Forester bostezó y se desperezó, sintiéndose mejor. El hecho de que el teléfono sonara no era ninguna prueba de intuición psíquica, porque siempre sonaba cada vez que intentaba descansar. Una niña desconocida preguntando por él en la verja no era algo por lo que alarmarse, de ningún modo.
Todavía podía oír a Ruth haciendo algo en la cocina. Horneando un pastel tal vez, pues ella aún tenía arrebatos domésticos en los que no iba a la oficina y se dedicaba a limpiar la casa o a cocinar. Contempló de nuevo la formal vivacidad de su rostro en aquella vieja fotografía, sintiendo una aguda lamentación por el vacío de su matrimonio.
La culpa no era de nadie. Ruth lo había intentado desesperadamente, y él pensaba que había hecho todo lo posible por su parte. Todos los problemas surgían de aquella estrella remota del Cráter, que ya había estallado, ciertamente, mucho antes de que ninguno de ellos naciera. Si la velocidad de la luz hubiera sido un poco más lenta, ahora podría ser un padre embobado, y ella una esposa y madre satisfecha.
Acariciando aquella melancólica reflexión, Forester cogió las zapatillas de donde Ruth las había colocado, al borde de la cama, y entró en el cuarto de baño. Se detuvo un momento ante el espejo, tratando de recuperar alguna impresión de sí mismo el día de su boda. Era imposible que entonces estuviera tan delgado, o tan calvo, y que pareciera como ahora un gnomo ansioso y triste de ojos oscuros. Seguro que entonces su aspecto había sido más feliz y más sano, e incluso más humano, o Ruth habría escogido a Ironsmith.
Sabía que aquel yo suyo perdido había sido un hombre distinto, aún absorto en la búsqueda de la verdad final, aún confiado en su existencia. Su lugar ya era seguro en la cómoda aristocracia de la ciencia, y el camino ascendente de su carrera parecía fácil. Había pretendido compartir su vida con Ruth, hasta que el proyecto le reclamó.
Los primeros fríos rayos de la nueva estrella, llegados con dos siglos de retraso, interrumpieron su luna de miel y lo cambiaron todo. Muy joven y completamente seria en lo referido a los ritos de la vida, pese a toda su habilidad con las calculadoras electrónicas, Ruth había planeado el viaje. Se encontraban en una pequeña ciudad de la Costa Oeste, donde ella había nacido, y esa noche habían salido a un faro abandonado con la cesta de picnic.
—Es el viejo Faro de la Roca del Dragón. —Estaban tendidos en la playa, la cabeza de ella apoyada en el hombro de él, mientras le familiarizaba alegremente con sus mejores recuerdos de la infancia—. Mi abuelo lo mantenía, y a veces yo venía a visitarlo…
Forester vio una débil luz fría sobre los acantilados, y volvió la cabeza y descubrió la estrella. El duro resplandor violeta le dejó sin respiración y le hizo incorporarse. Su recuerdo de aquel momento estaba siempre cargado del frío salpicar y el sabor salado de las olas en el rompiente, y el humo de la madera a la deriva que habían empleado para encender una hoguera, y el perfume de Ruth…, una esencia llamada Dulce Delirio. Aún podía ver el duro resplandor azul de la tenue luz de la estrella en las primeras lágrimas de ella.
Porque Ruth lloró. No era astrónoma. Sabía cómo desmontar y hacer funcionar un integrador electrónico, pero la Supernova Cráter no era más que un punto de luz para ella. Quería mostrarle a Forester los lugares de su infancia que añoraba y atesoraba, y le lastimó que una tonta estrella pudiera interesarle más que la profundidad de su joven amor.
—¡Pero mira, querida! —Comprobando su posición con unos prismáticos, él trató de explicarle lo que significaba una supernova—. Conozco esa estrella por su posición. Normalmente su magnitud es de once…, demasiado débil para verla sin un telescopio potente. Ahora debe de ser de menos uno. ¡Veinte magnitudes de cambio! Eso significa que es un millón de veces más brillante que hace unos días. ¡Es una supernova, aquí mismo, en nuestra galaxia, a sólo doscientos años-luz de distancia! ¡No volverá a presentarse una oportunidad como ésta, ni en mil años!
Herida y silenciosa, ella le miraba a él, no a la estrella.
—Cualquier estrella, nuestro propio sol, es un gran motor atómico —trató de hacer que comprendiera—. Durante miles de millones de años se comporta normalmente, cambiando su masa en energía controlada. A veces, al ajustar su equilibrio, una se inflama con el calor suficiente como para fundir sus planetas, y entonces tenemos una nova ordinaria. Pero a algunas estrellas les pasa algo… raro. La estabilidad falla. La estrella estalla con una brillantez quizá cien mil veces superior a lo normal, libera un flujo de neutrinos, y cambia completamente su estado, reduciéndose a una enana blanca. ¡Es un completo misterio que no hemos podido resolver…, tan fundamental como el súbito fallo de la fuerza de cohesión que deja escapar un átomo!
