El teléfono junto a su cama estaba a punto de sonar, con malas noticias del proyecto. La expectación sacó a Clay Forester de su inquieto sueño en su pequeña casita blanca a la sombra de la cúpula del observatorio. Había trabajado hasta muy tarde en el proyecto la noche anterior; una mueca fruncía su boca, y el brillo amarillo del sol le lastimaba los ojos. Se dio la vuelta, entumecido, y extendió la mano hacia el teléfono.
Probablemente sería Armstrong quien llamaría, con algún mensaje urgente de la Autoridad de Defensa. Tal vez (el ominoso pensamiento le envaró) el espía Mason Horn había vuelto del espacio con nueva información sobre las actividades hostiles de las Potencias Triplanetarias. Tal vez los teletipos habían lanzado ya una Alerta Roja para preparar el proyecto para la guerra interplanetaria.
Forester tocó el frío teléfono…, y retiró la mano. El aparato no había sonado, y probablemente no lo haría. La preocupada expectación era sólo el resultado de sus preocupaciones pasadas, se dijo, y no vendría ningún aviso de problemas adicionales. Naturalmente, el desastre era siempre probable en el proyecto, pero no creía en las premoniciones psíquicas.
Tal vez la sensación se debía a la insensata discusión a la que le arrastró ayer Frank Ironsmith sobre la premonición. Forester no quiso discutir; el proyecto no le dejaba tiempo para divagar, y además su mente era demasido práctica para disfrutar con aquellas fantasías matemáticas sin sentido. Todo lo que hizo fue cuestionar la sorprendente simplificación de Ironsmith de un difícil cálculo en balística rodomagnética. La explicación casual que Ironsmith garabateó en una servilleta en la mesa de la cafetería era una negación completa de todas las teorías ortodoxas del tiempo y el espacio. Las ecuaciones parecían impresionantes, pero Forester, que no confiaba en la inteligencia tan carente de esfuerzo del hombre, proclamó una incrédula protesta.
—Su propia experiencia le dirá que tengo razón —murmuró tranquilamente el matemático—. El tiempo funciona en dos sentidos, y estoy seguro de que a menudo se percibe el futuro. No conscientemente, lo sé, no en detalle. Pero inconscientemente, emocionalmente, se hace. Los problemas pueden deprimirte antes de que sucedan, y es probable que te sientas feliz antes de que aparezca ninguna buena razón para estarlo.
—Tonterías —replicó Forester—. Está usted anteponiendo el efecto a la causa.
—¿Y qué? —sonrió Ironsmith amistosamente—. Las matemáticas prueban que la causalidad es reversible…
Forester no siguió escuchando. Ironsmith era sólo un empleado, aunque se encargaba muy bien de las máquinas de la sección de cálculo. Demasiado bien tal vez, pues siempre parecía tener demasiado tiempo libre para forjar aquellas paradojas que no reportaban beneficio alguno, sólo por divertirse. Pero el proceso de causa y efecto seguía siendo la piedra angular de la ciencia. Forester sacudió la cabeza y se apoyó en un codo para mirar medio dormido al teléfono, desafiándolo para que sonara.
No lo hizo. Pasaron cinco segundos, diez. Nada. Relajándose, Forester miró el reloj. Las nueve y doce. El proyecto rara vez le dejaba dormir hasta tan tarde; la mayoría de las noches ni siquiera podía volver a casa. Lo sorprendente era que Armstrong no le hubiera llamado ya por algo.
Tratando de olvidar el tema de la precognición, volvió la cabeza hacia la otra cama gemela y la encontró vacía. Ruth debía estar ya trabajando en la oficina. Se incorporó pesadamente, sintiendo una tenue molestia por su ausencia. Desde luego, ella no necesitaba el salario, aunque Forester tenía que admitir que era una encargada eficiente, y era cierto que el proyecto le dejaba poco tiempo para atenderla.
Miró la gran cúpula de aluminio del observatorio enmarcada en la ventana que daba al oeste. Plateada a la luz, brillaba con una belleza limpia y funcional. Antes, aquello había sido la razón de su vida, pero ahora su mera visión le deprimía. No tenía tiempo para cosas no esenciales; ni siquiera sabía qué trabajo estaban haciendo los astrónomos con el gran reflector.
El teléfono seguía sin sonar. Extendió la mano, impaciente, para llamar a Armstrong, pero una vez más se detuvo, reluctante a renovar la cadena de ansiosa responsabilidad que le ataba al proyecto. Sin prisa por empezar otro largo día de esfuerzos terribles y tensión insoportable, se sentó cansinamente en la cama, mirando el brillante domo y pensando sombrío en todo lo que le había prometido y finalmente le había negado.
El verano en que vio por primera vez este montículo de basalto aislado surgiendo en mitad del desierto como un ancho dedo que apuntara los enigmas sin resolver del cielo, Forester sólo tenía diecinueve años, y supo que era aquí, donde el aire seco y limpio propiciaba una visión perfecta, donde tenía que construir su telescopio.
