Forester subió a reunirse con ella, cansado e incómodo.
—Por favor, tenga cuidado —le dijo ella, ansiosa—. Las rocas son resbaladizas y están mojadas. —Las ráfagas de viento se llevaban su voz—… esperaba verle, el señor White dijo que vendría.
Por delante de él, el joven Ironsmith corría hacia la niñita, sorteando las rocas. Le sonrió, con la cara sonrosada y resplandeciente por el viento y el ejercicio, y le murmuró algo y le dio una barra de chicle. Forester pensó que parecían demasiado amistosos, aunque intentó reprimir sus recelos cuando el empleado se volvió pensativamente para ayudarle a subir los últimos peldaños. Tras saludarle con un tímido movimiento de cabeza, la pequeña Jane Carter ofreció su sucia manecita a Ironsmith y les guió a través de un pasadizo abierto hasta la base de la fría torre.
—Oh, señor White —llamó ansiosamente—. Están aquí.
Un hombretón salió de aquel oscuro portal. Le sacaba más de una cabeza a Forester, y el fiero color rojo de su pelo y su barba al viento le daba un esplendoroso aire de vagabundo. Se movía con fuerza graciosa y felina, aunque la angulosidad de su cara rubicunda parecía implacablemente obstinada.
—Sabíamos que vendrían, Forester, Ironsmith. —Su voz grave y baja era tan profunda como el resonar de la marea—. Me alegra que vinieran, porque les necesitamos a ambos con urgencia. —Indicó el oscuro pasadizo—. Vengan a conocer a mis asociados.
Amistosamente, Ironsmith estrechó la mano del hombretón, comentando como un turista complacido por la grandeza del paisaje. Pero Forester retrocedió alerta, buscando con los ojos entornados algún espía triplanetario.
—¡Espere un momento! —La tela y el corte de la capa plateada de White no pertenecían a ninguna moda familiar, y su suave acento parecía demasiado cuidadosamente calculado para ser nativo—. Primero quiero ver sus papeles.
—Lo siento, Forester, pero viajamos ligero. —El hombre sacudió su llameante cabeza—. No tengo papeles.
—¡Pero debe tenerlos! —La nerviosa voz de Forester surgió demasiado débil y aguda—. Todo el mundo lo sabe. Todos los ciudadanos están obligados a llevar un pasaporte de la Policía de Seguridad. Si es usted forastero, como creo, entonces no se le permite salir del espaciopuerto sin un visado.
—No soy ciudadano. —White le miró con sus ojos azules, intensos y carentes de expresión—. Pero no llegué en una nave.
—Entonces, ¿cómo…? —Forester contuvo la respiración, y señaló bruscamente hacia la niña—. ¿Y cómo entró ella en Starmont?
El hombretón se echó a reír, y la niñita se volvió para sonreírle con adoración.
—Jane tiene una habilidad notable —murmuró.
—¡Escuche, señor White! —El resentimiento y el asombro agudizaron la voz de Forester—. No me gustan todos estos siniestros sobreentendidos…, ni sus métodos teatrales para atraernos aquí. Quiero saber exactamente qué es lo que pretende.
—Sólo quiero hablar con usted —fue la desarmante explicación de White—. Está usted protegido por un muro de burocracia. Jane rompió ese muro para mí, de una manera que le hizo acudir aquí. Le aseguro que no somos espías triplanetarios…, y pretendo enviarle de regreso, sano y salvo, antes de que Armstrong decida abrir fuego.
Sorprendido, Forester volvió la cabeza hacia tierra firme. El gran coche oficial era una mancha difusa en la niebla. No podía ver a los dos técnicos esperando con el lanzacohetes en la zanja. Ciertamente, no podía ver sus nombres.
—Me presento como filósofo. —Bajo el tono indiferente, Forester pudo detectar una nota de salvaje vehemencia—. Sin embargo, eso no es más que un título. Útil cuando la confiada policía de algún planeta condenado quiere conocer mi oficio, pero no completamente preciso.
—¿A qué se dedica entonces?
—En realidad, soy un soldado —murmuró White—. Estoy intentando librar una guerra contra un sañudo enemigo del hombre. Llegué aquí solo, hace unos pocos días, para reagrupar otra fuerza para la confrontación final.
Hizo un gesto hacia la vieja torre de piedra.
—Ésta es mi fortaleza. Y mi pequeño ejército. Tres hombres y una niña brillante. Tenemos nuestras armas, aunque no las vea. Nos estamos entrenando para hacer un último y atrevido asalto…, pues sólo los completamente arrojados pueden esperar ya hacerse con la victoria.
