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El sargento de rostro de granito la encontró ante la alta verja de acero, mirándole con ojos tímidos y suplicantes. Era una niñita sucia, con un vestido amarillo barato. Sus pies descalzos se agitaban incómodamente sobre el asfalto caliente, y el sargento pensó que había venido a pedir algo de comer.

—Por favor, señor, ¿es éste el Observatorio Starmont? —Parecía agitada y temerosa—. ¿Puedo ver al director, el doctor Clay Forester? —Sus ojos húmedos brillaban—. ¡Por favor, señor! Es terriblemente importante.

El sargento la miró, dubitativo, preguntándose cómo había llegado allí. Calculó que tendría unos nueve años, y su cabeza era demasiado grande y demacrada, como si hubiera pasado hambre mucho tiempo. Llevaba el pelo negro y liso muy corto y bien peinado. Sacudió la cabeza con desaprobación, porque era demasiado pequeña para estar allí sola. Pudo sentir su temblorosa ansiedad, pero los niños perdidos no podían ver al doctor Forester.

—Sin pase, no. —Ella dio un respingo ante la rudeza de su voz, y el sargento trató de sonreír—. Starmont es una reserva militar, ¿sabes? —Al ver la preocupación en sus ojillos oscuros, el sargento trató de dulcificar el tono de su voz—. ¿Cómo te llamas, hermanita?

—Jane. —Alzó la voz—. Y tengo que verle.

—¿Jane? ¿No tienes ningún otro nombre?

—La gente solía llamarme otras cosas, porque no sabía mi nombre de verdad. —Bajó los ojos—. Me llamaban Gorrioncito, Insecto y Pajarillo, y otras cosas no tan amables. Pero el señor White dice que mi nombre es Jane Carter…, y me envió a ver al doctor Forester.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

El sargento escrutó la estrecha carretera tras la verja que recorría la falda de la solitaria montaña y atravesaba recta y negra el desierto de abajo. Salt City estaba a cuarenta kilómetros, demasiada distancia para que la niña la hubiera recorrido andando. Pero no pudo ver ningún vehículo.

—El señor White me envió —repitió ella firmemente—. Para ver…

—¿Quién es el señor White? —interrumpió el sargento.

Los ojos de la niña se encendieron de devoción.

—Es un filósofo. —Se atascó con la palabra—. Tiene una barba roja y rizada, y vino de otros lugares. Me sacó de un sitio malo donde la gente me pegaba, y es terriblemente bueno conmigo. Me está enseñando tele… —se calló—. Me envió con una nota para el doctor Forester.

—¿Qué tipo de nota?

—Esta —su flaca mano se dirigió al bolsillo de su vestido, y el sargento atisbó una tarjeta gris entre sus finos dedos—. Es un mensaje…, ¡y terriblemente importante!

—Puedes enviarlo.

—Gracias. —La carita azul sonrió amablemente—. Pero el señor White dijo que no debía dejar que la viera nadie, excepto el doctor Forester.

—Ya te he dicho, hermanita… —El sargento la vio retroceder, y trató de suavizar su negativa—. El doctor Forester es un hombre muy importante, ¿sabes? Está demasiado ocupado para ver a nadie…, a menos que seas un inspector general, con un mensaje de la Autoridad de Defensa. Y tú no lo eres, ¿verdad? Lo siento, pero no puedo dejarte pasar.

Ella asintió tristemente.

—Déjeme pensar…

Permaneció inmóvil durante un momento, olvidando incluso sus pies sobre el pavimento caliente. Ladeó su huesuda cabeza y entrecerró los ojos, como si escuchara algo. Asintió, y susurró, y se volvió esperanzadamente hacia el sargento.

—Por favor…, ¿puedo ver al señor Ironsmith?

—¡Claro, hermanita! —El sargento le dirigió una sonrisa correosa, aliviado—. ¿Por qué no dijiste que le conocías? Es difícil ver a Forester, pero cualquiera puede hablar con Frank Ironsmith. No es importante, y es amigo mío. Ven a la sombra, y lo llamaremos.

Tímida y silenciosa, la niñita se colocó bajo el estrecho alero de la caseta del guardia. El sargento descolgó el teléfono para llamar a la centralita del observatorio.

—Claro, Frank Ironsmith tiene teléfono —respondió el gemido nasal de la operadora—. Trabaja en la sección de cálculo. Starmont 88. Claro, Rocky, está. Me acaba de invitar a café al venir para acá. Espera un momento.

