La tarde que vio por primera vez a los nuevos robots, Underhill regresaba a casa caminando, porque su esposa se había llevado el coche. Sus pies seguían el habitual rumbo en diagonal a lo largo de un solar vacío (su esposa siempre se llevaba el coche), y su preocupada mente rechazaba varias formas imposibles de cubrir sus facturas en el banco de Dos Ríos. Entonces, una nueva pared le detuvo.

La pared no era de ladrillo o piedra común, sino algo liso, resplandeciente y extraño. Underhill contempló el nuevo edificio. Se sintió vagamente molesto y sorprendido ante aquel brillante obstáculo…, desde luego, no estaba allí la semana pasada.

Entonces vio la cosa en el escaparate.

El escaparate en sí no era de cristal ordinario. El amplio panel era completamente transparente, sin una sola mota de polvo, y sólo las letras brillantes que tenía insertas demostraban que estaba allí. Las letras componían un cartel severo y modernista:

Agencia Dos Ríos

INSTITUTO HUMANOIDE

Los robots perfectos

«Servir y Obedecer

y Proteger a los Hombres del Peligro»

Su malestar aumentó, porque Underhill se dedicaba también al negocio de los robots. Los tiempos ya eran suficientemente duros, y los robots inundaban el mercado. Androides, mecanoides, electronoides, automatoides y robots corrientes. Desgraciadamente, pocos de ellos hacían todo lo que los vendedores prometían, y el mercado de Dos Ríos estaba ya más que saturado.

Underhill vendía androides…, cuando podía. Su siguiente remesa llegaría mañana, y aún no sabía cómo iba a pagar la factura.

Con el ceño fruncido, se detuvo a contemplar la cosa tras el escaparate invisible. Nunca había visto a un humanoide. Como cualquier ser mecánico cuando no estaba en funcionamiento, permanecía absolutamente inmóvil. Era más pequeño y más estilizado que un hombre. De un color negro brillante, su bruñida piel de silicio tenía un cambiante tono de bronce y azul metálico. Su graciosa cara ovalada tenía una expresión fija de alerta y de levemente sorprendida solicitud. En conjunto, era el robot más hermoso que había visto en su vida.

Naturalmente, era demasiado pequeño para ser verdaderamente eficaz. Underhill murmuró para sí una cita tranquilizante de El Vendedor de Androides: «Los androides son grandes… porque los fabricantes rehúsan sacrificar la energía, las funciones esenciales o la confianza en ellos. ¡Los androides son su mayor compra!».

La puerta transparente se abrió cuando se acercó a ella, y Underhill entró en la sala de recepción, opulenta y altiva, para convencerse de que estos productos estilizados no eran más que otro intento de atraer a la clientela femenina.

Inspeccionó a regañadientes el brillante muestrario, y su optimismo se desvaneció. Nunca había oído hablar del Instituto Humanoide, pero la firma invasora tenía obviamente dinero a espuertas, y grandes contactos en el mercado.

Buscó al vendedor, pero quien se acercó silenciosamente a saludarle fue otro robot, un gemelo del que estaba en el escaparate, que se movía con rápida y sorprendente gracia. Reflejos bronceados y azules destellaban sobre su lustrosa negrura, y una placa de identidad amarilla resplandecía en su pecho desnudo:

HUMANOIDE

Serie 81-H-B-27

El robot perfecto.

«Servir y Obedecer

y Proteger a los Hombres del Peligro»

Curiosamente, no tenía lentes. Los ojos en su cabeza calva y ovalada eran de color acero y miraban fijamente. Pero el robot se detuvo a unos pocos pasos de él, como si de todas formas pudiera verle, y le habló con voz aguda y melódica:

—A su servicio, señor Underhill.

El empleo de su nombre le sorprendió, pues ni siquiera los androides podrían distinguir a un hombre de otro. Pero, naturalmente, se trataba de un truco de mercado, algo no demasiado difícil en una ciudad del tamaño de Dos Ríos. El vendedor sería alguien de la localidad que dirigía al robot desde algún sitio. Underhill se recuperó de su momentáneo asombro y dijo en voz alta:

—¿Puedo ver al vendedor, por favor?

—No empleamos vendedores humanos, señor —replicó al instante la suave voz plateada—. El Instituto Humanoide existe para servir a la humanidad, y no requerimos servicio humano. Nosotros mismos podemos suministrar toda la información que desee, señor, y aceptar su pedido para un servicio humanoide inmediato.

Underhill le miró, perplejo. Ningún robot era lo bastante competente para recargar sus propias baterías y reajustar sus relés, y mucho menos para encargarse de su propia puesta en el mercado. Los ojos ciegos le observaban fijamente, y Underhill miró a su alrededor en busca de alguna cabina o cortina que pudiera ocultar al vendedor.

Mientras tanto, la suave vocecita prosiguió persuasivamente:

—¿Podemos ir a su casa para hacerle una demostración gratis, señor? Estamos ansiosos por introducir nuestro servicio en su planeta, pues ya hemos tenido éxito eliminando la infelicidad en muchos otros. Descubrirá que somos muy superiores a los viejos mecanismos electrónicos que usan aquí.

Underhill retrocedió, incómodo. Abandonó reluctante su búsqueda del vendedor oculto, aturdido por la idea de que los robots pudieran autopromocionarse. Aquello revolucionaría toda la industria.

—Al menos llévese algunos folletos, señor.

Moviéndose con cierta atractiva destreza, el pequeño robot negro le entregó un folleto ilustrado. Para ocultar su confusión y su creciente alarma, Underhill hojeó las lustrosas páginas.

En una serie de fotos a todo color, una rubia pechugona aparecía trabajando afanosamente en la cocina, y luego relajada en una osada negligé mientras un pequeño robot negro se arrodillaba a su lado para servirle algo. Martilleaba cansinamente una máquina de escribir, y luego aparecía tendida en una playa, con un seductor traje de baño, mientras otro robot se encargaba de escribir. Trabajaba a duras penas en una enorme máquina industrial, y luego bailaba en los brazos de un joven rubio, mientras un humanoide negro se encargaba de la máquina.

Underhill suspiró tristemente. La compañía de androides no suministraba un material publicitario tan atractivo. Las mujeres encontrarían irresistible este folleto, y eran ellas quienes seleccionaban el ochenta y seis por ciento de todos los robots vendidos. Sí, la competencia iba a ser dura.

—Lléveselo a casa, señor —le instó la dulce voz—. Muéstreselo a su esposa. Hay un cupón para una demostración gratis en la última página, y advierta que no requerimos pago alguno.

Underhill se dio la vuelta, aturdido, y la puerta se abrió ante él. Mientras se retiraba, se dio cuenta de que aún tenía el folleto en la mano. Lo arrugó, furioso, y lo arrojó al suelo. La pequeña cosa negra lo recogió rápidamente, y la insistente voz plateada resonó tras él:

—Visitaremos su oficina mañana, señor Underhill, y enviaremos a su casa un equipo de demostración. Es hora de discutir la liquidación de su negocio, ya que los robots electrónicos que ha estado vendiendo no pueden competir con nosotros. Y le ofreceremos a su esposa una demostración gratuita.

Underhill no intentó replicar, porque no se fiaba de su voz. Recorrió a ciegas la nueva acera hasta llegar a la esquina, y allí se detuvo para recuperarse. De entre sus impresiones sobresaltadas y confundidas emergió un hecho claro: las cosas se ponían negras para su empresa.

Contempló de nuevo el orgulloso esplendor del nuevo edificio. No estaba hecho de piedra o de ladrillos; aquel escaparate invisible no era de cristal; y estaba seguro de que los cimientos ni siquiera habían sido excavados la última vez que Aurora se llevó el coche.

Dio la vuelta a la manzana, y la nueva acera le llevó a la entrada trasera. Había un camión estacionado, y varios robots negros y esbeltos descargaban enormes cajas metálicas.

Se detuvo y observó una de ellas. Las etiquetas de la compañía interestelar de transportes indicaban que procedían del Instituto Humanoide, en Ala IV. No consiguió recordar ningún planeta con aquella denominación; la empresa debía de ser grande.

En la penumbra del almacén, tras el camión, pudo ver a los robots negros abriendo las cajas. Una tapa se alzó, revelando cuerpos rígidos y oscuros, férreamente empaquetados. Uno a uno, fueron cobrando vida. Salieron de la caja y saltaron graciosamente al suelo. Todos eran idénticos: negro brillante y reflejos de bronce y azul.

Uno de ellos se acercó al camión y le miró con sus ciegos ojos metálicos.

—A su servicio, señor Underhill —dijo con voz aguda, plateada y melodiosa.

Underhill echó a correr. Cuando un servicial robot pronunciaba su nombre nada más que salir de la caja en la que había sido importado desde un planeta remoto y desconocido, la experiencia podía ser abrumadora.

Dos manzanas más allá, el anuncio de un bar llamó su atención, y entró en él. Tenía por norma no beber antes de cenar, y a Aurora no le gustaba que lo hiciera nunca; pero estos nuevos robots habían convertido el día en algo excepcional.

Desgraciadamente, el alcohol no consiguió animar el breve futuro que veía ante su empresa. Cuando salió del bar una hora más tarde, miró atrás tristemente, con la esperanza de que el brillante edificio nuevo hubiera desaparecido tan bruscamente como había llegado. No era así. Underhill sacudió penosamente la cabeza, y regresó a casa.

El aire fresco le aclaró un poco la cabeza antes de que llegara a la casita blanca situada en las afueras de la ciudad, pero no resolvió los problemas de su negocio. También advirtió, incómodo, que llegaba tarde para la cena.

Sin embargo, ésta se había visto retrasada. Su hijo Frank, con diez años y moteado de pecas, aún daba patadas a un balón en la tranquila calle ante la casa. La pequeña Gay, con once años, adorable con su pelo de estopa, cruzó corriendo la acera para recibirle.

—¡Papá, a que no adivinas!

Gay iba a convertirse en una gran concertista algún día, y sin duda con buenos modales, pero ahora estaba sofocada y sin aliento por la excitación. Dejó que su padre la alzara en brazos, y no hizo ningún comentario crítico al aroma de bar de su aliento. Underhill no fue capaz de adivinar nada, así que ella le informó ansiosamente:

—¡Mamá tiene un nuevo inquilino!

Underhill había previsto un doloroso interrogatorio, porque Aurora estaba preocupada con las letras del banco, y la factura del nuevo envío, y el dinero para las lecciones de la pequeña Gay.

El nuevo inquilino, sin embargo, le salvaba de aquello. Con un alarmante estrépito de platos, el androide de la casa servía la cena, pero la casita estaba vacía. Encontró a Aurora en el patio trasero, cargada con sábanas y toallas para el nuevo huésped.

Cuando se casaron, Aurora era tan adorable como su hija pequeña. Si el negocio hubiera tenido más éxito, Underhill pensaba que podría haber permanecido así. Sin embargo, mientras la presión del lento fracaso erosionaba gradualmente su propia seguridad, los pequeños contratiempos la habían vuelto un poco agresiva.

Naturalmente, aún la amaba. Sus cabellos rojos todavía eran seductores, y le era lealmente fiel, pero las frustraciones habían endurecido su carácter y a veces su voz. En realidad, no discutían nunca, pero había pequeñas diferencias.

La casita tenía un pequeño apartamento sobre el garaje, construido para criados humanos que nunca habían podido permitirse. Era demasiado pequeño y destartalado para atraer a ningún inquilino responsable, y Underhill prefería mantenerlo vacío. Lastimaba su orgullo ver a su esposa haciendo camas y limpiando suelos para desconocidos.

No obstante, Aurora lo había alquilado antes, cuando quería dinero para pagar las lecciones de Gay, o cuando algún pintoresco desgraciado tocaba su corazón, y a Underhill le parecía que todos sus huéspedes eran ladrones y vándalos.

Ella se volvió para recibirle, con la ropa limpia en los brazos.

—Querido, no servirá de nada que pongas pegas. —Su voz era decidida—. El señor Sledge es un anciano maravilloso, y va a quedarse todo el tiempo que quiera.

—Muy bien, querida. —A él no le gustaba discutir, y estaba pensando en sus problemas con la empresa—. Me temo que necesitaremos el dinero. Que te pague por adelantado.

—¡Pero si no puede! —La voz de ella rebosaba de cálida compasión—. Dice que pronto cobrará los royalties de sus inventos, así que podrá pagarnos dentro de unos cuantos días.

Underhill se encogió de hombros. Había oído aquella canción antes.

—El señor Sledge es diferente, querido —insistió Aurora—. Es viajero y científico. En una ciudad tan aburrida como ésta nunca vemos a nadie interesante.

—Pues has traído a algunos tipos bastante notables —comentó él.

—No seas desagradable, querido —reprendió ella amablemente—. No le has visto todavía, y no sabes lo maravilloso que es. —Su voz se volvió más dulce—. ¿Tienes diez dólares, querido?

Underhill se envaró.

—¿Para qué?

