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Cuando se dio la vuelta del teléfono, Ruth se hallaba en la puerta. Todavía no se había vestido para ir a la oficina, y aparecía esbelta y juvenil con una larga bata azul que él nunca había visto antes. Su rostro inquieto y delgado estaba ya maquillado, los labios seductoramente escarlatas y el pelo oscuro suelto y brillante. Forester vio que intentaba estar atractiva para él.

—Querido, ¿es que no vas a venir nunca a desayunar? —Ruth había estudiado dicción empresarial junto con sus otros cursos profesionales, y su voz tenía aún una cuidadosa y clara perfección—. Te serví los huevos la primera vez que sonó el teléfono, y ahora se están enfriando.

—No tengo tiempo de comer. —Besó sus labios ofrecidos, interrumpiéndose apenas—. Todo lo que quiero es una taza de café. —Al ver la protesta en la cara de ella, añadió defensivamente—: Intentaré comer algo luego, en la cafetería.

—Eso es lo que dices siempre, pero nunca lo haces, y creo que de ahí vienen los problemas con tu estómago. —La urgencia empezó a estropear la intensa perfección de su voz—. Clay, quiero que te quedes y desayunes conmigo esta mañana. Necesito hablar contigo.

—A mi estómago no le pasa nada malo, y ya me han llamado de la oficina. Si te hace falta dinero para algo, no tienes que pedir…

—No es dinero. —Una impaciente firmeza demacró su rostro—. Ni siquiera nuestra felicidad perdida. Y la oficina puede esperar por esta vez. Ven y cómete esos huevos mientras hablamos.

Forester la siguió lentamente hasta la mesa de la cocina, conteniéndose para no hacer ninguna escena emocional. Lo sentía muchísimo por ella, pero ya le había contado todo lo que podía sobre el proyecto, y no podía descuidar su deber.

—¿Has estado limpiando? —Contempló el blanco brillo del mobiliario de la cocina, con la esperanza de distraerla—. Sigo pensando que deberíamos contratar a una criada, si insistes en seguir trabajando.

—Ya tengo demasiado tiempo libre. —Sin hacerle caso, Ruth se sentó frente a él, aún erguida y decidida—. Clay, no quiero que vayas a trabajar esta mañana.

—¿Por qué no?

—Quiero que vengas conmigo a Salt City.

Él dejó el tenedor y esperó.

—Me preocupas, querido. —La inquietud era una sombra bajo su maquillaje fresco—. Quiero que vengas a ver al doctor Pitcher. Llamé a su consulta cuando vi que esta mañana estabas en casa, con un aspecto tan cansado y demacrado. Puede reconocerte a las once.

—Pero ya te he dicho que han llamado de la oficina. —Forester atacó los huevos y la tostada, como para demostrar su buena salud—. Me gustaría que no te preocuparas —la instó—. Además, ya sé lo que dirá Pitcher.

—¡Por favor, Clay!

—Me dirá lo mismo que el año pasado. —Forester trató de aparecer medianamente razonable—. Hará que me desnude, me tomará el pulso y me auscultará, y luego examinará mis úlceras a través de los rayos-X, y después tendrá que admitir que todo lo que necesito son unas vacaciones.

—Dice que debes descansar. —La emoción enturbiaba la redonda perfección de su dicción—. Quiere que ingreses en el hospital al menos durante una semana, mientras te hace pruebas de alergias alimentarias y te prepara una dieta especial.

—Sabes que no tengo tiempo para eso. —Forester no pudo decir por qué, pues todo lo referido al proyecto era aún alto secreto—. No puedo dejar el trabajo sin más…

—¿Quién lo hará cuando estés muerto? —En su agitación, ella casi se puso en pie; volvió a sentarse, tensa—. Clay, te estás matando. El doctor Pitcher dice que te vendrás abajo a menos que te detengas. Por favor, llama a la oficina y dile que nos vamos.

—Ojalá pudiéramos tomarnos unas largas vacaciones y acabar nuestra luna de miel. —Él extendió el brazo para tocar su fría mano, que temblaba sobre la mesa, y vio sus lágrimas—. Siento muchísimo que las cosas hayan salido así, Ruth —dijo suavemente.

