Quinto día

TERCIA

Donde Severino habla a Guillermo de un extraño libro y Guillermo habla a los legados de una extraña concepción del gobierno temporal.

Todavía arreciaba la disputa, cuando uno de los novicios que guardaban la puerta atravesó aquella confusión como quien cruza un campo castigado por el granizo y se acercó a Guillermo para decirle en voz baja que Severino quería hablarle con urgencia. Salimos al nártex, atestado de monjes curiosos que, a través de la maraña de gritos y ruidos, intentaban comprender lo que sucedía dentro. En primera fila vimos a Aymaro d’Alessandria, que nos recibió con su acostumbrada sonrisa burlona de conmiseración por la estupidez universal:

—Sin duda, desde que aparecieron las órdenes mendicantes la cristiandad se ha vuelto más virtuosa —dijo.

Guillermo lo apartó, no sin cierta dureza, para dirigirse al rincón donde nos estaba esperando Severino. Se le veía ansioso; deseaba hablarnos en privado, pero en aquella confusión era imposible encontrar un sitio tranquilo. Quisimos salir al exterior, pero en ese momento asomó Michele da Cesena por el umbral para decirle a Guillermo que regresase, porque la disputa estaba serenándose y había que seguir con las intervenciones.

Dividido entre dos nuevos sacos de heno, Guillermo le dijo al herbolario que hablase, y éste trató de que no lo oyeran los demás.

—Es cierto que, antes de ir a los baños, Berengario estuvo en el hospital —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

Algunos monjes se acercaron, intrigados por nuestra conversación. Severino bajó todavía más la voz, mientras miraba a su alrededor:

—Me habías dicho que ese hombre… debía tener algo consigo… Pues bien, he encontrado algo en mi laboratorio, mezclado con los otros libros… Un libro que no es mío, un libro extraño.

—Debe de ser aquél —dijo Guillermo exultante—, tráemelo en seguida.

—No puedo —dijo Severino—, después te lo explicaré, he descubierto… Creo haber descubierto algo interesante… Debes venir tú, tengo que mostrarte el libro… con cautela…

Se interrumpió. Nos dimos cuenta de que, silencioso como siempre, Jorge había aparecido casi de improviso a nuestro lado. Tenía los brazos extendidos hacia adelante, como si, no habituado a moverse en aquel sitio, intentara comprender hacia dónde estaba yendo. Una persona normal no hubiera podido escuchar los susurros de Severino, pero hacía tiempo que nos habíamos dado cuenta de que el oído de Jorge, como el de todos los ciegos, era particularmente agudo.

Sin embargo, el anciano pareció no haber escuchado nada. Incluso caminó alejándose del sitio en que nos encontrábamos. Tocó a uno de los monjes y le pidió algo. Éste lo cogió con delicadeza del brazo y lo condujo hacia afuera. En ese momento volvió a aparecer Michele para llamar a Guillermo. Mi maestro tomó una decisión:

—Por favor —le dijo a Severino—, regresa en seguida al sitio de donde has venido. Enciérrate y espera a que yo llegue. Tú —me dijo— sigue a Jorge. Aunque haya escuchado algo, no creo que se haga conducir al hospital. En todo caso, averigua adonde va.

Se dispuso a regresar a la sala, y vio (yo también lo vi) a Aymaro, que trataba de abrirse paso entre el gentío para ir tras Jorge, que en aquel momento estaba saliendo. Entonces Guillermo cometió una imprudencia, porque en voz alta, y desde el otro extremo del nártex, le dijo a Severino, que ya estaba casi fuera del edificio:

—Ten mucho cuidado. ¡No permitas que nadie…, que esos folios… regresen al sitio en que estaban antes!

En aquel momento, me disponía yo a seguir a Jorge, y vi al cillerero adosado contra la jamba de la puerta exterior: había oído las palabras de Guillermo y miraba alternativamente a mi maestro y al herbolario, con el rostro contraído por el miedo. Vio que Severino salía al exterior y fue tras él. Yo estaba en el umbral, y, mientras temía perder de vista a Jorge, que en cualquier momento desaparecería en la niebla, veía cómo a los otros dos también, aunque en la dirección opuesta, se los iba tragando la nada. Rápidamente, calculé qué debía hacer. Me habían ordenado que siguiera al ciego, pero porque se temía que estuviera yendo hacia el hospital. Pero la dirección que había tomado, junto con su acompañante, no era ésa, pues estaba cruzando el claustro y caminaba hacia la iglesia, o hacia el Edificio. En cambio, el cillerero estaba siguiendo, sin duda, al herbolario, y los temores de Guillermo se relacionaban con lo que podría llegar a suceder en el laboratorio. Por eso decidí seguir a estos últimos, mientras me preguntaba, entre otras cosas, adonde había ido Aymaro, suponiendo que no hubiese salido por razones muy distintas a las nuestras.