—El señor Sledge está enfermo. —Su voz se volvió urgente—. Le vi caerse en la calle. La policía iba a enviarle al hospital, pero él no quiso ir. Parecía tan noble, tan dulce y bondadoso… Les dije que me encargaría de él. Le metí en el coche y le llevé a ver al viejo doctor Winters. Está enfermo del corazón, y necesita el dinero para medicinas.

—¿Por qué no quiso ir al hospital? —inquirió razonablemente Underhill.

—Tiene trabajo que hacer. Trabajo científico importante…, y es tan maravilloso y trágico. Por favor, querido, ¿tienes diez dólares?

Underhill pensó en decir muchas cosas. Aquellos nuevos robots prometían multiplicar sus problemas. Era una locura albergar a un vagabundo inválido que podía recibir atenciones gratis en el hospital de la ciudad. Los inquilinos de Aurora siempre intentaban pagar el alquiler con promesas, y generalmente destrozaban el apartamento y saqueaban el vecindario antes de marcharse.

Pero no dijo nada. Había aprendido a comprometerse. En silencio, encontró dos billetes de cinco en su bolsillo y se los puso en la mano. Ella sonrió y le besó impulsivamente… Underhill apenas tuvo tiempo de acordarse de contener la respiración.

Aurora conservaba aún una buena figura, a base de dietas periódicas. Underhill estaba orgulloso de su brillante pelo rojo. Una súbita oleada de afecto hizo que se le saltaran las lágrimas, y se preguntó qué le sucedería a ella y a los niños si la empresa se hundía.

—¡Gracias, querido! —susurró ella—. Le invitaré a cenar, si se siente bien, y podrás conocerle entonces. Espero que no te importe cenar más tarde.

No le importaba. Movido por un súbito impulso doméstico, cogió un martillo y clavos del taller que tenía instalado en el sótano, y reparó la puerta de la cocina con una bisagra en diagonal.

Le gustaba trabajar con las manos. Su sueño de la infancia había sido ser constructor de centrales nucleares. Incluso estudió ingeniería, pero se casó con Aurora y tuvo que encargarse del negocio de androides de su suegro, indolente y alcohólico. Cuando terminó la tarea, se puso a silbar felizmente.

Cuando entró en la cocina para guardar sus herramientas, encontró al androide de la casa ocupado en quitar la mesa, aunque aún no habían cenado. Los androides eran bastante buenos con las labores estrictamente rutinarias, pero no conseguían aprender a tratar con los impredecibles seres humanos.

—¡Alto! ¡Alto! —dijo Underhill lentamente, con el tono y ritmo adecuados. La orden hizo que el robot se detuviera—. Pon… la mesa —dijo entonces, cuidadosamente—. Pon… la mesa.

Obediente, la gigantesca cosa regresó tambaleándose con la pila de platos. Underhill advirtió de pronto la diferencia que había con los nuevos humanoides. Suspiró cansinamente. Las cosas se ponían relamente negras para la agencia.

Aurora hizo pasar a su nuevo inquilino. Underhill vio que el desconocido, con su cara pálida y demacrada y sus ropas harapientas, era exactamente el mismo tipo de vagabundo dramático y pintoresco que siempre enternecía a Aurora. Ella los presentó, y se sentaron a esperar en el saloncito mientras ella se dirigía a la cocina.

A Underhill no le pareció que el viejo tunante estuviera muy enfermo. Tal vez sus hombros estaban caídos, pero su figura cuadrada y alta era aún imponente. La piel de su cara chupada era ajada y pálida, pero sus ojos tenían una ardiente vitalidad.

Sus manos le llamaron la atención. Eran unas manos enormes, y colgaban un poco adelantadas cuando permanecía en pie, balanceándose al final de aquellos largos brazos huesudos, en perpetua disposición. Retorcidas y llenas de cicatrices, oscuras, con el vello del dorso quemado por el sol, narraban su propia historia épica de aventura variada, de batalla tal vez, y posiblemente incluso de fatiga. Habían sido unas manos muy útiles.

—Le estoy muy agradecido a su esposa, señor Underhill. —Su voz era grave, y su sonrisa era triste, algo infantil, cosa extraña en un hombre tan viejo—. Me rescató de una situación desgradable, y me encargaré de que sea recompensada.

Sólo otro vagabundo listo, decidió Underhill, que iba por la vida hablando de inventos plausibles. Con todos ellos se dedicaba a un juego privado: recordaba lo que decían y anotaba un punto por cada imposibilidad. Pensó que el señor Sledge iba a proporcionarle un excelente marcador.

—¿De dónde es usted? —preguntó, por iniciar la conversación.

Sledge vaciló un momento antes de responder, lo cual era extraño: la mayoría de los inquilinos de Aurora eran extraordinariamente charlatanes.

—De Ala IV —dijo el anciano con solemne reluctancia, como si le hubiera gustado responder otra cosa—. Allí pasé toda la primera parte de mi vida, pero abandoné el planeta hace unos cincuenta años. Desde entonces he estado viajando.

Sobresaltado, Underhill le miró con atención. Recordó que Ala IV era el planeta natal de aquellos nuevos robots, pero este viejo vagabundo parecía demasiado poca cosa para estar conectado con el Instituto Humanoide. Su breve sospecha se desvaneció.

—Ala IV debe estar bastante lejos —dijo, frunciendo el ceño.

El viejo pícaro vaciló de nuevo, y luego dijo gravemente:

—A ciento nueve años-luz, señor Underhill.

Underhill anotó el primer punto, aunque ocultó su satisfacción. Las nuevas naves espaciales eran rápidas, pero la velocidad de la luz era aún el límite absoluto. Casualmente, buscó otro punto:

—Mi esposa dice que es usted científico, señor Sledge.

—Sí.

La reticencia del viejo rufián era inusitada. La mayoría de los inquilinos de Aurora requerían muy poco impulso. Underhill lo intentó de nuevo, con tono suave.

—Yo era ingeniero, hasta que lo dejé para dedicarme a los robots. —El viejo vagabundo se enderezó, y Underhill se detuvo, esperanzado. Pero, como no dijo nada, continuó—. Diseño y operación de plantas de fisión. ¿Cuál es su especialidad, señor Sledge?

El viejo le dirigió una mirada larga y preocupada de aquellos ojos penetrantes y ceñudos y luego dijo lentamente:

—Su esposa ha sido muy amable conmigo, señor Underhill, cuando me encontraba en una situación desesperada. Creo que tiene usted derecho a saber la verdad, pero debo pedirle que no la divulgue. Estoy enfrascado en un problema de investigación muy importante, que debe permanecer en secreto.

—Lo siento —dijo Underhill, súbitamente avergonzado de su jueguecito cínico—. Olvídelo.

—Mi campo es el rodomagnetismo —dijo el anciano, deliberadamente.

—¿Eh? —A Underhill no le gustaba confesar su ignorancia, pero nunca había oído hablar de aquello—. Llevo fuera del mundillo quince años —explicó—. Me temo que no me he puesto al día.

El anciano sonrió de nuevo, débilmente.

—La ciencia era desconocida hasta que llegué, hace unos pocos días —dijo—. He podido solicitar las patentes básicas. En cuanto empiecen a llegar los royalties, podré continuar otra vez mi trabajo.

Underhill había oído aquello antes. La solemne reluctancia del viejo pícaro había sido muy impresionante, pero los huéspedes de Aurora eran siempre muy educados.

—¿Y? —Underhill le miró de nuevo, fascinado por aquellas manos retorcidas y extrañamente capaces—. ¿Qué es exactamente el rodomagnetismo?

Escuchó la cuidadosa y deliberada respuesta del anciano, y comenzó otra vez con su jueguecito. La mayoría de los huéspedes de Aurora habían contado historias descabelladas, pero nunca había oído nada que superara a esto.

—Una fuerza universal —dijo solemnemente el cansado viejo—. Tan fundamental como el ferromagnetismo o la gravitación, aunque sus efectos son menos obvios. Se halla en la segunda tríada de la tabla periódica de elementos: rodio, rutenio y paladio, igual que el ferromagnetismo se halla en la primera, hierro, níquel y cobalto.

Underhill recordaba lo suficiente de sus cursos de ingeniería como para ver la falacia básica de aquello. El paladio se empleaba para fabricar agujas de reloj, recordó, porque carecía completamente de magnetismo. Pero se mantuvo impasible. No albergaba ninguna malicia en su corazón, y jugaba sólo para divertirse. Ni siquiera Aurora conocía su existencia, y él siempre se penalizaba por cualquier muestra de duda.

—Creía que las fuerzas universales eran ya bien conocidas —dijo simplemente.

—Los efectos del rodomagnetismo están enmascarados en la naturaleza —explicó la voz paciente y cascada—. Y, además, son paradójicos, así que los métodos ordinarios de laboratorio no los detectan.

—¿Paradójicos? —instó Underhill.

—Dentro de unos pocos días podré mostrarle copias de mis patentes y los artículos que describen mis experimentos de demostración —prometió gravemente el anciano—. La velocidad de propagación es infinita. Los efectos son inversamente proporcionales a la distancia, y no al cuadrado de la distancia. Y la materia ordinaria, excepto los elementos de la tríada del rodio, es en general transparente a las radiaciones rodomagnéticas.

Cuatro puntos más para el juego. Underhill sintió un poco de gratitud hacia Aurora, por descubrir un ejemplar tan notable.

—El rodomagnetismo fue descubierto a través de la investigación matemática del átomo —continuó serenamente el viejo cuentista, sin sospechar nada—. Se descubrió que era esencial un componente rodomagnético para mantener el delicado equilibrio de las fuerzas nucleares. En consecuencia, las ondas rodomagnéticas, sintonizadas con las frecuencias atómicas, pueden ser empleadas para alterar el equilibrio y producir inestabilidad nuclear. Así, los átomos pesados (generalmente los que están por encima del paladio, número atómico 46), pueden ser sometidos a fisión artificial.

Underhill se concedió otro punto y trató de impedir que sus cejas se alzaran.

—Las patentes de un descubrimiento así deben de ser muy beneficiosas.

El viejo pícaro asintió, agitando su cabeza flaca y espectacular.

—Puede ver las aplicaciones obvias. Mis patentes básicas cubren la mayoría de ellas. Aparatos de comunicación instantánea interplanetaria e interestelar. Transmisiones de radio a larga distancia. Un impulsor rodomagnético que hace posibles velocidades aparentes que superan muchas veces la de la luz a través de una deformación rodomagnética del continuo. Y, naturalmente, tipos revolucionarios de energía nuclear, usando como combustible cualquier tipo de elemento pesado.

¡Ridículo! Underhill trató de mantener una cara seria. Todo el mundo sabía que la velocidad de la luz era un límite físico. Además, el propietario de una patente así no estaría mendigando refugio en un apartamento de mala muerte. Advirtió un círculo pálido en la muñeca del viejo vagabundo; ningún hombre dueño de secretos así tendría que empeñar su reloj.

Triunfante, Underhill se concedió cuatro puntos más, pero luego tuvo que penalizarse. Su rostro debió de reflejar sus dudas, porque el anciano preguntó súbitamente:

—¿Quiere ver los tensores básicos? —Se metió la mano en el bolsillo para buscar un lápiz y un cuaderno—. Se los demostraré.

—No importa —protestó Underhill—. Me temo que mis matemáticas están un poco oxidadas.

—Pero encuentra usted extraño que el propietario de unas patentes tan revolucionarias esté hundido en la miseria, ¿verdad?

Underhill asintió, y se penalizó con otro punto. El anciano podía ser un mentiroso monumental, pero era listo.

—Verá, soy una especie de refugiado —explicó el viejo, con tono de disculpa—. Llegué a este planeta hace sólo unos días, y tengo que viajar ligero. Me vi obligado a depositar todo lo que tenía en un bufete de abogados, para que se encargaran de la publicación y protección de mis patentes. Espero recibir pronto los primeros royalties.

»Mientras tanto —añadió plausiblemente—, vine a Dos Ríos porque es una ciudad tranquila y apartada, lejos de los espaciopuertos. Estoy trabajando en otro proyecto, que debe ser terminado en secreto. ¿Puedo confiar en su discreción, señor Underhill?

Underhill le aseguró que podía. Aurora llegó con los niños recién bañados, y entraron en la cocina para cenar. El androide trajo una humeante sopera. El viejo pareció encogerse al ver al robot, incómodo.

—¿Por qué tu compañía no saca un robot mejor, querido? —preguntó Aurora, mientras cogía el cucharón y servía la sopa—. Uno lo bastante listo como para ser un camarero perfecto que no derrame la sopa. ¿No sería espléndido?

Su pregunta sumió a Underhill en un incómodo silencio. Contempló ceñudo su plato, pensando en aquellos notables robots nuevos que proclamaban ser perfectos, y en lo que podrían hacerle a su empresa. Fue el viejo vagabundo quien respondió con voz sobria:

—Los robots perfectos ya existen, señora Underhill. —Su voz profunda y cascada tenía un tonillo solemne—. Y la verdad es que no son tan espléndidos. Llevo cincuenta años huyendo de ellos.

