El anciano presidente mundial entró por fin, apoyado en el brazo de su solícito ayudante militar, un tal mayor Steel. Tras saludar temblorosamente a algunos de sus colaboradores, ocupó la silla al otro extremo de la mesa. Steel le ayudó a sentarse y esperó a que el pequeño y apuesto oficial le acomodara antes de hablar al silencioso comité.

—Caballeros, tengo malas noticias para ustedes. —Su voz era débil—. El señor Mason Horn les dirá lo que sucede.

El agente especial, tras un débil gesto de cabeza del presidente, abandonó a los dos tenientes y se acercó a la mesa. Con su pelo rubio cada vez más escaso y su gruesa cara roja, parecía más un vendedor a domicilio que un espía interplanetario. Se quitó la cadena de la muñeca y abrió el maletín de cuero para mostrar un objeto de metal pulido del tamaño de un huevo.

—Ésta es la mala noticia. —Su voz era neutra, como si ofreciera un nuevo zapato de gamuza para la temporada primaveral—. Lo he traído de un arsenal triplanetario en el Sector Bermejo. El presidente me ha ordenado que no revele los detalles técnicos. Sólo he de decirles lo que puede hacer.

Los hombres reunidos en torno a la larga y brillantemente iluminada mesa, la mayoría cargados de años y tensos por la ansiedad, se inclinaron hacia delante, en silencio, para ver cómo los dedos regordetes y cuidadosos de Horn desatornillaban el fondo plano del huevo metálico en dos partes, que colocó sobre la mesa. La fría luz destelló en los pequeños pomos de metal y las escalas graduadas.

—¡Vaya! —El jefe del Alto Estado Mayor hizo una mueca de desdén—. ¿Eso es todo?

—Es suficiente, señor. —Horn le dirigió una sonrisa breve y amistosa, como si estuviera a punto de explicar la ganga irresistible que suponían las sandalias de plástico—. De hecho, el aparato en sí no es más que una especie de espoleta. La carga explosiva está formada por cualquier materia que esté cerca. Los átomos no sólo se fisionan, sino que se convierten por completo en energía liberada. Este pequeño pomo ajusta el radio de la detonación…, todo a su alrededor, entre cero y doce metros.

Cuando su agradable voz guardó silencio, un silencio sobrecogedor llenó la habitación. Los hombres se adelantaron para contemplar con enfermiza fascinación la diminuta máquina colocada sobre la mesa. El zumbido de un ventilador se convirtió en un rugido desagradable, y el olor de la pintura pareció hacerse más fuerte. Forester se estremeció, intentando no ponerse enfermo.

—Uno de estos huevos podría acabar con nosotros. —Con mucho cuidado, Mason Horn empezó a unir las dos pequeñas secciones—. Si quieren calcular su efectividad por sí mismos, conviertan los metros cúbicos de suelo y roca en toneladas y luego multipliquen la respuesta por mil. Eso les dará el equivalente aproximado en plutonio.

Hizo una pausa y volvió a ajustar cuidadosamente la cadena.

—Hace más de dos años que las Potencias Triplanetarias han plantado estos artefactos donde han querido —añadió tranquilamente—. Puede que los hayan dejado caer en nuestros mares, o en los casquetes polares, o quizá los han conseguido infiltrar en este mismo lugar. Pueden ser detonados por control remoto, por medio de un temporizador, o incluso por la radiación penetrante de una explosión en masa en otro planeta. No hay ninguna defensa posible, y no podemos atacar, ni siquiera con armas similares, sin destruirnos a nosotros mismos.

—No veo por qué. —El jefe del Alto Estado Mayor se aclaró la garganta, con decidida autoridad—. Cuando descubran que ha escapado usted con este aparato, supondrán que lo hemos duplicado con éxito. Tal vez deberíamos infiltrar la información con uno de nuestros agentes dobles…, para crear el miedo al contragolpe e imposibilitar así su ataque.

—Me temo que esto no funcionaría así, señor. —Horn frunció el ceño, como si desaprobara el burdo acabado de un producto de la competencia—. Porque este tipo de armas absolutas crean su propia psicología explosiva. Creo que sería una locura revelar que hemos robado con éxito esta arma, porque vi los suficientes síntomas de histeria oficial en los gobiernos enemigos como para convencerme de que deberíamos prepararnos a morir en el momento en que descubran la pérdida. Esta delicada situación me hace dudar de lo apropiado de toda mi misión, señor.

Y Horn dio un respetuoso paso atrás, frotándose el rostro rojo y gordezuelo como si espera que le firmaran un pedido de zapatos. El jefe del alto estado mayor le miró con mala cara y se sentó bruscamente, como si quisiera decir con su gesto indignado que los no militares, con sus increíbles armas nuevas y su molesta ignorancia de la disciplina, habían amainado todo el placer del antiguo arte de la guerra.

Secándose de nuevo las manos, Forester sacudió la cabeza ante la muda pregunta de la cara cenicienta del ministro de Defensa. El Proyecto Trueno estaba preparado. Las cabezas nucleares de sus misiles autodirigidos, no muy distintos al aparato de Mason Horn, tenían un radio de detonación de cuarenta metros. Una vez se diera la orden de lanzamiento, nada podría salvar a los planetas hostiles. Pero ahora era demasiado tarde para lanzarlos, si sus explosiones podían también disparar los detonadores enemigos plantados aquí.

El anciano presidente se volvió con expresión ansiosa hacia su ayudante, con una pregunta en sus ojos acuosos. Asintiendo vivazmente, el pequeño mayor Steel le ayudó a ponerse en pie. Forester trató de ocultar su disgusto al recordar las leyendas sobre la enorme memoria y la eficiencia de Steel, y no le gustó nada su indebida influencia.

—Una situación desagradable, caballeros. —Agarrándose al borde de la mesa con sus amarillentas y temblorosas manos, el presidente se aclaró la garganta, inseguro—. Al principio pareció que sólo nos quedaba la dura opción de una guerra sin esperanza, o una paz sin libertad. Sin embargo… —Jadeando y sin aliento, bebió el agua que el pequeño oficial le tendió—. Sin embargo, el mayor Steel ha revelado una tercera alternativa.