El hombretón contempló ominosamente la niebla.
—Hemos conocido reveses —murmuró solemnemente—. Nuestras pequeñas y valientes fuerzas no son suficientes, y nuestras armas son inadecuadas. Ahí entran ustedes. —Sus penetrantes ojos se posaron sobre Forester—. Porque necesitamos la ayuda de uno o dos ingenieros rodomagnéticos.
Forester se estremeció de angustia, pues la ciencia del rodomagnetismo era aún alto secreto. Ni siquiera Ironsmith, cuya sección de cálculo había establecido gran parte de la teoría, había sido informado de sus temibles aplicaciones.
—¿Con qué autoridad? —preguntó roncamente, tratando de ocultar su consternación.
La lenta sonrisa de White le detuvo.
—Los hechos son mi autoridad —dijo el hombretón—. El hecho de que conozco al enemigo. De que conozco el peligro. De que tengo un arma…, aunque aún sea imperfecta. De que aún no me he rendido… ¡Y no lo haré nunca!
—No hable en acertijos —parpadeó Forester, molesto—. ¿Quién es ese supuesto enemigo?
—Lo conocerán pronto —prometió White en voz baja—, y lo llamarán también así. No es humano sino implacable, inteligente y casi invencible…, porque aparece disfrazado de total benevolencia. Voy a contárselo todo, Forester. Traigo una triste advertencia para ustedes. Pero primero quiero que conozcan al resto de mi pequeña banda.
Hizo un gesto hacia el oscuro pasadizo. La pequeña Jane Carter volvió a tomar la mano de Ironsmith, y el sonriente empleado caminó con ella hacia la oscuridad de la vieja torre. White permaneció a un lado, esperando que Forester les siguiera. Al mirarle, Forester sintió un escalofrío de asombro. Un extraño filósofo, pensó, y un soldado singular.
Incómodamente consciente de que había ido ya demasiado lejos para volverse atrás ahora, Forester entró, reluctante. El viento helado le siguió, y pensó que la trampa se cerraba. Pero el cebo, aquella niña de ojos solemnes que llevaba a Ironsmith de la mano, aún le fascinaba. La sala de la torre era redonda y estaba tenuemente iluminada por los estrechos resquicios de las ventanas. Las húmedas paredes de piedra, negras por el humo de años, estaban cubiertas con los nombres de antiguos vándalos.
Parpadeando, Forester vio a tres hombres sentados en torno a un fuego encendido en el suelo de piedra. Uno agitaba una vieja olla que olía a ajo. Ironsmith olisqueó apreciativamente, y los tres hicieron sitio para que la niña y él se sentaran junto al fuego. Ella extendió las manos para calentárselas e Ironsmith sonrió amablemente a los tres, pero Forester se detuvo en la puerta, incrédulo, mientras White presentaba a la pequeña banda. No pudo ver armas; los tres no eran más que vagabundos harapientos necesitados de jabón y un corte de pelo.
El hombre flaco que meneaba la olla se llamaba Graystone. Se levantó con dificultad. Parecía un espantapájaros enjuto y estirado vestido de negro. Su cara angulosa era barbuda y cadavérica, con ojos oscuros y hundidos y una nariz muy roja.
—Graystone el Grande —amplió la presentación de White, haciendo una reverencia con solemne dignidad—. Antiguamente reputado mago teatral y telépata profesional. Mi número tenía mucho éxito hasta que el populacho de mente mecánica perdió interés en los raros tesoros de la mente. Agradecemos su interés en nuestra noble causa.
Lucky Ford era un hombre pequeño, calvo igual que Forester, y estaba acurrucado junto al fuego. Sus oscuras mejillas estaban demacradas y marchitas, y oscuras ojeras asomaban bajo sus ojos estrechos y astutos. Mientras escrutaba a Forester, asintió en silencio.
—Ford era jugador profesional —explicó White. Forester se quedó mirando, fascinado. Ausentemente, aún observándole, el hombrecillo hizo rodar sus dados contra una tabla de madera. De algún modo, los dados siempre sumaban siete. Recibió el asombro de Forester con una suave sonrisa.
—Telequinesia. —Su voz tenía un duro tañido nasal—. El señor White me enseñó la palabra hace poco, pero siempre he podido hacer rodar los huesos. —Tras lanzarlos sobre la madera, los dados volvieron a mostrar otro siete—. El arte es menos beneficioso de lo que podría pensar —añadió cínicamente—, porque todos los jugadores tienen un poco de esa habilidad…, y la llaman suerte. Cuando ganas, los primos siempre piensan que has hecho trampas, y la ley no es amistosa. El señor White me sacó de la cárcel del condado.