—¿Irás, entonces? —Su voz se volvió práctica—. Veamos, una media hora para empaquetar…

—¡No! —Él trató de suavizar su vehemencia—. Más adelante, tal vez.

—Eso es lo que dices siempre. —La voz, tensa, perdió su perfecta modulación—. ¡Clay, odio Starmont! ¿Por qué no podemos olvidarlo y marcharnos…, para no volver nunca?

—A veces deseo poder hacerlo. —Volvió a cogerle la mano—. Pero es demasiado tarde, porque he comenzado algo que no puedo detener…

El teléfono le interrumpió, y Ruth descolgó el supletorio que tenían sobre la mesa. Su labio superior se volvió blanco mientras escuchaba.

—Tu querido Armstrong —dijo, sin inflexiones—. Quiere saber cuándo estarás allí.

—Dile que en diez minutos. —Forester retiró su plato, feliz de marcharse antes de que hubiera más lágrimas—. En cuanto me vista.

—¡Querido! No… —Ella se tragó el grito, murmuró algo al teléfono y colgó mecánicamente—. Lo siento por ti, Clay. —Decepcionada, sus húmedos ojos le siguieron mientras él se levantaba—. ¿Te veré en el almuerzo?

—Si puedo arreglármelas… —accedió él, medio ausente, preguntándose ya cómo una niña, perdida ante la verja, podría amenazar el proyecto—. En la cafetería a las dos, si consigo escaparme.

Ella no dijo nada, y aún estaba sentada ante la mesa de la cocina cuando él terminó de vestirse, con los hombros hundidos. Le miró mientras salía, y luego se levantó bruscamente para empezar a limpiar la mesa. Por un momento Forester quiso hacer algún gesto de ternura hacia ella, pero aquel generoso impulso fue rápidamente devorado en la incesante crisis del proyecto. La supernova había desaparecido hacía mucho, convertida en una humareda telescópica de desperdicios nebulares que se iba expandiendo, pero sus rayos habían impulsado algo que ningún hombre podía detener. No importaba cómo reaccionaran sus úlceras, no podía abandonar el proyecto.

Un apresurado paseo de tres minutos, que imaginaba era un ejercicio beneficioso, le llevó ante la brillante malla de acero de la verja interior que rodeaba la fea cúpula achaparrada del nuevo edificio de hormigón situado en la cara norte de la cima de la loma, el lugar que ahora era su fortaleza y su prisión. Volvió a preguntarse qué podía haber querido aquella niña, y lamentó ser tan difícil de localizar. A menudo se había sentido molesto por la implacable eficacia de la Policía de Seguridad, aunque advertía que tenía que ser protegido tanto de los asesinos triplanetarios como de las niñas descalzas vagabundas.

La luz de la supernova había convertido Starmont en un arsenal protegido. Los reflectores cubrían la alta verja y el edificio interior por la noche, y guardias armados vigilaban siempre desde las cuatro torres situadas en las esquinas. Sólo seis hombres, además de Forester, tenían acceso al interior de la verja. Aquellos técnicos escogidos dormían en el edificio, comían en su propio salón de reuniones, y sólo salían en vigilados grupos de dos.

Deprimido como un convicto que vuelve de su libertad condicional, Forester firmó su nombre en el libro de entrada y dejó que el guardia le colocara su placa numerada. Armstrong le inspeccionó a través de una ventanilla en la puerta de acero, le dejó entrar y cerró de nuevo la puerta tras él.

—Me alegro de verle, jefe. —La voz del técnico era grave—. Estábamos preocupados.

—¿Por esa niñita?

—No sé nada de ella. —Armstrong se encogió de hombros—. Pero hay un período álgido en el espectrógrafo que debería ver.

Curiosamente aliviado de no oír más sobre aquella niña, Forester le siguió hasta la gran sala ovalada debajo de la cúpula de hormigón, donde su ayudante, Dodge, observaba el equipo del Proyecto Vigilancia.