Me mantuve a una distancia razonable, pero sin perder de vista al cillerero, que ahora caminaba más lentamente, porque se había dado cuenta de que lo estaba siguiendo. No podía saber si la sombra que le pisaba los talones era yo, como tampoco yo si la sombra cuyos talones estaba pisando era él, pero, así como yo no tenía dudas sobre él, él tampoco las tenía sobre mí.

Obligándolo a controlarme, le impedía seguir de muy cerca a Severino. Y cuando la puerta del hospital surgió entre la niebla, estaba cerrada. Gracias al cielo, Severino había entrado ya. El cillerero se volvió una vez más para mirarme —yo estaba quieto como un árbol del huerto—, después pareció tomar una decisión y echó a andar hacia la cocina. Pensé que mi misión estaba cumplida. Severino era un hombre prudente, se protegería muy bien solo, sin abrir a nadie. No me quedaba nada más que hacer, y sobre todo ardía de curiosidad por ver lo que estaba sucediendo en la sala capitular. Por tanto, decidí regresar y dar parte a Guillermo. Quizá hice mal, porque, si me hubiese quedado de guardia, nos habríamos ahorrado muchas otras desgracias. Pero esto lo sé ahora: en aquel momento no lo sabía.

Mientras regresaba, casi choqué con Bencio, que sonreía con aire de complicidad:

—Severino ha encontrado algo que dejó Berengario, ¿verdad?

—¿Y tú qué sabes? —le respondí con insolencia, tratándolo como alguien de mi edad, en parte por ira y en parte porque su rostro joven tenía en aquel momento una expresión de malicia casi infantil.

—No soy tonto —respondió Bencio—. Severino corre a decir algo a Guillermo, tú vigilas que nadie lo siga…

—Y tú nos observas demasiado, a nosotros y a Severino —dije irritado.

—¿Yo? Es verdad que os observo. Desde anteayer no pierdo de vista los baños ni el hospital. Si hubiese podido, ya habría entrado allí. Daría un ojo de la cara por saber qué encontró Berengario en la biblioteca.

—¡Quieres saber demasiadas cosas sin tener derecho a saberlas!

—Soy un estudioso y tengo derecho a saber, he venido desde el confín del mundo para conocer la biblioteca, y la biblioteca permanece cerrada como si estuviera llena de cosas malas, y yo…

—Deja que me marche —dije con tono brusco.

—Ya te dejo, puesto que me has dicho lo que quería saber.

—¿Yo?

—También callando puede hablarse.

—Te aconsejo que no entres en el hospital —le dije.

—No entraré, no entraré, quédate tranquilo. Pero nadie me prohíbe que mire desde fuera.

No seguí escuchándolo y reanudé mi camino. Pensé que aquel curioso no constituía un gran peligro. Me acerqué a Guillermo y lo puse brevemente al corriente de los hechos.

Me hizo un gesto de aprobación y luego me indicó que callara. La confusión estaba disminuyendo. Los miembros de ambas legaciones estaban dándose el beso de la paz. Alborea elogiaba la fe de los franciscanos, Girolamo alababa la caridad de los predicadores, todos proclamaban su esperanza en una iglesia que ya no estuviese agitada por luchas intestinas. Unos celebraban la fortaleza de los otros, éstos la templanza de los primeros, y todos invocaban la justicia y se recomendaban la prudencia. Nunca vi tantos hombres empeñados con tanta sinceridad en el triunfo de las virtudes teologales y cardinales.

Pero ya Bertrando del Poggetto estaba invitando a Guillermo a exponer las tesis de los teólogos imperiales. Guillermo se levantó de mala gana: por una parte, se estaba dando cuenta de que el encuentro era del todo inútil; por la otra, tenía prisa por marcharse, pues a esas alturas le interesaba más el libro misterioso que la suerte del encuentro. Pero era evidente que no podía sustraerse a su deber.

Empezó, pues, a hablar, en medio de muchos «eh» y «oh», quizá más de los acostumbrados, y de los permitidos, como para dar a entender que no estaba nada seguro de lo que iba a decir, y a modo de exordio afirmó que comprendía muy bien el punto de vista de los que habían hablado antes, y que, por otra parte, lo que algunos llamaban la «doctrina» de los teólogos imperiales no era más que un conjunto de observaciones dispersas que no aspiraban a imponerse como verdades de la fe.

