7

La misión de Mason Horn era otro gran secreto, tan celosamente guardado como el propio Proyecto Trueno. Dos años antes, cuando los registros espectrográficos del nuevo domo de investigación de Starmont empezaron a dar señales de explosiones de neutrinos en una fuente más cercana y menos amistosa que la supernova, aquel competente astrónomo fue reclutado de entre el personal del observatorio para descubrir por qué las flotas triplanetarias siempre seleccionaban el Sector Bermejo para sus maniobras espaciales.

Adiestrado rápidamente en el peligroso arte del espionaje interplanetario y equipado como un vendedor legítimo de suministros médico-radiológicos, tomó pasaje en una nave comercial triplanetaria. Todavía no habían recibido ninguna noticia de él.

—¡Mason Horn! —Forester se sintió enfermo con la sorpresa—. ¿Encontró…?

La cautela le hizo callar, pero la gran cabeza hirsuta de White ya había hecho un gesto a Ash Overstreet. Volviéndose lentamente del fuego, el clarividente alzó los ojos con expresión de laxa estupidez.

—Horn es un agente secreto capacitado —dijo roncamente—. De hecho, aunque él mismo no lo sospecha, tiene percepciones extra-sensoriales bastante bien desarrolladas. Pudo penetrar en un fuerte espacial interplanetario estacionado en la dirección diseñada como Sector Bermejo, y escapó con una especie de aparato militar. Yo no lo comprendo, pero él cree que es un conversor de masas.

Las piernas de Forester se debilitaron, y se sentó en un bloque de madera. Durante todos aquellos años fantasmales, mientras él perfeccionaba los misiles de su propio proyecto, esperaba junto a ellos en la cripta a lo largo de días ansiosos y noches sin dormir, era esto lo que más había temido. Tuvo que deglutir antes de poder susurrar:

—¿Y ésa es su mala noticia?

—No. —White sacudió su ondeante y fiera cabellera—. Nuestro enemigo es algo más grande y más sañudo que las Potencias Triplanetarias. Y el arma apuntada contra nosotros es mucho más letal que ningún conversor de masas. Es pura benevolencia.

Forester permaneció encogido, tiritando.

—Me temo que no comprende lo que son las armas de conversión de masas —protestó débilmente—. Usan toda la energía de la materia detonada…, mientas que el proceso de fisión, en las mejores bombas de plutonio, liberan menos de un uno por mil. Eso produce un tipo de guerra diferente. Un pequeño misil puede romper la superficie de un planeta, hacer hervir los mares y esterilizar la tierra, y envenenarlo todo con radioisótopos durante un milenio. —Miró a White—. ¿Qué puede ser peor que eso?

—Nuestro benévolo enemigo lo es.

—¿Cómo es posible?

—Le hice venir para contárselo.

Forester esperó, sentado incómodo sobre un leño húmedo, y White apartó de una patada una cama de paja para acercarse a él, impaciente.

—Es una historia simple y temible. Tuvo su comienzo hace noventa años, en un planeta conocido como Ala IV, a casi dos mil años-luz de aquí, al otro lado del sector colonizado de la galaxia. El villano humano fue un científico cuyo nombre se traduce como Warren Mansfield.

—¿Pretende saber lo que sucedió allí hace sólo noventa años? —Forester se envaró, escéptico—. ¿Cuando incluso la luz que salió de esa estrella Ala en aquel momento no ha recorrido ni la mitad de su camino hasta nosotros?

—Así es. —La sonrisa de White tenía un destello de malicia—. ¡Los misiles de su proyecto secreto no son lo único que viaja más rápido que la luz!

Forester deglutió, angustiado, y escuchó en silencio.

—Hace noventa años —murmuró el hombretón—, el planeta Ala IV llegó a enfrentarse con la misma crisis tecnológica con la que éste se enfrenta hoy…, la misma crisis a la que se enfrenta toda cultura en un período determinado de su evolución tecnológica. Las soluciones comunes son la muerte y la esclavitud…, violenta ruina o lento deterioro. Sin embargo, en Ala IV, Warren Mansfield creó una tercera alternativa.