Starmont le había costado muchos años: todo el invencible espíritu de su juventud se gastó en pedir subvenciones a los ricos, reencender el valor de socios descorazonados, conquistar todas las dificultades de crear, trasladar y montar el enorme espejo. Ya había superado los treinta años cuando el trabajo terminó, y se había vuelto duro y seco, aunque aún sentía la fuerza de atracción de la ciencia.
Las derrotas vinieron más tarde, golpeando a traición desde el cosmos desconocido que intentaba explorar. Forester había buscado la verdad, y ésta siempre le eludía de algún modo. Una vez, el gran reflector le mostró lo que pensó era el acto final, pero cambió cuando intentó agarrarlo…, y sintió confusión, contradicción y la realidad de plomo del proyecto mismo.
Su larga búsqueda y su derrota, ahora que tenía este momento para reflexionar, le recordaban los esfuerzos y frustraciones de aquellos primeros científicos del planeta madre, los alquimistas. Ironsmith le había leído hacía poco un fragmento histórico que decía que aquellos primeros buscadores de la verdad se pasaban la vida persiguiendo la prima materia y la piedra filosofal…, la materia primigenia del universo, según sus ingenuas teorías, y el fabuloso principio que la hacía aparecer como plomo común o precioso oro.
Su propia vida decepcionada había seguido un camino idéntico, pensó, como si el objetivo de la ciencia no hubiera cambiado nunca realmente en todos los siglos pasados desde entonces. Pues aún buscaba, con la ayuda de más hechos y mejor equipo, la naturaleza oculta de las cosas. Había encontrado nuevos conocimientos, como habían hecho los primeros alquimistas, y con ellos amargos fracasos.
Todos los esfuerzos de la ciencia, reflexionó, habían sido una larga búsqueda de la elusiva prima materia y la clave a sus múltiples manifestaciones. De hecho, otros pioneros del pensamiento, allá en la era preatómica del planeta madre, incluso habían descubierto una variante muy útil de la piedra filosofal… en el hierro común.
Un metal casi mágico en la primera tríada atómica, el hierro había creado la poderosa ciencia de la electromagnética. Había operado todos los milagros de la electrónica y la nucleónica, y actualmente impulsaba las naves espaciales. Incluso permitía el primer objetivo de los viejos alquimistas, pues los hombres con ciclotrones y pilas atómicas manufacturaban elementos.
Los filósofos de aquella época inquieta habían experimentado la nueva maravilla de los hechos comunes del universo, y Forester pudo sentir el breve triunfo que debieron de saborear cuando la mayoría de sus incógnitas parecieron despejarse. El espectro electromagnético se extendía desde las ondas de radio a las cósmicas, y los matemáticos de una nueva física habían soñado durante una temporada con su propia prima materia especial, una ecuación de campo unificada.
Forester podía compartir la asombrada frustración de aquellos científicos esperanzados, en su inevitable derrota ante unos cuantos hechos inflexibles que no podían ceder al hierro. Unos pocos fenómenos, tan variados como la fuerza de cohesión que contiene la energía disruptora de los átomos y la repulsión que separa las galaxias, se negaba perversamente a ser englobada en el sistema electromagnético. El hierro solo no era suficiente.
En su propia búsqueda, Forester lo había intentado con otra clave.
La prima materia que buscó no era material, sino sólo comprensión. Su objetivo era sólo una ecuación que sería la base de toda la realidad, la expresión final y precisa de toda la naturaleza y la relación de materia y energía, espacio y tiempo, creación y destrucción. Sabía que el conocimiento era a menudo poder, pero las dificultades de su persecución le habían dejado poco tiempo para pensar en lo que podrían hacer otros hombres con la potente verdad que esperaba encontrar.
El hierro había fracasado. Lo intentó con el paladio. Starmont entero no era más que la herramienta que había forjado para aquel vasto esfuerzo. El coste había sido media vida, una fortuna invertida, el trabajo y las esperanzas rotas de muchos hombres. El resultado final fue un desastre titánico, tan inexplicable como los fracasos de los primeros alquimistas cuando descubrieron que sus crisoles de plomo fundido y azufre no se convertían en oro. La derrota le había destrozado, a pesar del conocimiento incidental que había descubierto, e incluso ahora no podía comprenderla.
Un débil ruidito en la cocina le informó de que Ruth estaba aún en casa. Feliz de que no se hubiera ido al trabajo, Forester contempló su cara sonriente en la fotografía de la mesita de noche, aquella que le había dado poco antes de su matrimonio…, cinco años antes, debía ser, o casi seis.
Starmont era nuevo entonces, y la enorme visión de Forester aún permanecía inquebrantable. Fue un problema con los ordenadores lo que trajo a Ruth Cleveland al observatorio. Él había conseguido una subvención militar para pagar las calculadoras electrónicas y el personal encargado de su uso. La sección hacía todos los cálculos rutinarios para el personal de investigación, así como para los proyectos militares posteriores, pero comenzó con una persistente serie de caros errores.