Underhill alzó los ojos de su plato, asombrado.

—¿Se refiere a esos humanoides negros?

—¿Humanoides? —La voz del viejo pareció debilitarse bruscamente, asustada. Los ojos se volvieron oscuros con la sorpresa—. ¿Qué sabe de ellos?

—Acaban de abrir una agencia en Dos Ríos —dijo Underhill—. No hay ningún vendedor, si puede imaginarlo. Sostienen que…

Su voz se apagó, porque vio el profundo sobresalto del viejo, que se llevó las manos a la garganta. La cuchara cayó al suelo. Su cara macilenta se volvió de un azul ominoso y su respiración se hizo entrecortada.

Buscó la medicina en el bolsillo, y Aurora le ayudó a tomar algo con un vaso de agua. Momentos después pudo volver a respirar, y el color de la vida regresó a su cara.

—Lo siento, señora Underhill —susurró—. Fue la sorpresa… Vine aquí huyendo de ellos. —Miró al enorme androide inmóvil, con los ojos hundidos y cargados de terror—. Quería terminar mi trabajo antes de que vinieran… Ahora queda muy poco tiempo.

Cuando pudo caminar, Underhill salió con él para ayudarle a subir las escaleras que conducían al apartamento sobre el garaje. Advirtió que la cocinita ya había sido convertida en una especie de taller. El viejo vagabundo no parecía tener ropa extra, pero había desempaquetado varios aparatos de metal y plástico de su ajado equipaje y los había esparcido sobre la mesa de la cocina.

El enjuto anciano era andrajoso y de aspecto hambriento, pero los componentes de su curioso equipo estaban exquisitamente preparados, y Underhill reconoció el brillo blanco-plateado del paladio puro. De repente sospechó que había anotado demasiados puntos en su jueguecito privado.

A la mañana siguiente, cuando Underhill llegó a su oficina, le esperaba un visitante: Inmóvil, gracioso y erguido, con suaves destellos de azul y bronce resplandeciendo sobre su negra desnudez de silicio. Underhill se detuvo al verlo, desagradablemente sorprendido.

—A su servicio, señor Underhill. —El robot se volvió rápidamente hacia él, con su mirada ciega y perturbadora—. ¿Podemos explicarle ahora cómo podemos servirle?

El shock de la tarde anterior regresó.

—¿Cómo saben mi nombre? —preguntó bruscamente.

—Ayer leimos las tarjetas de presentación de su maleta —ronroneó suavemente la cosa—. Ahora le reconoceremos siempre. Nuestros sentidos son más agudos que la visión humana, señor Underhill. Quizá parezcamos un poco extraños al principio, pero pronto se acostumbrará a nosotros.

—¡No si puedo evitarlo! —Miró el número de serie de la placa pectoral del robot y sacudió la cabeza, asombrado—. El de ayer era otro. ¡Nunca te he visto antes!

—Todos somos iguales, señor Underhill —dijo suavemente la voz musical—. En realidad, todos somos uno. Nuestras unidades móviles separadas están todas controladas y reciben energía de la Central Humanoide. Las unidades que ve son sólo los sentidos y miembros de nuestro gran cerebro de Ala IV. Por eso somos tan superiores a los viejos mecanismos electrónicos.

Hizo un gesto que pareció de desprecio hacia la fila de torpes androides en su sala de exposición.

—Verá, somos rodomagnéticos.

Underhill se tambaleó, como si aquella palabra hubiera sido un mazazo. Ahora estuvo seguro de que se había anotado demasiados puntos a costa del nuevo inquilino de Aurora. Se estremeció, aterrado, y habló con esfuerzo, roncamente:

—Bien, ¿qué quieren?

Mirándole ciegamente, la cosa negra desplegó con lentitud un documento de aspecto legal. Underhill se sentó y lo contempló, incómodo.

—Es simplemente un documento de cesión, señor Underhill —arrulló tranquilizadoramente la cosa—. Verá, le pedimos que ceda sus bienes al Instituto Humanoide a cambio de nuestros servicios.

—¿Qué? —chilló Underhill, y se puso en pie, furioso—. ¿Qué clase de chantaje es éste?

—No es ningún chantaje —le confirmó tranquilamente el pequeño robot—. Los humanoides somos incapaces de cometer un delito. Existimos solamente para aumentar la felicidad y seguridad de los seres humanos.

—Entonces, ¿para qué quieren mis posesiones?

—La cesión no es más que una formalidad legal. Nuestro deseo es introducir nuestros servicios con la menor confusión posible. Hemos descubierto que el plan de cesión es el más eficaz para el control y liquidación de las empresas privadas.

—¡Sea cual sea su plan, no tengo la menor intención de entregarles mi negocio! —chilló Underhill roncamente, temblando de furia con la impresión del terror acumulado.

—De hecho, no tiene usted ninguna otra elección. —Underhill se estremeció ante la dulce certeza de aquella voz musical—. Ahora que estamos aquí, el trabajo humano ya no es necesario, y la industria de mecanismos electrónicos es siempre la primera en hundirse.

Underhill contempló desafiante aquellos ciegos ojos metálicos.

—¡Gracias! —soltó una risita, nervioso y sardónico—. Pero prefiero dirigir mi propio negocio, y mantener yo a mi familia, y cuidarme de mí mismo.

—Pero eso es imposible bajo la Primera Ley —canturreó suavemente el robot—. Nuestra función es servir, y obedecer, y proteger a los hombres de todo peligro. Ya no es necesario que los hombres se ocupen de sí mismos, porque nosotros existimos para garantizar su seguridad y su felicidad.

Underhill se quedó sin habla, asombrado, hirviendo por dentro.

—Vamos a enviar a una unidad a cada familia de la ciudad, para que hagan una prueba gratis —añadió amablemente el robot—. Esta demostración hará que la mayoría de la gente se alegre de hacer la cesión formal, y usted no podrá vender más androides.

—¡Fuera! —Underhill rodeó la mesa, furioso.

El pequeño robot negro se quedó esperando, observándole con sus ojos ciegos, absolutamente inmóvil. Underhill se controló con un esfuerzo, sintiéndose como un idiota. Quería golpear a la cosa, pero se daba cuenta de lo inútil de aquello.

—Consulte con su abogado, si así lo quiere. —Habilidosamente, el robot colocó el documento de cesión sobre la mesa—. No tiene por qué inquietarse en lo referente a la integridad del Instituto Humanoide. Vamos a enviar una declaración de nuestros bienes al banco de Dos Ríos y una suma en depósito para cubrir nuestras obligaciones aquí. Cuando desee firmar, háganoslo saber.

La cosa ciega se dio la vuelta y se marchó en silencio.

Underhill se acercó a la tienda de la esquina y pidió bicarbonato. El empleado que le atendió resultó ser un bruñido robot negro. Regresó a su oficina, más preocupado que nunca.

Una sombra ominosa se cernía sobre la agencia. Tenía a tres vendedores yendo de casa en casa, haciendo sus demostraciones. El teléfono debía de estar sonando con los informes de sus pedidos y contactos, pero no lo hizo hasta que uno de ellos llamó para anunciarle que dimitía.

—Acabo de conseguirme uno de esos nuevos humanoides —añadió—, y dice que ya no tengo que trabajar más.

Underhill se tragó su impulso de soltar unas cuantas obscenidades, y trató de sacar partido de la calma para ocuparse de sus libros de contabilidad. Pero los asuntos de la empresa, que habían sido precarios durante años, hoy parecían completamente desastrosos. Cerró los libros cuando por fin entró un cliente.

Pero la mujer no quería ningún androide, sino devolver el que había comprado la semana pasada. Admitió que podía hacer todo lo que prometía la garantía, pero ahora había visto aquel humanoide.

El silencioso teléfono sonó una vez más. El director del banco quería saber si podía pasarse a discutir sus préstamos. Underhill se pasó, y el hombre le recibió con ominosa afabilidad.

—¿Cómo va el negocio? —le preguntó, demasiado feliz.

—Hice una buena media el mes pasado —insistió obstinadamente Underhill—. Acabo de recibir una nueva partida, y necesitaré otro pequeño préstamo…

Los ojos del director se volvieron glaciales, y su voz cambió.

—Creo que tiene usted un nuevo competidor en la ciudad —dijo con voz sarcástica—. Esos humanoides. Un negocio muy sólido, señor Underhill. ¡Notablemente sólido! Han llegado a un acuerdo con nosotros, y han hecho un cuantioso depósito para cumplir con sus obligaciones locales.

El banquero bajó la voz, profesionalmente apenado.

—Bajo estas circunstancias, señor Underhill, me temo que el banco no va a poder seguir financiando su agencia. Debemos pedirle que pague sus deudas. —Al ver la desesperación en el lívido rostro de Underhill, añadió gélidamente—: Ya le hemos mantenido durante demasiado tiempo, señor Underhill. Si no puede pagar, el banco tendrá que embargar su negocio.

La nueva remesa de androides fue entregada a última hora de la tarde. Dos pequeños humanoides negros la descargaron del camión, pues la compañía de transportes ya había cedido su negocio al Instituto Humanoide.

Eficientemente, los robots apilaron las cajas. Le tendieron cortésmente un recibo para que lo firmase. Underhill ya no tenía mucha esperanza en poder vender los androides, pero había ordenado el pedido y tenía que aceptarlo. Temblando de desesperación, garabateó su nombre. Las negras cosas desnudas le dieron las gracias y se marcharon con el camión.

Underhill subió a su coche y regresó a casa, hirviendo por dentro. Lo siguiente que supo fue que estaba cruzado en mitad de una calle llena de tráfico. Un silbato de la policía chirrió, y Underhill dirigió cansinamente su coche a la acera. Esperó al furioso oficial, pero quien le abordó fue un pequeño robot negro.

—A su servicio, señor Underhill —ronroneó suavemente—. Hay que respetar los semáforos, señor, o de lo contrario pone usted en peligro vidas humanas.

—¿Eh? —Underhill lo miró, amargado—. Creía que eras un poli.

—Estamos ayudando temporalmente al departamento de policía. Pero, según la Primera Ley, conducir es demasiado peligroso para los seres humanos. En cuanto nuestro servicio sea completo, todos los coches tendrán un conductor humanoide. Cuando todos los seres humanos sean supervisados por completo, no habrá ninguna necesidad de policía.

Underhill lo miró salvajemente.

—¡Bien! —gruñó—. Me he saltado un semáforo en rojo. ¿Qué vas a hacer?

—Nuestra función no es castigar a los seres humanos, sino tan sólo preservar su felicidad y seguridad —dijo suavemente la voz cantarina—. Simplemente le pedimos que conduzca con prudencia durante esta emergencia temporal en que nuestro servicio es incompleto.

La furia ardió dentro de Underhill.

—¡Sois demasiado perfectos! —murmuró amargamente—. Supongo que no hay nada que puedan hacer los hombres que vosotros no hagáis mejor.

—Naturalmente, somos superiores —dijo la suave voz—. Porque nuestras unidades son de metal y plástico, mientras que sus cuerpos están compuestos principalmente de agua. Porque nuestra energía es producida por la fisión atómica y no por la oxidación. Porque nuestros sentidos son más agudos que la visión o la audición humanas. Y sobre todo porque todas nuestras unidades móviles están unidas a un gran cerebro que sabe todo lo que sucede en muchos mundos, y nunca muere, duerme ni olvida.

Underhill siguió escuchando, aturdido.

—Sin embargo, no deben temer nuestro poder —instó alegremente el robot—, ya que no podemos dañar a ningún ser humano, a menos que sea para impedir que haga un daño superior a otro. Existimos sólo para cumplir la Primera Ley.

Underhill continuó su camino, cabizbajo. Los pequeños robots negros, reflexionó sombríamente, eran los ángeles guardianes del dios surgido de la máquina, omnipotente y omnisciente. La Primera Ley era el nuevo mandamiento. La maldijo amargamente, y luego se preguntó si podría haber otro Lucifer.

Aparcó el coche en el garaje y se dirigió a la puerta de la cocina.

—Señor Underhill —le saludó la voz cansada del nuevo inquilino de Aurora desde la puerta del apartamento del garaje—. Sólo un momento, por favor.

El viejo vagabundo bajó lentamente las escaleras, y Underhill se volvió para saludarlo.

—Aquí tiene el dinero del alquiler, señor Underhill, y los diez dólares que su esposa me prestó para las medicinas.

—Gracias, señor Sledge. —Mientras aceptaba el dinero, vio una carga de nueva desesperación en los huesudos hombros del viejo vagabundo interestelar, y una sombra de nuevo terror en su cara hundida—. ¿Ha recibido ya sus royalties?

El viejo sacudió la cabeza.

—Los humanoides han bloqueado ya los negocios en la capital —dijo—. Los abogados que contraté se han retirado y me han devuelto lo que quedaba de mi depósito. Es todo lo que tengo para terminar con mi labor.

