Forester se sobresaltó, alarmado. Su lente de relojero cayó y repicó con un sonido sorprendente por el suelo de acero y rodó escaleras abajo hasta la planta de energía del piso inferior. Porque aquí no podía haber ningún intruso. Ni siquiera los seis técnicos tenían permitido el acceso a esta cripta excepto cuando estaban de servicio, y en grupos de dos para vigilarse mutuamente. Retrocedió, tropezó contra el banco y boqueó bruscamente:
—¿Cómo has logrado entrar?
Forester se consideraba un hombre templado y amable. Su espejo le mostraba el perpetuo ceño fruncido que la preocupación había tallado en sus rasgos, pero no era más que un hombrecillo triste e inofensivo, flaco y encorvado. Sintió un destello de asombro ante el miedo mudo que la niña experimentaba hacia él, antes de que la desazón le hiciera repetir:
—¿Cómo has logrado entrar aquí?
Alzó la voz. La seguridad y la paz habían sido arrebatadas de su vida, por el bien del Proyecto Trueno. Como poseedor de un arma así, tenía que estar siempre dispuesto a usarla al instante, o perecer en ello. Esta silenciosa cripta se había convertido en su último refugio del temor, y aquí daba inquietas cabezadas en el camastro junto a la estación de lanzamiento y vivía a base de café y apresurados bocadillos y esperaba que los teletipos dieran las órdenes de disparar. Ahora, la intrusión de la niña había demolido incluso este incierto refugio.
—Nadie… —La niña se atascó, tembló y deglutió. Grandes lágrimas corrieron por sus sonrosadas mejillas, y soltó un puñado de flores amarillas para secárselas con un puño sucio—. Por favor, no se enfade, señor —susurró—. Nadie me dejó entrar.
Alérgico al polen, Forester estornudó ante el rancio olor de las flores. Apartándose de él, como si aquello hubiera sido un gesto de amenaza, la niña empezó a llorar.
—El señor W-White dijo que y-yo no le gustaría, señor —gimió débilmente—. Pero dijo que tenía que e-escucharnos, si llegaba a verle.
Forester había visto agentes de las Potencias Triplanetarias, atrapados y esperando el pelotón de fusilamiento. Sufría pesadillas en las que el Proyecto Trueno ya había sido traicionado. Pero esta niña temblorosa no parecía haber venido a matarle, ni siquiera a saquear la caja fuerte. Trató de suavizar la furia de su voz.
—Pero, ¿cómo has podido sortear a los guardias?
—El señor White me envió. —Tímidamente, la niña le ofreció una tarjeta gris—. Con esto.
Estornudando otra vez, Forester apartó las flores con el pie y cogió la tarjeta manchada de dedos. Resopló al leer el breve mensaje contenido en ella:
Clay Forester:
Compartiendo la preocupación por los habitantes de estos planetas en peligro, podemos suministrar información preocupante y vital a cambio de la ayuda que necesitamos de usted. Si quiere saber cómo Jane Carter le localizó, venga solo al viejo Faro de la Roca del Dragón, o envíe a Frank Ironsmith… No confiamos en nadie más.
Mark White, filósofo
Al oír los pies descalzos de la niña sobre el suelo de acero, Forester alzó la vista a tiempo de verla correr por el pasillo que conducía al ascensor. La siguió, gritándole que esperara, pero la puerta se cerró en su cara y una flecha verde se iluminó para indicar que la cabina camuflada estaba subiendo.
Temblando de desazón, Forester corrió de vuelta a su mesa para telefonear al proyecto de la superficie. Armstrong no había visto a ningún intruso, y desde luego a ninguna niña pequeña con un vestido amarillo, pero prometió aguardar el ascensor y retener a quien allí hubiera. Forester esperó tres minutos eternos, y dio un respingo cuando el teléfono volvió a sonar. La voz de Armstrong parecía extrañamente contenida.
—Bien, jefe, abrimos la puerta y comprobamos el ascensor.
—¿La cogieron?
—No, jefe —dijo Armstrong lentamente—. No había nadie dentro.
—Pero yo la vi entrar. —Forester trató de no alzar la voz—. No hay otro piso, y la puerta no puede abrirse entre paradas. Tiene que estar en el ascensor.
—No estaba —dijo Armstrong—. No había nadie.
Forester se consideraba un hombre racional. Las maravillas tecnológicas ya no le sorprendían, pero prefería ignorar cualquier punto suelto de experiencia que rehusara encajar en la pauta ordenada de la física. Los misiles capaces de arrasar planetas del proyecto ya no despertaban en él ningún asombro especial, porque eran parte de la misma pauta.
Pero la visita de la chiquilla no lo era.