Ironsmith escuchó al sargento y prometió acercarse al instante. Mientras le esperaba, la niñita sostenía con fuerza la tarjeta que llevaba en el bolsillo. Se inclinó para recoger las flores amarillas de un hierbajo del desierto, y luego sus grandes ojos se volvieron inquietos hacia el sargento.

—No te preocupes, hermanita. —El hombre trató de suavizar su ronca voz—. Frank Ironsmith es un buen tipo, ¿sabes? No cuenta mucho, y probablemente nunca lo hará…, todo lo que hace es manejar las máquinas calculadoras de la sección informática. Pero sé que intentará ayudarte.

—Necesito ayuda. —La niña agarró la tarjeta con más fuerza—. Para entregar esto al doctor Forester.

—Frank pensará en algo. —El sargento sonrió, intentando romper la solemnidad de la niña—. Es bastante inteligente, aunque sólo sea un empleado.

La niña volvió a ladear la cabeza, mirando los terrenos y las oscuras palmeras que convertían Starmont en un fresco oasis, y el sargento tuvo la breve impresión de que escuchaba algo aparte de su voz.

—Frank te ayudará, hermanita —continuó hablando, porque la extraña decisión de la niña le ponía nervioso—. Y sabe mucho. Incluso cuando se pasa por la cantina para tomar una cerveza con nosotros lleva un libro encima. Incluso sabe leer algunos de los idiomas antiguos que dice que empleaba la gente allá en el primer planeta.

Ella le miró, ahora escuchando realmente.

—Está en alguna parte del espacio, ya sabes, entre las estrellas. —El sargento hizo un vago gesto hacia el ardiente cielo—. El primer mundo, de donde Frank dice que proceden los hombres, en el principio. Una noche me mostró el sol madre. —El asombro del recuerdo asomó a su voz—. Sólo otra estrella en el telescopio grande.

Pues Starmont no estaba en la Tierra, ni el idioma de Jane Carter era el inglés; incluso su nombre se traduce aquí a partir de sílabas menos familiares. Habían pasado cien siglos desde la época de Einstein e Hiroshima, y el átomo domado había dado energía a las naves estelares para que esparcieran la semilla del hombre a través de muchos miles de planetas habitables a cien años-luz de la Tierra. Incontables culturas humanas, aisladas unas de otras por las largas distancias y las generaciones requeridas para que las mejores naves atómicas viajaran de estrella en estrella, habían crecido y se habían destruido y habían brotado nuevamente para invitar a una nueva destrucción. Capturado en medio de aquella implacable repetición de la historia, este mundo (no muy distinto al planeta madre en su química y en su clima) había caído con la quiebra de su civilización materna a un estado casi de barbarie. Una docena de siglos de progreso independiente habían devuelto a esta gente al nivel que tenía la Tierra en los albores de la era atómica. Sin embargo, la tecnología (una variante más significativa que la recurrencia de la historia) era un poco más avanzada, con todas sus consecuencias sociales. Una república mundial había terminado con las largas etapas de guerras nacionalistas, pero ese estado universal se enfrentaba ya a nuevos conflictos en un universo más amplio: El redescubrimiento local de la fisión nuclear había enviado nuevamente a exploradores, mercaderes y agentes diplomáticos al espacio, y sus burdas naves atómicas transportaban el virus de la ciencia a los pueblos de los planetas cercanos que aún estaban demasiado atrasados para tener ninguna inmunidad contra los descontentos y las ideologías revolucionarias generadas por la revolución industrial. Ahora, mientras la lenta ola del progreso llegaba a su cresta en el mundo de Jane Carter y el sargento, el viejo ciclo histórico de ascenso y caída se preparaba para repetirse una vez más…, y, una vez más, con variantes. Amenazada por el fruto inevitable de su propio conocimiento exportado, la república democrática sacrificaba ya la democracia mientras se armaba desesperadamente para enfrentarse a una nueva alianza hostil de las totalitarias Potencias Triplanetarias.

—¿Ves, hermanita? —sonrió animosamente el sargento—. Frank Ironsmith es el que te va ayudar…, y ahí viene.

La ansiosa chiquilla alzó rápidamente la cabeza y vio a un joven esbelto que se acercaba a la verja en una vieja bicicleta. Saludó con la mano al sargento y miró a la niña con sus ojos grises y amistosos. Ella le sonrió, insegura.

Ironsmith, con sus juveniles veintiséis años, tenía el rostro fino y bronceado y el pelo arenoso y despeinado. Parecía muy relajado con su camisa de trabajo desabrochada en el cuello y sus anchos y antiguos pantalones. Respondió a la sonrisa de la niña con un guiño simpático, y se volvió hacia el sargento.

—La señorita Jane Carter —dijo éste—. Quiere ver al doctor Forester.

