TERCIA
Donde Adso se hunde en la agonía del amor, y luego llega Guillermo con el texto de Venancio, que sigue siendo indescifrable aun después de haber sido descifrado.
En realidad, los terribles acontecimientos que sucedieron a mi encuentro pecaminoso con la muchacha casi borraron el recuerdo de ese episodio, y, por otra parte, no bien me hube confesado con fray Guillermo, mi alma se liberó del remordimiento que la había asaltado cuando despertó luego de haber incurrido en tan grave falta, hasta el punto de llegar a sentir que, con las palabras, también había transferido al fraile la carga que estas últimas estaban destinadas a significar. En efecto, ¿para qué sirve el purificante baño de la confesión, si no es para descargar el peso del pecado, y del remordimiento que éste entraña, en el seno mismo de Nuestro Señor, y para que, con el perdón, el alma gane renovada y aérea ligereza, capaz de hacernos olvidar el cuerpo atormentado por la iniquidad? Pero yo no me había liberado del todo. Ahora que deambulaba bajo el pálido y frío sol de aquella mañana invernal, en medio del ajetreo de hombres y animales, afluyó el recuerdo de aquellos acontecimientos vividos en circunstancias muy diferentes. Como si de todo lo sucedido ya no quedase el arrepentimiento ni las palabras consoladoras del baño penitencial, sino sólo imágenes de cuerpos y miembros humanos. Ante mi mente sobreexcitada danzaba, hinchado de agua, el fantasma de Berengario, y me estremecía de asco y de piedad. Luego, como para huir de aquel lémur, mi mente buscaba otras imágenes que aún estuviesen frescas en el receptáculo de la memoria, y mis ojos (los del alma, pero casi debería decir también los carnales) no podían dejar de ver la imagen de la muchacha, bella y terrible como un ejército dispuesto para el combate.
Me he comprometido (viejo amanuense de un texto hasta ahora nunca escrito, pero que durante largas décadas ha estado hablando en la intimidad de mi mente) a ser un cronista fiel, y no sólo por amor a la verdad, ni por el deseo (sin duda, muy lícito) de instruir a mis futuros lectores, sino también para que mi memoria marchita y fatigada pueda liberarse de unas visiones que la han hostigado durante toda la vida. Por tanto, debo decirlo todo, con decencia pero sin vergüenza. Y debo decir, ahora, y con letras bien claras, lo que entonces pensé y casi intenté ocultar ante mí mismo, mientras deambulaba por la meseta, echando de pronto a correr para poder atribuir al movimiento de mi cuerpo las repentinas palpitaciones de mi corazón, deteniéndome para admirar lo que hacían los campesinos y fingiendo que me distraía contemplándolos, aspirando a pleno pulmón el aire frío, como quien bebe vino para olvidar su miedo o su dolor.
En vano. Pensaba en la muchacha. Mi carne había olvidado el placer, intenso, pecaminoso y fugaz (es cosa vil) que me había deparado la unión con ella, pero mi alma no había olvidado su rostro, y ese recuerdo no acababa de parecerle perverso, sino que más bien la hacía palpitar como si en aquel rostro resplandeciese toda la dulzura de la creación.