La grotesca imposibilidad de su llegada y su marcha le hicieron estremecerse. Se contuvo para no echar a correr por las escaleras de emergencia y mantuvo el dedo entumecido en el botón del ascensor. La cabina llegó por fin, y subió para reunirse con los dos técnicos, a los que saludó con ronca exigencia.
—¿La han capturado ya?
Mirándole extrañamente, Armstrong sacudió la cabeza.
—Señor, no ha habido ningún intruso.
La voz del hombre era demasiado cortés, demasiado formal, su mirada demasiado penetrante. Forester sintió un súbito mareo. Volvió a estornudar, a causa de su alergia a aquellas flores que la niña había dejado caer.
—Alguien hizo subir el ascensor —dijo llanamente.
—Señor, no bajó nadie. —Armstrong siguió mirándole—. Y nadie subió tampoco.
—Pero ella estuvo… allá abajo —graznó Forester. Estos hombres conocían la insoportable presión que siempre llevaba encima. Tal vez no era extraño que pensaran que se había venido abajo, pero insistió hoscamente—: Mire, Armstrong. Estoy cuerdo… todavía.
—Espero que lo esté, señor. —Pero los agudos ojos del hombre no mostraban convencimiento—. Hemos registrado el lugar y telefoneado a los destacamentos de guardia —informó—. No hay nadie dentro excepto el personal. Nadie más que usted ha sido admitido hoy a través de nuestra verja. —Miró tras él, incómodo—. Lo único extraño es esa llamada del señor Ironsmith.
—También me llamó a mí. —Forester trató de mantener la voz firme—. Habló de la niña en la verja, pero eso no explica cómo logró entrar.
—Ironsmith dijo que llevaba un mensaje…
—Así es. —Forester mostró la tarjeta gris, manchada por los dedos de Jane Carter. Los dos hombres la estudiaron en silencio, y vio que la sospecha desaparecía de los ojos de Armstrong.
—¡Lo siento, señor!
—No se le puede reprochar nada —respondió débilmente a su sonrisa de disculpa—. Ahora podemos dedicarnos al problema.
Todos volvieron a bajar para registrar la cripta, pero no hallaron a ningún intruso. La gran caja fuerte estaba aún intacta, con los sellos sin romper. Los largos misiles permanecían a salvo en sus hileras. Pero Forester recogió las flores que la niña había soltado y las miró, aturdido.
—El experto en matemáticas —dijo Armstrong—. ¿Cómo encaja en esto?
—Lo averiguaremos.
Forester cogió el teléfono y le dijo a Ironsmith que se reuniera con él de inmediato en la verja interior. Subieron rápidamente al proyecto superior y salieron a la verja. Dos guardias esperaron a que firmaran el libro de acceso y les entregaran sus placas, y finalmente los dejaron salir para reunirse con Ironsmith, que ya les estaba esperando, apoyado en su mohosa bicicleta y masticando tranquilamente chicle.
—¿Qué hay de esa niña pequeña? —le preguntó Forester bruscamente.
—¿Quién? —La tranquila sonrisa de Ironsmith se desvaneció cuando vio sus caras tensas, y entonces sus ojos grises se abrieron mucho—. ¿Ha vuelto Jane Carter?
Mientras escrutaba aquella cara despejada y juvenil, Forester advirtió súbitamente cuántos secretos había llevado a la sección de cálculo. Seguía sin poder creer que Ironsmith fuera un agente triplanetario, pero un pánico súbito y enfermizo se apoderó de su voz.
—¿Y bien? —croó—. ¿Quién es Jane Carter?
—Nunca la había visto antes… —Al ver las flores en la mano de Forester, Ironsmith se sobresaltó un poco—. ¿Las dejó ella? —susurró—. La vi recogerlas ante la verja principal, cuando me dirigía a su encuentro.
Observando su cara sonrosada y asombrada, Forester le tendió la tarjeta gris. Ironsmith la leyó en silencio y sacudió su rubia cabeza.
—Lo que quiero saber es por qué me llamó usted acerca de ella —dijo Forester con voz llana y acusadora.
—Porque no pude comprender cómo se marchó —respondió Ironsmith inocentemente. Le devolvió la tarjeta gris—. Iré con usted al Faro de la Roca del Dragón.
—¡No, jefe! —protestó Armstrong al instante—. Deje que la Policía de Seguridad busque a ese misterioso señor White. Nuestro trabajo está aquí, y no podemos entretenernos con jueguecitos de intriga con los espías triplanetarios. —Una súbita aprensión sacudió su voz—. Señor, no pensará ir en serio.
Forester era un hombre de ciencia. Se enorgullecía de la clara lógica de su mente, y sólo sentía desdén por la intuición y la desconfianza hacia los impulsos. Sus propias palabras le sorprendieron, pues dijo en voz baja:
—Iré.