—Como mínimo tendrías que ser general —dijo Ironsmith con voz suave y amable al ver la urgencia de la niña, y sacudió rápidamente la cabeza—. ¿No te valdría otra persona?

—No —dijo ella con firmeza—. Y es terriblemente importante.

—Estoy seguro. ¿De qué se trata?

Los grandes ojos claros de la niña parecieron mirar más allá de él. Sus finos labios azules se movieron silenciosamente, como si escuchara algo.

—No puedo decirlo —le dijo a Ironsmith—. Excepto que es algo que el señor White dice que va a suceder ya mismo. ¡Algo terriblemente malo! Por eso quiere advertir al doctor Forester.

Ironsmith contempló la larga carretera vacía que serpenteaba hasta el desierto y se extendía hacia Salt City. Sus sorprendidos ojos vieron el incómodo movimiento de los pies desnudos y quemados de la niña, y le asaltó la preocupación.

—Dime, Jane…, ¿dónde has dejado a tus padres?

—No tengo padres —dijo ella gravemente—. Nunca los he tenido, y los policías me encerraron en una casa grande y oscura que olía mal y tenía hierros en las ventanas. Pero ahora estoy bien. —Sonrió—. El señor White me sacó, y dice que no tengo que volver.

Ironsmith se frotó la barbilla, pensativo.

—Es muy difícil ver al doctor Forester —le dijo—. Pero tal vez podamos conseguir algo. ¿Qué te parece si vamos a la cafetería y nos comemos un helado mientras hablamos? —Miró al sargento—. La traeré de vuelta.

Ella sacudió la cabeza, reluctante.

—¿No tienes hambre? —instó Ironsmith—. Hay helados de cuatro sabores.

—Gracias. —Ironsmith pudo ver el ansia en sus ojos húmedos, pero la niña se mantuvo firme—. Sí, me está entrando hambre. Pero el señor White dice que no tengo tiempo para comer.

Se dio la vuelta y se apartó de la verja. Tras ella, la carretera negra y vacía era una estrecha franja que atravesaba los oscuros pilares de basalto de las montañas, y el refugio más cercano era aquella mancha oscura que temblequeaba bajo el sol de la mañana en el lejano horizonte.

—¡Espera, Jane! —llamó Ironsmith ansiosamente—. ¿Adónde vas?

—Con el señor White. —Hizo una pausa y deglutió—. Para que pueda decirme cómo encontrar al doctor Forester. Pero siento muchísimo lo de ese helado.

Tras meterse la tarjeta en el bolsillo, echó a correr por la estrecha carretera. Al ver como intentaba ponerse a la sombra del acantilado, Ironsmith sintió una oleada de compasión. La niña parecía en apuros. El hambre había vuelto su cuerpo demasiado pequeño para su cabeza, y la inclinación de sus hombros casi le daba el aspecto de una anciana. Sin embargo, sintió más asombro que piedad. No comprendía su extraña forma de escuchar a la nada, ni su solemne determinación de ver al doctor Forester. Empezó a desear haber intentado romper las normas para dejarla pasar.

En un momento, el aleteante vestido amarillo de la niña desapareció tras el primer saliente de la montaña. Ironsmith se montó en su bicicleta para volver al trabajo, y entonces algo le detuvo. Esperó a que ella volviera aparecer en una curva inferior de la carretera, pero no lo hizo.

—Déjame salir —le dijo súbitamente al sargento—. Una niña sin hogar, con esa idea loca del mensaje para el doctor Forester…, no podemos dejarla sola en el desierto. Voy a traerla de vuelta, y trataré de que Forester la vea. Me hago responsable.

Pedaleó hasta la curva, y luego durante un kilómetro. No encontró a Jane Carter. Poco después regresó a la verja.

—¿La encontraste? —le preguntó el sargento.

Ironsmith negó con la cabeza, secándose el pegajoso sudor de la cara.

—¿Dónde se ha metido entonces?

—No lo sé. —Ironsmith miró incómodo la carretera vacía tras él—. Pero no está.

—Seguiré vigilando. —El sargento cogió unos prismáticos—. No la veo por ninguna parte. Ni a nadie más, hasta Salt City. —Se rascó la cabeza, ajustó automáticamente su gorra al ángulo adecuado y comprobó la pulcritud militar de sus botones y corbata—. Qué curioso —concluyó, vehemente—. Muy extraño.

Ironsmith asintió débilmente y le pidió el teléfono.

—Belle —le dijo a la operadora—, ponme por favor con la oficina del doctor Forester. Si no ha llegado todavía, quiero hablar con quien esté allí.