De manera confusa y casi negándome a aceptar la verdad de lo que estaba sintiendo, descubrí que aquella pobre, sucia, impúdica criatura, que (quizá con qué perversa constancia) se vendía a otros pecadores, aquella hija de Eva que, debilísima como todas sus hermanas, tantas veces había comerciado con su carne, era, sin embargo, algo espléndido y maravilloso. Mi intelecto sabía que era pábulo de pecado, pero mi apetito sensitivo veía en ella el receptáculo de todas las gracias. Es difícil decir qué sentía yo en aquel momento. Podría tratar de escribir que, todavía preso en las redes del pecado, deseaba, pecaminosamente, verla aparecer en cualquier momento, y casi espiaba el trabajo de los obreros por si, de la esquina de una choza o de la oscuridad de un establo, surgía la figura que me había seducido. Pero no estaría escribiendo la verdad, o bien estaría velándola para atenuar su fuerza y su evidencia. Porque la verdad es que «veía» a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba, sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, y de no unirme más a ella, siempre y cuando pudiese sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca aunque estuviese, por toda la eternidad, lejos de mí. Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, que, sin duda, es como un libro escrito por el dedo de Dios, donde cada cosa nos habla de la inmensa bondad de su creador, donde cada criatura es como escritura y espejo de la vida y de la muerte, donde la más humilde rosa se vuelve glosa de nuestro paso por la tierra, como si todo, en suma, sólo me hablase del rostro que apenas había logrado entrever en la olorosa penumbra de la cocina. Me entregaba a esas fantasías porque me decía para mí (mejor dicho, no lo decía, porque no eran pensamientos que pudiesen traducirse en palabras) que, si el mundo entero está destinado a hablarme del poder, de la bondad y de la sabiduría del creador, y si aquella mañana el mundo entero me hablaba de la muchacha, que (por pecadora que fuese) era también un capítulo del gran libro de la creación, un versículo del gran salmo entonado por el cosmos… Decía para mí (lo digo ahora) que, si tal cosa sucedía, era porque estaba necesariamente prevista en el gran plan teofánico que gobierna el universo, cuyas partes, dispuestas como las cuerdas de la lira, componen un milagro de consonancia y armonía. Como embriagado, gozaba de la presencia de la muchacha en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas, mi deseo se colmaba. Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia. Me resulta difícil explicar este misterio de contradicción, signo de que el espíritu humano es bastante frágil y nunca recorre puntualmente los senderos de la razón divina, que ha construido el mundo como un silogismo perfecto, sino que sólo toma proposiciones aisladas, y a menudo inconexas, de ese silogismo, lo que explica la facilidad con que somos víctimas de las ilusiones que urde el maligno. ¿Era una trampa del maligno lo que tanto me perturbaba aquella mañana? Ahora pienso que sí, porque entonces era sólo un novicio, pero también pienso que el humano sentimiento que me embargó no era malo en sí mismo, sino sólo en relación con el estado en que me encontraba. Porque en sí mismo era el sentimiento que impulsa al hombre hacia la mujer para que ambos se unan, como quiere el apóstol de los gentiles, y sean carne de una sola carne, y juntos procreen nuevos seres humanos y se asistan entre sí desde la juventud hasta la vejez. Salvo que el apóstol lo dijo pensando en quienes buscan remedio para la concupiscencia y en quien no quiere quemarse, pero no sin recordar que mucho más preferible es el estado de castidad, al que, como monje, me había consagrado. Por tanto, lo que aquella mañana me aquejaba era malo para mí, pero quizá bueno, sumamente bueno, para otros, y por eso ahora percibo que mi confusión no se debía a la perversidad de mis pensamientos, que en sí eran honestos y agradables, sino a la perversidad de la relación entre dichos pensamientos y los votos que había pronunciado. En consecuencia, hacía mal en gozar de algo que era bueno en un sentido y malo en otro, y mi falta consistía en tratar de conciliar el dictado del alma racional con el apetito natural. Ahora sé que mi sufrimiento se debía al contraste entre el apetito intelectual, donde tendría que haberse manifestado el imperio de la voluntad, y el apetito sensible, sujeto de las pasiones humanas. En efecto, actus appetitus sensitivi in quantum