Ash Overstreet era un hombre bajo y fornido que permanecía sentado sobre una roca con estoica inmovilidad. Parecía lívido y enfermo. Su denso pelo era prematuramente blanco, y enormes gafas ampliaban sus sombríos ojos miopes.
—Clarividente —dijo White—. Extratemporal.
—Cuando era periodista, solíamos llamarlo olfato para las noticias —dijo Overstreet con un ronco susurro, sin apenas moverse—. Pero yo tenía percepciones más agudas que la mayoría. Llegué a ver tanto, antes de aprender a controlarme, que tenía que aturdirme con drogas. El señor White me encontró internado en un pabellón de drogadictos.
Forester sacudió la cabeza, incómodo. Todos aquellos fenómenos de la mente pertenecían a una despreciable frontera de la ciencia, donde la verdad siempre se había visto oscurecida por las ignorantes supersticiones y por los trucos de charlatanes baratos como este Graystone. Quiso marcharse, pero algo le hizo buscar alrededor a la niñita del traje amarillo. Había desaparecido.
Parpadeó ante el fuego, tiritando incómodo. La niña de aspecto hambriento se encontraba allí un momento antes, estaba seguro, charlando con Ironsmith, pero ahora el lugar estaba vacío. Ironsmith contemplaba el portal, con calma e interés, y Forester se volvió hacia allí a tiempo de verla aparecer. Tras tender a Ironsmith un pequeño objeto de metal, se sentó de nuevo junto al fuego.
—Por favor, señor Graystone. —La niña miró la olla humeante con sus ojos enormes y ansiosos—. ¿Podemos comer ya?
—Ya conoce a Jane Carter —dijo White suavemente—. Su gran logro es la teleportación.
—Tele… —Forester abrió la boca, luchando con una súbita y abrumadora suposición—. ¿Qué?
—Creo que tendrá que admitir que Jane es bastante buena. —El hombretón sonrió a través de su barba roja, y ella le miró, con los ojos brillantes de muda admiración—. De hecho, tiene las capacidades psicofísicas más intensas que he hallado en ninguno de los planetas donde he buscado recursos para combatir a nuestro enemigo común.
Forester tembló ante el viento que soplaba a su espalda.
—Jane era otra marginada —continuó White—. En esta época de adoración a las máquinas, su joven genio había sido ignorado y negado. Su único reconocimiento se produjo cuando encontró a un criminal de poca monta, que intentó emplear sus talentos para robar. La saqué de un reformatorio.
La carita azul de la niña sonrió a Forester.
—No voy a volver a ese sitio malo —dijo orgullosamente—. El señor White nunca tiene que pegarme, y me está enseñando psicofísica. —Pronunció la palabra con grave cuidado—. Fui a buscarle a ese sótano de la montaña yo sola. El señor White dice que lo hice muy bien.
—Yo…, ¡vaya que sí! —tartamudeó Forester.
Ella se volvió de nuevo hacia el guiso, y Forester contempló la sala cubierta de humo, donde unos pocos maderos rescatados de la marea y unas pilas de paja componían el único mobiliario.
—Una fortaleza curiosa, lo sé. —Aquella implacable determinación ardió de nuevo en los ojos azules de White—. Pero todas nuestras armas están en nuestras mentes, y la dura persecución del enemigo no nos ha permitido tener ningún recurso que perder en lujos innecesarios.
Forester observó al pequeño jugador lanzar otro nervioso siete. Pensó que aquello debía ser alguna especie de truco, igual que la aparición de la niña en Starmont. Se negaba a tomar en serio todo este asunto parafísico, pero trató de ocultar su desconfianza cuando se volvió hacia White. Debía ganar tiempo, estudiar a esta gente, descubrir los motivos y los métodos de su extraña superchería.
—¿Qué enemigo? —preguntó.
—Veo que no toma usted muy en serio mi advertencia. —El murmullo de White se volvió ominosamente intenso—. Pero creo que lo hará cuando oiga la noticia. —El hombretón le cogió del brazo, para apartarlo del fuego—. Mason Horn va a aterrizar esta noche.
Forester deglutió con fuerza, incapaz de ocultar su sorpresa. Pues Mark White, fuera un desesperado agente interplanetario o simplemente un pícaro astuto, no tenía ningún derecho a conocer siquiera el nombre de Mason Horn.