VÍSPERAS
Donde se habla de nuevo con el Abad, Guillermo tiene algunas ideas sorprendentes para descifrar el enigma del laberinto, y consigue hacerlo del modo más razonable. Después, él y Adso comen un pastelillo de queso.
El Abad nos esperaba con rostro sombrío y preocupado. Tenía un pergamino en la mano.
—Acabo de recibir una carta del abad de Conques —dijo—. Me comunica el nombre de la persona a quien Juan ha confiado el mando de los soldados franceses, y el cuidado de la indemnidad de la legación. No es un hombre de armas ni un hombre de corte, y también formará parte de la legación.
—Extraño connubio de diferentes virtudes —dijo inquieto Guillermo—. ¿Quién será?
—Bernardo Gui, o Bernardo Guidoni, como queráis llamarlo.
Guillermo profirió una exclamación en su lengua, que ni yo ni el Abad entendimos, y quizá fue mejor para todos, porque la palabra que dijo tenía resonancias obscenas.
—El asunto no me gusta —añadió en seguida—. Bernardo ha sido durante años el martillo de los herejes en la región de Toulouse y ha escrito una Practica officii inquisitionis heretice pravitatis[*] para uso de quienes deban perseguir y destruir a los valdenses, begardos, terciarios, fraticelli y dulcinianos.
—Lo sé. Conozco el libro. Inspirado en excelentes principios.
—Excelentes —admitió Guillermo—. Bernardo es devoto servidor de Juan, quien en el pasado le ha confiado muchas misiones, en Flandes y aquí, en la Alta Italia. Ni siquiera cuando fue nombrado obispo en Galicia, abandonó la actividad inquisitorial, pues nunca llegó a trasladarse a la sede de su diócesis. Yo creía que ahora estaba retirado en Lodève, también con el cargo de obispo, pero, según parece, Juan vuelve a usar de sus servicios, y precisamente aquí, en el norte de Italia. ¿Por qué precisamente Bernardo? ¿Por qué al mando de gente armada…?
—Hay una respuesta —dijo el Abad—, y confirma todos los temores que ayer os expresaba. Bien sabéis, aunque no queráis reconocerlo, que, salvo por la abundancia de argumentos teológicos, las tesis del capítulo de Perusa sobre la pobreza de Cristo y de la iglesia son las mismas que, en forma bastante más temeraria, y con un comportamiento menos ortodoxo, sostienen muchos movimientos heréticos. No se requiere un esfuerzo demasiado grande para demostrar que las tesis de Michele da Cesena, adoptadas por el emperador, son las mismas de Ubertino y de Angelo Clareno. Hasta aquí ambas legaciones estarán de acuerdo. Pero Gui podría ir más lejos, y es lo bastante hábil como para hacerlo: intentará demostrar que las tesis de Perusa son las mismas de los fraticelli o de los seudoapóstoles. ¿Estáis de acuerdo?
—¿Decís que es así o que Bernardo Gui dirá que es así?
—Digamos que digo que él lo dirá —concedió prudentemente el Abad.
—También yo creo que lo dirá. Pero eso estaba previsto. Quiero decir que sabíamos que sucedería, aunque Juan no hubiese enviado a Bernardo. A lo sumo Bernardo lo hará mejor que muchos curiales incapaces, y la discusión con él requerirá mucha mayor sutileza.
—Sí, pero aquí es donde surge el problema que ayer os mencionaba. Si entre hoy y mañana no encontramos al culpable de dos, o quizá de tres, crímenes, tendré que otorgar a Bernardo la facultad de vigilar lo que sucede en la abadía. A un hombre investido de tales poderes (y recordemos que con nuestro consenso) no podré ocultarle que en la abadía se han producido, y todavía se siguen produciendo, hechos inexplicables. Si no lo hiciera, cuando lo descubriese, si, Dios no lo quiera, llegase a producirse un nuevo hecho misterioso, tendría todo el derecho de clamar que ha sido traicionado…
—Tenéis razón —musitó Guillermo preocupado—. No hay nada que hacer. Habrá que estar atentos, y vigilar a Bernardo, quien estará vigilando al misterioso asesino. Quizá sea para bien, pues, al concentrarse en la búsqueda del asesino, Bernardo deberá descuidar un poco la discusión.