habent transmutationem corporalem annexam, passiones dicuntur, non autem actus voluntatis[*]. Y mi acto apetitivo estaba acompañado justamente de un temblor de todo el cuerpo, un impulso físico destinado a concluir en gritos y agitación. El doctor angélico dice que las pasiones en sí mismas no son malas, pero que han de moderarse mediante la voluntad guiada por el alma racional. Sólo que aquella mañana mi alma racional estaba adormecida por la fatiga que refrenaba al apetito irascible, volcado hacia el bien y el mal como metas por conquistar, pero no al apetito concupiscible, volcado hacia el bien y el mal como metas conocidas. Para justificar la irresponsable frivolidad con que entonces me comporté, puedo decir ahora, remitiéndome a las palabras del doctor angélico, que, sin duda, estaba poseído por el amor, que es pasión y ley cósmica, porque hasta la gravedad de los cuerpos es amor natural. Y había sido seducido naturalmente por esa pasión, porque en ella appetitus tendit in appetibile realiter consequendum ut sit ibi finis motus[*]. En virtud de lo cual, naturalmente, amor facit quod ipsae res quae amantur, amanti aliquo modo uniantur et amor est magis cognitivus quam cognitio[*]. En efecto, en aquel momento veía a la muchacha mucho mejor que la noche precedente, y la comprendía intus et in cute[*] porque en ella me comprendía a mí mismo y en mí a ella misma. Me pregunto ahora si lo que sentía era el amor de amistad, en el que lo similar ama a lo similar y sólo quiere el bien del otro, o el amor de concupiscencia, en el que se quiere el bien propio, y en el que quien carece sólo quiere aquello que puede completarlo. Y creo que amor de concupiscencia había sido el de la noche, en el que quería de la muchacha algo que nunca había tenido, mientras que aquella mañana, en cambio, nada quería de la muchacha, y sólo quería su bien, y deseaba que se viese libre de la cruel necesidad que la obligaba a entregarse por un poco de comida, y que fuese feliz, y tampoco quería pedirle nada en lo sucesivo, sino poder seguir pensando en ella y poder seguir viéndola en las ovejas, en los bueyes, en los árboles, en el sereno resplandor que rodeaba de júbilo el recinto de la abadía.
Ahora sé que la causa del amor es el bien; y el bien se define por el conocimiento, y sólo puede amarse lo que se ha aprehendido que es bueno, mientras que a la muchacha… Sí, había aprehendido que era buena para el apetito irascible, pero también que era mala para la voluntad. Pero si entonces mi alma se agitaba entre tantos y tan opuestos movimientos, era por la semejanza entre lo que sentía y el amor más santo tal como lo describen los doctores: me producía el éxtasis, en que el amante y el amado quieren lo mismo (y, por una misteriosa iluminación, en aquel momento sabía que la muchacha, estuviera donde estuviese, quería lo mismo que yo quería), y esto me producía celos, pero no los malos, que Pablo condena en la primera a los Corintios; porque son principium contentionis[*] y no admiten el consortium in amato[*], sino aquellos a los que se refiere Dionisio en los Nombres Divinos, donde incluso de Dios se dice que tiene celos propter multum amorem quem habet ad existentia[*] (y yo amaba a la muchacha precisamente porque existía, y estaba contento, no envidioso, de que existiera). Estaba celoso del modo en que, para el doctor angélico, los celos son motus in amatum[*], celos de amistad que incitan a moverse contra todo lo que perjudica al amado (y en aquel momento sólo pensaba en liberar a la muchacha del poder de quien estaba comprando su carne manchándola con sus nefastas pasiones).
Ahora sé, como dice el doctor, que el amor puede dañar al amante cuando es excesivo. Y el mío lo era. He intentado explicar lo que sentí entonces, y en modo alguno intento justificar aquellos sentimientos. Estoy hablando de unos ardores culpables que padecí en mi juventud. Eran malos, pero en honor a la verdad debo decir que en aquel momento me parecieron muy buenos. Y que esto sirva de enseñanza para todo aquel que como yo caiga en las redes de la tentación. Hoy, ya viejo, conocería mil formas de escapar a tales seducciones (y me pregunto hasta dónde debo enorgullecerme por ello, puesto que las tentaciones del demonio meridiano ya no pueden alcanzarme, pero sí otras, de modo que ahora me pregunto si lo que estoy haciendo en este momento no será entregarme pecaminosamente a la pasión terrenal de evocar el pasado, estúpido intento de escapar al flujo del tiempo, y a la muerte).