Después dijo que, dada la inmensa bondad que Dios había mostrado al crear el pueblo de sus hijos, amándolos a todos sin distinciones, desde aquellas páginas del Génesis donde aún no se hacía distinción entre sacerdotes y reyes, y considerando también que el Señor había otorgado a Adán y sus sucesores el dominio sobre las cosas de esta tierra, siempre y cuando obedeciesen las leyes divinas, podía sospecharse que tampoco había sido ajena al Señor la idea de que en las cosas terrenales el pueblo debía ser el legislador y la primera causa eficiente de la ley. Por pueblo, dijo, hubiese sido conveniente entender la universalidad de los ciudadanos, pero como entre éstos también hay que considerar a los niños, los idiotas, los maleantes y las mujeres, quizá podía llegarse de una manera razonable a una definición de pueblo como la parte mejor de los ciudadanos, si bien en aquel momento él no consideraba oportuno pronunciarse acerca de quiénes pertenecían efectivamente a esa parte.

Tosió un poco, pidió disculpas a los presentes diciendo que sin duda aquel día la atmósfera estaba muy húmeda, y formuló la hipótesis de que el pueblo podría expresar su voluntad a través de una asamblea general electiva. Dijo que le parecía sensato que una asamblea de esa clase pudiese interpretar, alterar o suspender la ley, porque, si la ley la hiciera uno solo, éste podría obrar mal por ignorancia o por maldad, y añadió que no era necesario recordar a los presentes cuántos casos así se habían producido recientemente. Advertí que los presentes, más bien perplejos por lo que estaba diciendo, no podían dejar de aceptar esto último, porque era evidente que cada uno pensaba en una persona distinta, y que para cada uno dicha persona era un ejemplo de maldad.

Pues bien, prosiguió Guillermo, si uno solo puede hacer mal las leyes, ¿no las hará mejor una mayoría? Desde luego, subrayó, se hablaba de las leyes terrenales, relativas a la buena marcha de las cosas civiles. Dios había dicho a Adán que no comiera del árbol del bien y del mal, y aquélla era la ley divina, pero después lo había autorizado, ¿qué digo?, incitado a dar nombre a las cosas, y en ello había dejado libre a su súbdito terrestre. En efecto, aunque en nuestra época algunos digan que nomina sunt consequentia rerum[*], el libro del Génesis es por lo demás bastante claro sobre esta cuestión: Dios trajo ante el hombre todos los animales para ver cómo los llamaría, y cualquiera hubiese sido el nombre que éste les diese, así deberían llamarse en adelante. Y aunque, sin duda, el primer hombre había sido lo bastante sagaz como para llamar, en su lengua edénica, a toda cosa y animal de acuerdo con su naturaleza, eso no entrañaba que hubiera dejado de ejercer una especie de derecho soberano al imaginar el nombre que a su juicio correspondía mejor a dicha naturaleza. Porque, en efecto, ya se sabe qué diversos son los nombres que los hombres imponen para designar los conceptos, y que sólo los conceptos, signos de las cosas, son iguales para todos. De modo que, sin duda, la palabra nomen procede de nomos, o sea de ley, porque precisamente los hombres dan los nomina ad placitum, o sea a través de una convención libre y colectiva[*].

Los presentes no se atrevieron a impugnar tan docta demostración. En virtud de lo cual, concluyó Guillermo, se ve con claridad que la legislación sobre las cosas de esta tierra, y por tanto sobre las cosas de las ciudades y los reinos, no guarda relación alguna con la custodia y la administración de la palabra divina, privilegio inalienable de la jerarquía eclesiástica. Infelices, así, los infieles, porque carecen de una autoridad como ésta, que interprete para ellos la palabra divina (y todos se apiadaron de los infieles). Pero, ¿acaso esto nos autoriza a decir que los infieles carecen de la tendencia a hacer leyes y a administrar sus cosas mediante gobiernos, ya sean reyes, emperadores, sultanes o califas? ¿Y acaso podía negarse que muchos emperadores romanos habían ejercido el poder temporal con gran sabiduría, por ejemplo Trajano? ¿Y quién ha otorgado a los paganos y a los infieles esa capacidad natural para legislar y vivir en comunidades políticas? ¿Acaso sus divinidades mentirosas que necesariamente no existen (o que no existen necesariamente, como quiera que se interprete la negación de esta modalidad)? Sin duda que no. Sólo podía habérsela conferido el Dios de los ejércitos, el Dios de Israel, padre de nuestro señor Jesucristo… ¡Admirable prueba de bondad divina, que ha conferido la capacidad de juzgar sobre las cosas políticas también a quien no reconoce la autoridad del pontífice romano y no profesa los misterios sagrados, suaves y terribles del pueblo cristiano! Pero, ¿qué mejor demostración del hecho de que el dominio temporal y la jurisdicción secular nada tienen que ver con la iglesia y con las leyes de Jesucristo, y de que fueron ordenados por Dios al margen de toda ratificación eclesiástica e incluso antes del nacimiento de nuestra santa religión?