—No olvidéis que, al consagrarse a la búsqueda del asesino, Bernardo será como una espina clavada en el flanco de mi autoridad. Este turbio asunto me obliga por primera vez a ceder parte del poder que ejerzo en este recinto. El hecho es nuevo, no sólo en la historia de la abadía, sino también en la de la propia orden cluniacense. Haría cualquier cosa por evitarlo. Y lo primero que podría hacer sería negar hospitalidad a la legación.
—Ruego encarecidamente a vuestra excelencia que reflexione sobre tan grave decisión —dijo Guillermo—. Obra en vuestro poder una carta del emperador donde éste os invita calurosamente a…
—No ignoro los vínculos que me ligan al emperador —dijo con brusquedad Abbone—, y también vos los conocéis. Por tanto, sabéis que lamentablemente no puedo desdecirme. Pero aquí están sucediendo cosas muy feas. ¿Dónde está Berengario? ¿Qué le ha pasado? ¿Qué estáis haciendo?
—No soy más que un fraile que durante muchos años desempeñó con eficacia el oficio de inquisidor. Sabéis que en dos días es imposible descubrir la verdad. Además, ¿qué poderes me habéis otorgado? ¿Acaso puedo entrar en la biblioteca? ¿Acaso puedo formular todas las preguntas que quiera, apoyándome siempre en vuestra autoridad?
—No veo qué relación existe entre los crímenes y la biblioteca —dijo irritado el Abad.
—Adelmo era miniaturista; Venancio, traductor; Berengario, ayudante del bibliotecario… —explicó Guillermo con paciencia.
—Desde ese punto de vista, los sesenta monjes tienen que ver con la biblioteca, así como tienen que ver con la iglesia. Entonces, ¿por qué no buscáis en la iglesia? Fray Guillermo, estáis realizando una investigación por mandato mío, y dentro de los límites en que os he rogado que la realicéis. En todo lo demás, dentro de este recinto, yo soy el único amo después de Dios, y gracias a él. Y lo mismo valdrá para Bernardo. Por otra parte —añadió con tono más calmado—, ni siquiera es seguro que venga para participar en el encuentro. El Abad de Conques me escribe diciéndome que viene a Italia para ir hacia el sur. Dice incluso que el papa ha rogado al cardenal Bertrando del Poggetto que suba desde Bolonia para ponerse a la cabeza de la legación pontificia. Quizá Bernardo venga para encontrarse con el cardenal.
—Lo cual, desde una perspectiva más amplia, sería peor. Bertrando es el martillo de los herejes en la Italia central. Este encuentro de dos campeones de la lucha contra los herejes puede anunciar una ofensiva más vasta en el país, que acabaría involucrando a todo el movimiento franciscano…
—Hecho del que sin tardanza informaríamos al emperador —dijo el Abad—, pero entonces el peligro no sería inmediato. Estaremos atentos. Adiós.
Guillermo permaneció en silencio mientras el Abad se alejaba. Después dijo:
—Sobre todo, Adso, tratemos de no caer en apresuramientos. Es imposible resolver aprisa los problemas cuando para ello se necesita acumular tantas experiencias individuales. Ahora regresaré al taller, porque sin las lentes no sólo seré incapaz de leer el manuscrito, sino que tampoco valdrá la pena que volvamos esta noche a la biblioteca. Tú ve a averiguar si se sabe algo de Berengario.