Fue casi un instinto milagroso el que entonces me salvó. La muchacha se me aparecía en la naturaleza y en las obras humanas que había a mi alrededor. De modo que, movido por una feliz intuición del alma, traté de sumirme en la detallada contemplación de dichas obras. Observé el trabajo de los vaqueros, que estaban sacando a los bueyes del establo; de los porquerizos, que estaban llevando comida a los cerdos; de los pastores, que azuzaban a los perros para que reuniesen las ovejas; de los labradores, que llevaban escanda y mijo a los molinos, y salían con sacos llenos de rica harina. Me sumergí en la contemplación de la naturaleza, tratando de olvidar mis pensamientos, de mirar a los seres tal como se nos aparecen, y, al contemplarlos, de olvidarme gozosamente de mí mismo.
¡Qué hermoso era el espectáculo de la naturaleza aún no tocada por el saber, a menudo perverso, del hombre!
Vi al cordero, cuyo nombre es como una muestra de reconocimiento por su pureza y bondad. En efecto, el nombre agnus deriva del hecho de que este animal agnoscit, reconoce a su madre, reconoce su voz en medio del rebaño, y la madre, por su parte, entre tantos corderos de idéntica forma e idéntico balido, reconoce siempre, y sólo, a su hijo, y lo alimenta. Vi a la oveja, cuyo nombre es oves, ab oblatione, pues desde los tiempos primitivos se la ha utilizado en los sacrificios rituales; la oveja que, según su costumbre, cuando llega el invierno busca con avidez la hierba y se harta de forraje antes de que el hielo queme los campos de pastoreo. Y los rebaños estaban vigilados por perros, cuyo nombre, canes, deriva de canor, por el ladrido[*]. Animal que se destaca de los otros por su perfección, y cuya singular agudeza le permite reconocer al amo, y puede adiestrarse para cazar fieras en los bosques, para proteger al rebaño de los lobos, y además protege la casa y los hijos de su amo, llegando a veces a morir por defenderlos. El rey Garamante, apresado por sus adversarios, fue devuelto a su patria por una jauría de doscientos perros, que se abrieron camino a través de las filas enemigas. Al morir su amo, el perro de Jasón, Licio, ya no quiso comer, y murió de inanición; el del rey Lisímaco se arrojó a la hoguera de su amo para morir con él. El perro tiene el poder de cicatrizar las heridas lamiéndolas con su lengua, y la lengua de sus cachorros puede curar las lesiones intestinales. Por naturaleza, tiene el hábito de utilizar dos veces la misma comida, después de haberla vomitado. Esta sobriedad es símbolo de perfección espiritual, así como el poder taumatúrgico de su lengua es símbolo de la purificación de los pecados que se obtiene a través de la confesión y la penitencia. Pero que el perro vuelva a lo que ha vomitado también es signo de que, tras la confesión, se vuelve a los mismos pecados de antes, y esta moraleja me fue bastante útil aquella mañana para amonestar a mi corazón mientras admiraba las maravillas de la naturaleza.
A todo esto, mis pasos me llevaron hacia los establos de los bueyes, que estaban saliendo en gran cantidad guiados por los boyeros. De golpe los vi tal como eran, y son: símbolo de amistad y bondad, porque, mientras trabaja, cada buey se vuelve en busca de su compañero de arado, y si por casualidad éste se encuentra ausente, lo llama con afectuosos mugidos. Los bueyes aprenden, obedientes, a regresar solos al establo cuando llueve, y cuando se han refugiado junto al pesebre, estiran todo el tiempo la cabeza para ver si ha acabado el mal tiempo, porque tienen ganas de volver al trabajo. Y junto con los bueyes también estaban saliendo los becerros, cuyo nombre —vitulus—, tanto en las hembras como en los machos, deriva de la palabra viriditas, o también de la palabra virgo, porque a esa edad aún son frescos, jóvenes y castos, y muy mal había hecho, decía para mí, viendo en sus graciosos movimientos una imagen de la incasta muchacha[*]. En todo esto pensaba, reconciliado con el mundo y conmigo mismo, mientras observaba los alegres trabajos matinales. Y dejé de pensar en la muchacha o, mejor dicho, me esforcé por transformar la pasión que sentía hacia ella en un sentimiento de gozo interior y de piadosa serenidad.