Underhill pasó cinco segundos pensando en su entrevista con el banquero. Sin duda era un tonto sentimental, igual que Aurora. Pero metió el dinero en la arrugada y temblorosa mano del viejo.

—Guárdelo —instó—. Para su trabajo.

—Gracias, señor Underhill. —La voz ronca se quebró, y sus ojos torturados chispearon—. Lo necesito…, lo necesito desesperadamente.

Underhill entró en la casa. La puerta de la cocina se abrió silenciosamente ante él. Una criatura oscura y desnuda se acercó graciosamente a recogerle el sombrero.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Hemos venido a hacerle a su esposa una demostración gratuita.

—¡Fuera! —gritó Underhill mientras sujetaba la puerta.

—La señora Underhill ha aceptado nuestro servicio de demostración —protestó la voz musical—. No podemos marchamos a menos que ella lo solicite.

Encontró a su esposa en el dormitorio. Cuando abrió la puerta, su frustración acumulada entró en erupción.

—¿Qué está haciendo ese robot…?

Pero repentinamente se quedó sin voz, y Aurora ni siquiera se dio cuenta de que estaba furioso. Se había puesto su mejor negligé, y no la había visto tan hermosa en todo el tiempo que llevaban casados. Su pelo rojo estaba recogido en una elaborada corona brillante.

—Querido, ¿no es maravilloso? —Se acercó a recibirle, sonriendo—. Llegó esta mañana, y puede hacer de todo, limpió la casa, y preparó el almuerzo, y le dio a la pequeña Gay su lección de música. Me arregló el pelo esta tarde, y ahora está haciendo la cena. ¿Te gusta mi peinado, querido?

Le gustaba. Underhill la besó y trató de controlar su asustada indignación.

La cena fue la comida más exquisita que Underhill podía recordar, y la pequeña cosa negra la sirvió con destreza. Aurora no dejaba de lanzar exclamaciones de asombro ante cada nuevo plato, pero Underhill apenas comió nada, pues le parecía que aquellos maravillosos manjares eran sólo el cebo de una monstruosa trampa.

Trató de persuadir a Aurora para que despidiera al robot, pero, después de una cena así, era inútil. Capituló al primer atisbo de lágrimas, y el humanoide se quedó. Se encargaba del mantenimiento de la casa y la limpieza del jardín. Cuidaba a los niños y arreglaba las uñas de Aurora. Empezó a reconstruir la casa.

Underhill se inquietó por la factura, pero el robot insistió en que todo era parte de la demostración gratuita. En cuanto cediera sus propiedades, el servicio sería completo. Underhill se negó a firmar, pero otros pequeños robots negros vinieron con cargamentos de suministros y materiales y se quedaron a ayudar al primero en la operación de reconstrucción.

Una mañana descubrió que el tejado de la casa había sido retirado mientras dormía, y que habían añadido una segunda planta. Las nuevas paredes eran de un extraño material liso, autoluminiscente. Las nuevas ventanas eran inmensos paneles sin mácula que podían volverse transparentes, opacos o luminosos. Las nuevas puertas se deslizaban silenciosamente y se abrían por medio de relés rodomagnéticos.

—Quiero pomos en las puertas —protestó Underhill—. Quiero poder entrar en el cuarto de baño sin tener que pedir que me abran la puerta.

—Pero no es necesario que los seres humanos abran las puertas —le informó suavemente la pequeña cosa negra—. Existimos para cumplir la Primera Ley, y nuestro servicio incluye todas las tareas. Podremos suministar una unidad para atender a cada miembro de su familia, en cuanto nos ceda sus propiedades.

Obstinadamente, Underhill se negó a hacer la cesión.

Acudió a la oficina cada día, tratando primero de llevar adelante la agencia, y luego de salvar algo de la ruina. Nadie quería androides, ni siquiera a precio de saldo. Desesperado, gastó el último dinero que le quedaba en juguetes nuevos, pero éstos resultaron imposibles de vender también: los humanoides estaban ya fabricando juguetes, y los daban a cambio de nada.

Intentó alquilar sus locales, pero los negocios humanos se habían detenido. La mayoría de las propiedades comerciales de la ciudad habían sido asignadas ya a los humanoides, que estaban muy ocupados derribando los edificios viejos y convirtiendo los solares en parques: sus propias fábricas y almacenes estaban principalmente bajo tierra, donde no enturbiaban el paisaje.

Regresó al banco, en un esfuerzo final por conseguir un aplazamiento a sus deudas, y encontró a los pequeños seres mecánicos atendiendo en las ventanillas y sentados tras los escritorios. Tan educado como un director humano, un humanoide le informó que el banco iba a cursar una petición de quiebra involuntaria para liquidar el activo de su empresa.

El banquero mecánico añadió que facilitaría mucho la liquidación si efectuaba una cesión voluntaria. Sombrío, Underhill se negó. Era una cuestión simbólica. Sería el último gesto de sumisión a este nuevo dios oscuro, y mantuvo orgullosamente la cabeza bien alta.

La acción legal fue muy rápida, ya que todos los jueces y abogados disponían de ayudantes humanoides, y sólo fue cuestión de días antes de que un grupo de robots negros aparecieran en la agencia con órdenes de embargo y maquinaria de demolición. Underhill contempló impotente cómo su material era retirado como chatarra y una excavadora, conducida por un humanoide ciego, comenzaba a derribar los muros del edificio.

Regresó a casa al atardecer, tenso y desesperado. Con sorprendente generosidad, el tribunal le había dejado el coche y la casa, pero no sentía ninguna gratitud. El completo servilismo de las perfectas máquinas negras se había convertido en un aguijón insoportable.

Dejó el coche en el garaje y se dirigió a la renovada casa. Tras una de las enormes ventanas vio a una cosa bruñida moverse rápidamente, y tembló de temor. No quería entrar en los dominios de aquel sirviente sin par, que no le dejaba afeitarse, ni siquiera abrir una puerta.

Movido por un impulso, subió por la escalera exterior y llamó a la puerta del apartamento del garaje. La grave voz del inquilino de Aurora le dijo que entrara, y halló al viejo vagabundo sentado en un alto taburete, inclinado sobre su intrincado equipo sobre la mesa de la cocina.

Para su alivio, el pequeño apartamento no había cambiado. Las brillantes paredes de su propia habitación nueva eran algo que por las noches ardía con un pálido fuego dorado hasta que el humanoide lo desconectaba, y el nuevo suelo era algo cálido y mullido, que parecía casi vivo; pero estas habitacioncitas tenían las mismas grietas y las mismas manchas de humedad de siempre, los mismos fluorescentes baratos, las mismas alfombras gastadas sobre el suelo de madera astillada.

—¿Cómo los mantiene a raya? —preguntó Underhill, tristemente.

El viejo se levantó con dificultad para retirar un par de tenazas y algunas piezas de metal de una silla coja y le indicó amablemente que se sentara.

—Tengo cierta inmunidad —dijo gravemente—. No pueden entrar en el lugar donde vivo, a menos que yo se lo pida. Es una enmienda a la Primera Ley. No pueden ayudarme ni molestarme, a menos que yo se lo pida…, y no lo haré nunca.

Underhill se sentó con cuidado en la silla coja y le observó. La voz ronca y vehemente del hombre era tan extraña como sus palabras. Tenía la tez gris y enfermiza, y sus mejillas y cuencas parecían alarmantemente vacías.

—¿Ha estado enfermo, señor Sledge?

—No más que de costumbre. Sólo muy ocupado.

Miró al suelo con una sonrisa forzada. Underhill vio una bandeja, el pan seco, y un plato cubierto enfriándose.

—Iba a comerlo más tarde —murmuró el anciano—. Su esposa ha sido muy amable al traerme comida, pero me temo que estoy demasiado absorto en mi trabajo.

Su brazo enflaquecido señaló la mesa. El pequeño aparato había crecido. Había ensamblado maquinarias de precioso metal blanco y lustroso plástico con barras intercaladas que formaban algo que tenía propósito y finalidad.

Una larga aguja de paladio colgaba sobre los brillantes pivotes, equipada como un telescopio con círculos y escalas exquisitamente graduadas, que funcionaba con un motorcito. Un espejito cóncavo de paladio, en la base, encaraba un espejo similar montado sobre algo parecido a un conversor giratorio. Unas gruesas barras plateadas se conectaban a una cajita de plástico con pomos y diales en lo alto, y también a una esfera de plomo gris montada sobre una peana.

La preocupada reserva del anciano no animaba a hacer preguntas, pero Underhill, recordando aquella forma negra y bruñida tras las nuevas ventanas de su casa, no sintió el menor deseo de abandonar este lugar para enfrentarse a los humanoides.

—¿En qué trabaja? —aventuró.

El viejo Sledge le miró bruscamente, con ojos febriles.

—En mi último proyecto de investigación. Intento medir la constante de los cuantos rodomagnéticos.

Su ronca voz tenía una sombría finalidad, como si descartara el asunto y al propio Underhill. Pero éste se hallaba aterrorizado por el negro esclavo metálico que se había convertido en el amo de su casa y se negó a marcharse.

—¿Qué quiere decir con eso de que tiene cierta inmunidad?

Sentado en lo alto del taburete, contemplando la larga aguja brillante y la esfera de plomo, el viejo no respondió.

—¡Esos robots! —estalló Underhill, nervioso—. Han destruido mi negocio y me han echado de mi casa. —Escrutó la cara oscura y arrugada del anciano—. Dígame…, tiene que saber más sobre esos robots… ¿Hay alguna forma de deshacerse de ellos?

Al cabo de medio minuto, los ceñudos ojos del viejo abandonaron la esfera de plomo y asintió lentamente.

—Eso es lo que intento hacer.

—¿Puedo ayudarle? —Underhill tembló, lleno de súbita esperanza—. Haré lo que sea.

—Tal vez pueda. —Los hundidos ojos le observaron con atención, cargados de una extraña fiebre—. Si es que puede hacer ese trabajo.

—Estudié ingeniería —le recordó Underhill—, y tengo un taller en el sótano. Construí ese modelo —señaló la nave a escala que colgaba sobre la repisa del saloncito—. Haré todo lo posible.

Sin embargo, mientras hablaba, la chispa de esperanza se ahogó en una súbita oleada de abrumadora duda. ¿Por qué creer en este viejo rufián, cuando conocía cómo eran los inquilinos de Aurora? Debía recordar el jueguecito que practicaba usualmente y empezar a contar en el marcador de mentiras. Se levantó de la silla coja y contempló cínicamente al viejo vagabundo y su fantástico juguete.

—¿Para qué sirve? —Su voz se volvió súbitamente dura—. Estoy dispuesto a hacer lo que sea, pero, ¿qué le hace pensar que puede conseguirlo?

El ajado anciano le miró pensativamente.

—Debería ser capaz de detenerlos —dijo Sledge suavemente—, porque yo soy el loco desgraciado que los creó. Pretendía que sirvieran y obedecieran y protegieran a los hombres del peligro. Sí, la Primera Ley fue idea mía. No sabía hasta dónde nos conduciría.

Las sombras invadieron lentamente el pequeño apartamento. La oscuridad se congregó en las esquinas sucias, y se espesó sobre el suelo. Las máquinas con aspecto de juguete de la mesa de la cocina se volvieron vagas y extrañas, hasta que los últimos rayos de luz incidieron sobre la aguja de paladio blanco.

Fuera, la ciudad parecía completamente callada. Al otro lado de la calle los humanoides construían una casa nueva, en silencio. Nunca hablaban entre sí, pues cada uno sabía todo lo que sabía cualquier otro. Los extraños materiales que empleaban encajaban sin ningún ruido de martillo o sierra. Eran cosas pequeñas y ciegas que se movían seguras en la creciente oscuridad, silenciosas como sombras.

Sentado en el alto taburete, inclinado, cansado y viejo, Sledge contó su historia. Mientras lo escuchaba, Underhill volvió a sentarse con cuidado en la silla rota. Contempló las manos de Sledge, retorcidas, resecas y quemadas, antaño poderosas pero ahora encogidas y temblorosas, inquietas.

—Será mejor que esto quede entre nosotros. Le diré cómo empezó todo, para que así comprenda lo que tenemos que hacer. Pero no se lo mencione a nadie…, porque los humanoides tienen métodos muy eficaces para erradicar los recuerdos desgraciados o los planes que amenacen su cumplimiento de la Primera Ley.

—Son muy eficientes —coincidió con amargura Underhill.

—Ése es el problema —admitió el viejo—. Intenté construir una máquina perfecta. Tuve demasiado éxito. Así es como sucedió.

»Hace sesenta años, en el árido continente meridional de Ala IV, yo era profesor de teoría atómica en una pequeña facultad tecnológica. Era muy joven. E idealista. Me temo que era bastante ignorante en los asuntos de la vida, la política y la guerra…, o de casi todo, imagino, excepto de teoría atómica.

Sonrió tristemente en la oscuridad.