El brillo rojo de su fuego moribundo desprendió destellos rojos en el pelo de Ruth, pero la tenue luz de la estrella aparecía fría en su rostro dolorido, y convertía sus lágrimas en duros diamantes azules.
—¡Por favor, querida! —Forester hizo un gesto hacia aquel pulsante punto violeta, y vio la brusca sombra negra de su brazo cruzar su rostro. Pensó que la magnitud estelar debía estar aún aumentando—. Sabía que esa estrella estaba a punto para esto —le dijo, sin aliento—. Por su espectro. Me he pasado toda la vida esperando esto. La sección informática ha terminado el trabajo preliminar, y tengo el equipo especial preparado para estudiarlo. Puede decirnos…, ¡todo! Por favor, querida…
Ella cedió entonces, tan graciosamente como pudo, a su pasión más urgente. Dejaron olvidadas la manta y la cesta en la playa, y regresaron a Starmont rápidamente, antes de que la estrella se pusiera. Ella entró con él en la penumbra susurrante de la alta cúpula, y le observó herida y fascinada mientras él trataba de emplazar frenéticamente sus espectrógrafos especiales y colocaba sus placas especiales mientras durase el avistamiento.
Cuando Forester tuvo un destello de intuición, fue tan deslumbrante como la luz de la supernova. Iluminó la causa del fallo de aquel motor estelar, y reveló una nueva geometría del universo, y le mostró un significado más profundo aún en la pauta familiar de la tabla periódica de los elementos.
En su primer febril atisbo de percepción, pensó haber visto aún más. Pensó que había descubierto su propia prima materia: la comprensión definitiva del material fundamental de la naturaleza que la ciencia había buscado desde su nacimiento. Al principio creyó que todas las leyes de la naturaleza podían derivarse de su ecuación básica que relacionaba la rodomagnética y la electromagnética.
Temblando de debilidad y agitación, dejó caer y rompió el mejor juego de placas, las que más indudablemente demostraban los desplazamientos espectrales debidos al campo rodomagnético alterado que había destruido el equilibrio interno de la estrella. Rompió su pluma al cubrir páginas amarillas de símbolos frenéticos. Ningún antiguo alquimista, al ver un destello dorado en sus crisoles al enfriarse, se había sentido jamás tan alborozado.
Recordó ahora, tristemente, la temblorosa emoción que le había sacado del observatorio, sin chaqueta y sin sombrero, en medio del frío de un ventoso amanecer de invierno, para llamar a golpes a la puerta de la casita de dos habitaciones donde vivía Ironsmith en la sección de cálculo: las oficinas vacías de los miembros del personal despedidos. El joven apareció por fin, adormilado, y Forester le tendió los cálculos apresurados que había hecho.
Ebrio con su triunfo imaginario, Forester pensó que las expansiones y transformaciones de aquella ecuación responderían todas las preguntas que los hombres pudieran plantear sobre el principio y la naturaleza y el destino de las cosas, sobre los límites del espacio y los mecanismos del tiempo y el significado de la vida. Pensó que había descubierto la piedra angular, largo tiempo oculta, de todo el universo.
—Un trabajo apresurado —jadeó, impaciente—. Quiero que lo compruebe todo, ahora mismo…, particularmente esta derivación de rho. —Entonces la adormilada sorpresa de Ironsmith le hizo ser consciente de la hora que era, y murmuró una disculpa—. Lamento haberle despertado…
—No importa —le dijo el joven alegremente—. De todas formas estuve manejando las máquinas hasta hace una hora, jugueteando con un nuevo tensor propio. Este tipo de cosas no son realmente trabajo para mí.
Ardiendo de impaciencia, Forester le observó repasar indolentemente las páginas de apresurados símbolos. De pronto, la cara sonrosada de Ironsmith hizo una mueca. Chasqueó la lengua y meneó su rubia cabeza. Sin decir nada, se volvió con furiosa decisión hacia sus teclados y empezó a escribir rápidamente, elaborando los problemas en pautas de perforaciones que las máquinas pudieran leer.
Demasiado inquieto para esperar a las máquinas, Forester volvió a salir, para recorrer los jardines de Starmont como un dios encadenado al planeta. Mientras observaba el amanecer volver dorado el desierto, se convenció de que su mente había capturado un poder más poderoso que el que afloraba en el sol naciente. Durante una hora se sintió grande. Luego Ironsmith vino a verle pedaleando, parpadeando medio dormido y masticando perezosamente un chicle, para desmoronar todo el esplendor de aquella visión.
—Encontré un pequeño error, señor —dijo, sonriendo con alegre amistosidad, sin ser consciente al parecer del golpe bajo que infligían sus palabras—. ¿No lo ve? Su símbolo rho es irrelevante. No tiene ningún valor obtenible, aunque todo lo demás es correcto.