Pensé que el mundo era bueno, y maravilloso, que la bondad de Dios se manifiesta también a través de las bestias más horribles, como explica Honorio Augustoduniense.
Es verdad que hay serpientes tan grandes que devoran ciervos y atraviesan los océanos, y que existe la bestia cenocroca, con cuerpo de asno, cuernos de íbice, pecho y fauces de león, pie de caballo, pero hendido como el del buey, con un tajo en la boca, que llega hasta las orejas, la voz casi humana y un solo hueso, muy sólido, en lugar de dientes. Y existe la bestia mantícora, con rostro de hombre, tres filas de dientes, cuerpo de león, cola de escorpión, ojos glaucos, la piel del color de la sangre y la voz parecida al silbido de las serpientes, monstruo ávido de carne humana. Y hay monstruos de pies con ocho dedos, morro de lobo, uñas ganchudas, piel de oveja y ladrido de perro, que al envejecer no se vuelven blancos sino negros, y que viven muchos más años que nosotros. Y hay criaturas con ojos en los hombros y dos agujeros en el pecho que hacen las veces de nariz, porque no tienen cabeza, y otras que viven a las orillas del río Ganges, y se alimentan sólo del olor de cierta clase de manzana, y, cuando están lejos de ella, mueren. Pero incluso todas estas bestias inmundas cantan en su diversidad la gloria del Creador y su sabiduría, al igual que el perro, el buey, la oveja, el cordero y el lince. Qué grande es, dije entonces para mí, repitiendo las palabras de Vincenzo Belovacense, la más humilde belleza de este mundo, y con qué agrado el ojo de la razón considera atentamente no sólo los modos, los números y los órdenes de las cosas, dispuestas con tanta armonía por todo el ámbito del universo, sino también el curso de las épocas, que sin cesar van pasando a través de sucesiones y caídas, signadas por la muerte, como todo lo que ha nacido. Como pecador que soy, cuya alma pronto ha de abandonar esta prisión de la carne, confieso que en aquel momento me sentí arrebatado por un impulso de espiritual ternura hacia el Creador y la regla que gobierna este mundo, y colmado de respetuoso júbilo admiré la grandeza y el equilibrio de la creación.
En tal excelente disposición de ánimo, me encontró mi maestro cuando, llevado por mis pasos y sin darme cuenta, después de haber dado casi toda la vuelta a la abadía, regresé al sitio donde dos horas antes nos habíamos separado. Allí estaba Guillermo, y lo que me dijo desvió el curso de mis pensamientos para dirigirlos de nuevo hacia los tenebrosos misterios de la abadía.
Parecía muy contento. Tenía en la mano el folio de Venancio, que por fin había podido descifrar. Fuimos a su celda, para estar lejos de oídos indiscretos, y me tradujo lo que había leído. Después de la frase escrita en alfabeto zodiacal (secretum finis Africae manus supra idolum age primum et septimum de quatuor), el texto en griego decía lo siguiente:
El veneno terrible que da la purificación…
La mejor arma para destruir al enemigo…
Sírvete de las personas humildes, viles y feas, saca placer de su falta… No deben morir… No en las casas de los nobles y los poderosos, sino en las aldeas de los campesinos, después de abundante comida y libaciones… Cuerpos rechonchos, rostros deformes.
Violan vírgenes y se acuestan con meretrices, no malvados, sin temor.
Una verdad distinta, una imagen distinta de la verdad…
Las venerables higueras.
La piedra desvergonzada rueda por la llanura… Ante los ojos.
Hay que engañar y sorprender engañando, decir lo contrario de lo que se creía, decir una cosa y referirse a otra.
Para ellos las cigarras cantarán desde el suelo.
Eso era todo. En mi opinión, demasiado poco, casi nada. Parecía el delirio de un demente, y se lo dije a Guillermo.
—Quizá. Y sin duda mi traducción agrava su demencia. Mi conocimiento del griego es bastante aproximativo. Sin embargo, aun suponiendo que Venancio estuviese loco, o que lo estuviese el autor del libro, seguiríamos sin saber por qué tantas personas, y no todas locas, se han afanado tanto, primero para esconder el libro, y luego para recuperarlo.