Volvió a toser, pero esta vez no fue el único. Muchos de los asistentes se agitaban en sus sillones y carraspeaban. Vi que el cardenal se pasaba la lengua por los labios y hacía un gesto, ansioso pero cortés, para invitar a Guillermo a que pasara a las conclusiones. Y entonces éste abordó las que, según la opinión de todos, incluso de quienes no las compartían, eran las consecuencias, desagradables quizá, de aquel discurso irrebatible. Dijo que le parecía que sus deducciones podían apoyarse en el ejemplo mismo de Cristo, quien no vino a este mundo para mandar, sino para someterse según las condiciones que encontró en el mundo, al menos en lo que se refería a las leyes del César. No quiso que los apóstoles tuviesen dominio y mando, y por eso parecía sabio que los sucesores de los apóstoles fuesen aliviados de todo poder mundano y coactivo. Si el pontífice, los obispos y los curas no estuvieran sometidos al poder mundano y coactivo del príncipe, la autoridad de este último se vería invalidada, y con ello se invalidaría también un orden que, como acababa de demostrar, había sido instaurado por Dios. Sin duda, deben considerarse ciertos casos muy delicados —dijo Guillermo—, como el de los herejes, sobre cuya herejía sólo la iglesia, guardiana de la verdad, puede pronunciarse, mientras que, sin embargo, la acción sólo incumbe al brazo secular. Cuando la iglesia reconoce la existencia de determinados herejes, lo justo, sin duda, es que los señale al príncipe, quien conviene que esté informado acerca de las condiciones de sus ciudadanos. Pero ¿qué tendrá que hacer el príncipe con un hereje? ¿Condenarlo en nombre de esa verdad divina cuya custodia no le atañe? El príncipe puede y debe condenar al hereje si su acción perjudica la convivencia de todos, o sea si el hereje trata de imponer su herejía matando o molestando a quienes no la comparten. Pero allí se detiene el poder del príncipe, porque nadie en esta tierra puede ser obligado mediante el suplicio a seguir los preceptos del evangelio. Si no, ¿dónde acabaría el libre arbitrio, sobre el uso del cual cada uno será juzgado en el otro mundo? La iglesia puede y debe avisar al hereje que se está saliendo de la comunidad de los fieles, pero no puede juzgarlo en la tierra ni obligarlo contra su voluntad. Si Cristo hubiese querido que sus sacerdotes obtuvieran poder coactivo, habría establecido unos preceptos precisos, como hizo Moisés con la ley antigua. Pero no los estableció. Por tanto, no quiso otorgarles ese poder. ¿O habría que pensar que sí lo quiso, pero que en tres años de predicación le faltó tiempo, o capacidad, para decirlo? Lo justo era que no lo quisiese, porque, si lo hubiera querido, el papa habría podido imponer su voluntad al rey, y el cristianismo no sería ya ley de libertad sino intolerable esclavitud.