En aquel momento llegó corriendo Nicola da Morimondo, trayendo pésimas noticias. Mientras intentaba biselar mejor la lente más adecuada, aquella en la que Guillermo había puesto sus mayores esperanzas, ésta se había quebrado. Y otra, que quizá hubiese podido reemplazarla, se había rajado cuando intentaba engastarla en la horquilla. Con ademán desconsolado, Nicola nos señaló el cielo. Era hora de vísperas y estaba cayendo la oscuridad. Aquel día ya no era posible seguir trabajando. Otro día perdido, admitió Guillermo con amargura, conteniéndose (según me confesó más tarde) para no coger del cuello al inhábil vidriero, quien, por lo demás, ya se sentía bastante humillado.
Con su humillación lo dejamos y fuimos a averiguar qué se sabía de Berengario. Por supuesto, no lo habían encontrado.
Teníamos la sensación de hallarnos en un punto muerto. Como no sabíamos qué hacer, dimos una vuelta por el claustro. Pero no tardé en advertir que Guillermo estaba absorto, con la mirada perdida, como si no viese nada. Un momento antes había extraído del sayo un ramito de aquellas hierbas que le había visto recoger hacía varias semanas. Ahora lo estaba masticando, y parecía producirle una especie de serena excitación. En efecto, estaba como ausente, pero cada tanto se le iluminaban los ojos, como si una idea nueva se hubiese encendido en el vacío de su mente; después volvía a hundirse en aquel embotamiento tan extraño, tan activo. De pronto dijo:
—Sí, podría ser…
—¿Qué? —pregunté.
—Estaba pensando en una manera de orientarnos en el laberinto. No es demasiado sencilla, pero sería eficaz… En el fondo, la salida está en el torreón oriental; eso lo sabemos. Ahora supón que tuviésemos una máquina que nos dijera dónde está el norte. ¿Qué sucedería en tal caso?
—Desde luego, con sólo doblar hacia nuestra derecha miraríamos hacia oriente. O con sólo caminar en la dirección opuesta sabríamos que estábamos dirigiéndonos hacia el torreón meridional. Pero, admitiendo incluso la existencia de semejante magia, el laberinto sigue siendo precisamente un laberinto, de modo que tan pronto como nos dirigiésemos hacia oriente nos encontraríamos con una pared que nos impediría continuar en esa dirección, y volveríamos a extraviarnos…
—Sí, pero la máquina a la que me refiero señalaría siempre hacia el norte, aunque cambiásemos de dirección, y en cada sitio sería capaz de decirnos hacia dónde deberíamos doblar.
—Sería maravilloso. Pero habría que tener esa máquina, y ésta debería ser capaz de reconocer el norte de noche y en un lugar cerrado, desde donde no se pudiera ver el sol ni las estrellas… ¡Creo que ni siquiera vuestro Bacon poseía semejante máquina! —dije riendo.
—Y te equivocas —repuso Guillermo—, porque se ha logrado fabricar una máquina como ésa, y algunos navegantes la han utilizado. No necesita del sol ni de las estrellas, porque aprovecha la fuerza de una piedra prodigiosa, similar a la que vimos en el hospital de Severino, aquella que atrae el hierro. Además de Bacon, la estudió un mago picardo, Pierre de Maricourt, quien describe sus múltiples usos.
—¿Y vos podríais construirla?
—No es muy difícil. Esa piedra puede usarse para obtener muchas cosas prodigiosas. Por ejemplo, una máquina capaz de moverse perpetuamente sin intervención de fuerza exterior alguna. Pero ha sido también un sabio árabe, Baylek al Qabayaki, quien ha descrito la manera más sencilla de utilizarla. Coges un vaso lleno de agua y pones a flotar un corcho en el que has clavado una aguja de hierro. Luego pasas la piedra magnética sobre la superficie del agua, moviéndola en círculo, hasta que la aguja adquiera las mismas propiedades que tiene la piedra. Entonces la aguja, pero otro tanto habría hecho la piedra si hubiese podido moverse alrededor de un pernio, se coloca con la punta hacia el norte. Y si te mueves con el vaso, la aguja siempre se desplaza para señalar hacia septentrión. Es inútil decirte que si, tomando como referencia septentrión, también marcas en el borde del vaso la posición del mediodía, la del aquilón, etc., siempre sabrás hacia dónde debes dirigirte en la biblioteca para llegar al torreón oriental.