Forester le miró inquieto, esperando.

—La física se les había escapado de las manos, como aquí. Mansfield ya había descubierto el rodomagnetismo…, tal vez porque la luz de la Supernova Cráter alcanzó Ala IV un siglo antes. Había visto que sus descubrimientos se usaban como armas, como sucede con la mayoría de los descubrimientos físicos. Estúpidamente, intentó embotellar el diablo tecnológico que había liberado.

Forester deseó haber llamado a la policía después de todo, pues este hombre sabía demasiado para estar libre.

—En Ala IV ya habían desarrollado robots militares muy avanzados —continuó White—. Mansfield usó su nueva ciencia para diseñar androides mecánicos de un nuevo tipo, humanoides, los llamó entonces, con la intención de apartar a los hombres de la guerra. El trabajo requirió muchos años, pero finalmente tuvo éxito. Demasiado. Sus robots rodomagnéticos son demasiado perfectos.

El hombretón hizo una pausa, tenso y furioso, cargado de energía, pero Forester estaba demasiado aturdido para formular las asustadas preguntas que bullían en su mente. Tiritó de nuevo, como si el viento húmedo a su espalda contuviera el frío del espacio exterior.

—Conocí a Mansfield —resumió White por fin—. Más tarde, y en un planeta diferente. Entonces era un anciano, pero aún luchaba desesperadamente contra el monstruo benévolo que había creado. Era un refugiado de sus propios humanoides. Pues esos eficaces robots le perseguían de planeta en planeta, extendiéndose por todos los mundos humanos para impedir la guerra…, exactamente lo que había pretendido que hicieran.

«Mansfield no pudo detenerlos.

»Me encontró, un niño sin hogar que deambulaba por una tierra arruinada por la guerra. Me rescató de la muerte por el hambre y el terror y me hizo unirme a su cruzada. Estuve con él durante muchos años, mientras intentaba un arma tras otra, pero siempre fracasó en sus intentos de detener a los humanoides.

Una triste determinación endureció la cara barbuda de White.

—Viejo, derrotado, Mansfield trató de hacer de mí un científico físico para que continuara su misión. Fracasó de nuevo. Yo había aprendido a odiar a los humanoides, pero carecía de sus dotes científicas. Él era físico. Yo me convertí en otra cosa.

«Viviendo como un animal salvaje entre los escombros de las ciudades arrasadas, cazador y cazado cuando aún era un chiquillo, aprendí poderes de la mente humana que Mansfield nunca pudo reconocer. Nuestras filosofías divergieron. Él había depositado su fe en las máquinas…, y había creado los humanoides. Cuando vio lo que había causado, trató de destruirlos con más máquinas. Estaba condenado a fracasar…, porque esos robots son todo lo perfectos que puede serlo una máquina.

»Yo compartía su odio, pero vi la necesidad de contar con armas mejores que ninguna máquina. Deposité mi confianza en los hombres…, en los poderes humanos nativos que había comenzado a aprender. Si los hombres iban a salvarse a sí mismos, vi que debían descubrir y emplear sus propias capacidades innatas, por muy oxidadas que estuvieran por la falta de uso.

»Y, por fin, nos separamos. Lamento que nuestras palabras de despedida fueran demasiado amargas…, llamé a Mansfield loco de mente mecánica, y él dijo que mi ciencia de la mente sólo terminaría con otra reglamentación de la humanidad, peor que el dominio de los humanoides. Se marchó a intentar probar su última arma…, trataba de provocar una reacción en cadena en los océanos y las rocas de Ala IV con una especie de rayo rodomagnético. Nunca volví a verle, pero sé que no tuvo éxito.

»Porque los humanoides aún funcionan.