Todo esto, añadió Guillermo con rostro sonriente, no entraña una limitación de los poderes del sumo pontífice, sino un enaltecimiento de su misión: porque el siervo de los siervos de Dios no está en la tierra para ser servido, sino para servir. Y por último, sería en todo caso muy extraño que el papa tuviese jurisdicción sobre las cosas del imperio y no sobre los otros reinos de la tierra. Como se sabe, lo que el papa dice sobre las cosas divinas vale tanto para los súbditos del rey de Francia como para los del rey de Inglaterra, pero también debe valer para los súbditos del Gran Kan o del sultán de los infieles, porque precisamente se los llama infieles debido a que no son fieles a esta bella verdad. Y, por consiguiente, si el papa considerase que tiene jurisdicción temporal —en su carácter de papa— solo sobre las cosas del imperio, podría sospecharse que, al coincidir la jurisdicción temporal con la espiritual, no sólo no tendría jurisdicción espiritual sobre los sarracenos o los tártaros, sino tampoco sobre los franceses y los ingleses, lo que constituiría una blasfemia criminal. Precisamente por eso, concluía mi maestro, quizá fuese justo afirmar que la iglesia de Aviñón injuriaba a toda la humanidad cuando sostenía que era de su incumbencia aprobar o suspender al que había sido electo emperador de los romanos. El papa no tiene sobre el imperio más derechos que sobre los otros reinos, y como no están sujetos a la aprobación del papa ni el rey de Francia ni el sultán, no se ve por qué sí deba estarlo el emperador de los alemanes y de los italianos. Ese sometimiento no es de derecho divino, porque las escrituras no lo mencionan. Y en virtud de las razones ya dichas, tampoco está consagrado por el derecho de gentes. En cuanto a las relaciones con el debate sobre la pobreza, dijo por último Guillermo, sus modestas opiniones, elaboradas en forma de amables sugerencias, tanto suyas como de Marsilio de Padua y de Jean de Jandun, permitían concluir lo siguiente: si los franciscanos querían seguir siendo pobres, el papa no podía ni debía oponerse a tan virtuoso deseo. Sin duda, si se demostrara la hipótesis de la pobreza de Cristo, ello no sólo beneficiaría a los franciscanos, sino que también reforzaría la idea de que Jesús no había querido tener jurisdicción terrenal alguna. Pero aquella mañana había oído a personas muy sabias decir que no se podía probar que Jesús hubiera sido pobre. Por tanto, le parecía más conveniente invertir la demostración. Como nadie había afirmado, ni habría podido afirmar, que Jesús hubiese reclamado para sí y para los suyos jurisdicción terrenal alguna, ese desinterés de Jesús por las cosas temporales le parecía indicio suficiente para, sin pecado, considerar plausible la idea de que Jesús también había preferido la pobreza.

Guillermo había hablado con un tono tan humilde, había expresado sus certezas de una manera tan dubitativa, que ninguno de los presentes había podido levantarse para replicar. Esto no significaba que todos estuvieran de acuerdo con lo que acababan de escuchar. No sólo los aviñoneses se agitaban ahora con la ira pintada en el rostro y haciendo comentarios por lo bajo, sino que también al propio Abad aquellas palabras parecían haberle causado una impresión muy desfavorable, como si pensase que no era así como había imaginado las relaciones entre su orden y el imperio. En cuanto a los franciscanos, Michele da Cesena estaba perplejo; Girolamo, aterrado; Ubertino, pensativo.

Rompió el silencio el cardenal Del Poggetto, siempre sonriente y sereno, quien con mucho tacto preguntó a Guillermo si iría a Aviñón para repetir aquellas cosas ante el señor papa. Guillermo preguntó cuál era el parecer del cardenal, y éste dijo que el señor papa había escuchado muchas opiniones discutibles a lo largo de su vida y que era un hombre amantísimo con todos sus hijos, pero que, sin duda, aquellas opiniones lo afligirían grandemente.

Intervino Bernardo Gui, quien hasta entonces no había abierto la boca:

—Me agradaría mucho que fray Guillermo, expositor tan hábil y elocuente de sus ideas, viniese a someterlas al juicio del pontífice…

—Me habéis convencido, señor Bernardo —dijo Guillermo—. No iré —y añadió dirigiéndose al cardenal, en tono de excusa —. Sabéis, esta fluxión que me está tomando el pecho desaconseja que emprenda un viaje tan largo en esta estación…

—¿Pero entonces por qué habéis hablado tanto rato? —preguntó el cardenal.

—Para dar testimonio de la verdad —dijo Guillermo con tono humilde—. La verdad nos hará libres.

—¡Pues no! —estalló entonces Jean de Baune—. ¡Aquí no se trata de la verdad que nos hará libres, sino de libertad excesiva que pretende pasar por verdadera!

—También esto es posible —admitió Guillermo con suavidad.

De pronto tuve la intuición de que estaba por estallar una tormenta de corazones y de lenguas mucho más furiosa que la anterior. Pero no sucedió nada. Mientras estaba hablando Dalbena, había entrado el capitán de los arqueros para comunicarle algo en voz baja a Bernardo. Éste se levantó de golpe y con un ademán pidió que lo escucharan.

—Hermanos —dijo—, quizá esta provechosa discusión pueda continuar en otro momento, pero ahora un hecho gravísimo nos obliga a suspender nuestros trabajos, con el permiso del Abad. Tal vez he colmado, sin quererlo, las expectativas del mismo Abad, quien esperaba descubrir al culpable de los muchos crímenes cometidos en los días pasados. Ese hombre está ahora en mis manos. Pero, ¡ay!, ha sido cogido demasiado tarde, una vez más… Algo ha sucedido allí…

Hizo un vago gesto señalando hacia afuera, cruzó rápidamente la sala y salió, seguido de muchos. Entre los primeros, Guillermo, y yo con él.

Mi maestro me miró y dijo:

—Temo que le haya sucedido algo a Severino.