—¡Qué maravilla! Pero ¿por qué la aguja siempre apunta hacia septentrión? La piedra atrae el hierro, lo he visto. Y supongo que una inmensa cantidad de hierro atraerá a la piedra. Pero entonces… ¡Entonces en dirección a la estrella polar, en los confines del globo, existen grandes minas de hierro!
—En efecto, alguien ha mencionado esa posibilidad. Pero la aguja no apunta exactamente hacia la estrella náutica, sino hacia el punto donde convergen los meridianos celestes. Signo de que, como se ha dicho, «hic lapis gerit in se similitudinem coeli»[*], y la inclinación de los polos del imán depende de los polos del cielo, no de los de la tierra. Éste es un buen ejemplo de movimiento impreso a distancia, no por directa causalidad material: problema del que se ocupa mi amigo Jean de Jandun cuando el emperador no le pide que descubra la manera de sepultar Aviñón en las entrañas de la tierra…
—Entonces vayamos a coger la piedra de Severino, un vaso, agua, un corcho… —dije excitado.
—No corras tanto. Ignoro a qué pueda deberse, pero nunca he visto una máquina que, perfecta en la descripción de los filósofos, resulte igual de perfecta en su funcionamiento mecánico. En cambio, la hoz del campesino, que jamás ha descrito filósofo alguno, funciona como corresponde… Tengo miedo de que si nos paseamos por el laberinto con una lámpara en una mano y un vaso lleno de agua en la otra… Espera, se me ocurre otra idea. La máquina señalaría también hacia el norte si estuviésemos fuera del laberinto, ¿verdad?
—Sí, pero entonces no la necesitaríamos, porque tendríamos el sol y las estrellas.
—Lo sé, lo sé. Pero si la máquina funciona tanto fuera como dentro, ¿por qué no sucedería otro tanto con nuestra cabeza?
—¿Nuestra cabeza? Claro que también funciona fuera. ¡Desde fuera sabemos perfectamente cuál es la orientación del Edificio! ¡Pero cuando estamos dentro es cuando ya no entendemos nada!
—Eso mismo. Pero, olvida ahora la máquina. Pensando en la máquina he acabado pensando en las leyes naturales y en las leyes de nuestro pensamiento. Lo que importa es lo siguiente: debemos encontrar desde fuera un modo de describir el Edificio tal como es por dentro…
—¿Cómo?
—Déjame pensar. No debe de ser tan difícil…
—¿Y el método que mencionabais ayer? ¿No os proponíais recorrer el laberinto haciendo signos con un trozo de carbón?
—No, cuanto más lo pienso, menos me convence. Quizá no logro recordar bien la regla, o quizá para orientarse en un laberinto haya que tener una buena Ariadna, que espere en la puerta con la punta del ovillo. Pero no hay hilos lo bastante largos. Y aunque los hubiese, eso significaría (a menudo las fábulas dicen la verdad) que sólo con una ayuda externa puede salirse de un laberinto. En el caso de que las leyes de fuera sean iguales a las de dentro. Pues bien, Adso, usaremos las ciencias matemáticas. Sólo en las ciencias matemáticas, como dice Averroes, existe identidad entre las cosas que nosotros conocemos y las cosas que se conocen en modo absoluto.
—Entonces reconoced que admitís la existencia de conocimientos universales.
—Los conocimientos matemáticos son proposiciones que construye nuestro intelecto para que siempre funcionen como verdaderas, porque son innatas o bien porque las matemáticas se inventaron antes que las otras ciencias. Y la biblioteca fue construida por una mente humana que pensaba de modo matemático, porque sin matemáticas es imposible construir laberintos. Por tanto, se trata de confrontar nuestras proposiciones matemáticas con las proposiciones del constructor, y puede haber ciencia de tal comparación, porque es ciencia de términos sobre términos. En todo caso, deja de arrastrarme a discusiones metafísicas. ¿Qué bicho te ha picado hoy? Mejor aprovecha tu buena vista, coge un pergamino, una tablilla, algo donde marcar signos, y un estilo… Muy bien, ya los tienes. ¡Qué hábil eres, Adso! Demos una vuelta alrededor del Edificio, antes de que acabe de oscurecer.