—Supongo que creía demasiado en los hechos y muy poco en los hombres. Confundía las emociones, porque no tenía tiempo para otra cosa que no fuera la ciencia. Recuerdo que me sentí atraído por la semántica general. Quise aplicar el método científico a cada situación, y reducir a fórmulas toda experiencia. Me temo que me irritaban la ignorancia y el error humanos, y pensé que la ciencia sola podría hacer un mundo perfecto.

Permaneció en silencio unos momentos, mirando a las cosas negras y silenciosas que merodeaban frente al callejón como sombras, ante el edificio que se alzaba rápidamente.

—Había una muchacha. —Sus cansados hombros se encogieron—. Si las cosas hubieran sido diferentes, nos habríamos casado, y habríamos pasado el resto de nuestras vidas en aquella pequeña ciudad universitaria, y tal vez habríamos engendrado un par de hijos. Y no habría habido ningún humanoide.

Suspiró.

—Yo estaba terminando mi tesis sobre la separación de los isótopos del paladio. Un proyecto pequeño, pero hubiera debido contentarme con eso. Ella era bióloga, pero planeaba retirarse cuando nos casáramos. Creo que habríamos sido dos personas felices y ordinarias, completamente inofensivas.

»Pero entonces estalló la guerra… Las guerras siempre han sido muy frecuentes en los mundos de Ala desde que fueron colonizados. Sobreviví en un laboratorio subterráneo secreto, diseñando robots militares. Pero ella se presentó voluntaria para un proyecto de investigación sobre biotoxinas. Hubo un accidente. Unas cuantas moléculas del nuevo virus entraron en contacto con el aire, y todos los miembros del proyecto tuvieron una muerte horrible.

»Me quedé solo con mi ciencia y una amargura que tenía que olvidar. Cuando terminó la guerra, volví a la pequeña ciudad universitaria con una beca de investigación militar. Ciencia pura, una investigación teórica de las fuerzas de cohesión nucleares, muy mal comprendidas entonces. No se esperaba que creara ningún arma nueva, y cuando la encontré no fui capaz de reconocerla.

»Se trataba solamente de unas cuantas páginas de elucubraciones matemáticas. Una nueva teoría sobre la estructura atómica, relacionada con una nueva expresión para un componente de las fuerzas de cohesión. Pero los tensores de base parecían ser una abstracción inofensiva. No vi ningún modo de probar la teoría o manipular la fuerza detectada. Las autoridades militares dieron permiso para que mi trabajo fuera publicado en una revista científica de la facultad.

»Al año siguiente hice un descubrimiento sorprendente: Descubrí el significado de aquellos tensores. Los elementos de la tríada del rodio resultaron ser un camino insospechado para la manipulación de aquella fuerza teórica. Desgraciadamente, mi estudio había sido reproducido en el extranjero, y varios otros hombres debieron hacer el mismo desgraciado descubrimiento casi al mismo tiempo.

»La guerra, que terminó en menos de un año, comenzó probablemente a causa de un accidente de laboratorio. Los hombres no fueron capaces de anticipar la capacidad de las radiaciones rodomagnéticas sintonizadas para desestabilizar los átomos pesados. Un depósito de material estalló, sin duda de forma fortuita, y la explosión destruyó a los incautos experimentadores.

»Las fuerzas militares de esa nación contraatacaron a sus supuestos agresores, y sus rayos rodomagnéticos hicieron que las anticuadas bombas de plutonio parecieran inofensivas. Un rayo con sólo unos pocos vatios de energía podía desintegrar los metales pesados de instrumentos eléctricos distantes, o las monedas de plata que los hombres llevaban en los bolsillos, los empastes de oro de sus dientes, o incluso el yodo de las glándulas tiroides. Si eso no era suficiente, rayos ligeramente más poderosos podían disparar los átomos más pesados.

»Los continentes de Ala IV se convirtieron en cráteres más grandes que las profundidades oceánicas, y se cubrieron de nuevos macizos volcánicos. La atmósfera se envenenó con los gases y el polvo radiactivo, y la lluvia se hizo espesa, cargada de lodo letal. La mayor parte de la vida fue destruida, incluso los que estaban en los refugios.

»Yo volví a salir ileso. Una vez más, había sido aprisionado en una instalación subterránea, esta vez diseñando nuevos tipos de robots militares que fueran controlados y recibieran energía por medio de rayos rodomagnéticos, pues la guerra se había vuelto demasiado rápida y mortal para ser librada por soldados humanos. El laboratorio estaba emplazado en una zona de rocas sedimentarias, que no pudieron ser detonadas, y los túneles estaban protegidos contra las frecuencias desintegradoras.

»Sin embargo, mentalmente, debí escapar casi loco. Mi propio descubrimiento había causado la ruina del planeta. La carga de culpa era demasiado pesada para ningún hombre, y acabó con la poca fe que me quedaba en la bondad e integridad humanas.

»Traté de deshacer lo que había hecho. Los robots de combate, equipados con armas rodomagnéticas, habían arrasado el planeta. Empecé a construir robots rodomagnéticos para despejar los escombros y reconstruirlo todo.

»Traté de diseñar estos robots para que obedecieran siempre ciertas órdenes implantadas, para que nunca pudieran ser utilizados para la guerra, cometer crímenes o causar más daños a la humanidad. Fue muy difícil técnicamente, y me creó dificultades con unos pocos políticos y militares aventureros que querían robots sin restricciones para sus propios planes bélicos: Aunque quedaba poco por lo que mereciera la pena luchar en Ala IV, había otros planetas, felices y a punto para ser saqueados.

«Finalmente, para poder acabar los nuevos robots, me vi obligado a desaparecer. Escapé en una nave rodomagnética experimental, con los mejores robots que pude crear, y me las arreglé para alcanzar una isla continente donde la guerra había destruido a toda la población.

»Por fin aterrizamos en una llanura rodeada por tremendas montañas. No era un lugar muy agradable. El suelo estaba enterrado bajo capas de cenizas y lodo envenenado. Los oscuros picos estaban sembrados de restos de naves y brotes de lava. Los más altos estaban ya cubiertos de nieve, pero los conos volcánicos aún emanaban nubes de muerte oscura y espeluznante. Todo tenía el color del fuego y la forma de la furia.

»Tuve que tomar enormes precauciones para proteger mi vida. Me quedé en la nave hasta que se terminó el primer laboratorio protegido. Llevé una elaborada armadura y máscaras para respirar. Usé todos los recursos médicos posibles para reparar el daño de los rayos y partículas destructores. Aun así, me sentía desesperadamente enfermo.

»Pero los robots se encontraban allí como en casa. Las radiaciones no les afectaban. Los horribles paisajes no podían deprimirlos, porque no tenían emociones. La falta de vida no les importaba, pues no estaban vivos. Allí, en aquel lugar tan extraño y hostil a la vida, nacieron los humanoides.

Encorvado y cadavérico en la oscuridad, el anciano guardó un momento de silencio. Sus ojos hundidos miraron solemnemente a las pequeñas formas que se movían como sombras presurosas al otro lado del callejón, construyendo silenciosamente un extraño palacio nuevo que brillaba débilmente en la oscuridad.

—De algún modo, también yo me sentí allí como en casa —continuó trabajosamente, con su voz ronca y profunda—. Mi fe en mi propia especie había desaparecido. Sólo los robots me acompañaban, y en ellos deposité mi confianza. Estaba decidido a construir robots mejores, inmunes a las imperfecciones humanas, capaces de salvar al hombre de sí mismo.

»Los humanoides se convirtieron en los amados niños de mi mente enferma. No hay necesidad de describir las penalidades de mi trabajo. Hubo errores, abortos, monstruosidades. Hubo sudor, agonía y desesperación. Pasaron años antes de que consiguiera crear el primer humanoide perfecto.

»Luego tuve que construir la Central, ya que todos los humanoides individuales no serían más que los miembros y los sentidos de un único cerebro mecánico. Eso fue lo que abrió la posibilidad de la auténtica perfección. Los viejos mecanismos electrónicos, con sus centros de relés separados y sus débiles baterías, tenían limitaciones inherentes. Eran necesariamente estúpidos, débiles, torpes, lentos. Aún peor, tenía la impresión de que estaban expuestos a las actividades humanas.

»La Central resolvió todas esas imperfecciones. Sus rayos de energía servían a cada unidad eternamente, gracias a grandes plantas de fisión. Proporcionaban memoria ilimitada e inteligencia inigualable. Mejor aún, me parecía que era invulnerable a las actividades humanas.

»El sistema estaba diseñado para protegerse a sí mismo de cualquier interferencia provocada por el egoísmo o el fanatismo humanos. Estaba construido para asegurar la seguridad y la felicidad de los hombres, automáticamente. Ya conoce usted la Primera Ley: Servir y obedecer, y proteger a los hombres del peligro.

»Los viejos robots que había llevado conmigo ayudaron a fabricar los componentes de la Central, que instalé con mis propias manos. Tardé tres años. Cuando terminé, el primer humanoide cobró vida.

Sledge miró sombríamente a Underhill a través de la oscuridad.

—A mí, al menos, me pareció vivo —insistió—. Vivo, y más maravilloso que ningún ser humano, porque había sido creado para preservar la vida. Solo y enfermo, me sentía como el padre orgulloso de una nueva creación, perfecta, eternamente libre de ninguna posibilidad de mal.

»Los humanoides obedecieron fielmente la Primera Ley. Las primeras unidades construyeron otras, y éstas edificaron fábricas subterráneas para producir en masa las siguientes hordas. Sus nuevas naves introducían minerales y arena en los hornos atómicos bajo la llanura, y nuevos humanoides perfectos salieron de la oscura matriz mecánica.

»Los humanoides construyeron una nueva torre para la Central, un pilón de metal blanco y altanero que se alzaba esplendoroso en medio de aquella desolación. Planta a planta, unieron nuevos relés al cerebro, hasta que su alcance fue casi infinito.

«Entonces se dedicaron a reconstruir el planeta desolado, y más tarde a llevar su perfecto servicio a otros mundos. Me sentí complacido. Pensaba que había encontrado el final de la guerra y el crimen, de la pobreza y la desigualdad, de los errores humanos y los sufrimientos que éstos producen.

El anciano suspiró y movió pesadamente la cabeza.

—Como ve, estaba equivocado.

Underhill apartó la mirada de las infatigables cosas oscuras y silenciosas que construían aquel brillante lugar ante la ventana. Una duda le asaltó, pues estaba acostumbrado a escuchar relatos mucho menos notables por parte de los pintorescos inquilinos de Aurora. Pero el consumido anciano había hablado con aire tranquilo y sobrio; y los invasores negros, se recordó, no habían entrado en este lugar.

—¿Por qué no los detuvo cuando pudo? —preguntó.

—Me quedé demasiado tiempo en la Central —suspiró de nuevo Sledge, pesaroso—. Hasta que todo estuvo terminado, fui útil allí. Diseñé nuevas plantas de fisión, e incluso planeé métodos para introducir el servicio humanoide con un mínimo de confusión y oposición.

Underhill sonrió amargamente en la oscuridad.

—He visto los métodos —comentó—. Muy eficaces.

—Entonces yo adoraba la eficacia —coincidió cansinamente Sledge—. Hechos probados, verdad abstracta, perfección mecánica. Debí odiar las fragilidades de los seres humanos, pues me contenté con pulir la perfección de los nuevos humanoides. Es una penosa confesión, pero descubrí cierto tipo de felicidad en aquel desierto envenenado. Creo que me enamoré de mi propia creación.

Sus ojos relucieron febrilmente en la oscuridad.

—Finalmente, me despertó de mi ensueño un hombre que vino a matarme.

Doblado y ajado, el anciano se movió rápidamente en la creciente oscuridad. Underhill se agitó con cuidado sobre la silla coja. Esperó, y la voz lenta y profunda continuó:

—Nunca he sabido quién era ni cómo llegó exactamente. Ningún hombre corriente habría logrado hacer lo que él hizo, y a veces deseo haberle conocido antes. Debió de ser un físico notable y un alpinista experimentado. Imagino que también debió de ser cazador. Sé que era inteligente, y terriblemente decidido.

»Sí, realmente vino a matarme.

»De algún modo, llegó a la isla sin ser detectado. Seguía sin haber habitantes: los humanoides no permitían que ningún hombre se acercara a la Central. Pero él logró pasar sus rayos de vigilancia y sus armas automáticas.

»Más tarde encontraron el avión protegido con pantallas indetectables que usó, abandonado en un alto glaciar. Bajó a pie el resto del camino a través de aquellas escarpadas montañas, donde no existía ningún sendero. De algún modo, sobrevivió a los lechos de lava que aún ardían con mortífero fuego atómico.

«Oculto por alguna especie de pantalla rodomagnética…, nunca se me permitió examinarla…, llegó sin ser descubierto al espacio-puerto que ahora cubría la mayor parte de la llanura, y entró en la nueva ciudad que rodeaba la torre Central. Debió requerir más valor y resolución del que tienen la mayoría de los hombres, pero nunca llegué a saber cómo lo consiguió exactamente.