»Sigo combatiéndolos, y éstos son mis soldados. —El hombretón señaló indignado a sus andrajosos seguidores, esparcidos ante el fuego—. Mírelos…, los ciudadanos con más talento de este planeta. Los encontré en el arroyo, en la cárcel, el manicomio. Pero son la última esperanza del hombre.

—No comprendo —susurró incómodo Forester, apartándose del furioso tronar de aquella voz—. ¿Cuáles son esas armas mentales?

—Una de las más simples es la probabilidad atómica.

—¿Eh?

—Tome un átomo de Potasio-40. —El vozarrón de White se volvió de nuevo suavemente paciente—. Como es usted físico, verá con facilidad un átomo tan inestable como una especie de ruleta natural, dispuesto a parar sólo una vez cada varios millones de años de dar vueltas.

Forester asintió, escéptico, pensando que nada podía ser más letal que los misiles de su propio proyecto.

—Como cualquier máquina de azar —continuó White—, un átomo inestable puede ser manipulado. Tan fácilmente como un par de dados…, al parecer, el tamaño y la distancia no son factores importantes en la telequinesia.

Forester parpadeó incrédulo ante el enjuto jugador acurrucado junto al fuego, que acababa de sacar un cinco y un dos.

—¿Cómo se manipula un átomo?

—No lo sé. —La preocupación ensombreció los ardientes ojos de White—. Aunque Jane lo hace con facilidad, y los demás hemos conseguido algunos éxitos…, los niños aprenden las artes mentales más pronto, quizá porque no tienen que desaprender las falsas verdades y romper los malos hábitos de la ciencia mecánica. Y Jane es poco usual.

Su ceñuda cara se suavizó por un momento al mirar a la niña, que contemplaba ansiosamente cómo el viejo Graystone le servía un plato de guiso.

—Pero no lo sé —repitió cansinamente—. Los hechos que he descubierto son a menudo aparentemente contradictorios, y siempre incompletos. Tal vez el principio de inseguridad implicado en la estabilidad atómica no se aplica a los fenómenos psicofísicos. Tal vez sea meramente una ilusión nacida del hecho de que nuestros sentidos físicos son demasiado burdos para examinar los átomos. He llegado a sospechar que el tiempo y el espacio son ilusiones similares…, no lo sé. Pero sí sé que Jane Carter puede detonar átomos de K-40.

White se encogió pesadamente de hombros.

—He tenido sueños, Forester. —Su voz se volvió dolorosamente triste—. Sueños magníficos de un tiempo por venir en el que mi nueva ciencia libere a los hombres de la vieja y cruel cadena de la brutalidad y las máquinas. Creía que la mente humana podría conquistar la materia, dominar el espacio y gobernar el tiempo.

»Pero la mayoría de mis esfuerzos han fracasado…, no sé por qué. —Sacudió su fiera cabeza hirsuta—. He encontrado callejones sin salida. Tropiezo con obstáculos que no puedo identificar. Tal vez hay alguna barrera que no consigo ver, una ley limitadora natural que nunca he comprendido.

Se agitó, inquieto.

—No sé —repitió amargamente—. Y ahora no queda tiempo para hacer pruebas, porque esas máquinas se han apoderado de la mayor parte del universo humano. Éste es uno de los últimos planetas que quedan…, ¡y no creo que sepa que sus primeros exploradores ya están aquí!

Forester le miró con la boca abierta, incrédulo.

—Sí, los humanoides del viejo Mansfield se están infiltrando ya en sus defensas. —La voz de White se hizo ominosa—. Son unos espías muy eficientes. Más listos que los agentes humanos empleados contra ustedes por las Potencias Triplanetarias. No duermen, y no se equivocan.

—¡Eh! —Forester deglutió, aturdido—. No se referirá a…, ¿máquinas espías?

—Las ha visto —dijo White—. Es imposible distinguirlas de los hombres…, son lo suficientemente astutas como para evitar pasar por los rayos-X o verse metidas en accidentes. Pero las conozco. Es lo único que he aprendido de todos mis fracasos. Me he entrenado para ver la energía rodomagnética que las opera.