De modo que dimos aquella vuelta alrededor del Edificio. Es decir, examinamos de lejos los torreones oriental, meridional y occidental, así como los muros entre unos y otros. La parte restante daba al precipicio, pero por razones de simetría no debía de ser diferente del sector que podíamos observar.
Y lo que observamos, comentó Guillermo mientras me hacía tomar unos apuntes muy detallados en mi tablilla, fue que en cada muro había dos ventanas, y en cada torreón cinco.
—Ahora razona —dijo mi maestro—. En cada una de las habitaciones que visitamos había una ventana…
—Salvo en las de siete lados.
—Es natural, porque son las que están en el centro de cada torre.
—Y salvo otras que no eran heptagonales y tampoco tenían ventanas.
—Olvídalas. Primero encontraremos la regla. Después trataremos de justificar las excepciones. Por tanto, en la parte exterior tendremos cinco habitaciones por torre y dos habitaciones por muro, cada una con una ventana. Pero si desde una habitación con ventana se camina hacia el interior del Edificio, aparece otra sala con ventanas. Signo de que esas ventanas son internas. Ahora bien, ¿qué forma tiene el pozo interno, tal como se ve desde la cocina y el scriptorium?
—Octagonal.
—Perfecto. Y a cada lado del octágono pueden perfectamente abrirse dos ventanas. Eso significa, quizá, que en cada lado del octágono hay dos habitaciones internas. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, pero ¿y las habitaciones sin ventana?
—En total son ocho. Cinco de las paredes de las salas heptagonales internas corresponden a otras tantas habitaciones en cada torreón. ¿A qué corresponden las dos paredes restantes? No a una habitación que daría al exterior, porque en tal caso deberían verse las ventanas en el muro. Tampoco corresponden a una habitación dispuesta junto al octágono, por las mismas razones, y además porque en ese caso serían habitaciones demasiado largas. En efecto, trata de dibujar la imagen de la biblioteca vista desde arriba, y verás que por cada torre deben existir dos habitaciones que limitan con la habitación heptagonal y que, por el lado opuesto, comunican con otras dos habitaciones, situadas a su vez junto al pozo octagonal interno.
Intenté dibujar el plano que mi maestro me había sugerido, y lancé un grito de triunfo.
—¡Pero entonces ya lo sabemos todo! Dejadme contar… ¡La biblioteca tiene cincuenta y seis habitaciones, cuatro de ellas heptagonales, y cincuenta y dos más o menos cuadradas, ocho de estas últimas sin ventana, y veintiocho dan al exterior mientras dieciséis dan al interior!
—Y cada uno de los cuatro torreones tiene cinco habitaciones de cuatro paredes y una de siete… La biblioteca está construida de acuerdo con una proporción celeste a la que cabe atribuir diversos y admirables significados.
—Espléndido descubrimiento, pero entonces, ¿por qué es tan difícil orientarse en ella?
—Porque lo que no corresponde a ley matemática alguna es la disposición de los pasos. Unas habitaciones permiten acceder a varias otras. Las hay, en cambio, que sólo permiten acceder a una única habitación. Incluso cabe preguntarse si no habrá habitaciones desde las que sea imposible acceder a cualquier otra. Si piensas en esto, y además en la falta de luz, en la imposibilidad de guiarse por la posición del sol, a lo que hay que añadir las visiones y los espejos, comprenderás que el laberinto es capaz de confundir a cualquiera que lo recorra, turbado ya por un sentimiento de culpa. Pienso, además, en lo desesperados que estábamos ayer noche cuando no lográbamos encontrar la salida. El máximo de confusión logrado a través del máximo de orden: el cálculo me parece sublime. Los constructores de la biblioteca eran grandes maestros.