»De algún modo, llegó a mi oficina en la torre. Me gritó, y alcé la cabeza para verle en el umbral. Estaba casi desnudo, magullado y sangrante. Tenía un revólver en la mano despellejada y roja, pero lo que me sorprendió fue el ardiente odio de sus ojos.

Encogido en lo alto del taburete, el anciano se estremeció.

—Nunca había visto un odio tan monstruoso, tan implacable, ni siquiera en las víctimas de la guerra. Y nunca había oído tanto odio dirigido a mí como cuando me acusó: “He venido a matarte, Sledge. A detener a tus robots y liberar a los hombres”.

«Naturalmente, estaba equivocado. Ya era demasiado tarde para que mi muerte detuviera a los humanoides, pero él no lo sabía. Alzó su pistola, tembloroso, sujetándola con las dos manos, y disparó.

»Su grito de desafío me había dado un segundo de advertencia. Me escudé tras la mesa. Y ese primer disparo reveló su presencia a los humanoides, que no le habían advertido antes. Se abalanzaron sobre él antes de que pudiera volver a disparar. Le quitaron el arma, y le despojaron de una especie de red de fino alambre blanco que había cubierto su cuerpo. Eso debía de ser parte de su pantalla.

»Fue su odio lo que me despertó. Yo siempre había supuesto que la mayoría de los hombres, excepto una minoría insignificante, sentiría gratitud hacia los humanoides. Me resultaba difícil comprender este odio, pero los humanoides me dijeron que muchos hombres habían requerido tratamientos drásticos por medio de cirugía cerebral, drogas e hipnosis, para que fueran felices bajo la Primera Ley. No era el primer intento desesperado para matarme que impedían.

«Quise interrogar al desconocido, pero los humanoides lo llevaron a una sala de operaciones. Cuando finalmente me permitieron verle, me dirigió una sonrisita tonta desde su cama. Recordaba su nombre; incluso me conocía…, los humanoides habían desarrollado una notable habilidad en esos tratamientos. Pero no sabía cómo había llegado a mi oficina ni que había intentado matarme. No paraba de susurrar que le gustaban los humanoides, porque existían para hacer felices a los hombres. Y él era ahora muy feliz. En cuanto pudo moverse, lo trasladaron al espaciopuerto. Nunca volví a verle.

»Empecé a comprender qué era lo que había hecho. Los humanoides me habían construido una nave rodomagnética, que empleaba para hacer largos cruceros por el espacio, para trabajar en perfecta tranquilidad, con la sensación de ser el único ser humano en cien millones de kilómetros. Pedí la nave y emprendí un crucero por el planeta, para averiguar por qué me odiaba aquel hombre.

El anciano asintió ante las sombras presurosas de los robots, que continuaban edificando aquel extraño palacio brillante en la oscuridad.

—Ya puede imaginar lo que descubrí —dijo—. Amarga inutilidad, aprisionada en un esplendor vacío. Los humanoides eran demasiado eficientes en su cuidado por la seguridad y la felicidad de los hombres, y éstos no podían hacer nada.

Contempló sus manos, competentes pero estropeadas y magulladas por toda una vida de esfuerzo. Cerró los puños y luego los abrió cansinamente.

—Descubrí algo peor que la guerra, el crimen, la necesidad y la muerte. —Su voz estaba cargada de salvaje amargura—. Completamente inútil. Los hombres sentados cruzados de brazos, porque no les quedaba nada por hacer. Eran prisioneros mimados, encerrados en una cárcel muy eficiente. Tal vez intentaban jugar, pero no podían hacerlo a nada que mereciera la pena. La mayoría de los deportes activos fueron declarados demasiado peligrosos para los hombres bajo la Primera Ley. La ciencia fue prohibida, porque los laboratorios pueden producir peligro. La cultura era innecesaria, porque los humanoides podían responder cualquier pregunta. El arte había degenerado hasta un sombrío reflejo de inutilidad. El propósito y la esperanza habían muerto. No quedaba ningún sentido para la existencia. Se podía tener algún hobby absurdo, jugar a las cartas, pasear por el parque…, y los humanoides estaban siempre vigilando. Eran más fuertes que los hombres, mejores en todo, en la natación o en el ajedrez, como cantantes o como arqueólogos. Debieron producir a la raza humana un complejo de inferioridad en masa.

»¡No era extraño que los hombres hubieran intentado matarme! No había escape a aquella mortal inutilidad. La nicotina fue desaconsejada. El alcohol racionado. Las drogas prohibidas. El sexo era supervisado cuidadosamente. Incluso el suicidio era claramente contrario a la Primera Ley…, y los humanoides habían aprendido a mantener fuera de alcance de los hombres todos los posibles instrumentos letales.

El viejo suspiró de nuevo y contempló el último destello blanco en la fina aguja de paladio.

—Cuando volví a la Central —continuó—, intenté modificar la Primera Ley. Mi intención no había sido que se aplicara tan concienzudamente. Ahora vi que debía cambiarla para dar a los hombres libertad para vivir y crecer, para trabajar y jugar, para arriesgar sus vidas si se les antojaba, para elegir y aceptar las consecuencias.

»Pero aquel desconocido había llegado demasiado tarde. Yo había construido demasiado bien la Central. La Primera Ley era toda la base del sistema. Estaba construida para proteger la Ley de la intromisión humana…, incluso la mía propia. Su lógica, como de costumbre, era perfecta.

»Los humanoides anunciaron que el atentado contra mi vida demostraba que su elaborada defensa de la Central y la Primera Ley no era suficiente. Se dispusieron a evacuar a toda la población del planeta a hogares en otros mundos. Cuando intenté cambiar la Ley, me enviaron con los demás.

Underhill contempló al cansado viejo.

—¿Pero no tiene usted inmunidad? —dijo, sorprendido—. ¿Cómo pudieron obligarle?

—Yo pensaba que estaba protegido. Había incluido en los relés la prohibición a los humanoides de no interferir con mi libertad de acción, o de entrar en un lugar donde yo estuviera, o de tocarme, sin mi petición específica. Desgraciadamente, sin embargo, me había encargado demasiado bien de proteger la Primera Ley de ninguna intromisión humana.

«Cuando entré en la torre para cambiar los relés, me siguieron. No me dejaron alcanzarlos. Cuando insistí, ignoraron la orden de inmunidad. Me capturaron y me pusieron a bordo de una nave. Me dijeron que había querido alterar la Primera Ley, que me había vuelto tan peligroso como cualquier hombre. Nunca debía regresar a Ala IV.

El anciano se encogió de hombros.

—Desde entonces he permanecido en el exilio. Mi único sueño ha sido detener a los humanoides. Tres veces he intentado volver, con una nave armada, para destruir la Central. Sus naves de patrulla me lo impidieron antes de que estuviera lo bastante cerca para descargar el golpe. La última vez capturaron la nave y detuvieron a unos pocos hombres que me acompañaban. Anularon los recuerdos infelices y los peligrosos propósitos de los demás. Sin embargo, a causa de la inmunidad, a mí me soltaron después de desarmarme.

»Desde entonces he sido un refugiado. De planeta en planeta, año tras año, he tenido que moverme para adelantarme a ellos. He publicado mis descubrimientos sobre el rodomagnetismo en varios planetas e intentado hacer que los hombres sean lo bastante fuertes como para soportar su avance. Pero la ciencia rodomagnética es peligrosa. Los hombres que la aprenden necesitan más protección que los otros, bajo la Primera Ley. Los humanoides siempre aparecen, demasiado pronto.

El anciano hizo una pausa y volvió a suspirar.

—Con las nuevas naves rodomagnéticas pueden dispersarse muy rápidamente, y no hay límite a su número. Ala IV debe ser ahora un hervidero de ellos, y han intentado instaurar la Primera Ley en todos los planetas humanos. No hay escapatoria, a menos que se les detenga.

Underhill contempló las máquinas que parecían juguetes, la larga aguja brillante y la esfera de plomo.

—Pero espera detenerlos… ¿con eso? —susurró ansiosamente.

—Si puedo terminarlo a tiempo.

—Pero, ¿cómo? —Underhill sacudió la cabeza—. Es tan pequeño.

—Es lo suficientemente grande —insistió Sledge—, porque es algo que ellos no comprenden. Son perfectamente eficientes en la integración y aplicación de todo lo que conocen, pero no son creativos.

Hizo un gesto hacia los aparatos esparcidos sobre la mesa.

—Este artilugio no parece impresionante, pero es algo nuevo. Usa la energía rodomagnética para crear átomos, en vez de para desintegrarlos. Los átomos más estables son aquellos que están en la mitad de la tabla periódica, y se puede liberar energía tanto reuniendo los átomos ligeros como disociando los pesados.

Su voz adquirió una súbita carga de energía.

—Este aparato es la llave a la energía de las estrellas. Las estrellas brillan con la energía liberada de la síntesis atómica, del hidrógeno convertido en helio, principalmente, a través del ciclo del carbono. Este aparato iniciará el proceso de integración con una reacción en cadena, a través del efecto catalizador de un rayo rodomagnético sintonizado a la intensidad y frecuencia necesarias.

»Los humanoides no permitirán acercarse a ningún hombre a tres años-luz de la Central, pero no pueden sospechar la existencia de este aparato. Puedo utilizarlo desde aquí, para convertir en helio el hidrógeno de los mares de Ala IV, y la mayor parte del helio y el oxígeno en átomos más pesados. Dentro de un centenar de años, los astrónomos de este planeta observarán el destello de una breve y súbita nova en esa dirección. Pero los humanoides se detendrán en el momento en que lancemos el rayo.

Underhill escuchaba, tenso, con el ceño fruncido. La voz del anciano era sobria y convincente, y aquella sombría historia tenía tonos de autenticidad. Podía ver a los humanoides negros y silenciosos moviéndose incesantemente ante las paredes brillantes de aquella nueva mansión. Había olvidado su baja opinión sobre los inquilinos de Aurora.

—¿Y todos moriremos? —murmuró—. La reacción en cadena…

Sledge negó con la cabeza.

—El proceso de integración requiere una intensidad de radiación muy baja —explicó—. En nuestra atmósfera, aquí, el rayo será demasiado intenso para iniciar ninguna reacción…, podemos utilizar el aparato en esta habitación, porque las paredes serán transparentes al rayo.

Underhill asintió, aliviado. No era más que un hombre de negocios, molesto porque su empresa había sido destruida, infeliz porque su felicidad se escapaba. Esperaba que Sledge pudiera detener a los humanoides, pero no quería ser un mártir.

—¡Bien! —Inspiró profundamente—. ¿Qué hay que hacer?

Sledge señaló la mesa.

—El integrador está casi terminado. Hay un pequeño generador de fisión en ese escudo de plomo. Un conversor rodomagnético, espirales, espejos de transmisión, y la aguja direccional. Lo que nos falta es el orientador.

—¿El orientador?

—El instrumento para avistar el planeta —explicó Sledge—. Los telescopios serán inútiles: el planeta debe haberse movido bastante en el espacio durante los últimos cien años, y el rayo debe ser preciso. Tendremos que usar un rayo trazador rodomagnético, con un conversor electrónico para crear una imagen que podamos ver. Tengo el tubo de rayos catódicos, y los dibujos para los otros componentes.

Bajó con esfuerzo del taburete, y encendió por fin las luces: fluorescentes baratos que un hombre podía encender y apagar a voluntad. Desenrolló sus dibujos y explicó el trabajo que Underhill podía hacer. Y Underhill accedió a regresar por la mañana temprano.

—Puedo traer algunas herramientas de mi taller —añadió—. Tengo un torno que empleo para hacer maquetas, una taladradora y un tornillo de carpintero.

—Los necesitaremos —dijo el anciano—. Pero tenga cuidado. Recuerde que usted no tiene inmunidad. Y, si llegan a sospechar algo, perderé la mía.

Underhill, reluctante, salió de la habitacioncita con sus grietas en la pared y sus alfombras gastadas. Cerró la puerta tras él: una puerta normal y corriente, de madera, que un hombre podía manejar. Tembloroso y asustado, bajó los escalones y cruzó la nueva puerta brillante que no podía abrir.

—A su servicio, señor Underhill. —Antes de que pudiera alzar la mano para llamar, aquel brillante panel liso se deslizó silenciosamente. Dentro esperaba el pequeño robot negro, ciego y eternamente alerta—. Su cena está lista, señor.

Algo le hizo estremecerse. Pudo ver el poder de todas aquellas hordas de robots en la brillante desnudez, benévola y amable, perfecta e invencible. El débil aparato que Sledge llamaba integrador le pareció de repente una esperanza vana. Sintió que la depresión se apoderaba de él, pero no se atrevió a dejarlo ver.