—¿Ve eso, jefe? —Armstrong señaló un brusco pico, más alto que muchos otros, en la línea del espectrógrafo—. Otra explosión de neutrinos. Las coordenadas lo sitúan en algún lugar del Sector Bermejo. ¿Cree que es lo suficientemente fuerte como para ser significativo?

Forester frunció el ceño ante la línea irregular. El propósito nominal del Proyecto Vigilancia era detectar las explosiones de neutrinos de cualquier prueba de armas atómicas o rodomagnéticas en los planetas hostiles o en el espacio cercano. Pequeñas telarañas rectangulares de cables rojos brillantes giraban incensantemente en los enormes tubos de investigación que se alzaban en el centro de la cúpula, barriendo el espacio; y los negros trazadores direccionales de las paredes se fijaban suavemente a cada neutrino detectado que pusiera en marcha sus relés, siguiendo su rumbo.

El grosor gris del hormigón que se curvaba sobre ellos no era ninguna barrera para los neutrinos, porque ningún escudo posible (ni aquí ni en ningún laboratorio triplanetario) podía absorber aquellas partículas diminutas y elusivas de materia desbaratada. El temor de su propio descubrimiento revelado al enemigo había impulsado a Forester a diseñar aquellos tubos, después de que la sección de cálculo hubiera resuelto los problemas suficientes para permitirle predecir los efectos rodomagnéticos del deterioro de los neutrinos. Cada partícula que pasaba por aquellas brillantes rejillas escribía su historia en los espectrógrafos, revelando la dirección de su origen.

Pero Forester continuó con el ceño fruncido ante aquel punto álgido, inseguro de su significado. Porque los detectores eran demasiado sensibles, los neutrinos demasiado penetrantes, el alcance de los tubos demasiado vasto. Las flotas triplanetarias siempre maniobraban sospechosamente en el Sector Bermejo, pero aquella era también la dirección de la supernova desaparecida, cuyo flujo expansor de neutrinos naturales, un poco más lentos que la luz, aún no había alcanzado su culminación.

—¿Bien, jefe?

—Será mejor que informemos —decidió Forester—. Ese estallido no es lo suficientemente fuerte como para ser significativo, pero miren éstos. —Su nervioso índice siguió la línea—. Otros tres puntos álgidos casi iguales, hechos antes. Hace tres horas y media, siete, y diez y media. El intervalo es casualmente la longitud de una guardia en las flotas triplanetarias. Puede que estén probando algo, usando la supernova como pantalla.

—Tal vez —dijo Armstrong—. Pero hemos detectado estallidos más fuertes, y dijo usted que eran puntos álgidos naturales de la onda de la supernova.

Forester sabía que aquello era cierto, y parte del motivo de sus úlceras. Se sintió incompetente por tener que cargar aquí con sus pesadas responsabilidades, porque toda su formación había tenido por meta sopesar y equilibrar tentativamente la investigación pura, no emprender ninguna acción decisiva.

—No podemos estar seguros —añadió, incómodo—. Esa regularidad puede ser sólo una coincidencia, pero es demasiado alarmante para ser ignorada. —Dictó un breve informe para que Armstrong lo codificara y lo enviara por teletipo a la Autoridad de Defensa—. Voy a trabajar en el proyecto interno —añadió—. Avísenme si sucede algo.

Se dirigió rápidamente a su silenciosa oficina y al inocente guardarropa que había en ella. Tras cerrar la puerta con llave, alzó un espejo para pulsar un botón oculto. El armario bajó, pues era un ascensor camuflado.

El Proyecto Vigilancia, por vital que fuera ésta, era también una tapadera para algo más importante. Los contadores geiger de los nuevos satélites militares mantenían una vigilancia más amplia contra las armas enemigas; la función principal de las instalaciones de investigación era esconder el gran secreto del Proyecto Trueno.

Éste había surgido de la explosión de la supernova. Era la causa principal del deterioro de la salud de Forester, y el motivo por el que no tenía tiempo de ir con Ruth a la consulta del doctor Pitcher. Era un arma…, de tipo definitivo, desesperado. Sólo otras ochenta personas compartían con él la dolorosa carga de su secreto. Seis de ellas eran los jóvenes técnicos, Armstrong, Dodge y el resto, escogidos y entrenados por su hondo sentido del deber. Los otros dos eran el ministro de defensa y el presidente mundial.