—¿Cómo haremos para orientarnos?
—Ahora no será difícil. Con el mapa que acabas de trazar, y que, mal que bien, debe de corresponder al plano de la biblioteca, tan pronto como lleguemos a la primera sala heptagonal trataremos de pasar a una de las dos habitaciones ciegas. Desde allí, si caminamos siempre hacia la derecha, después de tres o cuatro habitaciones, deberíamos llegar otra vez a un torreón, que sólo podrá ser el torreón septentrional, hasta que lleguemos a otra habitación ciega, que, por la izquierda, limitará con la sala heptagonal, y, por la derecha, deberá permitirnos un recorrido similar al que acabo de describirte, al cabo del cual llegaríamos al torreón de poniente.
—Sí. Suponiendo que todas las habitaciones comuniquen con otras habitaciones…
—Así es. Por eso necesitaremos tu plano, para marcar cuáles son las paredes sin abertura, y saber qué desviaciones vamos haciendo. Pero será bastante sencillo.
—¿Seguro que resultará? —pregunté perplejo, porque me parecía demasiado sencillo.
—Resultará. «Omnes enim causae effectuum naturalium dantur per lineas, angulos et figuras. Aliter enim impossibile est scire propter quid in illis»[*] —citó—. Son palabras de uno de los grandes maestros de Oxford. Sin embargo, lamentablemente, aún no lo sabemos todo. Hemos descubierto la manera de no perdernos. Ahora se trata de saber si existe una regla que gobierna la distribución de los libros en las diferentes habitaciones. Y los versículos del Apocalipsis no nos dicen demasiado, entre otras razones porque hay muchos que se repiten en diferentes habitaciones…
—¡Sin embargo, del libro del apóstol habrían podido extraerse mucho más que cincuenta y seis versículos!
—Sin duda. De modo que sólo algunos versículos sirven. Es extraño. Como si hubiese habido menos de cincuenta que sirvieran; treinta, veinte… ¡Oh, por la barba de Merlín!
—¿De quién?
—No tiene importancia, es… un mago de mi tierra… ¡Han usado tantos versículos como letras tiene el alfabeto! ¡Sin duda es así! El texto de los versículos no importa, sólo importan las letras iniciales. Cada habitación está marcada por una letra del alfabeto, ¡y todas juntas componen un texto que debemos descubrir!
—Como un carmen[*] figurativo, ¡con forma de cruz o de pez!
—Más o menos, y es probable que en la época en que se construyó la biblioteca ese tipo de cármenes estuviesen de moda.
—¿Y dónde empieza el texto?
—En una inscripción más grande que las otras, en la sala heptagonal del torreón por el que se entra… O bien… Sí, ¡en las frases que están en rojo!
—¡Pero son tantas!
—Entonces habrá muchos textos, o muchas palabras. Ahora lo que puedes hacer es copiar mejor tu mapa, y en un tamaño más grande. Cuando recorramos la biblioteca no sólo irás marcando, con pequeños signos, las habitaciones por las que pasemos, y la posición de las puertas y de las paredes (así como de las ventanas), sino también las letras iniciales de los versículos que vayamos encontrando, ingeniándotelas, como un buen miniaturista, para que las letras en rojo sean más grandes que las otras.
—¿Cómo habéis sido capaz de resolver —dije admirado— el misterio de la biblioteca observándola desde fuera, si no habíais podido resolverlo cuando estuvisteis dentro?
—Así es como conoce Dios el mundo, porque lo ha concebido en su mente, o sea, en cierto sentido, desde fuera, antes de crearlo, mientras que nosotros no logramos conocer su regla, porque vivimos dentro de él y lo hemos encontrado ya hecho.
—¡Así pueden conocerse las cosas mirándolas desde fuera!
—Las cosas del arte, porque en nuestra mente volvemos a recorrer los pasos que dio el artífice. No las cosas de la naturaleza, porque no son obra de nuestra mente.