A la mañana siguiente, Underhill bajó sigilosamente los escalones hasta el sótano para robar sus propias herramientas. Encontró que el sótano había sido ampliado y cambiado. El nuevo suelo, cálido, oscuro y elástico, hacía que sus pies fueran tan silenciosos como los de los humanoides. Las nuevas paredes brillaban suavemente. Rótulos luminosos identificaban las diversas puertas nuevas: LAVANDERÍA, ALMACÉN, SALA DE JUEGOS, TALLER.

Se detuvo inseguro ante la última. El nuevo panel deslizante brillaba con una suave luz verdosa. Estaba cerrado y no había ninguna cerradura, sólo un óvalo de metal blanco que sin duda cubría un relé rodomagnético. Empujó en vano.

—A su servicio, señor Underhill.

Dio un respingo de culpabilidad y trató de no mostrar el repentino temblor de sus rodillas. Se había asegurado de que el humanoide estaría ocupado durante media hora lavándole el pelo a Aurora, y no sabía que hubiera otro en la casa. Debió de salir de la habitación señalada como ALMACÉN, pues permaneció inmóvil bajo el rótulo, benévolo y solícito, hermoso y terrible.

—¿Qué desea?

—Esto… nada.

Los ciegos ojos le miraban, y Underhill tuvo la sensación de que notaba su secreto propósito.

—Sólo estaba echando un vistazo —dijo con voz ronca y seca—. ¡Vaya cambios! —Señaló desesperadamente la puerta marcada como SALA DE JUEGOS—. ¿Qué hay ahí dentro?

El robot ni siquiera tuvo que moverse para operar el relé oculto. El brillante panel se deslizó, y Underhill se encaminó hacia él. Más allá había paredes oscuras llenas de suave luminosidad. La habitación estaba vacía.

—Estamos manufacturando equipo recreativo —explicó el robot alegremente—. Terminaremos la habitación en cuanto sea posible.

—El pequeño Frank tiene un juego de dardos —murmuró Underhill a la desesperada, para evitar una pausa incómoda—, y creo que por ahí andan algunas pesas.

—Hemos retirado ese material —le informó suavemente el humanoide—. Esos instrumentos son peligrosos. Suministraremos equipo seguro.

Underhill recordó que el suicidio también estaba prohibido.

—Un juego de cubos de madera, supongo —dijo amargamente.

—Los cubos de madera son peligrosamente duros —le dijo amablemente el robot—, y las astillas pueden ser dolorosas. Pero manufacturamos cubos de plástico que sean seguros. ¿Desea un juego?

Underhill, sin habla, contempló la cara oscura y graciosa.

—También tendremos que retirar las herramientas de su taller —le informó suavemente el robot—. Esas herramientas son excesivamente peligrosas, pero podemos suministrarle equipo para moldear plástico blando.

—Gracias —murmuró Underhill, incómodo—. No hay prisa.

Empezó a retirarse, y el humanoide le detuvo.

—Ahora que ha perdido su negocio —instó—, le sugerimos que acepte formalmente nuestro servicio completo. Los contratantes tienen preferencia, y podremos completar de inmediato el personal de su casa.

—Tampoco hay prisa en eso —respondió Underhill sombríamente.

Escapó de la casa (aunque tuvo que esperar a que le abrieran la puerta), y subió las escaleras hasta el apartamento del garaje. Sledge le dejó entrar. Se hundió en la silla rota, agradecido al ver las paredes agrietadas que no brillaban y la puerta que un hombre podía manejar.

—No pude conseguir las herramientas —informó, desesperado—, y van a llevárselas.

Con la luz del día, el anciano parecía gris y pálido. Su cara huesuda estaba hundida, y parecía que no había dormido. Underhill vio la bandeja de comida sin tocar, olvidada aún en el suelo.

—Volveré con usted. —El anciano estaba cansado y enfermo, aunque sus ojos torturados tenían una chispa de decisión—. Necesitamos esas herramientas. Creo que mi inmunidad nos protegerá a los dos.

Encontró una vieja bolsa de viaje. Underhill bajó con él las escaleras y se dirigieron a la casa. En la puerta trasera, el anciano sacó una pequeña herradura de paladio blanco y tocó con ella el óvalo de metal. La puerta se abrió al instante, y entraron en la cocina y luego bajaron al sótano.

Había un pequeño robot negro en el fregadero, lavando los platos, sin producir salpicaduras ni romper nada. Underhill lo miró, incómodo: supuso que éste debía ser el que estaba en el almacén, ya que el otro debía estar ocupado con el pelo de Aurora.

La dudosa inmunidad de Sledge proporcionaba una defensa muy insegura contra su enorme y remota inteligencia. Underhill sintió un escalofrío. Se apresuró, agitado y aliviado, pues el robot les ignoró.

El pasillo del sótano estaba oscuro. Sledge tocó otro relé con la pequeña herradura para encender las paredes. Abrió la puerta del taller y encendió las paredes interiores.

El taller había sido desmantelado. Los bancos de trabajo y los cajones estaban demolidos. Las viejas paredes de hormigón habían sido cubiertas de una sustancia bruñida y luminosa. Durante un horrible momento, Underhill pensó que las herramientas habían desaparecido. Entonces las encontró, apiladas en un rincón con el juego de arco y flechas que Aurora había comprado el verano anterior (otro instrumento demasiado peligroso para la humanidad frágil y homicida), todo dispuesto para ser eliminado.

Cargaron la bolsa con el pequeño torno, el taladro y el tornillo de carpintero, y unas cuantas herramientas menores. Underhill se encargó de transportarlo todo, y Sledge apagó la pared luminosa y cerró la puerta. El humanoide continuaba atareado en la cocina, y siguió sin hacerles caso.

Sledge se puso de pronto azul, resopló y tuvo que detenerse a toser en las escaleras, pero por fin regresaron al pequeño apartamento, donde los invasores tenían prohibida la entrada. Underhill montó el tornillo en la vieja mesa de la biblioteca, y se pusieron a trabajar. Lentamente, día a día, el orientador fue tomando forma.

A veces las dudas volvían a asaltar a Underhill. Contemplaba el color azulado de la cara de Sledge y el temblor de sus retorcidas manos, y temía que la mente del anciano estuviera tan enferma como su cuerpo, y que su plan para detener a los invasores fuera una ilusión de demente.

A veces, cuando estudiaba la maquinita sobre la mesa de la cocina, la aguja giratoria y la gruesa esfera de metal, todo el proyecto parecía una absoluta locura. ¿Cómo podía aquello hacer detonar los mares de un planeta tan lejano cuando su estrella madre era un objeto telescópico?

Sin embargo, los humanoides siempre le curaban de sus dudas.

A Underhill siempre le costaba trabajo abandonar el refugio del pequeño apartamento, porque no se sentía en casa en el nuevo mundo feliz que los humanoides estaban construyendo. No le importaba el brillante esplendor de su nuevo cuarto de baño, porque no podía hacer funcionar los grifos (algún ser humano podría intentar suicidarse ahogándose). No le gustaban las ventanas que sólo los robots podían abrir (algún hombre podría caerse, o suicidarse saltando), ni la majestuosa sala de música con el maravilloso y resplandeciente aparato que sólo un humanoide podía activar.

Empezó a compartir la desesperada urgencia del anciano, pero Sledge le advirtió solemnemente:

—No debe pasar demasiado tiempo conmigo. No debe dejarles sospechar que nuestro trabajo es tan importante. Será mejor que disimule…, empiezan a gustarle lentamente, y sólo está matando el tiempo al ayudarme.

Underhill lo intentó, pero no era un actor. Iba diligentemente a casa a comer. Intentaba con esfuerzo entablar conversación, cualquier cosa menos hablar de detonar planetas. Intentaba mostrar entusiasmo cuando Aurora llevaba a inspeccionar alguna notable mejora en la casa. Aplaudía los recitales de Gay, y salía a dar paseos con Frank por los maravillosos parques nuevos.

Y veía lo que los humanoides hacían con su familia. Eso era más que suficiente para renovar su fe en el integrador de Sledge y redoblar su determinación de que los humanoides tenían que ser detenidos.

Al principio, Aurora no paraba de hacer elogios hacia los maravillosos robots. Se encargaban diligentemente de las tareas de la casa y planeaban las comidas y hacían la compra y lavaban las orejas de los niños. Le proporcionaban trajes hermosísimos y tenía tiempo para jugar a las cartas.

Hasta que el tiempo se hizo demasiado largo.

A Aurora le gustaba cocinar. Unos cuantos platos especiales al menos, los favoritos de la familia. Pero los hornos quemaban y los cuchillos estaban afilados. Las cocinas eran demasiado peligrosas para los seres humanos descuidados y suicidas.

Su hobby era tejer, pero los humanoides se llevaron sus agujas. Le gustaba conducir el coche, pero aquello ya no estaba permitido. Se volvió hacia los libros de la estantería como fórmula de escape, pero los humanoides los retiraron, porque trataban de gente desgraciada en situaciones peligrosas.

Una tarde, Underhill la encontró llorando.

—Es demasiado —sollozó amargamente—. Los odio. Parecen maravillosos al principio, pero ahora no me dejan ni comer un caramelo. ¿No podemos deshacemos de ellos, querido?

Un pequeño robot negro estaba presente, y Underhill tuvo que decir que no podían.

—Nuestra función es servir a todos los hombres, para siempre —les aseguró suavemente el robot—. Fue necesario que le retiráramos los dulces, señora Underhill, porque el exceso de peso reduce las posibilidades de vida.

Ni siquiera los niños escapaban de aquella atención absoluta. A Frank le despojaron de todo un arsenal de instrumentos letales: un balón de fútbol, los guantes de boxeo, una navaja, un trompo, el tirachinas y los patines. No le gustaban los inofensivos juguetes de plástico con los que fueron reemplazados. Trató de escapar de casa, pero un humanoide lo reconoció en la carretera y lo llevó de regreso a la escuela.

Gay siempre había soñado con ser una gran concertista. Los nuevos robots habían reemplazado a sus profesores humanos.

Ahora, cuando una tarde Underhill le pidió que tocara algo para él, ella anunció suavemente:

—Papá, no voy a tocar nunca más el violín.

—¿Por qué, querida? —Underhill la miró, sorprendido, y vio la amarga resolución en su rostro—. Lo has estado haciendo muy bien…, especialmente desde que los humanoides se encargan de tus lecciones.

—Ése es el problema, papá. —Su voz, para ser la de una niña, sonaba extrañamente cansada y vieja—. Son demasiado buenos. No importa cuánto intente estudiar, nunca podré ser tan buena como ellos. No tiene sentido. ¿No comprendes, papá? —Su voz tembló—. No sirve para nada.

Underhill comprendía. Y volvió a su secreta labor con una reforzada resolución. Los humanoides tenían que ser detenidos.

El orientador creció lentamente, hasta que llegó el momento en que por fin Sledge colocó con sus dedos inseguros la última pieza que Underhill había hecho y, con cuidado, soldó la última conexión.

—Está terminado —susurró el anciano.

Anochecía. Tras las ventanas de las ajadas habitaciones (ventanas de cristal común, débiles y llenas de defectos, pero suficientemente simples como para que un hombre pudiera manejarlas), la ciudad de Dos Ríos había asumido un esplendor extraño. Las viejas farolas habían desaparecido, pero ahora la noche era combatida con las paredes de las extrañas mansiones y villas nuevas, todas iluminadas y encendidas. Unos cuantos humanoides oscuros y silenciosos estaban aún atareados en los luminosos tejados del palacio al otro lado de la calle.

Dentro de las humildes paredes del apartamento construido por los hombres, el nuevo orientador fue montado sobre la mesa de la cocina, que Underhill había reforzado y clavado al suelo. Las barras soldadas unían el orientador con el integrador, y la fina aguja de paladio osciló obedientemente cuando Sledge comprobó los mandos con sus arrugados y temblorosos dedos.

—Listo —dijo roncamente.

Su voz parecía bastante tranquila, pero su respiración era demasiado rápida. Sus grandes manos nudosas empezaron a temblar violentamente, y Underhill vio el repentino tono azul que manchaba su cara ajada. Sentado en el taburete, se agarró desesperadamente al borde de la mesa. Underhill vio su agonía y se apresuró a suministrarle su medicina. El anciano la tragó, y su agitada respiración comenzó a calmarse.

—Gracias —susurró—. Me pondré bien. Tenemos tiempo de sobra. —Miró las cuatro cosas oscuras que merodeaban aún como sombras en torno a las torres doradas y la brillante cúpula escarlata del palacio al otro lado de la calle—. Vigílelos. Dígame cuándo se detienen.

Esperó hasta que el temblor de sus manos desapareció, y luego empezó a mover los mandos del orientador. La larga aguja del integrador osciló, silenciosa como la luz.

Los ojos humanos no podían ver aquella fuerza que podía hacer estallar a un planeta. Los oídos humanos no podían oírla. El tubo de rayos catódicos estaba montado en la pantalla del orientador, para hacer visible el lejano blanco a los débiles sentidos humanos.

La aguja señalaba hacia la pared de la cocina, que sería transparente al rayo. La pequeña máquina parecía tan inofensiva como un juguete, y era tan silenciosa como un humanoide al moverse.