—¿Estas frases proceden del libro misterioso?
—No hay duda de que las escribió Venancio. Tú mismo puedes ver que no se trata de un pergamino antiguo. Deben de ser apuntes que tomó mientras leía el libro; si no, no las habría escrito en griego. Sin duda, Venancio copió, abreviándolas, ciertas frases que había encontrado en el volumen sustraído al finis Africae. Lo llevó al scriptorium y empezó a leerlo, anotando lo que le parecía importante. Después sucedió algo. O bien se sintió mal, o tal vez oyó que alguien subía. Entonces guardó el libro, junto con los apuntes, debajo de su mesa, casi seguro que con la idea de retomarlo la noche siguiente. De todos modos, sólo partiendo de este folio podremos reconstruir la naturaleza del libro misterioso, y sólo sobre la base de la naturaleza de ese libro podrá inferirse la naturaleza del homicida. Porque en todo crimen que se comete para apoderarse de un objeto, la naturaleza del objeto debiera proporcionar una idea, por pálida que fuese, de la naturaleza del asesino. Cuando se mata por un puñado de oro, el asesino ha de ser alguien ávido de riquezas. Cuando se mata por un libro, el asesino ha de ser alguien empeñado en reservar para sí los secretos de dicho libro. Por tanto, es preciso averiguar qué dice ese libro que no tenemos.
—¿Y partiendo de estas pocas líneas seríais capaz de descubrir de qué libro se trata?
—Querido Adso, estas palabras parecen proceder de un libro sagrado, palabras cuyo sentido va más allá de lo que dice la letra. Al leerlas esta mañana, después de haber hablado con el cillerero, me impresionó el hecho de que también en ellas se alude a los simples y a los campesinos, como portadores de una verdad distinta a la verdad de los sabios. El cillerero dio a entender que está unido a Malaquías por una extraña complicidad. ¿Acaso Malaquías habrá escondido algún peligroso texto herético que Remigio pudo haberle entregado? En tal caso, lo que Venancio habría leído y apuntado serían unas misteriosas instrucciones acerca de una comunidad de hombres rústicos y viles, en rebelión contra todo y contra todos. Pero…
—¿Qué?
—Pero hay dos hechos que no encajan en mi hipótesis. Uno es que Venancio no parecía interesado en tales asuntos: era un traductor de textos griegos, no un predicador de herejías… El otro es que esta primera hipótesis no explicaría la presencia de frases como la de las higueras, la piedra o las cigarras…
—Quizá son enigmas y significan otra cosa —sugerí—, ¿O tenéis otra hipótesis?
—Sí, pero aún es muy confusa. Tengo la impresión, al leer esta página, de que ya he leído algunas de las palabras que figuran en ella, y recuerdo frases casi idénticas que he visto en otra parte. Me parece, incluso, que aquí se habla de algo que ya se ha mencionado en estos días… Pero no puedo recordar de qué se trata. He de pensar en esto. Quizá tenga que leer otros libros.
—¿Cómo? ¿Para saber qué dice un libro debéis leer otros?
—A veces es así. Los libros suelen hablar de otros libros. A menudo un libro inofensivo es como una simiente, que al florecer dará un libro peligroso, o viceversa, es el fruto dulce de una raíz amarga. ¿Acaso leyendo a Alberto no puedes saber lo que habría podido decir Tomás? ¿O leyendo a Tomás lo que podría haber dicho Averroes?
—Es cierto —dije admirado.
Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables mentes, que habían sobrevivido a la muerte de quienes los habían producido, o de quienes los habían ido transmitiendo.
—Pero entonces —dije—, ¿de qué sirve esconder los libros, si de los libros visibles podemos remontarnos a los ocultos?
—Si se piensa en los siglos, no sirve de nada. Si se piensa en años y días, puede servir de algo. De hecho, ya ves que estamos desorientados.
—¿De modo que una biblioteca no es un instrumento para difundir la verdad, sino para retrasar su aparición? —pregunté estupefacto.
—No siempre, ni necesariamente. En este caso, sí.