—Pero en el caso de la biblioteca es suficiente, ¿verdad?
—Sí —dijo Guillermo—. Pero sólo en este caso. Ahora vayamos a descansar. Hasta mañana por la mañana no podré hacer nada. Espero que entonces tendré mis lentes. Mejor es que durmamos y nos levantemos temprano. Trataré de pensar un poco.
—¿Y la cena?
—¡Ah, sí, la cena! Ahora ya es tarde. Los monjes están asistiendo al oficio de completas. Pero quizá la cocina aún no esté cerrada. Ve a buscar algo.
—¿Robar?
—Pedir. A Salvatore, que ya es amigo tuyo.
—¡Entonces él robará!
—¿Acaso eres el guardián de tu hermano? —preguntó Guillermo, repitiendo las palabras de Caín.
Pero comprendí que bromeaba: lo que quería decir era que Dios es grande y misericordioso. De modo que me puse a buscar a Salvatore, y lo encontré cerca de las cuadras.
—Hermoso —dije señalando a Brunello, para iniciar la conversación—. Me gustaría montarlo.
—Non è possibile. Abbonis est[*]. Pero el caballo no necesita ser bueno para correr bien… —me señaló un caballo robusto pero no muy agraciado—. También ese sufficit… Vide illuc, tertius equi…[*]
Quería indicarme el tercer caballo. Me dio risa su latín estrafalario.
—¿Y qué harás con él? —le pregunté.
Entonces me contó una historia muy rara. Dijo que era posible lograr que cualquier caballo, hasta el animal más viejo y más débil, corriese tan rápido como Brunello. Para ello hay que mezclar en su avena una hierba llamada satirión, muy picada, y luego untarle los muslos con grasa de ciervo. Después se monta y, antes de espolearlo, se le hace apuntar el morro hacia levante y se pronuncian junto a sus orejas, tres veces y en voz baja, las palabras «Gaspar, Melchor, Merquisardo». El caballo partirá a toda carrera y en una hora recorrerá la distancia que Brunello recorrería en ocho. Y si se le cuelgan del cuello los dientes de un lobo que el propio caballo haya matado en su carrera, ni siquiera sentirá la fatiga.
Le pregunté si alguna vez había probado la receta. Me respondió —acercándose con aire circunspecto y hablándome al oído, y echándome su aliento realmente desagradable— que era muy difícil, porque ahora el satirión sólo lo cultivaban ya los obispos y sus amigos, los caballeros, quienes lo utilizaban para aumentar su poder. Le interrumpí para decirle que aquella noche mi maestro deseaba leer unos libros en su celda y prefería comer allí.
—Encargo yo —dijo—, hago padilla de quezo.
—¿Cómo es?
—Facilis. Coges il quezo que no sea demasiado viejo ni demasiado salado, y cortado en rebanaditas en trozos cuadrados o sicut te guste. Et postea pondrás un poco de butiro o bien de mantecca fresca á rechauffer sopra la brasia. Y dentro porremmo dos rebanadas di quezo, y cuando te parece que esté blando, zucharum et cannella supra positurum du bis. Et ponlo en seguida en tabula, porque pide comerse caliente caliente.[*]
—Encárgate del pastelillo de queso —le dije, y se alejó hacia la cocina diciéndome que lo esperara.
Media hora después llegó trayendo un plato cubierto con un paño. Olía bien.
—Tene[*] —me dijo, y también me dio una lámpara grande, llena de aceite.
—¿Para qué me la das? —pregunté.
—Sais pas, moi —dijo con aire socarrón—. Fileisch tu magister quiere ir a sitio oscuro questa notte.[*]
Sin duda, Salvatore sabía más de lo que se sospechaba. No seguí investigando, y llevé la comida a Guillermo. Comimos y después me retiré a mi celda. O al menos fingí que lo hacía. Todavía deseaba ver a Ubertino. De modo que a hurtadillas entré en la iglesia.