Forester sacudió la cabeza, incrédulo, aunque atraído.

—Ya están aquí —insistió el hombretón—. Y Ash Overstreet dice que el informe de Mason Horn va a ser su señal para atacar. Eso no nos deja más tiempo que perder. Para detenerlos, debemos conseguir todos los aparatos que podamos. Por eso necesitamos ingenieros rodomagnéticos.

Forester se incorporó, inseguro.

—No llego a comprender…

—Esas máquinas son rodomagnéticas —interrumpió la voz de White—. Todas son operadas por control remoto, o reciben energía rodomagnética por medio de rayos, a partir de un relé central en Ala IV. Hay que atacarlas de algún modo, a través de esa instalación…, porque pueden reemplazar una unidad perdida, o un billón de ellas, sin sentir ningún daño. Desgraciadamente, no tengo cabeza para las matemáticas superiores, y el viejo Mansfield no llegó a enseñarme más que rudimientos de rodomagnética. Aquí intervienen ustedes. —La voz se tensó—. ¿Se unirán a nosotros?

Forester dio una patada al leño donde había estado sentado y vaciló durante medio segundo. Contra su voluntad, se sentía fascinado por la posibilidad de que White y sus dudosos discípulos hubieran topado con un nuevo campo de la ciencia, pero sacudió la cabeza, inquieto. Si todo esto fuera cierto…, si Mason Horn regresaba realmente para informar que los científicos triplanetarios habían perfeccionado armas conversoras de masa…, entonces debía volver a su propio proyecto y aguardar la Alerta Roja.

—Lo siento —dijo, envarado—. No puedo hacerlo.

White no discutió. En cambio, curiosamente, como si esperara la negativa, se volvió de inmediato hacia Ironsmith, que estaba sentado en silencio junto a Jane Carter ante el fuego, escuchando con tranquila atención.

—Ironsmith, ¿se quedará con nosotros?

Forester contuvo la respiración mientras vigilaba. Si el empleado decidía quedarse, eso podría significar que ya era cómplice de White. Incluso podría significar que había ayudado a Graystone el Grande a preparar la ilusión de la visita de la niña al proyecto…, si es que aquello podía ser algún tipo de truco. Pero Ironsmith agitó su rubia cabeza.

—No veo qué tienen esos robots de malo —protestó suavemente—. No por lo que le oigo decir. Después de todo, no son más que máquinas que hacen aquello para lo que fueron diseñadas. Si pueden abolir la guerra, me alegrará verlas venir.

—¡Ya están aquí! —La voz de White se convirtió en un salvaje y ronco alarido—. Overstreet me dijo que no nos ayudarían ahora, pero al menos están advertidos. Creo que cambiarán de opinión cuando conozcan a los humanoides.

—Tal vez. —Ironsmith respondió a su implacable mirada con una sonrisa rosada y afable—. Pero no lo creo.

—De todas formas, hay algo que sí pueden hacer. —White se volvió impaciente hacia Forester, como picado por la calma de Ironsmith—. Pueden advertir a las naciones de esos espías humanoides infiltrados en sus defensas y de esas naves invencibles que ya vienen de camino desde Ala IV con suficientes robots como para apoderarse del planeta. Como consejero científico de la Autoridad de Defensa, tal vez pueda usted retrasar la invasión lo suficiente…

White se interrumpió de repente y dirigió una mirada interrogativa a Ash Overstreet. El hombrecillo se agitó en la roca donde estaba sentado. Sus ojos oscuros miraron las paredes de piedra, en blanco, pero la inclinación de su cabeza tenía una nueva sensación de alerta.

—Es hora de que se vaya. —El clarividente señaló a Forester—. Sus hombres se están poniendo nerviosos ahí fuera con el lanzacohetes. Imaginan que somos agentes triplanetarios, y están a punto de volarnos.