Forester trató de no dejar traslucir cuánto le lastimó aquello. Tras dar las gracias al esbelto joven de la bicicleta, regresó tambaleándose a su escritorio y comprobó en vano su trabajo. Ironsmith tenía razón. Realmente, rho no valía nada…, el tesoro definitivo del universo se escapaba de entre sus dedos. La elusiva prima materia le había esquivado de nuevo.
Sin embargo, igual que los alquimistas del primer mundo, cuyos fracasos habían fundado la química y creado la base de la ciencia del electromagnetismo, él había descubierto un conocimiento nuevo. Pese a toda la finalidad de aquel fracaso, había descubierto lo suficiente como para cambiar la historia, destrozar su estómago y hundir lentamente su matrimonio.
Había descubierto el rodomagnetismo, un enorme campo nuevo de conocimiento físico. Con la pérdida de aquel símbolo irrelevante no había conseguido unirlo al electromagnetismo, pero su ecuación correcta aún describía un insospechado espectro de energía.
Las fuerzas internas en equilibrio de cada átomo, como había demostrado desde entonces, incluían componentes de ambos tipos de energía, aunque cualquier declaración de su equivalencia mutua aún le eludía. Y los elementos de la segunda tríada de la tabla periódica demostraban ser la clave para el uso de su nuevo espectro, una especie de imperfecta piedra filosofal, como el hierro, el níquel y el cobalto lo habían sido siempre a las energías hermanas del espectro electromagnético. Con el rodio, el rutenio y el paladio, desató las asombrosas maravillas del rodomagnetismo.
¿Cómo había eludido durante tanto tiempo un secreto básico como aquél a sus buscadores? La pregunta le asaltaba a menudo, porque los efectos del rodomagnetismo le parecían ahora obvios, visibles por todas partes. Pero esos efectos no eran electromagnéticos; ésa debía ser la simple respuesta, según decidía siempre. El nuevo espectro obedecía leyes propias, y eso debía ser ocultamiento suficiente contra las mentes entrenadas para pensar sólo en los otros términos.
Pues la energía rodomagnética se propagaba con velocidad infinita, y sus efectos variaban inversamente a la distancia y no con el cuadrado de la distancia…, hechos inflexibles que sugerían, como había observado casualmente Frank Ironsmith, que el tiempo y el espacio de la física ortodoxa, lejos de ser entidades fundamentales en sí mismos, no eran más que aspectos incidentales de la energía electromagnética, límites especiales por los que la otra energía del nuevo espectro quedaba al margen.
Forester esperó ansiosamente al principio investigar las implicaciones filosóficas de su descubrimiento, pero su implacable flujo no le dejó tranquilidad para la investigación pura. Tras enviar unos cuantos problemas más a Ironsmith, diseñó pronto los medios artificiales para duplicar el campo rodomagnético que había observado en el corazón de aquel sol al estallar. Con el temible aparato nuevo, podía desequilibrar el componente rodomagnético esencial a la estabilidad de toda la materia, y así detonar supernovas menores propias.
La antigua ciencia del acero había roto el átomo, a veces para usos útiles. Al aniquilar por completo la materia, su nueva ciencia del paladio liberaba una fuerza mil veces más poderosa que la fisión, muchísimo más terrible para ser controlada para ningún uso creativo. Su recompensa adecuada, pensaba ahora sombríamente, había sido el proyecto mismo.
Forester estaba aún en el cuarto de baño, echándose agua fría a la chupada cara para sacudirse sus melancólicas reflexiones, cuando el teléfono volvió a zumbar a su espalda. Regresó junto a la cama para responder, y escuchó la tranquila voz de Frank Ironsmith, menos casual que de costumbre.
—¿Le han informado de lo de Jane Carter, la niña que vino a verle?
—Sí. —Empezaba a desear un café, y no tenía tiempo para trivialidades—. ¿Qué pasa?
—¿Sabe dónde fue?
—¿Cómo voy a saberlo? —Ya había oído suficiente de la niña—. ¿Y qué importa?
—Imagino que podría significar mucho, señor. —La suave voz de Ironsmith sonaba más insistente que de ordinario—. Tal vez no sea asunto mío. Tal vez sus medidas de seguridad sean ya adecuadas. Pero creo que debería averiguar dónde fue.
—¿Dónde cree que fue?
—No lo sé. —Ironsmith ignoró su creciente malestar—. Echó a correr carretera abajo y se perdió de vista, y cuando la seguí con mi bici había desaparecido. Por eso pensaba que debería interesarle.
—La verdad es que no veo por qué hay que preocuparse… —Contuvo su sarcasmo. Después de todo, Ironsmith era inteligente. La desaparición de la niña podría ser realmente importante, aunque no veía cómo—. Gracias por llamar —dijo torpemente—. Me encargaré del tema cuando llegue a la oficina.