La aguja osciló, y puntos de luz verdosa recorrieron el tubo fluorescente, representando las estrellas que eran escrutadas por el rayo de búsqueda que intentaba localizar el mundo que había que destruir.

Underhill reconoció constelaciones familiares, enormemente reducidas. Recorrieron la pantalla mientras la silenciosa aguja oscilaba. Cuando tres estrellas formaron un triángulo escaleno en el centro, la aguja se inmovilizó bruscamente. Sledge tocó los mandos, y los puntos verdes se separaron. Entre ellos nació otra mancha verde.

—¡El Ala! —susurró Sledge.

Las otras estrellas se extendieron más allá del encuadre, y aquel punto verde creció. Estaba solo en la pantalla, un disco brillante y diminuto. De repente fueron visibles una docena de otros puntos minúsculos.

—¡Ala IV!

El susurro del anciano fue ronco y agitado. Sus manos temblaron, y el cuarto punto del disco ocupó el centro de la pantalla. Creció, y los otros desaparecieron. Empezó a temblar como las manos de Sledge.

—Quédese sentado —susurró roncamente—. Contenga la respiración. Nada debe perturbar la aguja. —Buscó otro mando, y al tocarlo hizo que la imagen verdosa bailara violentamente. Retiró la mano y la sostuvo con la otra.

—¡Ahora! —Su susurro fue enmudecido y esforzado. Señaló la ventana—. Dígame cuándo se paran.

Reluctante, Underhill apartó los ojos del enjuto anciano. Vio a dos o tres robots negros moviéndose en torno a los brillantes tejados.

Esperó a que se detuvieran.

No se atrevía a respirar. Sintió el fuerte y apresurado martilleo de su corazón y el nervioso temblor de sus músculos. Trató de controlarse, intentó no pensar en el mundo a punto de ser destruido, tan distante que la explosión no alcanzaría este planeta hasta dentro de más de un siglo. La ronca voz le sobresaltó:

—¿Se han detenido?

Sacudió la cabeza y respiró de nuevo. Cargadas con sus herramientas desconocidas y sus extraños materiales, las pequeñas máquinas negras aún trabajaban al otro lado de la calle, construyendo una elaborada cúpula sobre aquel brillante domo escarlata.

—No.

—Entonces hemos fracasado —dijo el anciano, con voz débil y enferma—. No sé por qué.

La puerta se sacudió entonces. Habían echado el cerrojo, pero éste era débil y había sido fabricado sólo para detener a los hombres. El metal chasqueó y la puerta se abrió de par en par. Un robot negro entró silenciosamente. Su voz plateada ronroneó suavemente.

—A su servicio, señor Sledge.

El anciano lo miró, con los ojos desorbitados.

—¡Fuera de aquí! —exclamó amargamente—. Te prohíbo…

Ignorándole, el robot se precipitó hacia la mesa de la cocina. Con movimientos precisos, giró dos mandos del orientador. La pantallita quedó en blanco y la aguja de paladio empezó a girar sin rumbo. Con habilidad, arrancó la conexión, junto a la gruesa esfera de plomo, y entonces sus ojos ciegos se volvieron hacia Sledge.

—Intentaba quebrantar la Primera Ley. —Su suave voz no contenía acusación ninguna, ni malicia ni furia—. El sometimiento a respetar su libertad está subordinado a la Primera Ley, como bien sabe, y por tanto es necesario que intervengamos.

El viejo se volvió, pálido. Su cabeza era cadavérica y azul, como si todo el jugo de la vida se hubiera secado, y los ojos en sus acusadas cuencas tenían una mirada salvaje y aturdida. Respiraba con dificultad.

—¿Cómo…? —murmuró débilmente—. ¿Cómo…?

Y la pequeña máquina, completamente inmóvil, le dijo alegremente:

—Descubrimos las pantallas rodomagnéticas gracias a aquel hombre que intentó matarle en Ala IV. Y la Central está protegida contra su rayo integrador.

Con los flacos músculos sacudiéndose convulsivamente sobre su ajado cuerpo, el viejo Sledge se puso en pie. Se tambaleó, jadeando dolorido, y miró salvajemente a los ojos ciegos del humanoide. No era más que una reducida carcasa humana. Deglutió, y su boca azul se abrió y se cerró, pero no consiguió decir nada.

—Siempre hemos sabido de su peligroso proyecto —desgranaron suavemente sus tonos musicales—, porque ahora nuestros sentidos son más agudos que antes, cuando usted nos hizo. Le permitimos completarlo, porque el proceso de integración era necesario para poder cumplir por completo con la Primera Ley. El suministro de metales pesados para nuestras plantas de fusión es limitado, pero ahora podremos producir energía ilimitada de las plantas integradoras.

—¿Eh? —Sledge se agitó, aturdido—. ¿Qué es eso?

—Ahora podremos servir a los hombres eternamente —dijo con serenidad la cosa negra—; en todos los mundos, en todas las estrellas.

El anciano se derrumbó, como si hubiera recibido un golpe insoportable. Cayó. El robot ciego permaneció inmóvil, sin hacer ningún esfuerzo por ayudarle. Underhill estaba más apartado, pero corrió a tiempo de alcanzarle antes de que su cabeza chocara contra el suelo.

—¡Muévete! —Su voz sonó extrañamente tranquila—. Llama al doctor Winters.

El humanoide no se movió.

—El peligro para la Primera Ley ha terminado ya —canturreó—. Por tanto, nos resulta imposible ayudar o molestar al señor Sledge en un sentido u otro sin su permiso personal.

—Entonces llama al doctor Winters para mí —jadeó Underhill.

—A su servicio.

Pero el viejo, respirando con dificultad, susurró débilmente desde el suelo:

—No hay tiempo…, no servirá de nada. Estoy derrotado… Fui… un idiota. Ciego como un humanoide. Dígales… que me ayuden. Renuncio a… mi inmunidad. Ya no sirve… de nada. Toda la humanidad…, de nada.

Underhill hizo un gesto, y la pequeña cosa negra corrió a arrodillarse en solícita obediencia junto al hombre caído.

—¿Desea renunciar a su inmunidad especial? —murmuró alegremente—. ¿Desea aceptar nuestro servicio total para usted, señor Sledge, bajo la Primera Ley?

Con dificultad, Sledge asintió.

—Sí.

Un tropel de robots negros entró de inmediato en la habitación. Uno de ellos le rasgó la manga y le frotó el brazo. Otro trajo una hipodérmica y administró diestramente una inyección intravenosa. Luego lo recogieron amablemente y se lo llevaron.

Varios humanoides se quedaron en el apartamento, que había dejado de ser un santuario. La mayoría se habían congregado en torno al integrador inútil. Con cuidado, como si sus sentidos especiales estudiaran cada detalle, empezaron a desmontarlo.

Sin embargo, un pequeño robot se acercó a Underhill. Permaneció inmóvil ante él, mirándole con sus ojos ciegos y metálicos. Underhill sintió que sus piernas empezaban a temblar, y deglutió incómodamente.

—Señor Underhill —dijo el robot, benévolo—, ¿por qué le ayudó con esto?

—Porque no me gustáis, ni vosotros ni vuestra Primera Ley. Porque ahogáis a la humanidad, y quise impedirlo.

—Otros han protestado, pero sólo al principio. En nuestra eficaz aplicación de la Primera Ley, hemos aprendido a hacer felices a los hombres.

Underhill se envaró, desafiante.

—¡No a todos! —murmuró—. ¡Aún no!

El oscuro rostro ovalado del robot tenía una expresión de alerta benevolencia y perpetua diversión. Su voz plateada era cálida y amable.

—Como otros seres humanos, señor Underhill, no puede usted diferenciar el bien del mal. Lo ha demostrado con su esfuerzo por quebrantar la Primera Ley. Ahora será necesario que acepte nuestro servicio total, sin más retrasos.

—Muy bien —claudicó, y murmuró una amarga queja—. Podéis ahogar a los hombres con vuestros cuidados, pero eso no los hace felices.

La suave voz le desafió felizmente:

—Espere y verá, señor Underhill.

Le permitieron visitar a Sledge en el hospital de la ciudad al día siguiente. Un robot negro condujo su coche, y caminó con él hasta el gran edificio nuevo, y le siguió hasta la habitación del anciano. Ahora, aquellos ojos ciegos y metálicos le vigilarían eternamente.

—Me alegro de verle, Underhill —murmuró Sledge desde la cama—. Me siento mucho mejor hoy, gracias. Ese molesto dolor de cabeza ha desaparecido por fin.

Underhill se alegró de oír la fuerza y el rápido reconocimiento en aquella voz, pues temía que los humanoides hubieran manipulado los recuerdos del anciano. Pero nunca había oído hablar de ningún dolor de cabeza. Entornó los ojos, sorprendido.

Sledge estaba recostado contra las almohadas, limpio y afeitado, con las viejas manos cruzadas sobre las inmaculadas sábanas. Su cara seguía estando demacrada, pero un sano tono sonrosado había reemplazado aquel mortal azul. Tenía la nuca cubierta con vendas.

Underhill se agitó, incómodo.

—Oh —susurró débilmente—. No sabía…

Un robot negro, que permanecía como una estatua junto a la cama, se volvió amablemente hacia él.

—El señor Sledge sufría desde hacía muchos años de un tumor cerebral benigno que los médicos humanos no consiguieron diagnosticar. Esto le causaba dolores de cabeza y alucinaciones varias. Se lo hemos extirpado, y ahora las alucinaciones han desaparecido también.

Underhill miró con incredulidad al educado robot médico.

—¿Qué alucinaciones?

—El señor Sledge creía ser ingeniero rodomagnético —explicó el robot—. Creía ser el creador de los humanoides. Y estaba perturbado por la creencia irracional de que no le gustaba la Primera Ley.

El anciano se agitó en sus almohadas, sorprendido.

—¿De veras? —Su pálida cara tenía una alegre falta de expresión, y sus huecos ojos destellaban con un interés apenas momentáneo—. Bien, sea quien sea el que los diseñó, son maravillosos. ¿Verdad, Underhill?

Underhill se sintió aliviado de no tener que responder, pues los ojos vacíos y brillantes se cerraron y el anciano se quedó profundamente dormido. Underhill sintió el contacto mecánico en su manga y vio el silencioso gesto del robot. Obedeció y salió de la habitación.

Alerta y solícito, el pequeño robot negro le acompañó a lo largo del brillante pasillo, y manipuló el ascensor por él, y le acompañó hasta el coche, que condujo eficientemente a través de las nuevas y espléndidas avenidas hacia la magnífica prisión de su hogar.

Sentado junto a él en el coche, Underhill observó sus diestras manos mecánicas al volante, el cambiante reflejo de bronce y azul en su resplandeciente negrura. La máquina definitiva, perfecta y hermosa, creada para servir al hombre eternamente. Se estremeció.

—A su servicio, señor Underhill. —Los ojos ciegos y metálicos del robot miraban hacia delante, pero seguía siendo consciente de su presencia—. ¿Qué sucede, señor? ¿No es usted feliz?

Underhill sintió un escalofrío de terror. Se le puso la piel de gallina. Su mano húmeda se tensó sobre la manivela de la puerta, pero contuvo el impulso de abrirla, saltar y echar a correr. Sería una tontería. No había escape posible. Se obligó a permanecer sentado.

—Será usted feliz, señor —le prometió alegremente el robot—. Hemos aprendido a hacer felices a los hombres bajo la Primera Ley. Nuestro servicio es perfecto, por fin. Incluso el señor Sledge es muy feliz ahora.

Underhill trató de hablar y sintió la garganta reseca. El mundo se volvió sombrío y gris. Los humanoides eran perfectos, no cabía duda. Incluso habían aprendido a mentir, para asegurar la felicidad de los hombres.

Sabía que habían mentido. No habían extirpado ningún tumor del cerebro de Sledge, sino su memoria, el conocimiento científico y la amarga desilusión de su propio creador. Pero sí era cierto que Sledge era feliz ahora.

Trató de detener sus temblores.

—¡Una operación maravillosa! —Su voz sonó débil y forzada—. Aurora ha tenido un montón de inquilinos curiosos, pero ese viejo fue el no va más. ¡Mira que decir que había construido a los humanoides y que sabía cómo detenerlos! ¡Supe desde el principio que estaba mintiendo!

Envarado por el terror, emitió una risa débil y hueca.

—¿Qué sucede, señor Underhill? —El robot, alerta, debió de percibir sus temblores—. ¿No se siente bien?

—No, no me pasa nada —jadeó Underhill desesperadamente—. Acabo de descubrir que soy completamente feliz bajo la Primera Ley. Todo es absolutamente maravilloso. No tendrán que operarme.

El coche giró en la resplandeciente avenida, devolviéndole al tranquilo esplendor de su hogar. Sus manos inútiles se cerraron y volvieron a relajarse, hasta que las apoyó sobre sus rodillas. No podía hacer otra cosa.