¿Y Frank Ironsmith?

Forester frunció el ceño mientras bajaba en el ascensor, sorprendido y preocupado al pensar en la llamada de Ironsmith referida a la niña. Porque el trabajo de Ironsmith estaba en la sección de cálculo, no tenía ningún conocimiento legítimo del proyecto, y su seguridad no era nada que le incumbiese.

No obstante, si aquel indolente empleado había sacado alguna vez alguna conclusión inapropiada de los problemas que le llevaban para que los resolviera, se la había guardado para sí. Al explorar su pasado, en su rutinaria comprobación de lealtades, la Policía de Seguridad no había encontrado ninguna causa para recelar, y Forester tampoco podía ver ahora ninguna razón para no confiar en él.

Se dijo que el secreto del proyecto interno se había mantenido de forma eficaz. El ascensor oculto le llevó a una cripta de hormigón en el corazón de la montaña, treinta metros más abajo. Todo el proceso de voladuras y construcción había sido llevado a cabo por sus propios técnicos, y todos los suministros eran entregados al proyecto menos importante de la superficie, que era auxiliado por subvenciones secretas de discretos fondos de emergencia. Ni siquiera Ironsmith podía saber nada al respecto.

Sin embargo, algo tensó ahora los músculos del estómago del profesor con una leve aprensión, mientras salía presurosamente del ascensor y recorría el estrecho túnel hasta la cripta. Tras encender las luces, escrutó la sala de lanzamiento en busca de algo distinto.

El tubo de lanzamiento corría a través del edificio de investigación, disfrazado de conducto de ventilación, y la brillante recámara estaba ahora abierta y preparada. Los ojos de Forester se dirigieron a los misiles. Estaban igual que los había dejado, y un reflejo de su mortífera y suprema presencia alivió su intranquilidad. Tras volverse hacia un taller junto a la estación, se detuvo al lado de la máquina recién montada que había en un banco de trabajo. Fueron los últimos ajustes tan delicados los que le mantuvieron aquí hasta tan tarde la noche anterior. Aunque Armstrong y los otros estaban entrenados para lanzar aquellas terribles máquinas, y la gran caja fuerte sellada tras él contenía todas las especificaciones (por si algún asesino enviado por las Potencias Triplanetarias tenía éxito), no se había atrevido a confiar a nadie todos los detalles de las cabezas nucleares, el impulsor y el piloto.

Al acariciar la fría superficie bruñida del aparato no pudo dejar de sentir orgullo por esta cosa que había creado. Estilizada, cónica y hermosa con la precisión de una maquinaria perfecta, era más pequeña que las antiguas armas atómicas, pero contenía un tipo de destrucción completamente distinto. Su ojiva, más pequeña que el puño huesudo de Forester, estaba diseñada para destruir un planeta entero. Su impulsor rodomagnético podía superar la velocidad de la luz, y los relés del autopiloto la investían de una implacable inteligencia mecánica.

Forester sacó su lupa de relojero y empezó a abrir la placa de inspección sobre el piloto, pues temía haber cometido algún error al ajustar las claves de seguridad que impedirían cualquier detonación antes de que el funcionamiento del impulsor las hubiera liberado. Un fallo así podría convertir Starmont en una pequeña supernova; ese temor perturbaba siempre su sueño y aumentaba sus úlceras.

Halló que las claves estaban bien colocadas, pero eso no consiguió tranquilizar su ansiedad. Tras volver a cerrar la tapa, deseó haber sido un tipo de hombre distinto, mejor dotado para tener en sus manos las vidas de planetas enteros. Conocía a generales y políticos que parecían envidiar los poderes menos espantosos que creían que tenía, pero suponía que un hombre así podría haber leído la clave en el espectro de la supernova.

—¡Por favor, señor!

La niña le habló tímidamente cuando se volvió del misil. Salió del estrecho pasillo del ascensor, descalza. Llevaba una mano sucia metida en el bolsillo de su vestido amarillo, y temblaba como desesperada. El temor resecaba su voz.

—Por favor… ¿es usted el doctor Forester?