—Si ese White tiene algún propósito honesto —objetó Ironsmith—, podía contactar con usted por medios ordinarios. No me gusta el cariz de este asunto, señor, y sabe usted que su vida es demasiado valiosa para arriesgarla en lo que probablemente sea una trampa triplanetaria. ¿Por qué no informa a la policía?
Pero los técnicos, después de todo, eran una especie de fuerza militar, y Forester detentaba el mando. Escuchó cuidadosamente todas las sensatas advertencias de Armstrong y los demás, pero nada alteró aquella brusca decisión suya. La visita de la niña no le dejaba otra opción. Si la gente podía entrar y salir de aquella cripta vigilada, podían estropear o destrozar los misiles a placer. Dio sus órdenes en voz baja, y Armstrong y Dodge empezaron a cargar un coche oficial pintado de gris con armas portátiles.
—Permanezcan en sus puestos —instruyó Forester a los cuatro hombres que dejaba detrás—. Dos dentro y dos fuera. Vigilen los teletextos por si aparece la Alerta Roja…, no sea que se trate de agentes triplanetarios que intenten sabotear el proyecto hasta que sus naves puedan atacar.
El coche estaba ya preparado cuando recordó su cita para almorzar con Ruth, y la telefoneó apresuradamente para decirle que no tendría tiempo de comer. Trató de parecer despreocupado, y el proyecto les había separado incontables veces antes, pero ella debió advertir la tensión en su voz.
—¡Clay! —interrumpió bruscamente—. ¿Cuál es el problema ahora?
—Nada, querida —dijo él, incómodo—. Nada en absoluto.
Se apresuró para reunirse con los hombres en el coche, y se detuvieron en la sección de cálculo para recoger a Ironsmith. Como no era un luchador entrenado, aquel indolente empleado sería inútil en una trampa, pero Forester quería mantenerlo vigilado. No podía comprender cómo Ironsmith encajaba en este siniestro panorama, ni olvidar sus recelos de que habían confiado demasiado en el matemático.
El sargento Stone les saludó respetuosamente cuando se detuvieron en la entrada principal, y Forester trató de interrogarle. Sin embargo, años de servicio debieron de haberle enseñado el valor protector del silencio, porque no podía recordar nada fuera de lo corriente, señor, sobre la niñita de amarillo.
Tenso al volante, Forester recorrió la serpenteante carretera que atravesaba el desierto en dirección a Salt City y la costa. Dejaron atrás las montañas y atravesaron un muro de fría niebla gris, donde pudieron oler la sal del mar y el rugido de las olas. Apesadumbrado por los pensamientos de la supernova y todas sus consecuencias, Forester giró al sur en la carretera de la costa.
La torre redonda de piedra del viejo Faro de la Roca del Dragón se alzaba en la niebla, a un kilómetro de la carretera, sobre una islita de granito todavía unida a tierra firme por las ruinas de una calzada arruinada por las tormentas. Forester aparcó el coche lo más cerca que pudo e hizo una señal a Ironsmith para que le siguiera.
—Coloque el lanzacohetes en esa zanja —le dijo a Armstrong—. Dispare sin previo aviso ante cualquier barco o avión que intente marcharse…, aunque piense que estamos a bordo. Si no volvemos exactamente dentro de una hora, quiero que vuele esa torre. Cualquier otra orden se deberá a coacción, y debe ignorarla.
—Muy bien, jefe —accedió Armstrong, reluctante, y miró su reloj. Dodge estaba colocando ya el trípode. Forester dirigió una sonrisa de confianza a aquellos dos capaces hombres y luego miró con recelo a Ironsmith, que se metía una nueva barra de chicle en la boca y tiraba el envoltorio vacío. Molesto por su calma, Forester le dijo con voz cortante que le siguiera.
Sonriendo agradablemente, Ironsmith empezó a caminar animadamente sobre las piedras mojadas de la vieja calzada, que componían un sendero incómodo y desgastado. Forester le siguió, temblando ante el empuje del viento, y lamentando de repente su impulsiva decisión. Se le ocurrió que si esto fuera realmente una trampa, las Potencias Triplanetarias habrían llegado a la costa en un incursor espacial subacuático ante el viejo faro y, con la niebla como cortina, muy bien podrían tenerle a él y al secreto del proyecto a bordo mucho antes de que pasara una hora.
—¡Hola, doctor Forester!
La voz de la niña le saludó a través de la niebla, fina y aguda como la llamada de un pájaro por encima del gemido del viento y el murmullo del mar, y entonces la vio de pie en lo alto de la basa de la gastada torre, pequeña y solitaria. El viento agitaba su vestido amarillo, y sus rodillas huesudas estaban azules y temblaban de frío.