Ruth fue la experta enviada por la empresa para reparar las máquinas. Encantadora y eficiente, comprobó el equipo y entrevistó al personal: el jefe de sección, sus cuatro ayudantes y el astrónomo graduado a cargo. Incluso habló con Frank Ironsmith, que aún no tenía veinte años y no era más que el chico de los recados de la oficina.
—Las máquinas son perfectas —le informó a Forester—. Todos los problemas se deben evidentemente al factor humano. Lo que necesitan es un matemático. Le recomiendo que traslade al resto de su personal, y ponga al señor Ironsmith al cargo.
—¿Ironsmith? —Forester recordaba que se la quedó mirando, y que su incrédula protesta se fundió lentamente en una tímida aprobación de la línea fina y recta de su nariz y la clara inteligencia tras sus oscuros ojos—. ¿Ese chaval? —murmuró débilmente—. Ni siquiera tiene un título.
—Lo sé. Es hijo de un prospector, y ni siquiera ha ido mucho a la escuela. Pero lee, y tiene talento para las matemáticas. —Una sonrisa persuasiva recalcó su esbelta hermosura—. Incluso Einstein, el matemático del planeta madre que descubrió la energía atómica, fue empleado de una oficina de patentes. Frank me lo ha contado.
Forester nunca había sospechado ninguna habilidad desusada tras la alegre indolencia de Ironsmith, pero los problemas sin resolver se amontonaban. La sección matemática era tan esencial para su propósito como el telescopio mismo. Reluctante, porque Ruth no admitiría ninguna elección, accedió a probar con Ironsmith.
Y los errores, de algún modo, cesaron. Con la misma falta de preocupación que exhibía cuando su herramienta de trabajo era una escoba, aquel delgado muchacho nunca parecía demasiado ocupado para beber café y desarrollar sus extrañas paradojas ante cualquiera que tuviera tiempo suficiente para escucharle, pero la montaña de trabajo por hacer desapareció. Todos los problemas preliminares fueron resueltos. Cuando la Supernova Cráter apareció por fin, una estrella de increíble promesa, Forester estuvo preparado.
Ruth y él acababan de casarse entonces. Forester sonrió débilmente ante su retrato, pensando en lo mucho que se sorprendió al ver una pasión no planeada trastocar el claro esquema de su carrera, casi anonadado al recordar el dolor de sus celos y su deseo, y el temor enfermizo de que ella eligiera a Ironsmith.
Ahora que lo pensaba, se preguntó por qué no lo había hecho. Al principio, Ruth se quedó para enseñar a Ironsmith a manejar las máquinas, y los dos habían salido juntos todo el invierno mientras el nuevo telescopio reclamaba sus noches a Forester. Eran casi de la misma edad; Ironsmith era probablemente bastante atractivo, y desde luego suficientemente brillante, y Forester estaba seguro de que la amaba.
Tal vez la respuesta estaba en la indolencia de Ironsmith, su falta de tesón y ambición. No ganaba dinero suficiente para mantenerla, ni había pedido nunca un aumento de sueldo. Ella debió ver que nunca conseguiría nada, a pesar del brillo fácil de su charla. Fuera como fuese, quizá como resultado de una mezcla de amor, respeto y prudencia, ella había elegido a Forester, quince años mayor y eminente ya. E Ironsmith, para su alivio, no había parecido molestarse. Ésa era una cosa que casi le gustaba del tranquilo joven: nunca parecía molestarse por nada.
En sus nostálgicas meditaciones, Forester se había olvidado del teléfono, y el súbito timbrazo le sobresaltó. Aquella incómoda expectación de desastre en el proyecto volvió para hacer temblar su delgada mano mientras descolgaba el aparato.
—¿Jefe? —La voz era la de Armstrong, como había temido, y sonaba preocupada—. Lamento molestarle, pero ha sucedido algo que el señor Ironsmith dice que debe usted de saber.
—¿Bien? —Forester deglutió, incómodo—. ¿Qué es?
—¿Esperaba usted algún mensaje por correo especial? —El competente técnico parecía extrañamente vacilante—. ¿De alguien llamado White?
—No. —Forester pudo volver a respirar—. ¿Por qué?
—El señor Ironsmith acaba de llamar diciendo que una niña preguntó por usted en la verja de entrada. El guardia no le permitió el paso porque no tenía ninguna identificación adecuada, pero el señor Ironsmith habló con ella. La niña decía tener un mensaje confidencial para usted de parte de un tal señor White.
—No conozco a ningún White. —Durante un momento Forester se sintió agradecido de que no hubiera sido una Alerta Roja contra los piratas de las Potencias Triplanetarias, y luego preguntó—: ¿Dónde está la niña?
—Nadie lo sabe. —Armstrong parecía molesto—. Eso es lo curioso. Cuando el guardia no la dejó entrar, desapareció. Eso es lo que el señor Ironsmith dice que debería usted saber.
—No sé por qué. —No se trataba de una Alerta Roja, y eso era todo lo que importaba—. Probablemente se fue a otro lugar.
—Muy bien, jefe. —Armstrong pareció aliviado por su falta de preocupación—. No quise molestarle, pero Ironsmith pensó que debería usted saberlo.
Y colgaron.